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Catalina de Aragón

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Biografía

Catalina de Aragón. Alcalá de Henares (Madrid), 16.XII.1485 – Kimbolton (Reino Unido), 7.I.1536. Infanta de Castilla y Aragón y reina de Inglaterra.

Catalina de Aragón es la más pequeña de los hijos de los Reyes Católicos y tan desventurada como casi todos ellos, viviendo lejos de España y los últimos años de su vida (al igual que su hermana Juana) como prisionera de Estado.

En su infancia le tocó vivir en la Corte itinerante de sus padres, los Reyes Católicos, presenciando hechos de primera magnitud, como la Conquista de Granada (1492) o el regreso de Colón después de su descubrimiento de América (jornadas de Barcelona de 1493). Su formación fue la propia de quien estaba destinada a reinar en uno de los tronos de la Europa Occidental, al igual que sus otras tres hermanas: Isabel, Juana y María; pues Isabel la Católica preparó a sus hijas para futuras reinas, queriendo que fueran las mejores embajadoras de España. De ese modo, la corriente humanista entró en la Corte y Catalina, como sus hermanas, tuvo preceptores italianos, tan notables, como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y los hermanos Geraldini, de los cuales el menor, Alexandro, le acompañará como su confesor en Inglaterra.

Ansioso por cerrar un frente diplomático contra Francia, en esos comienzos del siglo XVI en los que se decidirá la suerte de Nápoles, Fernando el Católico formalizó una alianza con Enrique VII, cerrándola con la boda de Catalina con el príncipe de Gales, Arturo. Estaban entonces los Reyes en Granada, enfrascados en sofocar la rebelión morisca, lo que les obligó a dejar salir a Catalina de la Corte, con un numeroso séquito, sin la compañía de su madre, la reina Isabel, como se había hecho con Juana, cinco años antes. De ese modo Catalina atravesó España en el verano de 1501, desde Granada hasta Galicia para embarcar en La Coruña con destino a Inglaterra, el 17 de agosto de 1501, si bien los temporales obligaron a aplazar su navegación, no llegando a las costas inglesas hasta fines de septiembre. La ceremonia religiosa de la boda se realizó el 14 de noviembre de 1501, en la catedral londinense de San Pablo, pero la débil constitución del príncipe Arturo impidió su consumación, muriendo al poco tiempo —el 2 de abril de 1502—, lo que dejó a Catalina en una situación embarazosa (fue tratada como princesa viuda de Gales); el hecho de no haberse consumado el matrimonio y, por consecuencia, el no haber podido dar un heredero al reino, debilitaba su situación. ¿Consideró su madre, la reina Isabel, que debería regresar a España? Posiblemente, pero no Fernando el Católico, que en aquellas fechas necesitaba más que nunca de un aliado a las espaldas del rey Luis XII de Francia, estando como estaba en plena guerra por el dominio de Nápoles. ¿No tenían los Reyes ingleses otro hijo, Enrique? Es cierto que todavía era un muchacho (había nacido en 1491), pero cabía esperar unos años; de ese modo, mientras Catalina se hallase en Londres, vendría a ser como una garantía de que la alianza inglesa se mantendría. Ahora bien, en esa interinidad, ¿quién debía costear la Corte de la princesa? Ni el suegro, Enrique, ni el padre, Fernando, se consideraron obligados, lo que llevó a Catalina a vivir en una verdadera indigencia durante aquellos años. La muerte de la reina inglesa en 1503 permitió a Enrique VII abordar un nuevo plan; dado que era viudo, sería él quien casara con Catalina. Un plan que Isabel la Católica rechazó indignada. Muerta también Isabel (1504) y habiendo enviudado su hija Juana en 1506 de Felipe el Hermoso, Enrique VII negoció a toda furia su boda con la más hermosa, pero inquietante hija de los Reyes Católicos, en esta ocasión con el beneplácito de Fernando (“que me place”, se le oyó decir); pero encontrando la negativa rotunda de la interesada, la que había enloquecido de amor por Felipe el Hermoso.

De ese modo, se mantuvo, un poco a trancas y barrancas, el primer proyecto de la boda de Catalina con el nuevo príncipe de Gales, Enrique, al fin consumado, a la muerte de Enrique VII, en 1509.

Enrique VII fallecía el 21 de abril de 1509 y antes de dos meses Catalina y Enrique VIII se desposaban (el 11 de junio) siendo coronados como nuevos reyes de Inglaterra el 28 en la abadía londinense de Westminster.

