Sebastián de Portugal. Lisboa (Portugal), 20.I.1554 – Alcazarquivir (Marruecos), 4. VIII.1578. Rey de Portugal.
Nació en Lisboa el 20 de enero de 1554. Era el día del glorioso mártir San Sebastián, de quien recibió el nombre. Santo de protección comprobada, del que se pidió expresamente su intercesión. Hijo póstumo del príncipe Juan, el único hijo varón de los nueve hijos de Juan III y de Catalina de Austria, que sobrevivió hasta la adolescencia y de Juana, la madre, hija del emperador Carlos V y de la emperatriz Isabel. Tras el nacimiento de Sebastián, la madre fue llamada para regresar a Castilla, casi de inmediato, donde el príncipe Felipe y el emperador la necesitaban como gobernadora regente. Años más tarde se instaló en el convento de las Descalzas Reales, en Madrid, aunque sin profesar. Mantenía correspondencia con su hijo, se preocupaba y trataba de informarse sobre cómo estaba y qué hacia; e incluso participaba en aspectos de su educación y, más tarde, en sus intenciones matrimoniales.
A veces, incluso intentaba intervenir en la política portuguesa. Pero nunca más se volvieron a ver. Guardaba su retrato realizado por Cristóbal de Morais. La otra superviviente de los hijos de Juan III fue la infanta María, esposa del que sería el rey Felipe II, que murió después de dar a luz al príncipe Carlos. Los Austrias de Madrid y los Avis de Portugal entrecruzaron matrimonios durante generaciones.
Eran relaciones casi incestuosas, que acentuaban desequilibrios anormales y patológicos. Resultando en descendencias poco saludables: Sebastián y Carlos eran primos segundos por los dos progenitores.
Incluso físicamente, había en Sebastián una asimetría que revelaba malformaciones congénitas acentuadas por la consanguinidad familiar.
Fallecido Juan III el 11 de junio de 1557, Sebastián fue inmediatamente aclamado rey (era el decimo sexto Rey de Portugal). Contaba con poco más de tres años. Así tuvo que ser, según disponía la ley portuguesa: la regente durante su minoría fue la abuela Catalina y más tarde, a partir de 1562, Enrique, su tío-abuelo cardenal.
“Venís en dichosa hora, nuestro Rey, nuestro espejo, en que nos contemplamos; nuestra preciosa joya de la que mucho nos vanagloriamos; esperanza del Reino, en el que para serviros nacimos, siéndonos entregado por Dios, a Dios nosotros lo pedimos”. Así fue saludado y adulado Sebastián por un famoso humanista, Andrés de Resende. Porque este rey fue pedido a Dios por el Reino. Y parecía concedido por Dios al Reino. Era el Deseado. Muchas veces tuvo el príncipe mozo que oír hablar sobre su milagroso nacimiento: él era la maravilla fatal de aquel tiempo, como fue proclamado por Camões. Los poetas cantaron su nacimiento. Puesto que era la “bien nacida seguridad”, garantía de libertad.
Fue enorme la alegría con la que el Reino recibió la noticia. Júbilo y alivio, Juan III tenía un heredero, y el reino quien heredase el trono. De momento quedaba muy lejos la unión dinástica de los reinos de la Península.
Portugal podía contar con un rey natural. Y así se daba continuación a la historia portuguesa. Porque la unión a Castilla era un acontecimiento que siempre fue temido por muchos portugueses. Al que no parecía sensible la familia reinante. De ahí la política matrimonial que se siguió desde finales del siglo xv.
Sebastián tuvo una educación normal para un niño-rey de la época, al que sin embargo le faltó una orientación rígida. Su abuela era complaciente, sin imponer un rumbo definido o disciplina. Pronto se reveló voluntarioso, pero impulsivo y orgulloso. Si le educaron en lo que se consideraba esencial, rápidamente se reveló en él una forma deficiente de expresarse.
Escribía siempre de una forma confusa y oscura.
En un ambiente en el que, además, se confiaba más en lo que Dios quería que en la preparación de un carácter y en la formación de un comportamiento equilibrado. Sebastián vivió con la imaginación alimentada por historias de combates a los enemigos, especialmente los moros. Habiendo crecido entre curas y caballeros, con añoranzas de otros tiempos, de conflictos guerreros. Muchos le llenaron la infancia con recuerdos de su propia historia y la de los reyes antepasados suyos, Juan I y Alfonso V, luchadores heroicos y valientes. Era necesario combatir a los moros que se encontraban muy cerca de Portugal. La “bien nacida seguridad” tenía que ser incitada constantemente a actuar como militar. Muy temprano el gusto por la guerra —y de la guerra militar a los secuaces del torpe Mafamede— se instaló en él. En la India adonde quiso ir —de lo que fue disuadido— en Marruecos, para la que no pocos le empujaron. Sebastián de Portugal se cerró en la intención de reconquistar las plazas de Ultramar. Posiciones militares que ya habían sido abandonadas, a partir de 1541, por la realista política financiera de Juan III. Llegando a parecer que para Sebastián esa reconquista era una idea fija, una obsesión insana.
