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Ortuño Jiménez

Biografía

Jiménez, Ortuño. Bilbao (Vizcaya), c. 1475 – Isla del Espíritu Santo, Baja California (México), 1534. Piloto náutico, cosmógrafo y descubridor.

Piloto vizcaíno, hijo de Jimeno de Bertendona y María Sánchez de Arego, pasó a Indias en 1527 junto a su mujer Ochando de Garguna y a su hermano Pedro.

Calificado por Bernal Díaz del Castillo como gran cosmógrafo, Cortés, en señal de desprecio, omitió todas las denominaciones geográficas que pudo dar en su singladura. No obstante, Jiménez fue el primer español que puso pie en la península de Baja California, cerrando la primera etapa de expediciones de descubrimiento que envió Cortés por las aguas del Pacífico mexicano.

Desde que en 1513 Vasco Núñez de Balboa descubriera el océano Pacífico, la búsqueda de un estrecho que diera acceso a él desde el Atlántico o el Caribe se convirtió en un reto para los españoles que pisaban América aún con la ambición de encontrar una ruta directa hacia Asia. En 1520, la ruta hallada por Magallanes a través del paso que lleva su nombre no vino a satisfacer aquella necesidad, pues obligaba a circunnavegar prácticamente todo el subcontinente sur. Otra vía para salvar el obstáculo que interponía la masa continental consistía en la construcción de navíos en las costas del Pacífico. Así, Hernán Cortés, después de que hubo conquistado México-Tenochtitlan y en calidad de adelantado del Mar de Sur, puso en funcionamiento el primer astillero novohispano en Tehuantepec. La elección del lugar tenía su explicación en que era precisamente el punto más cercano a la costa del Caribe, desde donde había que transportar, si no la madera, sí todos los demás materiales para la fabricación de los navíos. En carta de 6 de junio de 1523, Carlos I ordenó a Cortés que emprendiera la búsqueda de un estrecho que uniera ambos océanos. A ello respondió el extremeño en su cuarta Carta de Relación, de 15 de octubre de 1524, que se apremiaba ya a explorar y someter nuevos reinos sobre la costa del Mar del Sur, con lo que “con hacer yo esto —escribía Cortés— no le quedará a vuestra excelsitud más que hacer para ser monarca del mundo”.

Poco tiempo después, de nuevo por orden del Emperador, aprestó Cortés cuatro navíos que partieron de Zihuatanejo, provincia de Zacatula (hoy, estado de Guerrero), el 31 de octubre de 1527, al mando de su primo Álvaro de Saavedra Cerón, en dirección a las Malucas con un triple fin: averiguar el paradero del navío Trinidad, perteneciente a la expedición de Magallanes, y localizar, asimismo, la flotilla que había partido al mando de García de Loaysa y otra que había salido con Sebastián Caboto. Tras una penosa travesía por el océano en la que perdió tres de sus naves y hubo de afrontar diversas escaramuzas con los nativos y con los portugueses, Saavedra recaló en la isla de Tidore. Tras hacerse con un valioso cargamento de especias, quiso regresar a Castilla por el Índico y el cabo de Buena Esperanza, pero pereció junto con la mayor parte de su tripulación antes de emprender el camino de vuelta.

Entre tanto, se había establecido en México la primera Audiencia para minar el poder que Cortés había adquirido. La oposición de la Audiencia de México, bajo la presidencia de Nuño de Guzmán, obstaculizó desde el principio los proyectos de exploración marítima de Cortés, impidiendo que se emplearan indios cargadores o tamemes, sin cuyo concurso era prácticamente imposible acometer la construcción de navíos en los recientes astilleros del Pacífico, ya que el transporte de todos los pertrechos de las naves y materiales de construcción se hacía por tierra a través del istmo de Tehuantepec. Cortés aprovechó el viaje que hizo a Castilla en 1528 para eludir las trabas que le ponía la Audiencia y obtener una patente legal que respaldara sus planes de exploración, conquista y negocio en las aguas del Pacífico. Aunque para entonces su influencia política había menguado mucho, su insistencia le ayudó a salvar los escollos y limar las desconfianzas.

Gracias a ello, el 27 de octubre de 1529, obtuvo de la Emperatriz Regente una capitulación para ir a descubrir y poblar las islas que hallara en el Mar del Sur, así como las tierras americanas del poniente que no estuvieran ya adjudicadas a cambio de la “dozava parte de lo que descubriere”.

Regresó Cortés a Nueva España y volvió a encontrarse en medio de aquella atmósfera de oposición.