Se sucedieron dos años de continuos festejos, culminados por el nacimiento de un príncipe heredero, Enrique, el 1 de enero de 1511. Parecía un feliz augurio, la mejor manera de empezar el nuevo año; por desgracia el príncipe niño murió antes de los dos meses, conforme a la terrible mortandad infantil de la época. De todas formas, durante unos años, Catalina se constituyó en el principal consejero de Enrique VIII, y no sólo para las cuestiones de política interior, hasta el punto de que se pudo decir de ella que era la mejor embajadora de España, en los últimos años del reinado de Fernando el Católico. Su influencia con Enrique VIII su marido, sería muy grande mientras el Rey tuvo esperanzas de que le diera un hijo varón, pero también en función de la alianza imperial.

Una alianza que se remontaba a los tiempos en que Carlos V era todavía conde de Flandes.

En efecto, había sido en 1513 cuando Enrique VIII había conocido a Carlos V en Lille, como miembro más destacado del séquito de Margarita de Austria, gobernadora entonces de los Países Bajos. Era cuando las tropas inglesas y las neerlandesas combatían juntas, en las cercanías de Calais, a las francesas. Se mantenía la tradicional alianza anglo-hispana, que defendía Catalina, entonces en la cumbre de su reinado, gozando de toda la confianza de Enrique VIII. Y ésa sería la misma situación en 1520 cuando la elección imperial de Carlos V presagiaba una fuerte hostilidad del rey Francisco I de Francia. Ambos soberanos pretendían con todas sus fuerzas la alianza inglesa, Francisco I pareció adelantarse preparando una fastuosa entrevista en las cercanías de Calais (el Campo del Paño de Oro), pero Catalina apoyó la candidatura de su sobrino imperial. El propio Enrique VIII, cuando Carlos V desembarcó en Dover, lo llevó a Cantorbery, donde estaba Catalina, teniendo los tres entonces una íntima entrevista a la que ni siquiera fue invitado el poderoso cardenal Wolsey, pese a su cargo de Canciller del reino. Ya Carlos había dejado de ser el tímido muchacho que Enrique había conocido siete años antes en Lille. Era un Emperador, que, hábilmente, supo presentarse como el obediente sobrino que respetaba a sus mayores. Y aunque no dominara el inglés, encontró en su tía Catalina a la mejor y más leal de las intérpretes; una entrevista que se continuó en Flandes, después de que Enrique VIII concluyese las jornadas de Campo de Oro, y esta vez en Gravelinas, como huéspedes los Reyes ingleses del Emperador.

Allí se negoció por primera vez una alianza más estrecha entre las dos Coronas, apuntando al enlace futuro entre Carlos V y la hija de los Reyes, María Tudor, si bien la corta edad de la princesa inglesa, con sus cuatro años, obligaba a esperar. Pero cuando Carlos V, de regreso a España dos años más tarde, visita de nuevo a Enrique VIII y a Catalina, ya cierra con la Corona inglesa el Tratado de Windsor (1522) en la que la alianza entre las dos Coronas se afirma con ese compromiso matrimonial, que hubiera llevado en un plazo de seis años a María Tudor a ser la nueva Emperatriz.

Eran los tiempos de máxima privanza de Catalina, reina de Inglaterra y consejera mayor de su esposo Enrique VIII. Los tiempos en que Luis Vives le dedicaba su tratado sobre la mujer cristiana (Institutio feminae Christianae). Y cuando la Reina, formada en un ambiente cada vez más cercano al humanismo cristiano que predicaba Erasmo, pedía consejos a Luis Vives de cómo se había de educar a su hija, la princesa María, entonces con seis o siete años.

En el mismo tratado de Windsor estaba la semilla de la desgracia de Catalina, al cifrar la alianza con Carlos V en su boda con María Tudor, quien al punto ya había empezado “a vestirse a la española”.

En ese sentido, el viraje de Carlos V, al desposar con Isabel de Portugal (1526) fue un durísimo golpe para Catalina, que empezó a caer en desgracia ante Enrique VIII.

Hubo otros factores. Sin duda, la misma edad, esos seis años que Catalina llevaba a Enrique y que, entrando en los cuarenta, se acusaban más. Por supuesto, la desgracia de perder su primer hijo varón, junto con la sospecha de que no volverían a tener más hijos, después del nacimiento de María en 1516. Y el que Enrique VIII cada vez volviese más los ojos a las jóvenes bellezas de la Corte, entre las que destacaba Ana Bolena. Y Enrique VIII dio en cavilar, acaso porque lo estaba deseando, que su matrimonio con Catalina iba contra las leyes divinas, conforme al mandato bíblico: “no te casarás con la viuda de tu hermano”. ¿No había motivos suficientes para su anulación? La falta de sucesión masculina, ¿no había que tomarla como un signo de la cólera divina? Aconsejado por algunos ministros de dudosa moral, como Cranmer, Enrique VIII se decidió a pedir a Roma la anulación de su matrimonio.

