Isabel de Valois. Fontainebleau (Francia), 2.IV.1546 – Aranjuez (Madrid), 3.X.1568. Reina de España, tercera esposa de Felipe II.
Hija mayor de Enrique II de Francia (1519-1559) y de Catalina de Médicis (1519-1598), sus respectivos abuelos fueron Francisco I de Francia y Lorenzo II, duque de Urbino. Su madre, estéril durante diez años y abocada a soportar un “triángulo conyugal” por la presencia impuesta por Enrique II en la Corte de la duquesa de Valentinois, Diana de Poitiers, demostró una fecundidad impredecible tras el alumbramiento de su primogénito Francisco el 19 de enero de 1544.
Después de él nacieron Isabel y ocho hermanos más: Claudia (12 de noviembre de 1547, esposa del duque de Lorena); Luis (3 de febrero de 1549); Carlos Maximiliano (27 de junio de 1550); futuro Carlos IX de Francia; Eduardo Alejandro, en 1551, que adoptó al reinar el nombre de Enrique III; Margarita (14 de mayo de 1553), primera esposa de Enrique de Navarra, y Hércules (18 de marzo de 1555), que más tarde cambiaría su nombre por el de Francisco. Finalmente, Catalina dio a luz dos niñas gemelas (24 de junio de 1556) llamadas Juana y Victoria, que murieron a los pocos días.
El padrino de Isabel lo eligió expresamente su abuelo Francisco I y fue Enrique VIII de Inglaterra, que actuó por poderes a través de un embajador extraordinario, un acto representativo que sancionaba el cese del estado de guerra que ambos Monarcas mantenían.
Recién bautizada, Isabel fue traslada por su madre a Blois junto a su hermano Francisco, para que ambos fueran educados juntos. La responsabilidad del cuidado de los infantes en los primeros años recayó en Madame d’Humières, mujer de confianza de Diana de Poitiers, la amante de Enrique II, que ostentaba el título oficial de “Aya de los Hijos de Francia”. Entre los maestros italianos que instruyeron a los infantes se encontraban Pietro Danes y el milanés Virgilio Bracesco, que más tarde viajaría con la propia Isabel a la Corte española como maestro de danza. Cuando Isabel contaba tan sólo dos años, su padre ascendió al trono (25 de julio de 1547), y en el momento que alcanzó la edad suficiente para tener presencia oficial, la favorita y no su madre la introdujo en las costumbres y protocolo de la Corte. El primer prometido de Isabel fue el rey de Inglaterra Eduardo VI, pero falleció en 1553.
Tras la victoria de Felipe II sobre el ejército francés en San Quintín (10 de agosto de 1557), ambos contendientes comenzaron a contemplar la negociación de una paz que no fuera humillante para Francia y que alejara la presión financiera que tendría que seguir soportando el monarca español si continuaba la guerra. Una paz que, como en otras ocasiones, debía cerrarse con el broche de oro de un matrimonio dinástico.
Se valoró entonces la posibilidad de que el hijo de Felipe II, don Carlos, se convirtiera en el esposo de Isabel, aunque, finalmente, al quedar viudo el Rey Prudente por la muerte de María Tudor el 17 de noviembre de 1558, la paz de Catêau-Cambresis (3 de abril de 1559) incluyó entre sus cláusulas la celebración del matrimonio entre Felipe II y la adolescente segundogénita del rey de Francia, conocida desde entonces como “Isabel de la Paz”.
La boda se celebró por poderes el 28 de junio de 1559 en la catedral de Notre Dame de París. Tal y como imponía el protocolo, Felipe II no viajó a Francia, aunque se encontraba muy cerca, en Bruselas.