En 1568, cumplidos sus catorce años, las leyes del Reino ordenaban que el rey comenzase a reinar. Lo que ocurrió, con la decisiva ayuda del tío-cardenal, hombre de poder eclesiástico, político de vastos recursos y múltiples habilidades. Que contribuyó en la elección de quienes permanecerían próximos al Rey: entre los que destacaban los hermanos Luís y Martín Gonçalves da Câmara, ambos de la Compañía de Jesús.
El Padre Luís tuvo una enorme influencia como maestro y después como confesor del Monarca, Consiguiendo que éste fuese muy beato. En un contexto de profunda devoción, porque era en lo que se estaba transformando la Corte. Sebastián se tenía como “Capitán de Dios”, uniendo así su vocación militar con el sentimiento de piadosa sumisión al gusto por el combate a los infieles que imaginaba tendría el Todo-Poderoso. Políticamente, fue sobre todo el padre Martín Gonçalves da Câmara, quien marcó una presencia decisiva en gran parte de los primeros años de gobierno. Escribano de la “Puridade”, actuaba como un valido. De él se dijo “que era todo en aquel tiempo”. Se escribía que gobernaba “tan exento y absoluto, como nunca se vio en esta tierra, ni fuera de ella”. Los opositores murmuraban que el Rey era un cautivo de los dos hermanos. Cosa que a él le importaba poco: le dejaban con disponibilidad para ejercitarse en la caza, correr toros y el juego de cañas. Eran entrenamientos de destreza física importantes para las guerras en las que deseaba participar.
Bien procuraban sus parientes más próximos y gran parte de los cortesanos disuadirle de aventuras bélicas.
Preferían verlo casado y asegurar la sucesión. Se trataba de alianzas para resolver la dificultad. Hubo varias propuestas. Se prefería una princesa francesa (Margarita de Valois, hermana de Carlos IX), pero también se hablaba de una princesa alemana, pariente próxima. Asunto en el que hasta el Papa se entrometió.
Juegos en los que andaba la mano de Felipe II, que actuaba y se comportaba como si fuese el jefe de la familia y obedecido como tal. Y así era. De Sebastián escribía que lo veía “con tanta atención y cuidado como si fuese mi hijo”. Más tarde, la Corte portuguesa entendió que sería preferible una princesa castellana, Isabel Clara Eugenia de Austria. En este caso, supondría estrechar aún más los lazos de consanguinidad.
Lo que Felipe II no aceptó desde el principio y siempre retrasaba, a pesar de la insistencia de Catalina.
El Rey castellano nunca se dispuso a tratar del casamiento de su hija preferida con el sobrino portugués.
La misoginia del Rey —conocida por los que se le aproximaban— no ayudaba a encontrar una salida para la necesaria sucesión al trono. Sebastián maniobraba para satisfacer a sus parientes haciendo ver que buscaba una solución, pero se quedaba en entretenerlos “y sin voluntad de tomarlo en serio”. Todo esto lo sabía su tío. Tampoco era seguro que consiguiese procrear.
Una enfermedad de la que se hablaba desde sus once años lo podía haber dejado estéril. Tal vez resultado de la repetida consanguinidad de progenitores, abuelos y bisabuelos.
La cuestión de la sucesión se convierte en dramática en 1576, tras la muerte de Duarte, último de los parientes con posibilidad de sucederle dentro de la familia portuguesa. A continuación, el año siguiente desaparece la infanta María. Ahora solamente quedaba el viejo cardenal Enrique, además de primos con menos derechos y difíciles de aceptar por el conjunto de la comunidad nacional. Lo que iría a originar una cuestión decisiva que se confunde con la independencia del Reino, pese a estar jurídicamente salvaguardada.
Ni en esta situación Sebastián dejó a un lado su vocación guerrera, y sus proyectos de ir a Marruecos.
Porque quería enfrentarse directamente con el Califa saadiano. En aquella época calmó su conocida impaciencia y la imposición de su voluntad sin admitir ser contrariado. Esperó el momento oportuno, se adiestró físicamente. Y para eso el Rey estaba bien preparado: adiestrado y capaz de valentías, incluso de imprudencias. El desagravio que procuraba era personal.
No estudió el arte de la guerra. Ignoró que en el campo de batalla no cuenta únicamente la valentía individual. Descuidó los conocimientos militares tácticos y estratégicos esenciales para los combates y para las conquistas. No parece que el Rey tuviese algún consejero experimentado en las armas o tan sólo que escuchase a alguien sobre cómo batallar. Quería imitar a Luís de Ataíde, el bravo virrey de la India, sin aprender con él lo más importante, cómo mandar un ejército. Incluso su círculo de seguidores directos era gente sin gran tino militar. La guerra les parecía importante como acto individual y no como una conjunción de medios y de voluntades colectivas. Como si la guerra fuese un acto excepcional. Se convenció de que sería así. Y los aduladores —que no eran pocos— no dejaron de aprovecharse, elogiándole. Y contribuyendo aún más para convencerle.
