Rojas Manrique, Antonio de. ?, s. t. s. XV – Astudillo (Palencia), VI.1526. Obispo de Mallorca, arzobispo de Granada, presidente del Consejo Real, obispo de Palencia y obispo de Burgos.
Primogénito de Gómez de Rojas y de Isabel de Carvajal. El padre de Gómez fue Juan Rodríguez de Rojas, señor de las villas de Pozas, Villaquirán de las Infantas, Báscones y Revenga, y la madre, Elvira Manrique, última hija del adelantado mayor de Castilla Gómez Manrique, de quien recibió la villa de Requena y el heredamiento de Villarmentero. Isabel de Carvajal había llegado a Castilla como dama de la reina Juana, segunda mujer de Enrique IV. No existe acuerdo sobre el lugar de nacimiento de Antonio de Rojas, que se ha situado en Poza de la Vega (Palencia), Poza de la Sal (Burgos) o Boadilla del Camino.
Poco se conoce, asimismo, de su juventud, estudios y actividad inicial, hasta su nombramiento como preceptor del infante don Fernando por la reina Catalina.
Este hecho propició una identificación paulatina con el grupo de poder formado en torno a Fernando el Católico, al que debió tanto su presencia entre los dignatarios que acompañaron a la princesa de Gales a Inglaterra, en 1501, como la sucesiva designación para las mitras de Mallorca (1496-1507) y Granada (1507-1524). En esta última, sucedió a fray Hernando de Talavera, dando un giro en la gestión del arzobispado acorde con la ideología de su grupo.
Su acceso a la presidencia del Consejo Real ha llegado a fijarse en fechas tan extremas como 1506 o 1519, pero se consumó durante la segunda regencia de Fernando el Católico, en 1514, como testimonian las nóminas de Corte y los cronistas Anglería y Santa Cruz.
Ante la carencia del título de presidente de Rojas, debe confiarse en la datación de su acceso al cargo realizada por el primero de estos autores, el 5 de enero de ese año, sobre todo considerando que Anglería era prior de su sede metropolitana. En epístola dirigida a Luis Hurtado de Mendoza el 27 de enero de 1514, el primero afirmaba: “Hoy día 5 de enero, el rey católico ha promovido a Príncipe del Consejo —vosotros decís presidente— a Antonio de Rojas, Arzobispo de Granada [...] es un hombre íntegro, amante de la justicia, implacable perseguidor de malhechores y facinerosos, de cual sólo se pueden esperar cosas buenas (En adelante ya tenemos propicio a nosotros al Consejo, supuesto que en él hemos conseguido tener tú a un pariente y yo al prelado, ya que soy el prior de su sede metropolitana)”.
Por su parte, de lo aportado por Santa Cruz se deducen las expectativas que generó su designación, frustradas por la convulsa época en que le tocó actuar: “[...] nombró el rey católico por presidente del Consejo Real a Don Antonio de Rojas, arzobispo de Granada, por ser varón justo y amador de justicia, y amigo de buenos y perseguidor de los malos, Por do se esperaua buen suceso de su presidencia en el gouierno [...]”.
Con todo, la llegada de Rojas a la presidencia fue expresión de la regeneración administrativa impulsada por el grupo “fernandino”, en la que él mismo intervino con intensidad una vez en el cargo, mediante la vista en el Consejo de sendas visitas a las chancillerías conducidas por ministros de su grupo político, con los que mantendría relación desde entonces. En mayo de 1514 se sentenció la inspección del prior de Osma Fernán Vázquez de Arce, a la Chancillería de Granada (quien fue presentado para el obispado de Canarias como premio por su labor). Y en marzo de 1515 la del chantre de Sevilla, Juan Tavera, a la de Valladolid, visita comisionada el 3 de diciembre de 1513, concluida en mayo de 1514, que tuvo lugar en el mismo ambiente que condujo al nombramiento del propio Rojas, que concluyó igualmente con la presentación del visitador al obispado de Ciudad Rodrigo y cuyos resultados han sido estudiados por Carlos Garriga. La fluidez jurisdiccional en el seno de las audiencias captó desde muy pronto el interés del nuevo presidente, como testimonia su producción documental al respecto.
