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Margarita de Parma

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Biografía

Parma, Margarita de. Duquesa de Parma (II). Oudenarde o Tournai (Bélgica), X-XII.1521 – Ortona (Italia), 18.I.1586. Gobernadora de los Países Bajos y del Condado de Borgoña.

Nacida entre octubre y diciembre de 1521 en Oudenarde o Tournai. Hija del emperador Carlos V y de Juana van der Gheynst, dama de confianza de la señora baronesa de Montigny en el período en el que Carlos V se alojó en el castillo del conde Carlos de Lalain, barón de Montigny y Escornay durante el sitio de Tourney. Su primera infancia transcurrió confiada a una familia de Bruselas (los Douvin). A los siete años, tras ser legitimada, la responsabilidad de su educación y crianza pasó a la entonces regente de los Países Bajos, duquesa de Saboya y tía de Carlos V, Margarita de Austria (1480-1530). Ésta a su vez, al cesar en la regencia, la confió a la nueva gobernadora María de Hungría (1505-1558), hermana del Emperador.

Doña María la hizo educar con esmero. Aprendió francés, italiano, flamenco, castellano, latín, pintura y música. Tocaba el arpa, entre otros instrumentos, y fue una buena amazona.

Desde el convenio suscrito entre Carlos V y el papa Clemente VII (Julio de Médicis) en 1529, quedó acordado que Margarita contrajera matrimonio con un pariente del Pontífice, el I duque de Florencia, Alejandro.

El 28 de febrero de 1536, tras cumplir catorce años, se verificaron las bodas en Nápoles entroncando así la casa de Julio de Médicis con la del Emperador. El talante personal corrupto y violento de Alejandro de Médicis fue insufrible para Margarita que, a poco de casada, se retiró a la residencia de Elena de Toledo, la hija del virrey de Nápoles, el duque de Alba, en cuya casa había permanecido casi tres años (1533-1535) al llegar a Italia desde Flandes. Poco después su esposo murió víctima de una conjura urdida dentro de la propia familia Médicis. Tras enviudar, Margarita permaneció en Toscana; primero en Florencia y más tarde en Prato, protegida por el cardenal Cibo. Recibió oferta de matrimonio del nuevo duque, Cosme de Médicis, pero en su nómina de pretendientes figuraban también Carlos de Angulema, tercer hijo de Francisco I de Francia, y Alfonso d’Este. Sin embargo, en el esquema de las relaciones diseñadas por el Emperador con los estados italianos, su hija estaba destinada a ser el medio para estrechar lazos con el Pontificado, razón por la que fue prometida en 1538 al príncipe Octavio Farnesio, de trece años, prefecto de Roma y nieto del nuevo papa Pablo III (1534-1549). Este nuevo matrimonio, desigual respecto a la madurez mental de los contrayentes, generó, al principio, rechazo en Margarita.

Dos años después del enlace, el duque Octavio partió con Carlos V a la empresa de la conquista de Argel ausentándose de Roma durante dos años. A su vuelta, Pablo III concedió al padre de Octavio, Pedro Luis Farnesio, el ducado de Parma y Piacenza, confirmando, además, a Octavio en el ducado de Castro. El 27 de agosto de 1545 la princesa Margarita dio a luz a dos mellizos, Alejandro (1545-1592) y Carlos que murió siendo niño.

Los beneficios concedidos por Pablo III a Pedro Luis Farnesio rompieron el difícil equilibrio existente entre los distintos estados italianos. Esta situación densa desembocó finalmente en un violento episodio protagonizado por Ferrante Gonzaga en diciembre de 1547, en el que el suegro de Margarita fue asesinado.

