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María Tudor

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Biografía

María Tudor. Greenwich (Reino Unido), 18.II.1516 – Londres (Reino Unido), 17.XI.1558. Reina regente de Inglaterra y reina consorte de España.

Conocida popularmente en Inglaterra como Bloody Mary (María la Sanguinaria), esta princesa medio española es poco conocida como reina consorte de España.

Nunca visitó el país, aunque ejerció como consorte durante los cuatro años y medio que duró su matrimonio con Felipe II de España.

La princesa María nació el 18 de febrero de 1516, fruto de la unión entre dos Casas reales, los Tudor y los Trastámara. Su padre, Enrique VIII, fue el segundo monarca inglés de la dinastía Tudor, que había accedido al trono inglés en 1485 cuando el abuelo de María, Enrique VII, derrotó a Ricardo III en la batalla de Bosworth. La abuela paterna de María, Isabel de York, era la hermana del último rey Plantagenet (yorkista), Eduardo IV, lo que significaba que María descendía de dos Casas reales inglesas. Por vía materna María también heredó una doble dosis de sangre real.

Su abuelo materno, el rey Fernando de Aragón, era de la rama de la familia Trastámara que ostentó la Corona de Aragón, mientras que su abuela materna, Isabel, perteneciente a la misma dinastía, regentó la Corona de Castilla. Enrique VIII y Catalina de Aragón tuvieron otros hijos, pero María fue la única que sobrevivió más allá de unas pocas semanas.

La situación constitucional de María era, no obstante, ciertamente precaria. ¿Era en realidad la heredera de su padre? Después de todo, su abuelo Enrique VII había reclamado la Corona a través de la descendencia real de su madre, Lady Margarita Beaufort, pero a ésta sólo se la creía capaz de transmitir el derecho al trono, no de heredarlo ella misma como mujer. Sin embargo, la joven princesa María fue tratada con toda la pompa y el respeto que merecía la entonces única hija legítima del Rey, y rápidamente se convirtió en una baza diplomática.

En 1517, nació el hijo y heredero del rey de Francia, Francisco I, y al poco tiempo, el cardenal Wolsey empezó a negociar un matrimonio francés para María.

Finalmente, se acordó que María se casara con el heredero del trono francés cuando él cumpliera catorce años de edad, y que en ese momento sería enviada a Francia. Si la posibilidad de este matrimonio se tomó o no en serio es difícil de aventurar, pero Enrique VIII se enemistó pronto con los franceses y se decidió, entonces, que había que intentar un matrimonio mucho más ilustre para María. De este modo, comenzó a contemplarse el matrimonio con el emperador Carlos I de España y V de Alemania, que era primo carnal de María, ya que era el hijo mayor de Felipe de Borgoña —el Hermoso— y la reina Juana de Castilla —la Loca—, hermana de Catalina de Aragón.

Aunque Carlos era quince años mayor que María, el matrimonio era perfectamente lógico desde el punto de vista diplomático. Los Países Bajos no sólo eran el primordial socio comercial de Inglaterra, sino que a ambos países les unía una hostilidad ancestral hacia Francia, que compartían también con España.

En 1521 el cardenal Wolsey mantuvo un encuentro con los representantes del Emperador en el enclave inglés de Calais; se acordó que los primos contraerían matrimonio en seis años, cuando María hubiera alcanzado los doce años de edad. Carlos ya había visto a María cuando visitó Inglaterra por primera vez en 1520, pero entonces sólo era una niña al lado de su madre. Cuando volvió a verla, en 1522, durante su segunda visita a sus tíos ingleses, María ya se había convertido en su prometida. Aunque María ofrecería su mano en matrimonio —pasados treinta años de ese segundo encuentro— a un Emperador entrado ya en edad, el destino que le esperaba no era convertirse en su mujer sino en su hija política.