Las dificultades en el cargo comenzaron con la muerte de Fernando el Católico, originadas en la disputa sobre la gobernación entre Cisneros y Adriano de Utrecht, comisario del rey Carlos. Por su parte, la nobleza cuestionaba la legitimidad del difunto Rey para designar gobernador al primero, y este estado de cosas desembocó en tensiones que requirieron la decidida actuación de Rojas y el Consejo, como se deduce de lo escrito por Galíndez de Carvajal. En Extremadura, Pedro Portocarrero inició movimientos bélicos dirigidos a ocupar el maestrazgo de Santiago, ante los que el organismo determinó el envío del alcalde Villafañe.
Asimismo, Valladolid y otras ciudades se negaron a participar en la leva decretada por Cisneros para enfrentar la amenaza de los nobles. Ante la creciente inestabilidad, el Consejo remitió una carta al Rey solicitándole el paso urgente a Castilla, fechada en Madrid el 20 de febrero de 1516, pero el propio Carlos era responsable parcial de la situación, al extender cédulas de suspensión de pleitos en favor de la nobleza, para recabar su apoyo. Por ello, el 6 de noviembre el organismo le solicitó que dejara de hacerlo, pero por lo general, su actitud fue colaboradora con don Carlos, como muestra el oficio de los camaristas Vargas, Zapata y Galíndez de Carvajal en el lecho de muerte del Rey Católico para que le designara heredero, o su pasividad ante la adopción ilegítima del título del Rey. Ello originó en Carlos un aprecio por el Consejo Real, que se percibe en la rápida entrada en el mismo de letrados que habían gozado su gracia en Bruselas como el doctor Beltrán. Considerando el solapamiento de intereses entre el grupo de origen “fernandino” y los servidores flamencos del nuevo Rey, el presidente colaboró con entusiasmo en la adaptación del Consejo a los nuevos tiempos.
Durante su permanencia en el cargo, Rojas pareció identificar la entidad institucional del organismo con su actividad legislativa, fuera poniendo orden en las disposiciones precedentes o creando otras nuevas. En el primer caso, la necesidad de recopilación de las leyes castellanas se reiteró con intensidad al comienzo del reinado de Carlos V, como problema de urgente resolución, según se aprecia en los documentos de Cortes a lo largo del siglo XV. Se conocen las tentativas a este respecto de Galíndez de Carvajal y de López de Alcocer, pero también durante la presidencia de Rojas, un anónimo se dirigió a Carlos V para pedirle la compilación específica de la legislación relativa a hacienda y rentas reales. Según Guilarte, esta labor se hacía necesaria si se atiende a la siguiente afirmación: “La dispersión del material legislado, la abusiva y a veces caprichosa utilización, por los jueces, de la literatura romano-canónica, la dificultad de concretar las normas consuetudinarias y los pasajes vigentes de los viejos textos, y, en definitiva, la imposibilidad de adecuar soluciones de tan varia procedencia, fueron los principales argumentos en justificación del apetecido libro, ya que tal estado de cosas provocaba la duración desmedida de los litigios, que algunos monarcas intentaron evitar con ordenamientos de tipo procesal y, sobre todo, lo que era aún más lamentable: la falta de unidad en las decisiones judiciales. La censura se centró principalmente contra el estado de los textos legales: leyes circunstanciales cuya vigencia resultaba injustificada; leyes repugnantes entre sí y, pese al abundante material legislativo existente, posibilidad todavía en la práctica de supuestos de hecho carentes de regulación. La abundancia de Cuadernos de Cortes con su estructura formal de peticiones y respuestas constituía otro grave inconveniente, ya que, por lo que se refiere a éstas, era difícil precisar, en ocasiones, su valor vinculante”. En cuanto a producción legislativa, entre las pragmáticas regias que se redactaron en el seno del Consejo destacó la de 21 de mayo de 1518 para el fomento de montes y plantíos, ampliada el 22 de diciembre. El documento encomendaba a concejos, corregidores y alcaldes la búsqueda de terrenos aptos para plantar árboles sin perjuicio de la actividad agrícola, su cuidado por personal al efecto, y la elaboración de ordenanzas de explotación. Pero su aspecto más reseñable fue que no cupiera apelación de los mandatos de aquellos ante el Consejo y las chancillerías, lo que representó una merma jurisdiccional para estos. Esta mengua no fue excepcional en tiempo de Rojas, pues el 15 de julio de 1518 el Tribunal inquisitorial de Jaén obtuvo límites al conocimiento de la Chancillería de Granada en delitos cometidos por sus familiares.