Su marido, Octavio Farnesio, reclamó entonces su derecho a heredar el ducado de Parma, pero Pablo III no quiso confirmarlo y, de hecho, ordenó a los Orsini que ocuparan el fuerte parmesano. Octavio viajó entonces a Milán y planteó a Ferrante Gonzaga —ejecutor de su padre— que actuara de mediador para concluir una alianza con Carlos V, rompiendo los lazos políticos que le unían con el papado. Ante esta situación de fuerza, Pablo III no tuvo más remedio que reconocerle los derechos sobre Parma y Piacenza, pero el nuevo pontífice Julio III (1550- 1555) fraguó poco después una alianza con el Emperador para expulsar a Octavio del ducado. Según este acuerdo, la Casa de Austria tendría infeudadas de la Santa Sede las villas de Parma y Piacenza. Carlos V ocupaba esta última plaza desde 1547 y exigió a Octavio Farnesio la cesión de Parma. El duque propició una alianza con Francia y el 27 de mayo de 1551, Enrique II lo tomó bajo su protección y le prometió soldados además de un subsidio anual de 12.000 escudos de oro. Como respuesta el Emperador confiscó las rentas que Margarita de Parma disfrutaba en el Reino de Nápoles. Julio III, por su parte, declaró en rebeldía a Octavio, lo despojó de todos sus títulos y le declaró la guerra. Las tropas imperiales coaligadas con las pontificias asediaron Parma aunque Carlos V dio orden al jefe del cerco para que su hija pudiera salir libremente de la ciudad. Margarita no aceptó la oferta, permaneciendo al lado de su marido. Finalmente, en mayo de 1552, la lucha entablada en solitario por Octavio contra los intereses papales e imperiales en conjunción se saldó con el reconocimiento definitivo del derecho de los Farnesio a Parma. Varias razones contribuyeron a este desenlace, entre ellas, que la ciudad se encontrara en la ruta obligada hacia Trento. El cerco a la ciudad parmesana interceptaba el camino hacia la sede del concilio y tanto Carlos V como Julio III tenían gran interés en que éste se celebrara por fin. Piacenza, sin embargo, permaneció en poder de los imperiales. A pesar de la crisis política que enfrentó a los Farnesio con el Emperador, las relaciones entre padre e hija no quedaron rotas, como prueba la numerosa correspondencia existente entre ambos, en la que Margarita, en medio de aquella tensión política, daba a su padre noticias concretas y personales de la familia, tanto de su nieto Alejandro como del propio Octavio.

Tras el acceso a la silla pontificia de Pablo IV (1555), antes cardenal Juan Pedro Caraffa y decidido partidario de los Farnesio, la cuestión de Piacenza seguía estando pendiente. Margarita partió junto con su hijo, en diciembre de 1556, a Bruselas para entrevistarse con el Emperador y el príncipe Felipe. Presenció la ceremonia de abdicación de los derechos de Carlos V sobre Felipe II y en la primavera de 1557 embarcó con su hermanastro para asistir en Londres a la boda de éste con María Tudor. Margarita se atrajo el aprecio de la reina de Inglaterra, con la que mantuvo contacto epistolar tras su partida. En el viaje de regreso acompañó de nuevo a Felipe II y obtuvo de él un arreglo en el contencioso que su esposo mantenía respecto a Piacenza. Felipe II ofreció su protección a los Farnesio y encomendó al duque de Alba la negociación concreta para alcanzar un acuerdo. En las conversaciones que Fernando Álvarez de Toledo y Octavio Farnesio celebraron, se acordó que el joven Alejandro marchara a España, donde se educaría junto con su tío Juan de Austria. También se decidió establecer con carácter permanente una guarnición española en la fortaleza de Piacenza que quedaría a partir de entonces en manos de los Farnesio. De este modo la familia se insertó en el sistema augsbúrgico y por algunos decenios permaneció como un contrapeso de cierta eficacia con la Florencia de los Médicis en Italia. Meses después Felipe II, hallándose todavía en Bruselas, propuso a Margarita ocuparse de la regencia de los Países Bajos, vacante por la dimisión del duque de Saboya. Esta elección resultaba idónea por ser Margarita natural de aquellos estados y haber sido educada al lado de María de Hungría.

