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Juan de la Cerda y Silva

Biografía

Cerda y Silva, Juan de la. Duque de Medinaceli (IV). ?, c. 1515 – Madrid, 1.VIII.1575. Mayordomo mayor, gobernador de los Países Bajos, virrey de Sicilia y de Navarra, consejero de Estado.

Vástago de Juan de la Cerda, II duque de Medinaceli, y de la duquesa María de Silva y Toledo, su segunda esposa, pertenecía a una familia de alcurnia cuyos orígenes se remontaban a tiempos de don Alfonso, proclamado rey de Castilla como heredero de don Fernando, primogénito de Alfonso X. Por otro lado, la alianza familiar de los De la Cerda con los Foix bearneses vinculó al grupo con la nobleza ultrapirenaica.

El primer duque de Medinaceli fue Luis de la Cerda, por concesión de los Reyes Católicos (1479). Sus sucesores fueron Juan, Gastón, y Juan de la Cerda y Silva. En 1520 el apellido se benefició de las leyes de Carlos V sobre división de nobleza entre grandes de España y títulos al obtener la primera de las categorías, a la que no podían pertenecer sino veinticinco familias; de esta manera se codeaban con poderosos clanes, como los Guzmán, los Mendoza, los Alba, los duques del Infantado o los de Medina Sidonia, entre otros. Carlos V aconsejó a su hijo Felipe que no se sirviera de los grandes para asuntos de alta política; sin embargo, la complejidad de una Monarquía en continua expansión, obligó al heredero de la Corona a recurrir al concurso de la grandeza, aunque siempre mantenida bajo su férrea autoridad y patronazgo. Juan de la Cerda fue uno de aquellos que se limiten a cumplir misiones políticas y militares según los correspondientes nombramientos emanados de la Corte.

Las perspectivas de medro eran francamente halagüeñas para el duque. Habiendo heredado los títulos y estados de su casa en 1553, que le suponían una renta personal de 28.000 ducados, al año siguiente fue distinguido con el honor de acompañar al príncipe Felipe en su viaje a Inglaterra para contraer matrimonio con la reina María Tudor. Dejando a doña Juana (viuda del príncipe Juan Manuel de Portugal) como regente en Castilla, Felipe se embarcó en La Coruña el 13 de julio de 1554, acompañándole una flota de 80 naves a las que se sumaron ulteriormente 50 desde España y Flandes. Participaron en el séquito del hijo de Carlos V unas 3.000 personas, junto con 4.000 soldados para la seguridad de la comitiva; iban allí grandes personajes del momento, como el duque de Alba o los condes de Olivares y de Feria. Pero lo más significativo fue la presencia en la expedición de un político de influencia, Ruy Gómez de Silva, íntimo amigo del príncipe y valedor en el futuro del duque de Medinaceli en las batallas cortesanas para el control de los resortes políticos de la Monarquía. Tan impresionante séquito desembarcó el día 20 de julio en el puerto de Southampton. El matrimonio de don Felipe con la reina María Tudor se celebró en Winchester cinco días más tarde.

Cuando el 16 de enero de 1556 Carlos V renunció en su hijo a los dominios occidentales de Europa y al Nuevo Mundo, el duque de Medinaceli actuó como uno de los testigos junto a Filiberto de Saboya y otros altos dignatarios que se hallaban en Bruselas. El destino del duque no podía ser en apariencia más prometedor; iba siendo hora de ponerle a prueba en algún destino de peso. Felipe II, quien había depositado su plena confianza en Medinaceli, le nombró virrey y capitán general del reino de Sicilia en 1557, donde permaneció hasta finales de 1565. Suavizó las rudas maneras de su antecesor Juan de Vega, y su afabilidad le hizo auténticamente popular entre los sicilianos. Sin embargo, el talón de Aquiles de Juan de la Cerda fue la gestión de gobierno, que le llevó a apoyarse en validos y ministros a quienes fue incapaz de controlar por falta de carácter. La Corte española decidió tomar cartas en el asunto enviando un visitador que pusiera orden en la enmarañada red de intereses que hurtaban el gobierno efectivo al virrey, que terminó por ser destituido al perder los favores de Ruy Gómez de Silva, con cuyo cuñado el marqués de Távara se había enemistado. Los Toledo, en la persona de García (hijo del virrey Pedro de Toledo y primo del duque de Alba), heredaron el virreinato siciliano en 1565, imponiendo la línea de dureza habitual en aquella facción.