Distinta fue la actitud del presidente hacia la jurisdicción eclesiástica, donde se mostró más beligerante quizá por las contradicciones derivadas de su condición episcopal, como demuestra la conocida disputa entre el obispo de Oviedo Diego de Muros y el corregidor de Asturias Pedro Manrique de Lara, entre 1516 y 1517.
En ella, cada contendiente acudió a su superior jerárquico y Rojas se extralimitó en la dureza del castigo al obispo, mostrándose, en opinión de Beltrán de Heredia, “falto de toda moderación, como lo demostró en otras ocasiones de su vida de consejero”, indicando las mencionadas contradicciones propias del ejercicio simultáneo de cargos temporales y dignidades de la Iglesia.
Entre otras circunstancias, la animadversión entre el corregidor y el prelado tenía origen en haber violentado el primero el acogimiento a sagrado de un delincuente y desde la dirección del Consejo, el arzobispo de Granada se vio obligado a secundar al corregidor, en perjuicio de un compañero de dignidad. Esta rigidez se mostró igualmente en el curso de la asamblea del clero a comienzos del verano de 1519, que fue aprovechada por el arzobispo para favorecer amplia contribución al Rey, lo que le valió la acusación por parte de sus compañeros de haberse vendido a la Corona. La situación en que se hallaba fue expresada por el propio Rojas, durante la discusión sobre el castigo de los vecinos de Segovia tras el asesinato del procurador Tordesillas, después de las Cortes de 1520: “[...] si la dignidad de arzobispo me convida a clemencia, el oficio de presidente que tengo me constriñe a justicia [...]”.
El Emperador contó con Rojas para su plan político y le consideró un fiel colaborador. Pero esta opinión sufrió un duro contratiempo a causa de la actitud mantenida por el presidente y el Consejo Real en el preludio y desarrollo de la alteración comunera. Con todo, aunque su cese formó parte del coste de normalización posterior a la revuelta, siguió confiando en su colaboración, para trazar el sentido de la remodelación administrativa acometida desde entonces.
Concluidas precipitadamente las Cortes de La Coruña con la marcha real y el nombramiento del cardenal Adriano como gobernador, se inició en Castilla un clima de franca contestación social por la gran contribución aprobada, que tuvo sus episodios más destacados en Zamora, Burgos, Guadalajara y, sobre todo, Segovia. En esta ciudad, una vez que hubo llegado el procurador Rodrigo de Tordesillas la multitud destruyó el cuaderno en que daba razón de sus actos en la asamblea y le estranguló en la calle. Estas alteraciones eran motines que carecían aún de objetivo político, cuya derivación en revolución consciente —en torno a la junta de ciudades en Cortes propuesta por Toledo— debió mucho a la intransigencia de Rojas y el Consejo Real. El 10 de junio de 1520, el alcalde Ronquillo recibió comisión para investigar el asesinato de Tordesillas, pero ante la falta de colaboración convirtió sus indagaciones en misión de castigo.