El 7 de agosto de 1558, los Estados Generales de los Países Bajos recibieron por gobernadora a la duquesa de Parma. Entre su séquito, ejerciendo de secretario, se hallaba el hijo del autor de El Príncipe, Tomás de Maquiavelo. Una vez establecida en Bruselas, Margarita gobernó asesorada por un Consejo de Estado encargado de los asuntos de política interna y de los exteriores, de un Consejo de Finanzas y de un Consejo de Cámara que tenía responsabilidad en temas judiciales; tres organismos creados en 1551. El de Estado estaba compuesto, entre otros, por el marqués de Berghes, un letrado de origen frisio llamado Viglius, Guillermo el Taciturno, príncipe de Orange, el conde de Egmont, Montmorency, el conde de Horn, el noble valón Berlaymont, que ejercía además de presidente del Consejo de Finanzas, y Antoine Perrenot, obispo de Arrás desde 1540, arzobispo de Malinas a partir de 1560 y cardenal en 1561, conocido desde entonces como el cardenal Granvela, hijo del principal consejero de Carlos V y primer ministro de la Regente. A pesar de la existencia de este entramado de gobierno, el poder ejecutivo estaba en manos de Felipe II, ya que el Rey encargó a su hermana, en unas instrucciones secretas, que le escribiera para informarle de todos los asuntos importantes, ordenándole que, dentro de lo posible, no tomase decisión alguna sin consultarle primero. El Rey otorgó además una posición especial a Granvela, quien mantenía correspondencia directa con Felipe II y daba a sus colegas cumplidas noticias de las opiniones del Rey. También se asignó a Margarita un secretario privado, Tomás de Armenteros, primo de Gonzalo Pérez y estrechamente vinculado, por tanto, al secretario de Estado de Felipe II.

Berlaymont, Viglius y Granvela formaron un consejo dentro del Consejo conocido como “la consulta”, en el que se discutían las decisiones importantes en contradicción muchas veces con la opinión del resto de los nobles pertenecientes al Consejo de Estado. La princesa intentó situarse en ocasiones por encima de las discordias internas del órgano asesor e incluso los propios orangistas reconocieron su prudencia, tacto político y habilidad diplomática. Una prueba de este talante la dio en 1561 cuando tuvo que enviar apresuradamente a Roma a su secretario Tomás de Maquiavelo, ya que el Papa pretendía excomulgar al príncipe de Orange por noticias particulares recibidas desde Flandes —remitidas probablemente por Granvela— que le señalaban como colaborador de los calvinistas.

Este talante conciliador ha sido interpretado por algunos historiadores como una falta de energía en las acciones de gobierno.

Con un trasfondo de crisis financiera y religiosa, los nobles y magnates de aquellos territorios desencadenaron durante su mandato (1558-1567) una crisis de graves consecuencias políticas. Las dificultades en el ejercicio de su nueva responsabilidad comenzaron muy pronto. La duquesa debió gestionar, entre otros problemas, una gran deuda derivada de las guerras con Francia que engullía no sólo los recursos procedentes de Castilla, sino las rentas ordinarias y extraordinarias de los Países Bajos; 800.000 florines anuales se pagarían durante nueve años según la concesión que habían hecho los Estados Generales. Era un dinero necesario que, sin embargo, se retenía cada vez que las asambleas provinciales consideraban que se había infligido un ataque contra sus privilegios, sirviendo además las negativas de caja de resonancia contra la política de Felipe II. El primero de estos episodios se produjo cuando el propio Rey salió de tierras neerlandesas y decidió establecer tropas españolas en la frontera sur para prevenir un posible ataque francés. Las autoridades locales interpretaron que aquella presencia era un agravio para sus libertades.

Las asambleas de cada una de las provincias se negaron a pagar servicios hasta que las tropas españolas no abandonasen sus territorios. Sin la aportación de los fondos locales, algunos destacamentos comenzaron a estar mal abastecidos y se amotinaron, mientras que las poblaciones afectadas dieron muestras públicas de descontento. Finalmente, el 10 de enero de 1561 la crisis quedó resuelta temporalmente al conseguir la gobernadora que Felipe II accediera a retirar las guarniciones españolas establecidas en Flandes y el Artois.