Al trasladarse al astillero de Teuhuantepec, halló completamente inservibles los cinco navíos que había dispuesto para enviar al socorro de la expedición de Álvaro de Saavedra. Siendo necesario acometer la construcción de nuevas naves, Cortés decidió entonces abandonar el rescate de Saavedra y dar cumplimiento a lo capitulado con la Emperatriz, ordenando la exploración de las costas noroccidentales de México. Para tal fin dispuso dos navíos, el San Marcos y el San Miguel, y nombró capitán a su primo Diego Hurtado de Mendoza que, junto a Francisco Cortés, se hizo a la vela en Acapulco el 30 de mayo de 1532 al mando de las tripulaciones y de ochenta soldados escopeteros y ballesteros. Al poco tiempo, la falta de bastimentos provocó un motín entre la tripulación del navío que mandaba Francisco Cortés. Obligado a regresar, su navío dio al través en la bahía de las Banderas (estados de Nayarit y Jalisco). Al quedar aquel lugar bajo la jurisdicción de Nuño de Guzmán, éste se apoderó del barco y sus mercancías y desertó la tripulación. Continuando el viaje en solitario, la nao capitana de Hurtado de Mendoza descubrió las islas Marías e intentó hacer aguada en las costas de Nayarit, impidiéndoselo la gente de Guzmán. Cabotando hacia el norte, penetró por el hoy llamado mar de Cortés hasta los veintisiete grados para, finalmente, naufragar frente a las costas de Sinaloa, donde desaparecieron los supervivientes.

Este segundo fracaso y los pleitos con la Audiencia y con Guzmán que de él se derivaron no arredraron a Cortés en su impulso por descubrir y poblar las islas y tierras del Mar del Sur. Amén de este objetivo, pensaba Cortés en averiguar el paradero de Hurtado de Mendoza y sus compañeros cuando se decidió a aprestar dos nuevas naves. Los dos navíos tenían por nombres San Lázaro y Concepción, habían sido construidos en el astillero de Tehuantepec y fueron abastecidos con todo lo necesario, con artillería suficiente y con algunas mercadurías para rescatar con los indios si hubiera ocasión. El San Lázaro, iba capitaneado por Hernando de Grijalva y pilotado por el portugués Martín de Acosta. El Concepción, que hacía de nao capitana, iba al mando del extremeño, también primo de Cortés, Diego Becerra de Mendoza y por piloto llevaba a Ortuño Jiménez. Ya antes de hacerse a la mar, Jiménez sembró la esperanza de un rápido enriquecimiento entre la tripulación y entre los setenta soldados que habrían de ir con la flotilla, extendiendo los fabulosos rumores que corrían desde hacía algún tiempo entre quienes se aventuraban por las costas de Nueva Galicia. Como ya había relatado Cortés en su cuarta Carta de Relación, los indios de la región de Colima “afirman mucho haber una isla toda poblada de mujeres, sin varón ninguno, y que en ciertos tiempos van de la tierra firme hombres con los cuales han acceso y las que quedan preñadas, si paren mujeres las guardan y si hombres los echan de su compañía [...].

Dícenme asimismo que es muy rica de perlas y oro”.

Aquellas noticias parecían describir con precisión la mítica isla de California que aparecía en Las sergas de Esplandián, novela de caballerías de Garci Ordóñez de Montalvo.

Con esas ilusiones zarpó la flotilla del puerto de Santiago de la Buena Esperanza (hoy, Manzanillo, estado de Colima) el 29 de octubre de 1533. La primera noche de navegación un temporal separó a las dos naves. Bien fuera en efecto por causa de los elementos o bien por los celos y diferencias que podía haber entre Grijalva y Becerra, sus naves ya no volvieron a reunirse. De hecho, el buen tiempo de los días siguiente podría haberlo permitido, pero, como indica Bernal Díaz del Castillo, “Grijalva, por no ir debajo de la mano de Becerra, se hizo luego a la mar y se apartó de su navío, porque el Becerra era muy soberbio y mal acondicionado [...] y también se apartó el Hernando de Grijalva porque quiso ganar honra por sí mismo si descubría alguna buena isla y metióse dentro en la mar más de doscientas leguas”.

Estos motivos, los mismos que sembraban en el ánimo de los marinos el ansia de fabulosas riquezas o bien el propio ejemplo de Cortés, que había ganado un imperio contraviniendo las órdenes de su superior Diego de Velázquez, gobernador de Cuba, serían los que movieron a Grijalva a separarse definitivamente de Becerra y a internarse hacia el oeste, donde descubrió unas islas deshabitadas que llamó de Santo Tomé y de los Inocentes (redescubiertas en 1542 por Ruy López de Villalobos y hoy conocidas como archipiélago de Revillagigedo). Tras ello, regresó costeando hasta Acapulco.

El barco que pilotaba Ortuño Jiménez tuvo una suerte muy distinta. A causa de su mal carácter, el capitán Becerra se había enemistado con buena parte de la tripulación, algunos de ellos vizcaínos como Jiménez.

Aprovechando el descontento, el piloto encabezó un motín el 10 de diciembre de 1533, en el que asesinaron a Becerra mientras dormía y a algunos de sus fieles. Fray Martín de La Coruña y fray Juan de Padilla, los dos franciscanos que iban en la nave, intercedieron por los heridos y descontentos y consiguieron que los amotinados consintieran en abandonarlos en tierra en lugar de matarlos. Dueño del mando del Concepción, Jiménez no regresó al puerto de salida. Muy al contrario, puso rumbo al noroeste, en paralelo a las costas de Nueva Galicia, jurisdicción de Nuño de Guzmán, quizá buscando su amparo, pues, en definitiva, era contra Cortés contra quien se habían rebelado en última instancia.

