Ana de Austria. Cigales (Valladolid), 2.XI.1549 – Badajoz, 26.X.1580. Reina de España.
Hija primogénita del emperador Maximiliano II (1527-1576) y de la emperatriz María, hermana mayor de Felipe II. Nació en el palacio que poseía en Cigales el conde de Benavente durante el período en que sus padres ejercieron como gobernadores del reino en nombre de Carlos V (1548-1550). A los dos años de edad, el 15 de agosto de 1551, emprendió viaje con sus progenitores con destino a Praga donde debían hacerse cargo del gobierno de Bohemia y de los erblande austríacos.
En la culta y sofisticada corte de Maximiliano II aprendió geografía, historia, labores, música, el arte de la caza y el de escribir cartas. Muy dotada para los idiomas como su padre, además del alemán estudió latín, italiano y quizá francés y, por expreso deseo de su madre, un perfecto castellano. Destinada en 1564 a casarse con el primogénito de su tío, el malogrado príncipe Don Carlos, el matrimonio sufrió continuos retrasos provocados por Felipe II, que molestaron tanto al príncipe como al Emperador que siempre se preocupó por procurar un casamiento políticamente favorable para su hija, a la que describía en la correspondencia con su embajador Adam de Dietrichtein como “su niña predilecta”.
Con la muerte del infante (24 de junio de 1568) y de la tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois (3 de septiembre de 1568), Ana se convirtió en la candidata perfecta —según el contexto de la política dinástica de la casa de Austria— para ocupar el trono junto al monarca español que a la edad de cuarenta y un años, veía comprometida su sucesión sin descendencia masculina y con dos hijas pequeñas.
Fue Maximiliano II, a través del archiduque Carlos de Estiria que llegó a Madrid el 10 de diciembre de 1568 para protestar oficialmente por la muerte del conde de Egmont, quien ofreció la posibilidad de este enlace a Felipe II, aunque el cardenal de Guisa, Luis de Lorena, que por entonces ejercía en Madrid de enviado de la reina de Francia Catalina de Medici, le había ofrecido la posibilidad de hacerlo con Margarita de Valois, la hermana de su difunta esposa. Felipe II optó por el enlace austríaco, tanto por el reparo que sentía a casarse con la hermana de su mujer anterior, como por creer que las féminas Valois tenían dificultades para procrear hijos varones. Sabía, sin embargo, que la elección de Ana presentaba algunas dificultades de cara a las autoridades eclesiásticas de Roma dada su extrema consanguinidad. De hecho, el nuevo proyecto matrimonial del Rey Prudente dio argumentos a los creadores de la leyenda negra para elaborar parte de la mala imagen de Felipe II en la Europa protestante, y así Guillermo de Orange llegó a afirmar que el Rey había propiciado la muerte de su hijo para casarse con su sobrina. En las negociaciones con el papado, el Sumo Pontífice exigió al Emperador concesiones religiosas en el Sacro Imperio y en los territorios patrimoniales austríacos para que pudiera celebrarse el matrimonio, aunque finalmente Pío V otorgó la dispensa papal el 9 de agosto de 1569.
Las capitulaciones se firmaron en Madrid el 24 de enero de 1570 y la ceremonia por poderes tuvo lugar en la catedral de San Vito en Praga el 4 de mayo de 1570, actuando de sustituto de Felipe II en aquel acto per procuratorem, el propio Carlos de Estiria. La dote fijada para el matrimonio se cifró en 10.000 escudos que debían pagarse en dos plazos, el primero al consumarse el matrimonio y el segundo un año después en Medina del Campo o en Amberes a elección de Felipe II. Según el contrato matrimonial, el importe de la dote quedaría en manos de la Reina si el Monarca moría o si la pareja no tenía hijos. Estas “seguridades” económicas pretendían proporcionar una situación desahogada a la Reina en el caso probable —dada la diferencia de edad entre los cónyuges— de que ésta enviudara, ya que sería prácticamente imposible encontrar para ella un nuevo marido dado que además de ser hija del Emperador, podía quedar viuda del Monarca más poderoso de la cristiandad.
El viaje de Ana de Austria hacia España transcurrió por los dominios imperiales, aunque hubo que cambiar varias veces el itinerario debido a la hostilidad de algunos lugares bajo control protestante, por los que se había trazado el recorrido. Las primeras jornadas las realizó junto a su hermana Isabel de Austria que, casada a los dieciséis años con Carlos IX de Francia, se encaminaba también a París para consumar el enlace.