A pesar de las maniobras diplomáticas, María tuvo una infancia relativamente feliz. Enrique VIII pasaba mucho tiempo con su hija. El Rey estaba particularmente interesado en que su hija aprendiera a tocar los virginales, una especie de teclado musical pionero en su tiempo que se creía especialmente pensado para las mujeres. Cuando apenas contaba con cuatro años y medio, tres franceses le hicieron una visita en el palacio de Richmond y alabaron su talento musical. Pero sin duda fue su madre la que ejerció mayor influencia en su educación. Como hija de Isabel de Castilla, conocida por su propia pasión por aprender, no era extraño que Catalina, junto con sus hermanas, hubiera recibido la mejor de las educaciones formales. Ella le dio sus primeras lecciones de latín a María y puede que éstas fueran en español. Aunque a María no le gustaba hablar español, lo entendía perfectamente.

En 1523 el destacado humanista inglés William Lily preparó una gramática latina para ella, pero eso no fue todo; también se compuso en su honor otra obra mucho más celebrada. La reina Catalina así se lo pidió a su compatriota español Juan Luis Vives, el pedagogo principal de la época. Vives compuso una obra sobre la educación de las mujeres cristianas, De Institutione Foeminae Christianae, pensando concretamente en la princesa María. Ese mismo año, algo después, visitó Inglaterra para conocer a la Reina y a la princesa, quien le impresionó gratamente por su avidez por aprender a edad tan temprana. Vives recomendó que María estudiara de manera sistemática tanto latín como griego. Su currículo para la educación de la joven princesa se publicó en 1524 en los Países Bajos e influyó durante una generación o más en la educación de las jóvenes de buena familia. María tuvo que leer las Paráfrasis de Erasmo de Rótterdam y la Utopía de Tomás Moro. En realidad, María recibió la mejor educación humanista posible en un tiempo en el que el humanismo comenzaba a mofarse de la corrupción y la hipocresía dentro de la Iglesia Católica, pero aún no había desafiado su doctrina.

En 1527, a los once años de edad, María tradujo una de las oraciones de santo Tomás de Aquino del latín al inglés; más adelante, la reina Catalina Parr, la última mujer de Enrique VIII, entablaría amistad con ella y la animaría a continuar con su talento innato para la traducción de literatura humanista y religiosa.

A mediados de la década de 1520, el matrimonio de los padres de María tocó a su fin. Desesperado por un heredero varón y enamorado después de Ana Bolena, Enrique llegó a creer que nunca tendría que haberse casado con Catalina. La excusa que alegaba era que Catalina estuvo casada brevemente con su hermano mayor, el príncipe Arturo, que murió unos meses después del matrimonio. Catalina, por su parte, siempre mantuvo que la unión nunca llegó a consumarse, una justificación que Enrique rechazaba y que sembró la duda sobre la legitimidad de María.

La ruptura trajo doble consecuencia para la joven princesa. En primer lugar, era necesario aclarar su posición con respecto a la sucesión. En segundo lugar, se vio obligada a presenciar las humillaciones infligidas a su madre y a ella misma. En 1525 Enrique VIII ascendió a Enrique Fitzroy, hermano ilegítimo de María, al rango de duque de Richmond, un título tan prestigioso que era indicativo para muchos de que Enrique VIII acariciaba la idea de que fuera su único hijo varón el que tuviera derecho al trono. Al mismo tiempo, sin embargo, a María, que contaba sólo con diez años, la enviaron, junto con un nutrido grupo de consejeros, a la ciudad de Ludlow en Shropshire, uno de los condados fronterizos que lindaban con Gales. Ludlow era la sede histórica del Consejo de la Frontera de Gales. La intención de Enrique VIII era dar a entender que su hija era la princesa de Gales, reconociéndola así como heredera al trono. Aunque parece que a María nunca se le otorgó el cargo de manera oficial, muchos de sus coetáneos se dirigían a ella como princesa de Gales, y las Navidades de 1525 las pasó en su propio hogar en Ludlow. Su ascenso no significaba el fin de los esfuerzos de Enrique VIII por encontrarle un marido real a su hija. Aunque el emperador Carlos se casó con una princesa portuguesa en 1526, cuando María tenía sólo diez años, Enrique volvió a centrarse en encontrarle un marido francés. Existe la sospecha de que Enrique VIII esperaba contar con un heredero varón si su hija se casaba pronto, quien heredaría directamente el trono Tudor, pasando por alto cualquier derecho que María quisiera alegar, tal y como había pasado entre su abuela y su padre.