Muy pronto, otro acontecimiento desató una nueva situación de malestar. En ese mismo año de 1561 se publicó una bula papal que imponía una reorganización eclesiástica en los Países Bajos. Las teorías de Erasmo y sus próximos sobre una reforma de la Iglesia desde dentro a partir de la exaltación del espíritu de piedad, ilustración y concordia, habían calado hondo en esos territorios. La influencia erasmista sobre las clases cultas fue grande y persistía a pesar de la aparición desde 1520 de reformadores más radicales. Contra ellos (luteranos, anabaptistas, mennonitas), Carlos V emitió sus edictos (placards). Pero a excepción de los luteranos, las nuevas sectas no lograron conectar con la aristocracia bátava que, sin embargo, no veía con buenos ojos la persecución física por causas religiosas. En 1525, y también entre 1551 y 1552, se habían hecho propuestas para incrementar el número de obispados en los Países Bajos con el objetivo de frenar el avance protestante, pero cuando Carlos V transfirió el poder a Felipe II nada se había hecho en este sentido, pues seguían existiendo sólo cuatro diócesis dependientes de las provincias eclesiásticas de Reims y Bolonia (ambas fuera de los territorios de la Monarquía hispánica) con una población estimada de unos tres millones de habitantes. Fue en mayo de 1559 cuando se llegó a un acuerdo entre el Papa y Felipe II para crear catorce nuevas diócesis que se añadirían a las existentes. Casi al mismo tiempo, y por primera vez, los predicadores calvinistas, apoyados desde Ginebra, Alemania e Inglaterra, comenzaron a aparecer en número considerable y consiguieron hacer un gran número de conversos entre la nobleza.

La presencia de hugonotes en la frontera sur francesa supuso también un apoyo para sus correligionarios de los Países Bajos. Desde un punto de vista social, a partir de entonces el calvinismo asumió un carácter de respetabilidad que las sectas anabaptistas nunca tuvieron. Margarita de Parma describía esta situación cuando afirmaba que “la herejía crece aquí en proporción a la situación en nuestros países vecinos”.

Los acuerdos de 1559 se materializaron en una bula emitida en 1561 que pretendía dar una mejor organización a una Iglesia católica notoriamente débil y materialmente mal dotada. Por ella los Países Bajos estarían divididos a partir de entonces en tres provincias eclesiásticas independientes —Cambrai, Utrecht y Malinas—, constituidas en arzobispados que a su vez incluirían en Cambrai: Arras, Namour, Saint-Ormer y Tournay; en Utrecht: Dewenter, Gröningen, Haarlem, Lemwade y Nudelburg, y en Malinas: Ambres, Bois-le-Duc, Brujas, Gante, Ruremonde e Iprés.

Las nuevas sedes se mantendrían con las rentas de varias abadías ricas y los obispos y principales canónigos serían escogidos por el Rey entre los teólogos destacados y los legistas canónicos. Los abades protestaron contra su pérdida de independencia y de rentas. Los nobles vieron como sus segundones eran desplazados de las lucrativas sinecuras eclesiásticas por letrados y clérigos de extracción social inferior. Un ejemplo evidente se vivió en los estados de Brabante, donde se reemplazó a sus tres abades por obispos realistas, entre ellos Granvela, que, además, en calidad de arzobispo de Malinas y cardenal, pasó a preceder en las reuniones del Consejo de Estado a los hasta entonces cabezas del organismo asesor, Egmont y Orange. En la misma calidad de prelado se convirtió también en la primera voz de la Asamblea de los Estados de Brabante.

Egmont y Orange se sintieron insultados y redactaron una carta de protesta que hicieron llegar al Rey. Los aristocráticos magnates sospechaban que si el Rey controlaba al completo la Iglesia de los Países Bajos, no sólo haría más efectiva la persecución religiosa, sino que en un corto espacio de tiempo podría prescindir de la colaboración de la alta nobleza en el gobierno de aquellos territorios.

Bajo la dirección de Orange, los magnates conformaron una alianza contra Granvela, al que culpaban de todas estas decisiones, y enviaron a Montigny a Madrid en el otoño de 1562 para pedir al Rey su sustitución.

Al mismo tiempo, desde los círculos calvinistas se insistía en que todas estas novedades incluían implícitamente el establecimiento del Santo Oficio, pues la bula establecía que dos canónigos pertenecientes a cada una de las diócesis prestarían servicio como inquisidores en los lugares de su jurisdicción.