Desde Santa María de Nieva dirigió acometidas militares a Segovia, que sólo consiguieron encastillar a sus moradores bajo las órdenes de su jefe Juan Bravo. La radicalización del gobernador y sus asesores conllevó la respuesta de otras ciudades. La marcha del Ejército toledano de Padilla en auxilio de Segovia determinó a Adriano a ordenar al jefe del Ejército real, Antonio de Fonseca, la toma de la artillería de Medina, operación frustrada en cuyo curso esta población se incendió.
Las determinaciones represivas del mes de junio habían convertido unos disturbios de base fiscal —con ser graves— en una sublevación en toda regla con pretensiones de transformación radical de la Monarquía.
De ello fue consciente el equipo del gobernador ya durante el desarrollo de los sucesos, sobre todo aquellos ministros favorables a soluciones negociadas como el condestable, quien no dudó en acusar del rigor usado al presidente Antonio de Rojas, si bien los cronistas del reinado del Emperador no parecen compartir esta opinión. Al final, el primero tendría que proteger a Rojas ante el desarrollo de los hechos. Conocido el incendio de Medina, Valladolid se sumó al levantamiento —que llevaba tiempo admirando en silencio— y Rojas sólo se salvó de una muerte segura por vivir con el cardenal Adriano, a quien los sublevados parecían respetar. A partir de ese momento, el Consejo Real vivió sumido en la confusión, existiendo distintas versiones y dataciones sobre el abandono de Valladolid por parte de sus miembros, que tuvieron que consumar ante la disolución del organismo impuesta por la junta. La secuencia más aproximada de estos hechos se deduce de carta de Rojas al Emperador de 4 de octubre de 1520, por la que se sabe que tuvo que refugiarse en tierra del condestable con algunos consejeros: “Ya vra. magt. aurá sauido de la manera que la comunidad me hechó de Vall[adoli]d según que el cardenal de Tortosa lo avrá escrito pues todo se hizo en su presencia, y estando retraydo en una villa de un pariente myo fuy avisado de mucha prisa que los de la junta proveyan de embiar gente a prenderme y si no me pudiesen prender que me matasen creyendo que matandome a my no podría auer más nombre de Consejo. Visto este aviso trasnoché algunas noches y víneme a la tierra del Condestable, al qual parece que deuo estar en el Monasterio de Oña porque es en su tierra. Ally esperaré a ver lo que hazen los gouernadores y tanbien a esperar algunos del consejo que an salido huyendo de Vall[adoli]d porque no los matasen.
Todo lo doy por bien empleado por ser en seruicio de Vra. Magd. y por defensión de la verdad y de la justicia [...] de una sola cosa soy testigo de vista que por todos los lugares que agora e passado no ay ombre que ose nonbrar el nonbre de V. Md. cuya vida y muy real estado conserue y prospere Nro. Señor [...]”. Concretamente, Zapata, Gómez de Santiago, Cabrero, Coalla, Beltrán y Tello se desplazaron con el gobernador Adriano a Medina de Rioseco, mientras Rojas, González de Polanco, Castilla e Ibáñez de Aguirre permanecían en tierra del condestable. Por su parte, Vargas estaba enfermo en Benavente.
Tan difíciles momentos eran relatados por el propio Consejo al Emperador, en carta de 12 de septiembre: “[...] han venido las cosas en tal estado, que no solamente no nos dejan administrar justicia, pero aun cada hora esperamos ser justiciados [...] han tomado apellido y voz de querer reformar la justicia que está perdida, y redemir la república, que está tiranizada [...] Vuestra Majestad tiene contra su servicio Comunidad levantada, y a su real justicia huída, a su hermana presa y a su madre desacatada [...]”.