Enrique VIII estaba bastante preocupado por los peligros que entrañaría el ascenso de una mujer al trono. De hecho, uno de los episodios más extraños en la vida de María es prueba de ello. El hijo ilegítimo del Rey, el duque de Richmond, era tan impopular como queridas eran María y su madre.

Dado que Enrique no había descartado totalmente la posibilidad de que fuera su hijo, habido de su relación con Elizabeth Blount, quien le sucediera en el trono, en octubre de 1528 el Rey le pidió al papa Clemente VII que considerara conceder una exención que permitiera casar a los dos medio hermanos.

El Papa contestó que lo pensaría, pero añadió después que, de acceder a ello, Enrique tendría que desechar sus planes de divorcio.

Enrique llevaba desde 1527 intentando divorciarse de Catalina y ya se sentía muy atraído por Ana Bolena.

Mientras tanto, María regresó de los territorios fronterizos de Gales para vivir con su madre en Newhall, en Essex, donde permaneció en plena crisis de divorcio. La vida en Newhall debía de ser algo así como estar en el ojo del huracán. Los problemas llegaron a su punto más crítico en 1531. Reginald, primo de María, abandonó Inglaterra alegando que nunca aceptaría los planes de divorcio de Enrique.

María fue apartada de su madre, aunque seis meses más tarde se le permitió hacerle una visita y, después, a María nunca le dejaron volver a ver a su madre Catalina.

María nunca había gozado de una gran fortaleza física; en 1527 unos observadores franceses apuntaron que era “delgada, débil y menuda”. María no llegó a ser muy alta, pero, al alcanzar la adolescencia, muchos de los comendadores la consideraban bastante agraciada y la pelirroja de los Tudor ya comenzaba a atraer las miradas de muchos.

En enero de 1533 Enrique VIII se casó con Ana Bolena y el 7 de septiembre de ese mismo año nació la futura Isabel I. En ese momento se hizo necesario que Enrique declarara cuál de sus hijas era la presunta heredera, es decir, la siguiente en la línea de sucesión al trono, de no nacer un heredero varón. Incitado por Ana Bolena, quien tenía miedo, comprensiblemente, de la enorme popularidad de Catalina y María en el país, Enrique obligó al Parlamento a aprobar la primera de sus leyes de sucesión. María era ilegítima y, como consecuencia, sólo sus hijos con la reina Ana tenían el derecho de sucederle. Los consejeros del Rey le ordenaron a María que dejara de denominarse princesa, y en diciembre se envió a Newhall al primer aristócrata de la región, el duque de Norfolk, para informar a María de que ya no tenía derecho a tener sus propias dependencias. Desde ese momento viviría en Hatfield, en la casa de su hermanastra, la infanta.

María, más aún que su propia madre, personificaba la oposición a la nueva esposa de Enrique VIII. Amenazaron con traicionarla en más de una ocasión y probablemente le fue perdonada la vida debido al afecto que sentía su padre por su obstinada hija, pero también al respaldo que ofrecía el sobrino de Catalina de Aragón, el emperador Carlos, a su prima María.

En realidad, en los días más aciagos de 1534 el embajador del Emperador en Londres estaba preparado para atender las súplicas de María, que pedía ser llevada a los Países Bajos por seguridad. Sin embargo, María, calladamente pero de manera firme, rehusó jurar el Acta de Supremacía, que no sólo apoyaba la ruptura de Enrique VIII con el Papado, sino que reconocía también la legitimidad de su matrimonio con la reina Ana.