Le representó en la ceremonia, como alter ego, el duque de Alba, que estuvo acompañado del príncipe de Orange y del conde de Egmont. Entre la variedad de fiestas preparadas en París con motivo del acontecimiento, se pergeñó —dos días después de la boda— un torneo que debía celebrarse en la rue Saint-Antoine, la calle más espaciosa de la ciudad cerca del palacio de Tournelles. Allí se produjo un luctuoso episodio de graves consecuencias políticas para Francia, ya que en una justa entre Enrique II y Gabriel de Lorges, conde de Montgomery, capitán de la guardia escocesa, la lanza de éste se partió y se introdujo en el ojo del Rey, lo que le provocó la muerte, que se haría oficial diez días después.
Las exequias por el fallecimiento del soberano francés y la proclamación del heredero retrasaron la partida de Isabel de Valois a España. Finalmente, en noviembre de 1559 emprendió viaje hacia la Península.
El 6 de enero de 1560 llegó el séquito de Isabel a Roncesvalles donde la esperaban el obispo de Burgos, Francisco de Mendoza e Íñigo López de Mendoza, IV duque del Infantado, marqués de Santillana y señor de Hita y Buitrago. Desde allí continuaron hasta Pamplona, cuyo Cabildo preparó un recibimiento que incluyó danzas, desfiles y corridas de toros, que la Reina veía por primera vez. El día 14, ya en Tudela, se organizó una naumaquia en el Ebro y, a partir de entonces, pusieron rumbo a Guadalajara, donde Felipe II, veinte años mayor que ella, la esperaba alojado en el palacio del duque del Infantado. La comitiva llegó a la capital alcarreña el 28 de enero. El 2 de febrero se celebró la misa de velaciones, con la renovación de los esponsales, y al día siguiente recorrieron Alcalá de Henares. Tras dos jornadas más de viaje, la reina Isabel hizo su Real Entrada en Madrid, que todavía no era sede estable de la Corte. En el arco efímero que se había levantado para la ocasión podía apreciarse una pintura en la que se reflejaban las imágenes de ambos esposos recibiéndose y abrazándose bajo los siguientes motes: “Venga y sea muy bienvenida la que la paz vino a dar, qual se pudo desviar” o ”Venga y sea muy bien llegada la que del mundo destierra con su venida la guerra”.
En los lemas de aquel arco quedaba reflejada la principal función de Isabel en las relaciones hispano-francesas.
Como “prenda de paz”, su papel consistía en facilitar y reforzar las relaciones amistosas entre ambas naciones, en un momento en que los choques políticos entre Felipe II y Catalina de Médicis, comenzaron a ser particularmente graves por la creciente influencia de los hugonotes en el gobierno de la regente, que negociaba con los calvinistas y toleraba su presencia, presionada por la búsqueda de fórmulas de convivencia en una Francia gravemente desestabilizada a causa de los enfrentamientos político-religiosos, que amenazaban con extenderse peligrosamente a los Países Bajos.
Toledo, que fue Corte hasta mayo de 1561, era el destino final de los esposos. La Real Entrada que hicieron en la ciudad costó 12.000 ducados, el doble de lo que había supuesto la de Madrid, y de nuevo las alusiones a la Paz de Catêau-Cambresis ocuparon la ciudad. Tres arcos efímeros la aludían insistentemente; en el segundo, aparecía Vulcano apagando la fragua donde antaño había fabricado las armas para combatir al rey francés, mientras construía una nueva en la que forjaría otras que servirían para hacer frente a los “enemigos de la religión”. Esta alegoría, que no representaba directamente a la nueva Reina, era, sin embargo, premonitoria de la situación en la que frecuentemente se encontró la Soberana. Isabel de Valois se sintió “entre dos fuegos”: sometida al apremio que ejercía sobre ella su madre y a la obligación de obediencia debida a su esposo. Quizá por esta razón, tendió en algunos momentos a evadirse de las responsabilidades políticas que sobre ella recaían y alentó la celebración de representaciones teatrales o fiestas cortesanas que sirvieran para distraerla, a la par que elevaron los gastos de su Real Casa. Quizá por ello se ha exagerado su imagen de joven indolente y superficial, entregada a los placeres cortesanos. Sin embargo, su labor de intermediación entre Felipe II y Catalina de Médicis no fue inútil, pues a menudo amortiguó los choques entre ambos reinterpretando de forma positiva posturas políticas inadmisibles y reduciendo las mutuas fricciones, hostilidades y sospechas.