La carta reflejaba asimismo la conciencia del Consejo Real sobre su responsabilidad en las alteraciones, cuando suplicaban al rey tomar “[...] mejor consejo para poner remedio, que no tomó para excusar el daño. Porque si las cosas se gobernaran conforme a la condición del reino, no estaría como hoy está en tanto peligro [...]”. La convicción sobre esta culpa alcanzó tanto a los propios dirigentes del bando real —como el almirante, quien recomendó remover a sus miembros “porque son sospechosos al reyno”— como a la junta comunera, quien entre sus peticiones incluyó un completo programa de reconversión judicial. Al regreso del Emperador, sus determinaciones demostraron su acuerdo con tan generalizada opinión.
Las peticiones de los comuneros relativas al Consejo Real y el resto de tribunales castellanos constituyeron un programa ideal de reforma, en respuesta a las disfunciones que afectaban al aparato administrativo y judicial desde la llegada del rey Carlos. Se iniciaban solicitando la remoción de los oidores del Consejo y la visita cada cuatro años de consejeros, oidores, alcaldes y oficiales de audiencias y chancillerías. Asimismo, todos estos oficios no debían proveerse por favor ni petición, sino por habilidad y merecimiento, “que sea la provisión a los oficios, no a las personas [...]”, ni en quienes hubiesen salido recientemente de los estudios. Estos puntos, denunciadores del uso del aparato administrativo hecho por flamencos y “fernandinos”, continuaron con la demanda de que los cargos judiciales en Castilla, cualquiera que fuera su altura en la organización jurisdiccional, no fueran ocupados por extranjeros, así como que los miembros del Consejo, oidores y alcaldes de corte y chancillerías no pudieran tener más de un oficio.
Diferentes peticiones relativas al procedimiento estuvieron igualmente orientadas a dificultar el tráfico de mercedes practicado hasta entonces por los servidores extranjeros del Rey. Los asuntos de justicia que pudieran tocar a perjuicio de parte debían librarse por el Consejo Real, y no por la Cámara. Igualmente, los miembros de esta no debían votar en el Consejo, en pleitos dependientes de cédulas expedidas por el comité de la gracia. Asimismo, los camaristas no debían tener más retribución que la fijada por el Rey, y no debían solicitar mercedes para sus deudos. El capítulo de demandas procesales se completaba solicitando que los ministros que hubiesen tomado parte en la sentencia inicial de un pleito no pudiesen hacerlo en grado de revista, así como el nombramiento de un veedor para cada una de las audiencias y chancillerías reales, al tanto de su funcionamiento. Asimismo, se demandó el despacho de los pleitos por su orden y antigüedad de la tabla, que el Rey no diera ninguna cédula en derogación de las Ordenanzas, y que los pleitos que hubieren de verse en las chancillerías no se remitieran al Consejo. Junto a todas las solicitudes relacionadas, cabe añadir el deseo comunero de terminar con las fidelidades generadas entre jueces y oficiales en el transcurso de un largo ejercicio forense, imponiendo que los oficiales de Consejo y chancillerías no fueran perpetuos.
La derrota de las Comunidades no supuso la relegación de su programa reformista, sino que este se integró en —e impulsó— la transformación administrativa acometida después de las alteraciones. Ello se debió al fundamento y evidencia de las antedichas peticiones y la necesidad del Emperador de integrar al elemento burgués derrotado. Albaceas del legado político de las Comunidades fueron las Cortes castellanas, con las que Carlos V mantuvo una fluida relación y que reiteraron peticiones de indudable parentesco con las demandas antes señaladas. En la asamblea de 1523, hubo capítulos explícitamente dedicados a la provisión de oficios, la reforma del Consejo, la creación de nuevas audiencias e impedir la intervención regia de hecho en el funcionamiento judicial. En definitiva, se acometió un programa de reformas en cuya iniciación cupo apreciable responsabilidad a Antonio de Rojas, proseguido y culminado por Juan de Tavera.
Ello queda probado en el hecho de que varios de los memoriales elaborados con candidatos de corte “fernandino” para las plazas vacantes, fueron elaborados por el primero. La remoción de Rojas tuvo, así pues, relación con su inhabilidad negociadora durante las Comunidades y no con una alienación de la trayectoria política de la Monarquía.