Durante el mandato de Medinaceli, la delicada situación estratégica de Sicilia ante los ataques del poder otomano exigió pedir al Parlamento de la isla una mayor contribución fiscal, que se sustanciaría en la entrega de 738.000 ducados entre 1557 y 1565, sin contar con los habituales donativos extraordinarios.

La indefensión en que se hallaba Sicilia y la sobrecarga hacendística que sufrió la isla tuvieron relación con un importante desacierto del mismo duque, cual fue la derrota de Los Gelves (o Djerba) en 1560. Esta malhadada expedición norteafricana constituyó uno de los grandes desastres militares españoles del XVI, y oscureció la fama de Medinaceli como capitán de armas.

El Imperio turco y los estados berberiscos venían siendo un peligro en la seguridad hispana en el Mediterráneo.

No faltaron desde el reinado de los Reyes Católicos intentonas de hacerse con plazas en el norte de África para controlar las incursiones del enemigo musulmán. Trípoli y la isla de Los Gelves estaban entre los objetivos principales; ahí estuvo el origen de dos expediciones (en 1510 y 1520) que se saldaron con un estrepitoso fracaso. Apenas quedaban en manos españolas Melilla y Orán, bases insuficientes para contener las incursiones musulmanas; sin embargo, la paz de Cateau-Cambresis evitó la ayuda francesa a los turcos, y el duque de Alba había entrado en Roma al frente de su ejército, de modo que los dos grandes enemigos de España se hallaban por el momento neutralizados.

Era la ocasión propicia para intentar un nuevo asalto contra la plaza y devolver así las incursiones enemigas en territorio de la Monarquía, donde Calabria y el Levante español vivían en constante estado de alerta. No le iba mejor a la isla de Malta, desde donde el gran maestre de la Orden de San Juan envió al comendador Guimarán ante Felipe II para convencerle de la posibilidad de una intentona contra Trípoli y Gelves, que por el momento quedaban desguarnecidas, porque el temible corsario berberisco Dragut tenía su flota comprometida en otros frentes.

Juan de la Cerda era entonces virrey en Sicilia, y apoyó en todo la iniciativa del gran maestre. Felipe II, persuadido del éxito, nombró a Medinaceli jefe de la expedición, otorgándole los medios materiales para llevarla a cabo, junto con veinte mil hombres.

Reunidas en Mesina varias escuadras de galeras, no supieron sacar partido a los meses de septiembre y octubre, idóneos para la empresa. Se llevaron las fuerzas hasta Siracusa como puerto más adecuado, pero al emplear en ello dos meses más, empeoró la disposición del ejército expedicionario. Los alimentos se deterioraban con rapidez, y las enfermedades y deserciones completaron el poco halagüeño panorama.

Finalmente, la armada, con cien velas, zarpó de Siracusa del 17 al 20 de noviembre de 1559. Dragut estaba preparado para repeler el ataque, y se trasladó con ese fin desde Trípoli a la isla de Los Gelves, mientras su segundo Uluch Alí marchaba a pedir socorro a los aliados de Constantinopla. Gian Andrea Doria, jefe de la flota cristiana y triste remedo de su tío el almirante, hubo de resguardarse en Malta por las difíciles condiciones de navegación, zarpando de allí en diciembre.

Entre continuas discusiones de los jefes, deserciones, motines y bajas por enfermedades infecciosas, los expedicionarios supervivientes lograron arribar el 7 de marzo de 1560, sometiendo el fuerte de Los Gelves.