Ante la resistencia de Felipe II a prescindir de su ministro, en marzo de 1563 varios de los nobles integrantes del Consejo de Estado, entre ellos Guillermo de Orange, el conde de Egmont, el de Horn, el marqués de Vergel, el conde de Mansfeld, el de Meschgen y el de Scornay, barón de Montigny, comunicaron a Margarita su decisión de dimitir, argumentando que no podían prestar su asistencia a un ministro como el cardenal Granvela que “conspiraba contra los privilegios del reino para que en estos territorios se implantara la Inquisición”. Por sugerencia de Horn, los opositores formaron una liga cuyos miembros, identificados por una librea monocolor, celebraban reuniones y banquetes en los que el cardenal era objeto de descalificaciones, insultos y mofas. Finalmente, en una carta fechada el 29 de junio comunicaron al Rey su decisión de abandonar el Consejo. A partir de entonces se mantuvieron alejados de la Corte. Al mismo tiempo, los estados de Brabante decidieron retener todos los tributos que debían pagar hasta que no se produjera la marcha del cardenal. Este hecho supuso la crisis de autoridad más grave que se había vivido hasta esos momentos. Margarita de Parma dio instrucciones a su secretario Tomás de Armenteros, el 12 de agosto de 1563 para que, en su nombre, ofreciera razones suficientes al Rey que le inclinaran a decidir la destitución de Granvela. Al día siguiente, y en contra de las instrucciones de Felipe II, dio curso favorable a una súplica de las abadías brabanzonas y aceptó entablar negociaciones entre los representantes de éstas y el Gobierno. Abriendo estas conversaciones, la Regente tomaba una medida política importante por propia iniciativa. Se ha argumentado que quizá también tuvo motivos personales contra Perrenot, ya que éste, en sus informes secretos, incluía en ocasiones comentarios críticos a su gestión. Margarita creía, además, que el cardenal no maniobró con la suficiente intensidad como para conseguir que su hijo Alejandro se casara con una Hagsburgo de la rama austríaca.

Mientras tanto en Madrid, Eraso y Ruy Gómez de Silva, que contaban con informes particulares proporcionados por residentes en los Países Bajos, maniobraron simultáneamente para que la caída de Granvela se produjera. Aunque desde Madrid Perrenot contaba con el apoyo del duque de Alba, Felipe II le invitó a retirarse a sus tierras borgoñonas en marzo de 1564.

La victoria de los magnates en los Países Bajos parecía completa. Los miembros dimitidos volvieron al Consejo de Estado colaborando con la Regente y las propuestas sobre la asimilación de las rentas de las abadías a los obispados quedaron en suspenso.

A cambio, los Estados de Brabante incrementaron el importe de su servicio. Pero en realidad poco había cambiado en el ambiente político. La facción de Granvela, aunque descabezada, seguía existiendo en Bruselas y sobre todo en Madrid y los Estados Provinciales se resistían a votar nuevos impuestos, aunque ahora los demandantes fueran Orange y sus partidarios y no el cardenal. La petición de incrementos fiscales coincidió además con una coyuntura económica general muy desfavorable. Miles de trabajadores textiles flamencos se vieron abocados al desempleo, por la prohibición decretada por Isabel I de exportar lana cruda para la elaboración de paños. Era la respuesta a un bloqueo decretado a su vez por Margarita de Parma sobre determinados productos ingleses.

Desde los Estados Provinciales se insistía en que se convocaran los Estados Generales para tratar globalmente todos los problemas del país, incluido el de poner en práctica una política religiosa más tolerante. En este contexto, en agosto de 1564, llegaron órdenes de Felipe II para que se promulgaran los edictos de Trento. Margarita retrasó deliberadamente su publicación, mientras Egmont volvía a Madrid con el encargo del Consejo de Estado de solicitar moderación en la política religiosa. Tras el regreso del consejero, dos cartas de Felipe II dirigidas a Margarita, que llegaron a Bruselas en octubre de 1565, exigían que los edictos religiosos se cumplieran y que la Inquisición castigara rigurosamente a los herejes, insistiendo en que la Regente no podría convocar los Estados Generales hasta que la legalidad religiosa no se estableciera.

Margarita tardó una semana en publicar las órdenes del Rey para no arruinar los festejos por la boda de su hijo y en previsión de posibles desórdenes.