El proceso que se viene abordando afectó a toda la organización administrativa castellana y en lo tocante a las chancillerías había comenzado antes de las alteraciones, lo que justificaba la amplia intervención de Rojas en las visitas de que fueron objeto. A lo largo de 1522 se encomendó la inspección de la Audiencia de Valladolid a Francisco de Mendoza, y la de Granada, a Francisco de Herrera, capellán mayor de los Reyes Nuevos de Toledo. La primera fue más diligente, por la inmediatez de la Corte, y culminó con el nombramiento como presidente de Juan de Tavera el 22 de septiembre de 1522, como se sabe, visitador del tribunal en 1515.
Desde entonces tuvo un estrecho contacto con Rojas, testimonio de identidad política, aplicando en el tribunal los capítulos resultantes de ambas inspecciones y conduciendo el mismo proceso de adaptación de su plantilla al grupo dominante en la Corte, que el presidente de Castilla estaba aplicando en el Consejo Real.
Más morosa fue la remodelación en Granada, donde el presidente Pedro de Ribera anticipó los resultados que arrojaría la visita, al subrayar la dilación del expediente y la necesidad de aumentar sus poderes en el seno del tribunal. De su incremento, así como de la agilización del despacho decretada terminó beneficiándose el propio Herrera, sucesor de Ribera en la presidencia y de Rojas en el arzobispado de Granada. Junto a las chancillerías, entre 1522 y 1523 se ordenaron visitas a las Universidades de Salamanca y Alcalá, los tribunales de Sevilla y la administración navarra, cuya comisión al futuro presidente Fernando de Valdés demostró una continuidad en la regeneración administrativa compatible con la disputa faccional.
Pero desde nuestro punto de vista, más interés ofrecen los cambios operados en el Consejo Real de Castilla, asimismo indiciados en las solicitudes comuneras.
Desde su regreso a Castilla en agosto de 1522, el Emperador comenzó a consultar con ministros del grupo instalado en su gracia el sentido y protagonistas que tendría la reforma en el caso del Consejo. El avisado Martín de Salinas informaba al tesorero Salamanca el 7 de septiembre que “acá se cree que S.M. quiere reformar sus Consejos y casa [...]”, añadiendo que “[...] haciéndolo no se perdería nada, porque en la verdad hay harta necesidad”. A tal propósito, parece que realizó una visita personal al organismo, mientras se elaboraban memoriales emparentados con las demandas de los derrotados. Entre los numerosos ejemplos que podrían aducirse, uno de estos escritos defendió el cumplimiento por el Consejo de sus atribuciones inspectoras de la actuación de los ministros judiciales inferiores, en perjuicio de una actividad judicial que no le era propia, y la dotación de las vacantes en titulados universitarios que garantizaran un manejo adecuado de las materias administrativas. En cuanto al personal, la prefiguración de los cambios que acogería el organismo correspondió al doctor Galíndez de Carvajal, quien elaboró un concienzudo memorial con su opinión sobre cada miembro. Lo escrito sobre Rojas demuestra que el apartamiento de su puesto no guardó relación con su actividad al frente del Consejo: “El presidente es hombre de muy buen linaje de caballeros de todas partes, que es de los Rojas y Manriques. Es fidelísimo y limpio de manos y de su persona cuanto un hombre lo puede ser; y recto y celoso de la justicia. Algunos ímpetus e indignaciones tiene. Débese en esto tolerar y decirle por buena manera, en especial en el tratar de la lengua mal a los que con él tienen que hacer. Creo que no se hallará hombre mejor que él ni tal para el oficio que tiene”.