El 7 de enero de 1536 murió Catalina de Aragón.

Durante su última convalecencia, rogó que la dejaran ver a María, pero sus plegarias fueron rechazadas.

Unos meses más tarde Ana Bolena, ya divorciada, fue ejecutada por orden de Enrique acusada de brujería y adulterio. En junio de ese año murió también el duque de Richmond. Todo parecía indicar que la posición de María como heredera católica del Rey por fin estaba asegurada, pero María se equivocaba si creía que su padre la recibiría con los brazos abiertos.

Con una revuelta popular en el norte de Inglaterra de fondo, conocida como la Peregrinación de Gracia, que, entre otras cosas, defendía el derecho de María al trono, Enrique estaba decidido a doblegar la voluntad de su hija. Incluso el embajador imperial le aconsejó a María que era el momento de aceptar su propia ilegitimidad. Nadie —argumentaba el embajador— podría considerar que lo habría hecho voluntariamente, de no ser porque temía por su vida.

En julio de 1536 María recibió una nueva visita del duque de Norfolk y juró el Acta de Supremacía, que reconocía a Enrique VIII como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra. Al final de ese año fue recibida en la Corte por su padre y en octubre de 1537 María apadrinó al príncipe Eduardo, el hijo que la tercera mujer de Enrique VIII, Jane Seymour, tuvo doce días antes de morir.

Como en el momento en que Enrique VIII se casó con la reina Jane ninguna de sus otras esposas vivía, no había ninguna duda de que el infante Eduardo era el heredero legítimo del rey Enrique al trono, ni de que debía preceder a María, independientemente de que el matrimonio de Catalina de Aragón con Enrique VIII hubiera sido válido o no. Pero sería equivocado afirmar que la vida de María fue más tranquila a partir de entonces. Siempre le quedaba el miedo de que su padre la ejecutara por traición con el fin de proteger a su hijo. Durante el año siguiente se decía que María se describía a sí misma como “la dama más infeliz de toda la Cristiandad”. Su padre —argumentaba María— nunca encontraría un marido para ella, dado que su legitimidad se había puesto en duda. En 1543 el Parlamento se pronunció, finalmente, sobre su estatus.

Aunque técnicamente no revocó su “bastardización”, proclamó que, tras Eduardo y otros hijos que Enrique VIII pudiera tener, la línea de sucesión tendría que pasar primero a María y después a Isabel. A María esto le sirvió de bien poco.

La sexta y última esposa de Enrique VIII, Catalina Parr, se casó con él en julio de 1543. Su relación con María, así como con el resto de los hijos de Enrique, era excelente, y durante un corto período María viajó por el país con su padre y su madrastra. La reina Catalina no sólo convenció a María para que tradujera las Paráfrasis de san Juan, de Erasmo, más tarde, durante el reinado siguiente, la animó a publicarlas. Este período de relativa felicidad tocó a su fin con la muerte de Enrique el 23 de enero de 1547. Materialmente, su padre había provisto sobradamente una dote para ella: María recibiría 3.000 libras al año. Lo que no había hecho era conseguirle un marido, tal y como ella misma había pronosticado, a pesar de haber previsto que recibiría la ingente cantidad de 10.000 libras al año si se casaba con el permiso del Consejo Privado.

Era bastante poco probable que el gobierno regente de su hermanastro Eduardo VI, de nueve años de edad, le encontrara un cónyuge adecuado, como se verá a continuación.

Veinte años mayor que Eduardo, María era sin lugar a dudas el pariente vivo más cercano del pequeño Rey. La política de su reinado estuvo muy influida por la necesidad de evitar que la princesa María gobernara en su nombre. El regente, Lord Protector, era el duque de Somerset, el tío materno del Rey (quien no era, por lo tanto, de sangre real). Él y su sucesor, el duque de Northumberland, hicieron que la religión oficial de Inglaterra fuera la protestante. Enrique VIII había roto con el Papado, pero esa ruptura no había implicado un cambio doctrinal significativo. La misa aún se cantaba en latín durante todo su reinado.