Fue un largo y difícil forcejeo. Clemente VII hubiera querido contentar al poderoso monarca inglés, pero medida tan arbitraria era demasiado fuerte, aparte de que Catalina encontró un poderoso aliado en su sobrino Carlos V. El Rey trató de presionar sobre su esposa para que le facilitara su deseo, exigiéndole que se conformase con el título de princesa viuda de Gales: pero eso hubiera supuesto que Catalina diera por bueno su matrimonio con el príncipe Arturo, y que quedara en entredicho la situación de su hija María Tudor, como fruto entonces de unas relaciones prohibidas, y descolgada de sus derechos de sucesión al trono.

Y Catalina, recordando que era hija de los Reyes Católicos, se negó valientemente, preparándose a una dura y larga batalla, no sólo doméstica, sino también política y hasta religiosa. Si Enrique VIII creyó que podría doblegar fácilmente a su esposa, pronto comprendería que se había equivocado. Catalina no defendía sólo su causa y la de su hija; también la de una religión más pura, de una Iglesia firme frente a las presiones de los poderosos, movidos por sus pasiones. Además sabía que era popular, que el pueblo inglés la quería. Y aunque el futuro que se le presentaba era tan adverso, se dispuso a afrontarlo, segura de que le asistía la razón.

Esperaba contar también con el apoyo de grandes figuras de la Iglesia y de la cultura, defensores de los valores morales, que tan despóticamente atacaba Enrique VIII; tales, el obispo Fisher o el humanista Tomás Moro, a quien el Rey trató de ganar haciéndole canciller de la Corona. También intentó que Roma diese su conformidad a que el pleito se decidiese en Inglaterra, mientras que, a la contra, Catalina apeló a que la sentencia de su causa se fallase en la Corte pontificia.

El Papa acabó sentenciando a favor de Catalina. A Enrique VIII ya no le quedaba más que rendirse o radicalizar su postura. Y ocurrió lo peor: arrancó del Parlamento inglés el Acta de Supremacía de la Corona.

Era el nacionalismo triunfante, también en lo religioso. Nacía la Iglesia anglicana. Inglaterra quedaba descolgada de Roma. Y como se exigía obediencia estricta a las órdenes regias, también en esa materia, comenzaron a caer cabezas de los que afrontaron con valor y dignidad la cruel arbitrariedad del monarca inglés. El obispo Fisher y el propio Tomás Moro, otrora canciller del reino, fueron degollados en 1535. Y ya iniciado el camino de aplicar el hacha para resolver sus problemas, incluidos los domésticos, Enrique VIII ordenó la muerte de la misma Ana Bolena, la que había desplazado en su lecho a Catalina, que tampoco había sido capaz de darle el ansiado hijo varón.

Tal ocurrió en la Corte de Londres en 1536.

Para entonces, ya había muerto Catalina, estrechamente vigilada, apartada de la Corte y recluida en el castillo de Kimbolton y sometida a las mayores privaciones.

Murió en su encierro de Kimbolton, el 7 de enero de 1536, a los cincuenta años de edad, mostrando en todo momento el valor y la firmeza con que defendía sus derechos, que eran también los de su hija María Tudor y los de una Inglaterra libre, frente al despotismo de uno de los monarcas más crueles de la historia de la Europa moderna.

Sorprendentemente, fue juzgada por no pocos con dureza, acusada de ser la causante de la escisión de la Iglesia anglicana.

 

Bibl.: P. de Ayala, Carta del embajador Pedro de Ayala a los Reyes Católicos, sobre la reclamación por Enrique VII de Inglaterra de la dote de la Princesa Catalina de Aragón, 1501 (Biblioteca Nacional de España, sign. RES/226/142); G. Valck, Histoire d’Anglaterre, d’Escosse et d’Irlande, Rotterdam, Reinier Leers, 1697-1713; F. de Llanos y Torriglia, El divorcio de Catalina de Aragón, San Juan Fisher y Santo Tomás Moro: síntesis histórica, Madrid, Editorial Fax, 1935; G. Mattingly, Catalina de Aragón, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1942; F. Ximénez de Sandoval, Catalina de Aragón, Madrid, Atlas, 1943; F. Hackett, Enrique VIII y sus seis mujeres, Barcelona, Editorial Juventud, 1959; A. du Boys, Catharine of Aragon and the sources of the English Reformation, New York, Burt Franklin, 1968; M. Fernández Álvarez, Carlos V, el césar y el hombre, Madrid, Espasa-Forum, 2004; M. Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, Madrid, Espasa-Forum, 2005; V. M.ª Márquez de la Plata, Mujeres renacentistas en la corte de Isabel la Católica, Madrid, Castalia, 2005, págs. 223-292.

 

Manuel Fernández Álvarez