Tras la publicación de los edictos, los predicadores calvinistas intensificaron su actividad. También numerosos miembros de la nobleza inferior celebraron reuniones y finalmente redactaron un documento denominado el “Compromiso” que, firmado por unos cuatrocientos nobles tanto católicos como protestantes, casi todos de mediana o baja extracción, pero entre los que se encontraban también el hermano de Guillermo de Orange, Luis de Nasau, Carlos de Mansfeldt y el barón de Brederode, solicitaba la supresión de las actividades de la Inquisición y un cambio en la política religiosa. Este documento, respaldado por unos trescientos confederados armados que empezaron a llamarse a sí mismos “les Gueux” (mendigos), se presentó el 5 de abril de 1566 ante Margarita y, aunque el tono del escrito era leal, el hecho resultaba revolucionario, pues un grupo armado se había personado ante la hermana y representante suprema del Rey sin que nadie hubiera sido capaz de detenerlo. La combinación del descontento popular y de la organizada protesta aristocrática colocó a la Regente en una posición muy comprometida. Al día siguiente, Margarita impartió instrucciones a todos los magistrados y jueces para que —hasta nueva orden— mostraran mayor indulgencia con los acusados de herejía. Esta petición se reiteró en una circular del 9 de abril, aunque la publicación oficial debía retrasarse hasta que el Rey otorgara su aprobación formal.

En medio de esta crisis, los grupos sociales más desfavorecidos se rebelaron. Las condiciones económicas de los Países Bajos entre 1563 y 1566 habían empeorado.

La Guerra de los Siete Años (1563-1570) entre Dinamarca y Suecia supuso el cierre del Sound al tráfico comercial, lo que generó desempleo entre los asalariados. El invierno de 1565-1566 resultó muy riguroso y las cosechas fueron escasas, mientras el trigo polaco no llegaba. Los predicadores calvinistas excitaban a la población con vehementes denuncias de las riquezas de los clérigos y de las idolatrías practicadas en las iglesias. Las reuniones al aire libre con gentes armadas para escuchar los Evangelios y cantar los salmos se sucedían y, a través de ellas, se organizaron las iglesias reformadas. Ni los Grandes ni los confederados fueron capaces de controlar estos movimientos.

Margarita, temiendo la desestabilización, envió urgentes mensajes a las ciudades para organizar sus defensas y colocar guardas en las iglesias, pero los gobiernos municipales apenas respondieron. El 10 de agosto, coincidiendo con una nueva subida en el precio del cereal, la cólera de los más desfavorecidos se desató. La insurrección no pudo frenarse. En Steenvoorde (oeste de Flandes) penetraron en las iglesias, destrozaron las imágenes y se apoderaron de los ornamentos de oro y plata. La reacción iconoclasta se expandió y alcanzó a Amberes el 20 de agosto y a Gante y Ámsterdam el 22. La gobernadora no pudo reaccionar inmediatamente. Carecía de tropas y no sabía en quién podía confiar. Sin embargo, los católicos y los moderados firmantes del “Compromiso” quedaron impresionados por los efectos de la revuelta y manifestaron su lealtad hacia la Regente. Margarita consiguió convencerlos el 23 de agosto para que disolvieran su asociación, a cambio de la promesa de trabajar para abolir la Inquisición de los Países Bajos y moderar los edictos contra la herejía. En esta coyuntura, un miembro de la vieja generación de nobles borgoñones, el católico conde de Mansfeld, se convirtió en su consejero de confianza.

Felipe II envió dinero y Margarita reclutó tropas y comenzó una campaña armada para restituir la autoridad en los lugares sublevados, comenzando por Saint-Ormer a fines de agosto de 1566. Durante el otoño y el invierno siguientes, las bandas armadas de Brederode fueron dispersadas y los nobles católicos derrotaron a los movimientos populares calvinistas en el Flandes valón. Durante la primavera y el verano de 1567, muchos rebeldes buscaron refugio en Endem, Colonia, Francia e Inglaterra. Su salida era símbolo evidente de la derrota sufrida.