Pero dependían totalmente de los abastecimientos por mar; además, el virrey de Nápoles reclamaba su Infantería para defender el reino, y el gran maestre sus barcos para defender Malta. La flota otomana se iba acercando a la isla; enterado de la nueva, Gian Andrea Doria sólo pensaba en escapar, de forma que Piali Pachá, almirante de la flota enemiga, aprovechó la circunstancia para atrapar y hundir veintisiete galeras y catorce bajeles. Medinaceli optó por dejar en Los Gelves a su lugarteniente Álvaro de Sande con una guarnición de más de cinco mil personas. Obligados a soportar el asedio de doce mil turcos, la falta de agua los hizo capitular el 31 de julio de 1560. El desastre de Los Gelves, que costó (además de los barcos arriba referidos) la vida de dieciocho mil personas, dejará un recuerdo siniestro en los anales militares de la Monarquía. Pero no menos amargo fue para el duque de Medinaceli el haber perdido en el ataque a su hijo segundo Gastón de la Cerda, quien hecho prisionero por los otomanos, acabó sus días en Constantinopla.

Felipe II ordenó acto seguido un programa de construcción naval para el Mediterráneo. Los éxitos de la flota española en Orán y el aumento de unidades de combate equilibraron la balanza hacia el lado español, que para 1564 estaba otra vez en condiciones de enfrentarse de nuevo a turcos y berberiscos. Entretanto, y a pesar de los apoyos con que gozaba en la Corte, la impericia de Medinaceli en el control de las facciones y el desgobierno consiguiente en Sicilia, llevaron al Monarca a llamarle a la Corte mientras le buscaba un destino, hallándolo en el virreinato de Navarra. Allí permaneció de 1567 a 1570 en un destierro encubierto que alivió la concesión de la encomienda de Socobos en la Orden de Santiago (25 de enero de 1568). En septiembre de 1570 se le vuelve a llamar desde Madrid para enterarle de su nombramiento como gobernador general de los Países Bajos.

El duque volvía al gran escenario de la política internacional en una especie de segunda oportunidad que se le ofrecía, y apoyado otra vez por el partido de Ruy Gómez.

Flandes, una tierra agitada desde mediados de siglo por contiendas, se había convertido en un caótico avispero tras la llegada en 1567 del duque de Alba, quien con sus medidas de severidad había encendido la decidida oposición de los flamencos. No estaba hecho el puesto de gobernador general para un hombre apacible y moderado como Medinaceli; el tiempo pronto lo demostraría. Hubo que preparar en Laredo siete naos gruesas, dos zabras y una pinaza, que acompañarían a la flota comercial lanera de Cantabria, compuesta a su vez por treinta naves. Los objetivos del viaje eran esencialmente dos: reforzar la armada en los Países Bajos y, de paso, reactivar el muy decaído comercio de lanas, una de las claves de la economía castellana. El grupo se hizo a la vela el 6 de diciembre de 1571, pero un fuerte viento contrario le obligó a volver a los puertos de Santoña y Laredo, hundiendo dos de los barcos. No zarparían de nuevo hasta mayo de 1572 con cuarenta y cinco naves y 1.263 soldados de Infantería del tercio de Julián Romero, más una carga de lingotes de plata para amonedar. Llegaron al País Bajo (habiéndose perdido una nave) a los veintinueve días de viaje, justo cuando la situación de los rebeldes flamencos había mejorado sustancialmente.

En efecto, el 1 de abril de aquel año, Guillermo de Lumay, llamado conde de La Marca, al mando de los llamados “mendigos del mar”, atacó y ocupó el puerto de Brill (o Brielle) en la isla de Woorn, muy cerca de Rotterdam. Desde allí, el alzamiento de la costa de Zelanda y Holanda en favor de Guillermo de Orange se extendió como reguero de pólvora. Había comenzado lo que los historiadores llaman comúnmente la segunda rebelión de Flandes.

Habiéndose presentado Medinaceli con su armada, se le avisó de que no podía amarrar en ningún puerto del delta por ser todos inseguros para los defensores de la causa real, de forma que tuvo que surgir frente a Blankenberghe hasta que atracó finalmente en La Esclusa con ocho zabras, si bien vararon en los bancos de arena, y dos de ellas fueron tomadas por el enemigo. Pero al fin, desembarcados el duque y los soldados del tercio de Romero, marcharon las naves laneras al puerto de Ramekens mandadas por Juan Martínez de Recalde.

