Isabel de Castilla y Aragón. Dueñas (Palencia), 1.XII.1470 – Zaragoza, 24.VIII.1498. Primogénita de los Reyes Católicos, reina consorte de Portugal, princesa de Asturias y heredera de Castilla.
Nacida en 1470, cuando la situación de Isabel y Fernando era tan comprometida que tuvieron que refugiarse en la segura, pero lúgubre, fortaleza de Dueñas, la primera hija del matrimonio fue bautizada con el mismo nombre de su madre y abuela: Isabel. En la Sentencia Arbitral de Segovia (15 de enero de 1475), que establecía la fórmula jurídica más adecuada para regular el ejercicio de la respectiva autoridad de los monarcas en Castilla, la sucesión quedó establecida de modo que la princesa Isabel heredara la Corona, a fin de que ningún extranjero pudiese obtener el trono.
Poco después, al redactar su primer testamento, Fernando disponía que, pese a la ley sálica, su hija fuese también su sucesora en Aragón y Sicilia, y le encomendaba a su padre Juan II los arreglos constitucionales que éste ni pensó en plantear.
A mediados de abril de 1476, los procuradores de las Cortes de Madrigal juraron a Isabel heredera del reino de Castilla. La residencia de la infanta quedó establecida en el Alcázar de Segovia, bajo la custodia del mayordomo real Andrés Cabrera. Sin embargo, en agosto un inesperado fogonazo de revuelta iba a poner en peligro la seguridad de aquella niña de seis años de edad. Cabrera, actuando despóticamente y aprovechando el favor que le otorgaban los Reyes, se enemistó con las familias más influyentes de la ciudad y ordenó la sustitución del alcaide, Alfonso de Maldonado, por su suegro Pedro de Bobadilla. Maldonado intentó entonces apoderarse de la princesa. No lo consiguió, porque los soldados de la guarnición pudieron llevarla a la torre del homenaje, que cerraron con cuidado. La noticia alarmó profundamente a la reina Isabel, que a galope tendido se dirigió a Segovia, restableció con firmeza la autoridad real y encomendó el mando del Alcázar a Gonzalo Chacón. A partir de entonces, se decidió que Isabel estuviera al lado de su madre, aunque el nacimiento de su hermano, el príncipe don Juan (30 de junio de 1478), relegó a la infanta a un segundo plano en la línea sucesoria.
En la primavera de 1479, Isabel la Católica se reunió en Alcántara con su tía Beatriz de Braganza, para discutir los términos del tratado de paz que pondría fin a la guerra entre Castilla y Portugal. En el transcurso de la negociación, se habló de la boda entre su hija Isabel y Juan de Portugal (viudo y heredero de Alfonso V el Africano), pero la Reina se negó en redondo al desposorio, pues no estimaba al posible yerno, que había combatido contra ella, ni le tenía confianza. En cambio, le pareció más adecuado para el futuro el matrimonio de Isabel con el hijo de Juan, Alfonso, porque era de edad más cercana a la de su hija y un vástago de esa unión podía ceñir algún día la Corona de Portugal.
Cuando se firmó el tratado de paz de Alcáçovas (4 de septiembre de 1479), se estipuló que los niños Alfonso e Isabel quedaran sujetos a un régimen de tercerías, viviendo bajo la protección de Beatriz de Braganza en el castillo portugués de Moura. Al comenzar el reinado de Juan II de Portugal (1481), el acuerdo de las tercerías constituyó un obstáculo para los planes del nuevo Rey: su hijo Alfonso se hallaba bajo la custodia de la casa de Braganza, a la que consideraba su principal enemiga. Tampoco a los monarcas españoles complacía que su hija permaneciese en la fortaleza de un reino ajeno. El 15 de mayo de 1483 se firmaron en Avis los acuerdos que declaraban innecesaria la garantía establecida en el Tratado de las Tercerías. El 24 de mayo, Alfonso e Isabel (que frisaba los trece años de edad) abandonaron Moura, y la princesa regresó a Castilla. Entonces, comenzó su verdadera instrucción —algo tardía— que corrió a cargo del fraile dominico Pedro de Ampudia, a quien se le pagó como preceptor desde 1484 hasta 1497. Debió de recibir la formación que se estilaba en las casas reales: aprendizaje del latín y lectura de libros de piedad, la Biblia, textos litúrgicos y obras clásicas.