La doctrina protestante se introdujo definitivamente durante el reinado de Eduardo. El duque de Somerset introdujo en 1549 el Primer Libro de la Oración Común, al que le siguió en 1552, durante la etapa del duque de Northumberland, una versión revisada y mucho más protestante. Estas y otras medidas tuvieron un efecto: separar a María de la religión oficial de la Iglesia de Inglaterra, incluso hasta el punto de que se vio privada de la posibilidad de impugnar el derecho al mando de gobiernos regentes. María contestó a estos ataques insistiendo en su derecho a oír misa, lo que le fue concedido en 1550 con ayuda del embajador imperial.

Eduardo murió tres años más tarde, el 6 de junio de 1553. En su lecho de muerte, el Monarca, que contaba sólo con dieciséis años de edad, había sancionado personalmente una alteración en la línea de sucesión, a pesar de no tener poderes para hacerlo. Era un protestante convencido y no tenía deseo alguno de ver cómo un católico le sucedía en el trono. Excluyó tanto a María como a Isabel de su derecho a sucederle, alegando que seguían siendo ilegítimas, y decretó en cambio que Lady Jane Grey debía ascender al trono incluso teniendo prioridad por encima de sus hermanas mayores. El hecho de que Lady Jane era además hija política de su ministro principal, John Dudley, duque de Northumberland, ha hecho suponer que el duque alteró algunos detalles del Procedimiento para la Sucesión, documento emitido por Eduardo. Aun así, ésa fue la única intervención del joven Rey en la política británica y también fue la última.

María se enteró de la confabulación del Consejo Privado y, en lugar de marcharse a Londres como éstos querían, se retiró a East Anglia. El 10 de julio se autoproclamó Reina en Kenninghall, Norfolk. Hubo una revuelta espontánea a su favor y tanto protestantes como católicos se unieron a su causa. Inglaterra aún no estaba tan dividida en materia religiosa como para que dejara de imperar el sentido de justicia. Tanto las costumbres existentes en cuestión de herencia como el sentido común indicaban que María era la heredera de pleno derecho. El 19 de julio el duque de Northumberland se rindió y María se proclamó Reina.

María fue coronada reina de Inglaterra, Francia e Irlanda en la abadía de Westminster el 1 de octubre de 1553. Su hermanastra Isabel, hija de Enrique VIII y Ana Bolena, fue conducida a la ceremonia de coronación en el mismo carruaje que Ana de Cleves, la cuarta esposa de Enrique VIII rechazada por él, lo que supuso una magnífica representación teatral de trasfondo político que simbolizaba el modo en que María quería restablecer la paz y la armonía quebrantadas por las sucesivas aventuras maritales de Enrique VIII y la ruptura con Roma que todo ello había desencadenado.

En su primer Parlamento, que siguió a su ceremonia de coronación, María restableció la celebración de la misa, pero falló en su intento de conseguir una alianza plena con Roma. En la década de 1530 Enrique VIII había disuelto los monasterios para vender después la tierra a la nobleza, que estaba dispuesta a aceptar la supremacía del Papa sólo si Roma le permitía conservar sus nuevas propiedades.

La cuestión de la supremacía papal coincidía felizmente con otra de las preocupaciones de María. Necesitaba contraer matrimonio. No sólo era impropio que una mujer gobernara sola, sino que tenía que garantizar la sucesión al trono. Tenía treinta y siete años y se le acababa el tiempo. Por ambas razones, era obvio que tenía que casarse con alguien perteneciente a su familia materna, los Trastámara-Habsburgo de España.