Con la elaboración de este escrito arreciaron los rumores sobre la recomposición consiliar, incluido el paso del presidente Rojas a la mitra palentina. En torno al momento del Informe de Carvajal, Salinas avisaba al infante don Fernando de que: “Entiende S. M., según se dice, y creo que es verdad, en ordenar el Consejo. Creo yo que para quitar algunos, y en tomar cuentas a los thesoreros y oficiales que han tenido cargos de hacienda; y ansí mismo se tiene por cierto que entenderá en la reformación de su casa”. Con la llegada de 1523, las hablillas tomaron forma, según se desprende de la carta de Anglería al arzobispo de Cosenza de 30 de enero de 1523: “Entérate de lo que entre nosotros sale a flote en los umbrales del año 1523. El Emperador ha dado nueva estructura a su casa real. ha cambiado en el Consejo de Justicia a alguno de sus secretarios. Ha suprimido a muchos de los líctores o alguaciles encumbrados indebidamente en el tiempo de las corrupciones”. Los espectadores despiertos constataron la fidelidad de los cambios al informe de Galíndez. Los doctores Oropesa y Palacios Rubios desaparecían de la escena, así como Alonso de Castilla —promovido a la mitra de Calahorra—, mientras el licenciado Coalla y los doctores Tello y Beltrán pasaban a servir en exclusiva otra de las plazas que poseían. Las bajas fueron parcialmente cubiertas por los doctores Vázquez y Medina Garciavela, según había aconsejado el camarista regio.
Respecto a la cúspide del Consejo, la implicación de Rojas en la reforma induce a pensar que —según se ha anticipado— su remoción estuvo sobre todo influida por el rencor sembrado entre el pueblo a causa de su rigidez durante las Comunidades, más que por lejanía de la coyuntura política. Afirmación avalada por el hecho de que su destitución constaba entre las peticiones finalmente no formuladas por las Cortes de 1523 y, sobre todo, por la sucesión en la presidencia de Juan de Tavera, un estrecho colaborador en la imposición de la mencionada reforma. En carta de Salinas para el infante don Fernando, de Valladolid, de 15 de agosto de 1524, le informaba que: “A la partida de Burgos dexó S. M. ordenado que el Patriarca, Obispo de Palencia, que era Presidente del Consejo, fuese despedido, por respecto que era muy mal quisto en todo este reino, de lo cual pocas o ninguna persona hay que dello no ha rescebido mucho placer. Créese que la causa de su despidimiento fue por complacer a todo el reino, y también porque en las Cortes pasadas que se celebraron en esta villa, ha un año, hubo muchos pueblos que lo querían suplicar a S. M., si no por parte del dicho patriarca de las Indias fuere remediado.
Creese que proveerán en su lugar al Arzobispo de Santiago, que es Presidente en esta Chancillería, hombre de muy buena vida y mucho hábil para el tal cargo”. Antonio de Rojas fue promovido al obispado de Palencia el 7 de mayo de 1524 con simultánea designación para el patriarcado de las Indias, título honorífico destinado a que no perdiera la dignidad arzobispal, si bien permaneció atendiendo sus responsabilidades presidenciales hasta finales de julio.
La palentina no sería la última mitra ostentada por Rojas, quien pasó al obispado de Burgos pocos meses antes de su muerte en junio de 1526, según Alonso Fernández de Madrid —aunque otras fuentes dan el 27 de junio de 1527—, ocurrida en el Monasterio de Villasilos, cerca de Astudillo, que había edificado, donde sus padres estaban sepultados y él mismo se mandó sepultar. Para el mantenimiento de este cenobio dejó gran suma de dinero, así como cierta renta para que se celebrase en él trienalmente el capítulo provincial de la Orden Franciscana. No fue la única de sus fundaciones que se benefició de su generosidad tras su muerte, dado que también dejó una gran suma a un hospital creado en Boadilla del Camino.
Ante todo lo expuesto, la trayectoria vital de este prelado permite constatar tanto las contradicciones inherentes al desempeño de cargos temporales por mitrados, como su protagonismo en la transformación administrativa culminada por Tavera.
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Ignacio J. Ezquerra Revilla