Una de las actuaciones más relevantes de Isabel en el plano político fue la Conferencia de Bayona de 1565, las famosas “Vistas” que tuvieron lugar entre el 15 de junio y el 2 de julio de ese año. Catalina, que había propiciado en Francia un primer “Edicto de Tolerancia” con los protestantes en 1561, intentó celebrar, a partir de 1563, un encuentro al más alto nivel con Felipe II para explicar su postura “negociadora” al rey católico. El monarca español se mostró reticente, pero al final, en 1565, se avino a celebrarlo camuflado en un encuentro familiar entre madre e hija cerca de la frontera. Felipe II envió con la Reina al duque de Alba, en detrimento del príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, que era el candidato de Catalina y al que la regente consideraba un político más flexible que Alba. Sin embargo, el Rey prefirió estar representado por alguien que compartiera totalmente su postura y que se mostrara inasequible ante la regente, en la demanda de una política religiosa firme que olvidara las concesiones otorgadas a los protestantes. Cuando quedaba poco tiempo para finalizar las jornadas, que habían transcurrido entre suntuosas fiestas y singulares divertimentos, pero sin ningún fruto político, Alba pidió la intercesión de Isabel para hacer llegar su mensaje a Catalina. Ésta aceptó recibir a Alba, pero insistió en que la Reina estuviese presente en la reunión, creyendo que así moderaría las críticas del duque. Sin embargo, Isabel —que el 26 de julio había recibido en aquella ciudad la Rosa de Oro de manos del Nuncio como reconocimiento a su virtud y a su apoyo a la Iglesia Católica— sorprendió a su madre interviniendo en el debate y pidiéndole, desde el respeto, que cambiase su actitud y apoyase abiertamente la causa “correcta”, apartándose de cualquier alianza con los hugonotes. Aquel impecable papel como representante de la Monarquía española, no impidió, sin embargo, que tuviera siempre presente su “sentimiento francés”, que afloró de modo vehemente, por ejemplo, al saber la noticia del ajusticiamiento por orden del adelantado Pedro Menéndez de Avilés —al finalizar el verano de 1565—, de ciento treinta hugonotes acusados de piratas en La Florida.
Pero, además de ejercer una función político-diplomática, Isabel de Valois también debía cumplir con el encargo dinástico de proporcionar descendencia a su esposo. Sin embargo, su extrema juventud no permitió que se consumara el matrimonio hasta un año después de la boda, ya que, cuando llegó a España, todavía no había tenido su primera menstruación. Ésta se produjo el 11 de agosto de 1561, cuando contaba quince años y cuatro meses, y fue un acontecimiento gozoso en Madrid, donde ya se había instalado la Corte de Felipe II y desde donde las damas francesas de la Reina dieron la noticia a Catalina de Médicis. Este hecho fortaleció la relación afectiva entre los esposos, pero aún antes de que la convivencia de Felipe II con Isabel fuera plena, éste actuó con ella impecablemente desde el comienzo del matrimonio. Le permitió que mantuviera una gran casa, muy cara por el gran número de servidores, y en la que permanecieron algunos franceses que habían viajado con la Reina. También supo mostrarle en público todo el respeto y afecto que merecía, algo a lo que Isabel no estaba acostumbrada, dada la relación pública que su padre Enrique II había mantenido con su amante ante la reina Catalina. Era un “amor” que Isabel comunicaba con entusiasmo en las cartas que intercambiaba con su madre. Este cariño público se demostró más aún cuando en 1561 la Reina cayó enferma de viruela y, más adelante, cuando en la primavera de 1564 quedó embarazada, si bien esta primera concepción no llegó a término y fue el desencadenante de una grave crisis de salud que hizo temer por su vida en algunos momentos. En ese difícil trance, Felipe II procuró ir a verla a diario y, más tarde, durante su recuperación, la distraía de varios modos, por ejemplo, organizando visitas a sus colecciones de cuadros, mapas y estampas y permitiendo y asistiendo a veces a la diversión favorita de la Reina, el teatro. Las cuentas de su Real Casa dan testimonio de que entre julio de 1561 y julio de 1568 se representaron en sus aposentos particulares un mínimo de cuarenta y una comedias, que corrieron a cargo de varios representantes de prestigio en la época, entre los que se encontraba el propio Lope de Rueda.
