Manuel, Juan. Señor de Belmonte. ?, s. m. s. XV – 1543. Político, diplomático y consejero de Estado.
Juan Manuel era el hijo primogénito de un consejero de Juan II y Enrique IV del mismo nombre, perteneciente a la casa de los condes de Montealegre y con sangre real en sus venas, y de Mencía de Fonseca.
Desde muy temprano entró en el servicio de los Reyes Católicos. En 1495, se encontraba como embajador en la Corte flamenca del archiduque Felipe con el fin de asegurar las buenas relaciones hispano-borgoñonas en contra de las pretensiones francesas.
En la medida en que inició sus contactos con el archiduque y su entorno —incluso una de sus hermanas, María, se desposó con un caballero flamenco—, esta embajada habría de marcar su futuro político. Un año más tarde, estaba realizando labores diplomáticas en Génova, desde donde tuvo la oportunidad de asistir a la fracasada expedición de Maximiliano a Italia. En el verano de 1499, viajó a Londres, donde alcanzó un acuerdo de amistad con Enrique VII y, después, a Flandes, en donde se encontró con la francofilia de los consejeros del archiduque Felipe, a cuya suerte parece que se ligó desde ese momento. A continuación, los Reyes Católicos le mandaron como embajador ante Maximiliano, rey de Romanos, mientras Gómez de Fuensalida permanecía en Flandes con Felipe y Juana, tarea no poco ingrata debido a su carácter veleidoso.
Para entonces, habían tenido lugar una serie de acontecimientos dinásticos fundamentales: a la muerte del príncipe de Asturias en octubre de 1497, siguió el fallecimiento del príncipe Miguel en julio de 1500. Estas vicisitudes, que ponían a Felipe a las puertas de la herencia castellana, le llevaron seguramente a buscar en su entorno un personaje hispano de confianza. Era el momento de Juan Manuel, quien recogía los frutos de la apuesta política realizada años atrás.
En abril de 1504, el embajador Fuensalida comenzó a transmitir a los Reyes Católicos señales de alarma sobre los oscuros movimientos de Juan Manuel, que acababa de llegar a la Corte de Felipe el Hermoso, al parecer con unas instrucciones de Maximiliano. Con todo, ambos diplomáticos trabajaron de manera conjunta durante los meses siguientes para contrarrestar la influencia francesa en las Cortes de los Habsburgo, que se plasmó en un acuerdo, que sería ratificado en Blois meses más tarde. Sin embargo, en tan delicada coyuntura, los Reyes Católicos consideraron conveniente estimular la fidelidad de Juan Manuel, mediante la adecuada recompensa de los servicios prestados: fue nombrado maestresala de los Reyes, y uno de sus hijos, Pedro Manuel, entró como capellán en la casa de la Reina, poco antes de la muerte de Isabel.
Fue este hecho luctuoso el que abrió las puertas para el inmediato futuro político del señor de Belmonte.
Efectivamente, desde entonces Juan mostró abiertamente sus ambiciones, que habrían de colmarse mediante la culminación de su apuesta por el archiduque Felipe, esposo de la reina propietaria de Castilla, y en contra de las aspiraciones de Fernando, deseoso de conservar la gobernación del reino, concedida por las Cortes de Toro el 11 de enero de 1505. El Rey Católico, advertido por Fuensalida, trató de atraerse a Juan Manuel o, al menos, de apartarlo del archiduque. Para ello probó infructuosamente la convocatoria directa; tampoco tuvo mucho más éxito la posibilidad de incriminarlo por un presunto soborno de los franceses.
Mientras el señor de Belmonte tejía sus redes atendiendo tanto a los ministros del archiduque, en especial a La Chaulx, como a los numerosos miembros de la nobleza castellana que habían acudido a Flandes en busca de la fructífera sombra de los nuevos Soberanos, con atención singular al linaje de los Manrique, encabezado por el duque de Nájera. Parece que fue Juan Manuel quien terminó de convencer a Felipe y a sus consejeros flamencos de la necesidad de realizar el viaje a España a finales de 1505, superado el conflicto con el duque de Güeldres y llevado a feliz término el embarazo de Juana. Para entonces, además, Fernando había arreglado la política con Francia mediante su matrimonio con Germana de Foix, circunstancia que no contribuyó a mejorar sus relaciones con la Casa de Austria y, en concreto, radicalizó la postura contraria de Felipe.
De esta manera, Juan Manuel acompañó, gozando de una gran privanza, a Felipe el Hermoso cuando éste pisó suelo castellano, a comienzos de 1506 y durante el encentro en Villafáfila, que mantuvo el 27 de junio con el Rey Católico. Fue entonces cuando recogió en Castilla el premio a sus esfuerzos en forma de mercedes. Obtuvo prebendas militares muy apreciadas, como eran las tenencias de los alcázares de Segovia y de Burgos, así como de las fortalezas de Plasencia y Jaén; fue el primer castellano en acceder a la dignidad del Toisón de Oro, y también se situó en el incipiente aparato administrativo con su nombramiento como contador mayor de Castilla, que, al parecer, le había sido prometido ya en Flandes, y el Rey firmó el 13 de agosto. Pero la suerte del privado no duró mucho; Felipe el Hermoso falleció en Burgos, el 25 de septiembre del año siguiente, dando paso a un nuevo período de gobierno de Fernando el Católico.