Una vez dominada la insurrección Margarita prometió que los que juraran de nuevo fidelidad al Rey estarían exentos de culpa. Lo hicieron los condes de Egmont y Horn, pero Orange, que había mantenido una actitud equívoca que le había hecho aparecer como traidor tanto a los ojos del Gobierno como a los de los calvinistas, se marchó a tierras alemanas para no verse en la obligación de hacerlo. La gobernadora escribió a Felipe II inclinándole a la clemencia y al espíritu de conciliación. Aseguraba que en el caso de tomar medidas extremas, se enquistarían para siempre el odio y la incomprensión en aquellas tierras. Sin embargo, en el verano de 1566 Felipe II decidió que para reafirmar su autoridad, a pesar de la derrota del movimiento, era necesario enviar a su mejor general, el duque de Alba, y a un copioso contingente de tropas experimentadas.

Margarita, convencida de que había acabado con la oposición, suplicó a su hermano que desistiera de tal proyecto. En agosto de 1567, un ejército de diez mil veteranos españoles bajo el mando del duque de Alba llegaba a las inmediaciones de Bruselas. Margarita, tras recibir al duque, optó por retirarse, abandonando su cargo de gobernadora de los Países Bajos.

Tras su regreso a Italia, permaneció apartada de la política, aunque en varias ocasiones se barajó la posibilidad de que volviera a ocupar el cargo de regente en aquellas tierras. En 1572 fue nombrada gobernadora de los Abruzos y, tras la muerte de Juan de Austria (1 de octubre de 1578), Felipe II volvió a proponerle el gobierno civil de los Países Bajos, reservando el militar a su hijo Alejandro, que ya se encontraba allí. A sus cincuenta años, Margarita de Parma inició viaje hacia Bruselas en el mes de marzo de 1580 y llegó a la capital belga a últimos de julio. Alejandro Farnesio, sin embargo, no deseaba compartir el poder con su madre y amenazó con abandonar su puesto si se imponía la fórmula del gobierno compartido. Finalmente, un Decreto Real de 31 de diciembre de 1581 le confería plenos poderes civiles y militares en los Países Bajos. A pesar de las repetidas solicitudes de Margarita para volver a Italia tras este episodio, no obtuvo el permiso de Felipe II hasta julio de 1583.

Pasó sus últimos años entre Aquila y Città-Ducale en viajes casi continuos. No regresó a Parma. Murió en la ciudad de Ortona, donde erigió su palacio a principios de 1586. Uno de los lemas funerales de su tumba, situada en la iglesia de San Sixto en Piacenza, venía a definir su talante en la acción de gobierno en los Países Bajos: “Aquella que gobernando Bélgica en nombre de Felipe, Rey de las Españas, consiguió la Paz” (Quae Philippi Hispaniarum regis fratis// nomine Belgio Mansuetudine prefuit).

 

Bibl.: M. Kervyn de Volkaersbeke (introd. y notas), Collection de Mémoires relatifs a l’histoire de Belgique, Bruxelles, Éditions Muquaratt, 1858-1874, 42 vols.; M. L. P. Gachard, Marguerite d’Autriche duchesse de Parma, Bruxelles, 1867; A. Reumont, “Margherita d’Austria duchessa di Parma”, en Archivio Storico Italiano, VI (1880), págs. 15-74; F. Rachfahl, Margaretha von Parma, Statthalterin der Niederlande, München, 1898; G. I. d’Onofrio, Il carteggio intimo di Margherita d’Austria Duchessa di Parma e Piacenza. Studio critico di documenti farnesiani, Napoli, Nicola Jovene, 1919; M. R. C. Bakhuizen van den Brink y J. S. Theissen, Correspondance française de Marguerite d’Autriche, duchesse de Parme, avec Philippe II, Utrecht, Kemink et fils, 1925; C. Pérez Bustamante, La correspondencia diplomática entre los Duques de Parma y sus agentes o embajadores en la Corte de Madrid, Madrid, Real Academia de la Historia, 1934; M. A. Romani y A. Quondam, Le corti farnesiane di Parma e Piacenza (1545-1622), Roma, Bulzoni, 1978; B. W. Meijer, Parma e Bruxelles. Commitenza e collezionismo farnesiani alle due corti, Parma, Silvana, 1988; G. Parker, España y la Rebelión de Flandes, Madrid, Nerea, 1989; P. del Negro y C. Mozarelli (eds.), I farnese. Corti, guerra e nobiltà in antico regime, Roma, Bulzoni, 1997.

 

Carmen Sanz Ayán

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