En 1490 urgía a los Reyes Católicos solventar los últimos conflictos con Juan II de Portugal, asegurar las buenas relaciones con el país vecino y llegar a acuerdos en todos los asuntos de África y el Atlántico. Ninguna seguridad sería mayor para los reyes de Castilla que el compromiso nupcial de una de sus hijas con el príncipe Alfonso. La Reina había intentado en vano que no fuera Isabel, pero Alfonso la quería sólo a ella, pues al casarse con Isabel podría, quizá algún día, poseer Castilla. Sevilla, en abril de 1490, fue el magnífico escenario de unos esponsales con los que Isabel la Católica quería demostrar al mundo cuán poderosa había llegado a ser la Familia Real de España. La boda efectiva tendría lugar más tarde en Portugal. La vida marital de la joven pareja, que sólo duró ocho meses, acabó en tragedia y luto. El 12 de julio de 1491 moría Alfonso a consecuencia de una desdichada caída de caballo.
Cuando Manuel I sucedió en el trono de Portugal a Juan II el 25 de octubre de 1495, los Reyes Católicos decidieron robustecer los vínculos con Portugal mediante el matrimonio del nuevo Monarca con la infanta María, que contaba trece años. Manuel I deseaba un matrimonio castellano, pero no el que le era ofrecido, sino con Isabel, que conocía la Corte portuguesa y, mientras que María era aún una niña, ella, con veintiséis años, se hallaba en edad y disposición de proporcionar inmediatamente los herederos que hacían falta. La joven viuda, sin embargo, se mostraba reacia a casarse. Había encauzado su vida por el camino de la religiosidad, y tenía el convencimiento de que la muerte de su primer marido había sido un castigo de Dios, porque el rey de Portugal había dado asilo a los conversos fugitivos de la Inquisición española.
Muy presionada por sus padres, se doblegó a la boda, mas puso como condición que Portugal quedara libre de judíos y judaizantes. El 11 de agosto de 1497 Manuel I aceptó cumplir esa exigencia, y, enseguida, se formalizó el compromiso matrimonial.
Las celebraciones tuvieron que interrumpirse al conocerse la infausta noticia del fallecimiento, el 4 de octubre de 1497, del heredero de Castilla y Aragón, Juan, que abría nuevas perspectivas al enlace con Portugal, puesto que el hijo póstumo del malogrado príncipe y de su esposa Margarita nació muerto. Al morir don Juan, Isabel le sucedió honoríficamente en el cargo de lugarteniente general de la Corona, como princesa que era de Asturias por Castilla y duquesa de Gerona por Aragón. Pero lo verdaderamente trascendente es que el orden sucesorio favorecía ahora de nuevo a Isabel. En enero de 1498, viajó con su esposo, el rey de Portugal, a Castilla para posesionarse de la sucesión. Las Cortes castellanas juraron, sin dificultad, a los herederos, pero las de la Corona de Aragón rechazaron que una mujer pudiera reinar. Isabel la Católica se irritó sobremanera, mas no pudo sino transigir y aceptar el principio de la no-sucesión femenina en los reinos orientales. Había que esperar que del parto de su hija Isabel naciese un varón. El alumbramiento se produjo el 24 de agosto de 1498, en la Aljafería de Zaragoza, donde moraban los Reyes, y, efectivamente, se trataba de un niño, al que se puso el nombre de Miguel. La madre murió de sobreparto ese mismo día, a los veintiocho años, y fue enterrada en Toledo.
La princesa Isabel se parecía mucho a su madre por su carácter e inclinaciones. Incluso se ha conjeturado que, de gobernar, previsiblemente hubiese adoptado actitudes similares a las de Isabel la Católica. De lo que no cabe duda es que la razón de Estado y la espiritualidad acendrada fueron los pilares de su vida. Pese a su anhelo de consagrarse a la castidad, el ayuno y la oración, los deberes políticos la obligaron a mantener un perfil más bajo del que hubiera deseado en su celo por la religión.
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Antonio Fernández Luzón