Juan Manuel procuró impedir el regreso de Fernando de Nápoles, junto con el duque de Nájera y el marqués de Villena, proclamando incluso que los hombres de Maximiliano habrían de asegurar el trono castellano para el príncipe Carlos. Fueron vanos sus esfuerzos y, llegado el Rey, pudo comprobar que se disponía a tomar cumplida venganza. Ya durante la corta regencia de Cisneros hubo enfrentamientos armados entre “felipistas” y “fernandinos”, y los más sonados fueron, probablemente, los acontecidos en una fortaleza de Juan, la de Segovia. De manera que Juan Manuel se puso primero bajo la protección de su amigo, el duque de Nájera, para después refugiarse en la Corte de Maximiliano, habiendo perdido todos los títulos y prebendas otorgadas por el efímero rey Felipe. Allí tuvo un frío recibimiento, pues carecía de las simpatías de uno de los principales ministros de Maximiliano, Mateo Lanz.
No obstante, a pesar de su huida, el rey Fernando le acusaba de inmiscuirse en sus asuntos ante la Santa Sede. Hasta tal punto llegó la obsesión del Rey Católico que, en enero de 1514 y con la complicidad de Margarita de Austria, urdió un complot para aprisionarle en el castillo de Vilvorde. Y es significativo que fuera la decidida actitud del hijo de su antiguo señor, Carlos de Gante, a la cabeza de los caballeros del Toisón, la que finalmente impidiera su traslado a Castilla.
Tras la muerte de Fernando en enero de 1516, Cisneros accedió nuevamente a la regencia, en espera de la llegada del joven Carlos. El cardenal procuró mantener estrechas relaciones con los personajes hispanos cercanos a Carlos, en especial con Juan Manuel, a fin de asegurarse el apoyo necesario en la Corte flamenca.
En 1517 regresó de nuevo a Castilla. A lo largo del segundo semestre de 1518, se aprecia un cierto alejamiento del favor regio, primero ante el empuje de los fernandinos y, un poco más tarde, debido al ascenso del gran canciller, Mercurino Arborio di Gattinara.
En consecuencia, Juan fue nuevamente alejado de la Corte, pero esta vez al menos con un cargo de importancia.
A comienzos de 1520, fue nombrado embajador imperial en Roma, donde hizo su entrada oficial los primeros días de abril. Allí terció ante León X, cuyos afanes franceses eran bien conocidos, pero con quien parece que conectó bien, y del que consiguió, después de un laborioso juego diplomático, el 8 de mayo de 1521, la firma de un pacto con Carlos I en donde se incluían todas las cuestiones pendientes en Italia (reposición de Francisco Sforza en Milán y Antonio Adorno en Génova mediante una acción militar concertada; Parma y Piacenza para el Papa, y ayuda para Ferrara). Al mismo tiempo, Francisco I iniciaba la primera de las guerras que mantuvo contra Carlos V, despachando un ejército hacia Navarra en apoyo de Enrique d’Albret, príncipe de Bearne. A la muerte del Papa, el 1 de diciembre de 1521, Juan tomó parte en las complicadas maniobras que suponían la elección de un nuevo Pontífice. Tan alta dignidad recayó en el antiguo gobernador de los reinos ibéricos del Emperador, Adriano, pero parece que no tuvo muy buenas relaciones con el embajador; no obstante, a Juan no le quedaba mucho tiempo en Roma.
Con la vuelta de Carlos V a Castilla, en 1522, comenzó de nuevo a brillar la estrella de Juan Manuel.
En septiembre de ese mismo año, el Emperador ordenaba su regreso de la embajada de Roma. Pocos días antes había mandado devolverle la fortaleza de Burgos y el 4 de enero de 1523, cuando Juan todavía se entretenía en la Ciudad Eterna, le expidió título de consejero de Estado, con 100.000 maravedís de quitación, hecho único en el gobierno de los Austrias hispanos durante el siglo XVI. Recompensado, Juan desembarcó en Barcelona durante los primeros días de febrero de 1523, y se trasladó rápidamente a la Corte, que se encontraba en Valladolid. Allí, comenzó a disfrutar de una gran privanza con Carlos V, que esperó a su llegada para la creación del consejo de Hacienda, y le dio entrada en la discusión de los asuntos de Estado junto al canciller Gattinara, el mayordomo mayor Gorrevod, y su antiguo amigo, La Chaulx.
Con todo, el antiguo privado de Felipe el Hermoso pronto dio aparentes muestras de cansancio.