El siguiente embarazo se anunció a principios de 1566 con grandes festejos. La Reina había multiplicado sus devociones a san Eugenio Mártir por expreso deseo de Felipe II, que negoció la traslación a través de su embajador francés de Álava. Los restos viajaron desde la basílica de Saint Denis en París hasta Toledo (15 de noviembre de 1565), ciudad que entonces se creía había sido evangelizada por el santo en el siglo i.
Durante este segundo embarazo, Felipe II visitó a su esposa a diario y, cuando se acercaban los meses finales de gestación, decidió que se desplazara a Valsaín, en Segovia, por considerarlo un lugar más saludable.
Allí le hacía compañía varias veces al día y estuvo junto a ella en el momento del parto, acaecido el 12 de agosto y en el que dio a luz a la infanta Isabel Clara Eugenia. Un nombre elegido en honor a su madre (Isabel), en recuerdo del día que nació (santa Clara) y en agradecimiento al santo que creía había intercedido para que se produjera el nacimiento (san Eugenio). El embajador francés dio cuenta a Catalina de que el Rey “[...] se portó muy bien, como el mejor y más cariñoso marido que se pudiera desear, puesto que en la noche del parto estuvo cogiéndole todo el tiempo la mano, y dándole valor lo mejor que podía y sabía”. Las atenciones que Felipe II había prodigado a su esposa en aquel trance demostraban delicadeza y ternura, razón por la que Geofrey Parker afirma que Isabel le había aportado una calidad afectiva superior a la que hasta entonces había sentido por ninguna de sus otras dos esposas.
A principios de febrero de 1567, Isabel volvió a quedar en cinta de otra niña, Catalina Micaela, que nació el 6 de octubre. En alabanza de la recién nacida, un joven Miguel de Cervantes, de tan sólo veinte años, compuso algunos de los versos que adornaron las arquitecturas efímeras erigidas para la ocasión en Madrid.
Aunque el Rey mostró oficialmente su felicidad por el nuevo alumbramiento, se comentó mucho el hecho de que, en contraste con las fiestas públicas que celebraron el embarazo y que presenció, se alejara ahora de la Corte para disfrutar de unos días de tranquilidad.
De nuevo en mayo de 1568, la Reina esperaba otra hija, pero en septiembre sufrió una enfermedad renal que empeoró su estado general y a comienzos de octubre se confirmó que su salud atravesaba un trance muy grave. Felipe II pasó todo el tiempo de agonía junto a ella. La última vez que la vio fue en la madrugada del 3 de octubre, mientras ambos oían juntos su última misa. Unas horas más tarde, a las diez y media la reina dio a luz una niña que falleció al tiempo que ella: a mediodía.
Tras las exequias, el Monarca se instaló en el monasterio de San Jerónimo de Madrid durante más de dos semanas, negándose a tratar asuntos de Estado, y, cuando salió de allí, fue para marchar a El Escorial y sumirse en una nueva reclusión, que sólo poco a poco fue superando.
Isabel de Valois había sido educada para ejercer correctamente el oficio de reina. Su madre decía de ella en 1560 que “tenía buen carácter y era capaz de hacer las cosas bien si se aplicaba a ellas”. Con apenas veintitrés años lo demostró en la redacción de su propio testamento, en el cual daba licencia a Felipe II para determinar el lugar de su entierro: “Porque como le fuy obediente en la vida assy lo quiero ser en la muerte”.
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Carmen Sanz Ayán