Ofició de mayordomo mayor en el traslado el marqués de La Adrada y le acompañaban también en su séquito inicial Leopoldo de Herberstein, Baltasar de Stubenberg y Andrea Herberstorf. Desechado su embarque en Génova por temor a un ataque turco, se decidió que atravesarían los Países Bajos y desde allí emprenderían viaje por mar hasta Laredo. La comitiva partió de Spira, lugar de reunión de la Dieta Imperial, con un acompañamiento encabezado por Luis Venegas Figueroa que era aposentador mayor del Rey y embajador extraordinario, el arzobispo de Münster —el más alto prelado de Alemania— y el gran maestre de la Orden Teutónica de Prusia. Desde esta ciudad navegó por el Rin hasta llegar a Nimega el 15 de agosto de 1570. Fue recibida por el duque de Alba, gobernador de los Países Bajos en esos momentos y anfitrión de la Reina durante toda su estancia en aquellas tierras y junto a él una parte de la nobleza flamenca —el duque de Arschot, conde de Sauchimont, el conde de Lignen, el conde de Lalain, el conde de Arembergue o el vizconde de Gante— y de la aristocracia española residente en Flandes además de las autoridades eclesiásticas. Tras cuatro días de celebraciones en Bruselas, la Reina emprendió de nuevo viaje hacia la Península y tras atravesar Grave, Bois le Duc y Breda llegó a Bergen donde finalmente embarcó rumbo a España.
El arribo de toda la comitiva estaba previsto en Laredo, pero finalmente el mal tiempo aconsejó que se efectuara en Santander el 3 de octubre. Llegó acompañada de sus hermanos menores de once y doce años respectivamente, Alberto y Wenzel, y allí fue recibida por una comitiva integrada por más de dos mil personas y encabezada por el arzobispo de Sevilla, cardenal Gaspar de Zúñiga, el duque de Béjar y el conde de Lerma, que fueron sus acompañantes hasta el encuentro con Felipe II.
Diez días después de su llegada, desde Santander emprendió camino a Burgos donde le esperaba un gran recibimiento tanto en el monasterio de Las Huelgas donde pernoctó, como en la ciudad que ofreció fiestas durante tres días. Continuó viaje hacia Valladolid por Santobeña. Allí se encontraban sus hermanos los archiduques Rodolfo (de dieciocho años), —futuro emperador Rodolfo II que permaneció en España ocho años en viaje de formación— y Ernesto (de diecisiete años) que también residía por entonces en la corte española. A partir de ese momento, se unieron a la comitiva hasta llegar a Segovia el 12 de noviembre, donde el Rey la esperaba acompañado de su hermana Juana de Austria.
El arco triunfal efímero que le dio la bienvenida insistía, en su inscripción latina, en el carácter de regreso que tenía la llegada de la nueva reina que con un dilatado origen Habsburgo, era además, natural de las tierras en las que ahora iba a reinar: “A doña Anna hija del emperador Cesar Maximiliano, nieta del emperador Cesar Fernando, bisnieta de Philippo rey de España y señor de Flandes, tercera nieta del emperador Cesar Maximiliano, la qual de España donde nasció, aviendo sido llevada a los reynos de su padre, agora es buelta para ser casada con Philippo”.
Fue en la Sala de Reyes del alcázar segoviano donde tuvo lugar la ceremonia nupcial propiamente dicha, el 14 de noviembre de 1570, oficiando el arzobispo de Sevilla asistido por el titular de la diócesis de Sigüenza, el cardenal Diego de Espinosa. Ejercieron de padrinos el archiduque Rodolfo y Juana de Portugal.
Los cónyuges pasaron su luna de miel en el palacio de Valsaín, uno de los favoritos de Felipe II, a pesar de las duras jornadas invernales. Poco después, partieron para visitar El Escorial y El Pardo. El 23 del mismo mes hicieron su entrada oficial en Madrid donde la magnificencia de la recepción con arquitecturas efímeras, fuegos artificiales, músicas y desfiles, llegaron a su máxima expresión.
Tras las celebraciones, Ana comenzó a cumplir muy pronto con sus obligaciones dinásticas. En primavera quedó embarazada y el 4 de diciembre de 1571 nació su primer hijo; un varón bautizado con el nombre de Fernando en honor a su bisabuelo Fernando el Católico.
Tras el parto, el Rey pasó seis horas al lado de la cama de la Reina. La feliz noticia casi coincidió en el tiempo con la victoria de Lepanto frente a los turcos y ambos acontecimientos quedaron inmortalizados en un célebre cuadro de Tiziano Felipe II ofreciendo al Cielo al infante Don Fernando (1573-1575), que fue de los más apreciados de la colección real, aunque desgraciadamente para el Monarca el príncipe no llegó a la edad adulta pues falleció el 18 de octubre de 1578, a los siete años.