Continuando con el propósito de hallar aquellas fabulosas islas ricas en tesoros y pobladas por amazonas, penetraron por el mar de Cortés y fondearon en la actual bahía de La Paz, donde desembarcaron posiblemente en marzo de 1534. Aunque Jiménez y sus compañeros creyeron que estaban en el extremo de una gran isla, en realidad habían descubierto la península de Baja California y habían arribado al lugar donde hoy se encuentra la capital del estado de Baja California Sur, a veinticuatro grados de latitud Norte. Al encontrarse con los naturales, los hombres de Jiménez pudieron comprobar que aquéllos andaban semidesnudos y que su grado de desarrollo material era mucho menor que el de los indios del altiplano mexicano. Sin embargo, les hallaron las perlas que tan ansiosamente andaban buscando. Extenuados tras la travesía, encendidos sus ánimos tras el trance del motín y ansiosos de resarcirse de tantas penalidades, se dedicaron a saquear los poblados indígenas que encontraron y a abusar de sus mujeres. En franca minoría, fueron atacados por los indios, que dieron muerte al propio Ortuño Jiménez y a veintidós de su tripulación —según algunos autores— en la isla del Espíritu Santo. Los supervivientes pudieron retirarse, llevando consigo algunas perlas, y alcanzar a duras penas el navío Concepción. Tras una errática travesía, su barco dio al través frente a la villa de Purificación, donde fueron apresados por los partidarios de Nuño de Guzmán.

La arribada de aquellos rebeldes reavivaría la enconada rivalidad entre Hernán Cortés y Nuño de Guzmán, dando a ambos un nuevo motivo de enfrentamiento por la jurisdicción de unas aguas y unos territorios aún no bien delimitados. La noticia de los yacimientos perlíferos de las tierras recién descubiertas movió a Guzmán a confiscar el navío Concepción y a Cortés, por su parte, a exigir su devolución. Aunque más que las pocas perlas que pudieran conservar aquellos náufragos de la expedición que se amotinó con Jiménez, serían las propias fábulas y leyendas, tanto de origen europeo como de tradición prehispánica, las que acrecentaron la esperanza de que las riquezas de la “isla de las perlas” pudieran compensar los esfuerzos empeñados por los españoles en la incipiente exploración del océano. Los fracasos anteriores convencieron a Cortés para encabezar personalmente la siguiente expedición. Compuesta por tres navíos de construcción reciente, partió en abril de 1535 y arribó, el 3 de mayo, a la misma bahía de la Paz a la que había llegado Ortuño Jiménez y que tomó entonces el nombre de Santa Cruz. Su ambición desmedida y frustrada no obtuvo los réditos que sin duda ansió en vida y la huella que Ortuño Jiménez dejó sobre la tierra de la península de California como primer descubridor sería borrada por la infausta memoria que se guardó del motín que encabezó y de las injusticias que causó a los nativos. Algunos años más tardaría en recibir aquella supuesta isla situada “a la diestra mano de las Indias” su nombre definitivo. Aunque Francisco Preciado ya la llama California en la relación que hizo del viaje de Ulloa (1539-1540), muchos otros nombres recibiría aún, entre ellos los de Nueva Andalucía, Nuevo Reino de Aragón, provincia de Nuestra Señora de la Trinidad e islas Carolinas.

Sin embargo, sería aquel nombre mítico que inspiró la fantasía y la imaginación, a veces fatal, de sus primeros descubridores el que terminaría por imponerse con el paso del tiempo.

 

Bibl.: H. Cortés, Cartas de Relación, Veracruz (México), 1519-1526 (ed. de M. Hernández Sánchez-Barba, Madrid, Editorial Dastin, 2000, págs. 301-351); B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Santiago de Guatemala, 1568 (ed. de M. León Portilla, Madrid, Editorial Dastin, 2000, págs. 382-397); A del Portillo Díez de Sollano, Descubrimiento y exploraciones en las costas de California, Madrid, Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, 1947, págs. 141-146; C. Díaz de Ovando, “Baja California en el mito”, en Historia Mexicana, II, n.º 1 (julioseptiembre de 1952), págs. 23-45; L. González Rodríguez, “Hernán Cortés, la Mar del Sur y el descubrimiento de Baja California”, en Anuario de Estudios Americanos, XLII (1985), págs. 573-644; I. del Río, A la diestra mano de las Indias: descubrimiento y ocupación colonial de la Baja California, México, Universidad Nacional Autónoma, 1990, págs. 15-21; P. Dermit, “Ortuño Jiménez de Bertendona, en torno a un caso de sinonimia en el Mar del Sur en tiempos de Hernán Cortés”, en Derroteros de la Mar del Sur, 8 (2000), págs. 12-25.

 

Jaime José Lacueva Muñoz

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