Siendo como eran la familia católica por excelencia, ellos la ayudarían a restaurar la autoridad papal en Inglaterra y, al tiempo, se restablecería el vínculo que su padre había roto cuando rechazó a su madre.

María hizo gala de sus habilidades como gobernante cuando, a finales de 1553, ella misma negoció un matrimonio Habsburgo. Evitó consultar a sus consejeros privados, dado que muchos eran partidarios de que se casara con un inglés elegido por ellos mismos. María eligió a su ayudante de cámara favorita, Susan Clarencius, para que trajera al nuevo embajador imperial, Simon Renard, ante ella, a través de la puerta de los jardines del palacio. La primera opción era revivir la charla sobre el matrimonio con su primo, el emperador Carlos, pero pronto se descartó esta posibilidad, dado que él no quería volver a casarse. El 10 de octubre Renard propuso formalmente al príncipe Felipe, mintiéndole a María sobre el avance fallido de las negociaciones para un matrimonio portugués. La tarde del domingo 29 de octubre de ese año, Renard fue convocado a una reunión secreta en la que estaban presentes sólo la Reina y la señora Clarencius. María recitó el Veni Creator para invocar al Espíritu Santo.

Inspirada por Dios —según anunció—, juró por el Cuerpo y la Sangre de Cristo que contraería matrimonio con el príncipe de España. Tras dicha reunión, informó a su Consejo Privado de su decisión.

Fue entonces cuando, audazmente, la Reina dejó que fueran sus consejeros los que llevaran a cabo las negociaciones para el tratado de la boda. Todo ello se hizo directamente entre Londres y Bruselas, y Felipe, alejado de todo en España, no participó en absoluto.

Los consejeros del Emperador hicieron gustosos numerosas concesiones en nombre del príncipe de España.

Además de satisfacer lealtades familiares, el propósito principal del matrimonio era simple y llanamente evitar el matrimonio entre María y la casa real francesa —o incluso con los Habsburgo de la casa de Austria—, en realidad eran pocos los que pensaban que Felipe y María concebirían un heredero.

Era preciso firmar un tratado de matrimonio, ya que, de no hacerlo así, Felipe podría reclamar de pleno derecho el trono de Inglaterra. El tratado se redactó conforme a las concesiones de Felipe a María, ya que accedió a restringir su función como consorte y a ayudar a la Reina. Renunciaba explícitamente a cualquier derecho en el nombramiento de ministros, a empeñar las joyas de la Corona o a llevarse a la Reina o a sus hijos fuera del reino. En el último minuto, Lord Stephen Gardiner, ministro inglés de Justicia y obispo de Winchester, añadió una restricción particularmente peliaguda: Felipe no podía arrastrar a su esposa a la guerra contra el rey francés en la que Carlos estaba envuelto.

El matrimonio de la Reina fue bastante impopular, no sólo entre los protestantes, también entre aquellos que temían que Inglaterra acabaría perdiendo su libertad.

A principios de 1554 la rebelión encabezada por Wyatt usó la excusa del matrimonio para conseguir apoyo generalizado en el sureste de Inglaterra.

Los rebeldes habrían hecho su entrada en Londres de no haber sido porque la propia reina María en persona reunió a los ciudadanos. Mientras tanto Felipe, que había contraído matrimonio por poderes con María, estaba preparando una armada de grandes dimensiones que le condujera a Inglaterra, pero ésta no era la última parada de su viaje. Él había asumido que pararía en Inglaterra para consumar su matrimonio con María y que continuaría, después, su viaje hasta unirse a su padre en la guerra contra los franceses. Felipe llegó a Southampton el 19 de julio de 1553, pero esa noche recibió la noticia de que los ejércitos de su padre habían conseguido una gran victoria y que había de quedarse en Inglaterra hasta nuevo aviso. Los consejeros de Carlos en los Países Bajos no querían ver su poder mermado por el nuevo rey de Inglaterra.

María viajó hasta Winchester y Felipe salió a su encuentro.