Tras el nacimiento de Fernando, la reina Ana pronto volvió a quedar embarazada dando a luz de forma repentina en Galapagar a otro niño, Carlos Lorenzo, el 12 de agosto de 1573 en el transcurso de un viaje a El Escorial. El infante también falleció el 9 de julio de 1575. Tres días después de su muerte, nació en Madrid el tercer hijo de la real pareja bautizado con el nombre de Diego Félix, quien llegó a ser jurado como Príncipe de Asturias el 1 de marzo de 1580 en una ceremonia celebrada en la capilla del alcázar de Madrid. Este heredero también murió con siete años a causa de la viruela. Por fin, el 14 de abril de 1578 nació en el alcázar madrileño un nuevo infante que recibió el nombre de Felipe; sería el heredero de la corona (Felipe III) aunque en el momento de su nacimiento había dos hermanos varones en la línea de sucesión. Todavía Ana de Austria dio a luz otra niña, María, el 14 de febrero de 1580 que murió tres años después.
Los diez años de vida en común de Felipe II y la reina Ana —fue el matrimonio más largo del Rey— estuvieron presididos por la armonía y la buena convivencia.
Fue de sus cuatro esposas la única con la que pudo comunicarse con mayor fluidez pues hablaba perfectamente castellano. De hecho, el embajador imperial Khevenhüller se quejaba una vez en carta al Emperador que la Reina olvidaba su alemán por las pocas veces que lo practicaba (23 de febrero de 1573).
A pesar de las separaciones causadas por las obligaciones de Estado, el Monarca se mantuvo en contacto permanente con su esposa mediante cartas que enviaba una o dos veces por semana. También, siempre que era posible, hacían excursiones para verse y compartir ratos de ocio cazando o asistiendo a representaciones teatrales y musicales e incluso a torneos caballerescos y procuraban pasar juntos todo el verano en El Escorial.
El profundo afecto que el Rey sintió por su esposa queda reflejado en los detalles que de su vida personal daba un enviado veneciano al gran duque de Toscana en 1577: “El rey visita a la reina tres veces al día: por la mañana antes de la misa; durante el día antes de comenzar su trabajo; y por la noche en el momento de acostarse. Tienen dos lechos bajos con un palmo de separación entre ellos, pero a causa de la cortina que los cubre parecen uno sólo. El rey manifiesta una gran ternura por la reina y no deja jamás de visitarla”.
Por su parte, Ana de Austria disfrutó de la compañía de su esposo y del ambiente familiar que consiguió recrear rodeada de sus hijos, de las hijas de Felipe II y de sus hermanos pequeños. A pesar de ello no descuidó las relaciones con su padre. Se preocupaba de su salud a través de la correspondencia directa que mantenía con él y con terceros, y le enviaba obsequios, algunos tan peculiares y sencillos como unas semillas que desde Aranjuez quería que fructificaran en los jardines imperiales austríacos (Madrid, 25 de mayo de 1574).
Es posible que esta buena sintonía con su padre y con su marido pudiera servir en ocasiones de nexo en las relaciones políticas entre Viena y Madrid. Así parecen confirmarlo las actitudes de los embajadores del Sacro Imperio Dietrichstein y Khevenhüller, que mantuvieron un estrecho contacto con la Reina en la esperanza de que ésta ejerciera una cierta influencia positiva sobre Felipe II en los asuntos imperiales.
Ana de Austria falleció embarazada de seis meses a la edad de treinta y un años, el 26 de octubre de 1580, víctima de una epidemia de gripe muy virulenta que se extendió por casi toda la Península y que también afectó al Rey, a buena parte de la Familia Real y los miembros de la Corte aposentados en esos momentos en Badajoz por los asuntos de Portugal.
Su entierro tuvo lugar el 11 de noviembre. Las exequias se celebraron en Madrid, en la iglesia de San Jerónimo. Al parecer, tras su desaparición, el Rey no buscó nuevas aventuras amorosas y no parece que contemplara seriamente la idea de volver a contraer matrimonio. Cuando en el verano de 1583 la flota española venció a la conjunta de portugueses y franceses en Terceira, al reflexionar sobre el desenlace favorable de la contienda que tuvo lugar el 26 de julio, día de Santa Ana, Felipe estaba convencido que su difunta esposa había intercedido a favor de sus intereses y “Debe tener mucha parte destos buenos sucesos.
Pues siempre he creydo que la Reyna no dexa de tener su parte en ellos”.
El sincero afecto que sintió por su cuarta esposa y el hecho de que fuera la madre de su heredero, le inclinaron a elegirla como compañera en la sepultura de El Escorial, ya que con ella, como confesaba en carta al conde de Monteagudo fechada en Segovia el 16 de noviembre 1670, “[...] me [ha] dado Dios todo el bien que yo en la tierra podía desear”.
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Carmen Sanz Ayán