Nada más saberse que el duque había puesto pie en tierra, el bando español se alborozó en extremo, por cuanto que la “blandura y humanidad” de Medinaceli eran sobradamente conocidas por todos al decir del cronista Martín Antonio del Río, opinión compartida por otro testigo presencial de los hechos, Antonio Trillo. La medida se interpretó, sin embargo, entre los rebeldes como una muestra de debilidad en Felipe II tras el evidente fracaso de la línea represiva, lo que enardeció aún más en ellos el deseo de luchar.

Obligado Medinaceli por sus instrucciones a entenderse con Alba, el trato entre ambos dio lugar casi de inmediato a una profunda hostilidad, ya que el recién llegado tomó partido por las reivindicaciones de los neerlandeses y una política de apaciguamiento contraria a la seguida hasta entonces por el “duque de hierro”. De hecho, no era más que prolongar en suelo flamenco la querella que se estaba ventilando en la Corte y el Consejo de Estado peninsulares. Alba, contrariado porque un enemigo político iba a sucederle en el mando, dejó al margen a Medinaceli alegando que debía terminar la campaña que llevaba entre manos.

Los asaltos a ciudades continuaron sembrando de destrucción y cadáveres el territorio flamenco; los nombres de Malinas, Zutfen, Naarden, y más tarde Haarlem, corrieron por Europa como símbolos de un horror sin límites. La reputación de Alba no dejaba de disminuir, incluso a los ojos de sus subordinados.

Mientras espera el fracaso total de su enemigo, Medinaceli se marcha a tomar las aguas al famoso balneario de Spa, en la neutral Lieja.

Tal actitud no podía prolongarse demasiado. Incómodo en un teatro de operaciones que él no había comenzado y que, por lo tanto, no deseaba terminar, y relegado a figura decorativa sin el menor poder efectivo, Medinaceli se presentó de nuevo en España a finales de 1572 una vez recibido el beneplácito real pero sin nada positivo que ofrecer al Monarca. Antes al contrario, como ni él ni Alba fueron capaces de dejar expedita la ruta marítima entre los Países Bajos y la Península, ceder el mar significó para España perder casi todas las posibilidades de victoria sobre los rebeldes.

Cansado de tanta polémica y deseando encontrar algún entendimiento con unos súbditos difíciles de contentar, Felipe II encargó en 1573 a Luis de Requesens, amigo de la infancia, gobernador de Milán, y persona libre de maquinaciones cortesanas, la tarea de gobernar los Países Bajos reales.

Tras pasar un tiempo en sus propiedades, Medinaceli vuelve a la Corte, donde sería hecho consejero de Estado el 6 de noviembre de 1573. No desaprovechó la ocasión para combatir con fervor a sus enemigos los Toledo, y especialmente al duque de Alba, responsable a sus ojos del recrudecimiento de la rebelión flamenca por causa de su desdichada política fiscal.

Bien asentado en Madrid, a Juan de la Cerda se le nombró el 23 de marzo de 1574 mayordomo mayor de la reina Ana de Austria, cuarta mujer de Felipe II.

Todo parecía sonreír al duque, cuando la muerte le sobrevino el 1 de agosto de 1575.

Juan de la Cerda se había casado con Juana Manuel de Portugal, que fuera dama de la emperatriz Isabel.

Tuvo por hijos a María, esposa de Antonio de Aragón y de Cardona, duque de Montalbo; a Juan Luis de la Cerda, su sucesor y V duque de Medinaceli; a Gastón, que falleció como cautivo en Constantinopla; a Sancho, primer marqués de la Laguna de Camero Viejo y del Consejo de Estado; a Ángela, a Blanca, y por último a Catalina, que se casó con Francisco de Sandoval y Rojas, V marqués de Denia y IV conde de Lerma, hecho en 1599 primer duque de ese título por el rey Felipe III.

Además de IV duque de Medinaceli y III marqués de Cogolludo, Juan de la Cerda fue asimismo IV conde de El Gran Puerto de Santa María y señor de las villas de Deza, Enciso, Imón, Barahona y Los Arcos. Su hijo y sucesor Juan Luis de la Cerda sería nombrado caballero de la Orden del Toisón de Oro en marzo de 1585.

 

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Miguel Ángel Echevarría Bacigalupe

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