Desde primeros de septiembre de 1523, y a lo largo del otoño, manifestaba sus deseos de retirada de la Corte; sin embargo, como intuía el embajador Salinas, el Emperador rechazó tal posibilidad, al tiempo que incluía a uno de sus hijos (y futuro heredero de la casa), Lorenzo Manuel, en la nómina de sus gentileshombres de la casa de Borgoña. Ese mismo año, la Corte se movió hacia la frontera francesa, deseoso el Emperador de dar calor a las tropas que se disponían a recuperar Fuenterrabía y entrar en el vecino reino. El trajín del viaje supuso una buena oportunidad para Juan, quien, en el mes de diciembre, en Pamplona, desapareció del séquito imperial, del que se mantuvo apartado durante los meses que duró la campaña, parece que por la rivalidad que sostenía con el gran canciller. En marzo del año siguiente el Emperador le mandó regresar a la Corte.
En todo caso, parece que el viaje del Emperador a Granada para desposar a Isabel de Avís, en 1526, supuso una nueva ocasión para retirarse de la Corte, de modo que no se halló presente cuando Carlos decidió dar nuevos aires al Consejo de Estado, dando entrada a la alta nobleza castellana. Tan sólo en enero de 1527, al parecer debido a las noticias que llegaron del Imperio sobre la victoria en Hungría contra los turcos, el anciano ministro se unió a la Corte en Toledo. Allí siguió ofreciendo sus servicios al Emperador, si bien rechazó una misión en Italia, en 1528, para dar cuenta del estado de los intereses imperiales, dentro de la escasa simpatía que, como se ocupó de airear su enemigo Gattinara, le suscitaban los asuntos de aquella Península. Sin embargo, aparece entre los miembros del Consejo de Estado que dejó Carlos V a su esposa, la emperatriz Isabel, durante su primera regencia, en 1529. Se ha comentado que, debido a su avanzada edad, tuvo desde entonces escasa intervención en los negocios, pero se trata de una afirmación que es preciso matizar. Consta, por ejemplo, su dedicación asidua a las reuniones de los Consejos de Estado y Guerra de la regencia, así como cierto grado de colaboración inicial con Tavera en el despacho de los negocios, ya fuera con el cumplimiento de los mandatos hacendísticos del Emperador, o bien atrayéndose a un desairado arzobispo de Toledo para trabajar con el gobierno. Sin embargo, es cierto que no tardó en caer en un pesimismo que se relaciona más con una clara relegación política que con los achaques físicos. Juan todavía podía presumir de que su intervención había sido decisiva para resolver un engorroso asunto familiar, que afectaba a sus relaciones con su buen amigo, el duque de Nájera; incluso conseguía promocionar a su hijo Pedro Manuel, que de la mitra leonesa pasó a la zamorana, o el regreso de su hijo Lorenzo, largo tiempo ausente de Castilla al servicio del Emperador, que, además, mejoró asimismo en la jerarquía de la casa de Borgoña, al pasar su asiento de gentilhombre al de camarero. Todavía acompañó a la Emperatriz en su viaje a Barcelona para recibir al Emperador, en marzo de 1533, pero regresó a Castilla sin esperar a sus Soberanos, para recluirse en uno de sus lugares señoriales. En definitiva, en el nuevo escenario político, dominado por Francisco de los Cobos, Tavera y el conde de Miranda, el anciano ministro había agotado su tiempo. Por fin, pudo apartarse de la Corte, previa Cédula Real de 1 de marzo de 1535.
Juan Manuel fue amado y odiado por los soberanos, a los que sirvió, sin término medio; quizá la clave de su ascendiente se pueda buscar en la descripción que realizó el gran cronista, Jerónimo Zurita: “Fue muy valeroso y astuto, y aunque pequeño de cuerpo, de ánimo e ingenio grande, muy discreto y gran cortesano, y de una resolución y agudeza tan biba, y presta en todos sus hechos, y dichos, que qualquier Príncipe por Prudente que fuera, le desseaba por suyo en el más cercano lugar, para sus deliberaciones, en los mayores y más arduos negocios”. Murió en 1543 después de asegurar la fortuna inmediata de su casa: su hijo Lorenzo Manuel heredó la tenencia de la fortaleza de Burgos, alcanzó la dignidad de comendador mayor de Alcántara y fue chambelán de la casa de Borgoña del Emperador hasta su muerte, en septiembre de 1544.
Fuentes y bibl.: Archivo General de Simancas, Casas y Sitios Reales, leg. 56, n.os 1038-1039; Escribanía Mayor de Rentas, Quitaciones de Corte, leg. 27, fol. 1087 [sobre el asiento de Camarero].
A. López de Haro, Nobiliario genealógico de los Reyes y títulos de España, Madrid, 1622 (ed. facs., Orrobaren, Navarra, Wilsen, 1996, vol. I, págs. 96-97); L. Suárez Fernández, El camino hacia Europa: Los Reyes Católicos, Madrid, Rialp, 1990, págs. 171, 189, 201-204 y 227; R. de Luz Lamarca, El marquesado de Villena o el mito de los Manuel, Cuenca, Diputación Provincial, 1998, págs. 389-395; S. Fernández Conti, “Manuel, Juan”, en J. Martínez Millán (dir.), La Corte de Carlos V, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, págs. 264-269.
Santiago Fernández Conti y Félix Labrador Arroyo