Se casaron el día de san Jaime en la catedral de Saint Swithun y pasaron la luna de miel en el sur de Inglaterra. Mientras tanto, se organizaron celebraciones a lo largo y ancho de España en honor de la nueva Reina; la más espléndida de ellas en Toledo. A pesar de la entrada triunfal que Felipe hizo en Londres en agosto, al nuevo Rey no le coronaron, por temor a que ello anulara sus promesas de no interferir en el gobierno de Inglaterra. En realidad, María y Felipe funcionaban como una sociedad, algo así como Isabel y Fernando. Felipe estaba interesado principalmente en la política exterior y religiosa de Inglaterra.

De inmediato, se puso a trabajar para asegurarles a las clases terratenientes que él era partidario de que conservaran las tierras antes pertenecientes a la iglesia.

También hizo uso de sus contactos familiares con Roma para conseguir el apoyo papal, y a finales de 1554 y comienzos de 1555 Felipe y María presidieron juntos las sesiones del Parlamento inglés que ratificaron el retorno de la Iglesia de Inglaterra a la obediencia papal.

María seguía conservando el control de todo lo referente a los asuntos de Inglaterra. Quizá su mayor error fue acordar una campaña de persecución a los protestantes del país. Un total de trescientos fueron quemados por herejes, aunque Felipe y sus consejeros, incluido el futuro arzobispo Carranza y el gran jurista Alonso de Castro, recomendaron cautela, argumentando que la re-educación sería mucho más importante.

María creía inocentemente que podría darle un hijo a su esposo, si bien Felipe no tenía idea de cuánto tiempo iba a vivir su esposa. En cualquier caso, la princesa Isabel aún constituía una amenaza para María y para la restauración del catolicismo. Aunque fue Felipe quien convenció a María de que liberara a Isabel de su cautiverio en la Torre de Londres, lo que le hizo quedar como pacifista, marido y mujer acordaron que sería una buena idea sacarla del país. Felipe se ofreció para arreglarle un matrimonio con Manuel Filiberto de Saboya, pero Isabel rechazó la oferta. Con la bendición papal, en mayo de 1555 María y su esposo propusieron conjuntamente una conferencia de paz cerca del enclave continental inglés de Calais con la vana esperanza de consolidar la paz entre Enrique II y el emperador Carlos.

A finales de agosto de 1555 María se quedó sola una vez más en el gobierno de Inglaterra, cuando Felipe se marchó a los Países Bajos. Tenía que estar presente en la que sería la primera de las sucesivas abdicaciones de su padre. En ausencia de su esposo, cayó víctima de nuevo de las disputas entre las distintas facciones en que se dividía su Consejo Privado. Lord Gardiner, ministro de Justicia, se enfrentó a William Paget y, tras morir aquél, Paget luchó contra el conde de Pembroke.

A pesar de que María tenía la capacidad de insistir en sus políticas, como lo hizo en el caso de su matrimonio o en el de la restauración del catolicismo, no contaba con el peso político suficiente como para poder imponerse e inspirar temor entre sus consejeros.

Su desesperación comenzó a jugarle malas pasadas y en noviembre de ese año, de manera casi increíble, María informó a su marido de que estaba embarazada, pero pronto se hizo evidente que era un embarazo imaginario. La salud de la Reina se deterioraba por momentos y María deseaba desesperadamente que Felipe volviera a su lado. Se mostró favorable a participar en una nueva guerra que acababa de declararse contra Francia y, finalmente, en marzo de 1557 logró convencerle para que volviera. Disfrutó de su compañía durante cinco meses, mientras él convencía al Consejo Privado inglés, aún reticente a participar en esa nueva guerra. María, con lágrimas en los ojos, se despidió de Felipe cuando éste partió de Inglaterra por última vez, en esta ocasión al mando de una armada inglesa. Aunque los soldados británicos no avanzaron lo suficientemente rápido como para que Felipe llegara a tiempo de participar en la batalla de San Quintín, desempeñaron, para agrado de la Reina, un papel fundamental en la toma de la ciudad.

La tragedia sobrevino cuando las tropas francesas, en una operación completamente independiente, entraron en la última de las posesiones inglesas —de la dinastía Tudor— en el continente: Calais. Aunque las tropas españolas no estaban presentes en Calais, y a pesar de las advertencias de Felipe a su esposa sobre la necesidad de fortalecer las defensas de la ciudad, la pérdida de Calais en enero de 1558 parecía simbolizar la futilidad del matrimonio español. Aunque las fuentes son apócrifas, parece significativo señalar que, según la tradición, María declaró en su lecho de muerte que la palabra Calais se hallaba grabada en su corazón. María volvió a anunciar en enero que estaba embarazada, lo cual fue aún más increíble que su primer anuncio, dado que no había visto a su marido desde julio de 1557. Se achacó todo a su pésimo estado de salud y, aunque la Reina organizó incursiones en la costa francesa como precursora de la recuperación de Calais, estaba claro para todos que su reinado estaba tocando a su fin.

Como ya se sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, María recibió la visita del conde de Feria en octubre de 1558. Éste le transmitió, de manera ostensible, saludos de su esposo, si bien le habían enviado para supervisar que el traspaso de poderes se producía pacíficamente. El título de rey de Inglaterra de Felipe expiraría si María moría sin haberle dado hijos. A espaldas de la Reina, Feria informó a la princesa Isabel de que Felipe no haría nada para interferir en su ascenso al trono. Incluso llegó a ofrecerle la mano de Felipe en matrimonio, pero para el momento en que se tuvo noticia de su negativa en los Países Bajos, Felipe ya había decidido abandonar Inglaterra y casarse con una princesa francesa.

María murió el 17 de noviembre de 1558. Aunque durante toda su vida, había demostrado un valor ejemplar en su defensa del catolicismo, su reinado no logró los resultados esperados. Ella creía que había conseguido restaurar de manera permanente la antigua alianza anglo-española y que su hermanastra se había reconciliado personalmente con el catolicismo.

En realidad, la hija de Ana Bolena no podía reinar sino como Monarca protestante, e Inglaterra se vio avocada con Isabel I a una guerra sin sentido contra España. El verdadero fallo de María, no obstante, fue que no pudo engendrar un heredero. De haber podido, la historia de Inglaterra y España habría sido muy diferente. Aunque fue reina de España durante cuatro años, ni siquiera se halla entre la lista de esposas de Felipe II que figuran en el altar mayor de El Escorial.

 

Bibl.: J. M.ª Ruiz Ruiz, “Felipe II en Inglaterra: matrimonio con María Tudor y restauración católica inglesa: un documento inédito”, en Revista de Filología Inglesa, n.º 9 (1979), págs. 75-108; D. Loades, Mary Tudor: a life, Oxford, Basil Blackwell, 1989; G. Redworth, In defence of the church catholic: the political career of Stephen Gardiner, Oxford, Basil Blackwell, 1990; “Matters Impertinent to Women? Male and Female Monarchy under Philip & Mary”, en English Historical Review, CXII (1997), págs. 597-613; J. Lahoz, La larga espera de María Tudor, Zaragoza, Mira, 2001; J. Pérez, “María Tudor, una Reina inglesa para Felipe II”, en La Aventura de la Historia, n.º 59 (septiembre de 2003), págs. 46-49; D. Loades, “The personal religion of Mary Tudor”, en E. Duffy y D. Loades, The church of Mary Tudor, Aldershot, Ashgate 2006, págs. 1-29; J. Richards, Mary Tudor, London, Routledge, 2008; G. Parker, Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 2008; M.ª J. Pérez Martín, María Tudor. La gran reina desconocida, Madrid, Ediciones Rialp, 2008.

 

Glyn Redworth

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