No era Sebastián un rey detestado: pero lo hizo todo para destruir la popularidad de la que gozaba el Rey y que le proporcionó su nacimiento. No agradaba a los señores y nobles, ni sabía satisfacer el gusto del pueblo.
Durante sus muchas idas por tierras del país de Coimbra hacia el sur, procuraba siempre imponer su voluntad sin mostrarse amable o agradecido a los muchos que le festejaban. Quería imponerse a todos y no entendía cuánto le apreciaban. Fue pateado en las tribunas de la Universidad, en Coimbra, por los estudiantes.
Solía no asistir a fiestas en su homenaje. Pagaba mal la admiración de los que le esperaban, huía de recibimientos amables. Se mostraba molesto con manifestaciones populares. Insufrible, se instalaba en una vanidad sin parangón. Lo que desconsolaba a las gentes.
Seguidamente, en 1574, inesperadamente, decide pasar a Ceuta y a Tánger, sin aviso. Desde el Algarve escribe comunicando su propósito y nombrando al cardenal Enrique como regente. Le acompañaban algunos señores. Y ya de paso manda convocar a las gentes de armas que deberían seguirle. Desorientación y falta de un plan para preparar un ataque al Califa en su terreno. Operación ofensiva muy difícil.
Especialmente si ha sido mal preparada y decidida por mero capricho. A la que nadie conseguía poner fin. A los que le aconsejaban prudencia, los apartaba y los desautorizaba. Destituía de los cargos que ocupaban a quienes se le oponían o se mostraban contrarios: fuesen obispos o hidalgos. Algunas cartas sensatas le llegaron desde lejos, sin que nada, ni nadie le disuadiese del proyecto. Bien le recordó el humanista Jerónimo Osório, obispo del Algarve, que “el oficio de buen rey mas consiste en defender a los suyos, que en ofender a los enemigos”. En aquel momento, ayudó al Monarca que los moros, avisados, decidieron no responder a sus provocaciones. Y regresó al Reino donde de nuevo se dedicó a preparar un ataque a la morisma. En ese momento se dijo “que este príncipe nació para causar tribulaciones y sobresaltos en los corazones de sus vasallos”.
Regresando en buena hora, intentó instalar nuevas gentes a su lado, apartando antiguos servidores. En 1576, murió el confesor Padre Luís Gonçalves da Câmara y el Escribano de la “Puridade” Martin Gonçalves da Câmara se vio obligado a apartarse. Regresaba el viejo servidor Pero de Alcáçova Carneiro, hombre de confianza de Juan III y de Catalina. Amigos y compañeros en la aventura africana recibieron cargos de importancia, como administradores del patrimonio.
Había que reunir recursos y preparar las cosas para la expedición que se pretendía. Con gente de toda confianza, que no torpedease sus deseos.
Dado que se empieza a preparar la jornada de África, Sebastián intenta obtener el apoyo de Felipe II. Propone encontrarse con su tío en Guadalupe, con pretexto de una peregrinación. Para convencerle de un apoyo que el rey portugués quería que fuese en hombres de armas, cincuenta galeras y cinco mil hombres.
También sería oportuno tratar del casamiento con la infanta castellana. Accediendo al encuentro, Felipe II aún va a intentar disuadir a su sobrino de avanzar en la expedición que se propone organizar. Y comandar.
Argumentaba Sebastián que instalados los Turcos en Larache pondrían en peligro el comercio ultramarino portugués. Sin embargo Felipe II sabía que esto no ocurriría, disponía de un dominio de la política mediterránea muy desarrollado. Todo ello sin efecto, pues el monarca portugués no admitía ser contrariado en esta materia. Estaba determinado, y ningún obstáculo lo detendría. El monarca católico accedió al auxilio militar, aunque no apoyó la iniciativa. Se concertaba la jornada para agosto de 1577.
Ahora el Rey intenta encontrar la financiación para la expedición. Para lo cual consigue del Papa la concesión de una Bula de Cruzada. Era de guerra contra infieles de lo que se trataba, aunque el clero no estuviese dispuesto a contribuir. Por lo que va a ser necesario negociar. Se concedieron otras contribuciones, sin gran oposición por parte de los que pagaron. Se vendieron “padrões de juro” (títulos que se transmitían perpetuamente). Se pidió una contribución voluntaria.
El Rey decretó el monopolio de la sal. Y los cristianos nuevos tuvieron que pagar un elevado subsidio, a cambio de la suspensión de la confiscación de los bienes de los condenados.
También era ahora el momento de tratar de los hombres, su contratación y organización del contingente.
Tropas que serían mandadas por el Rey en persona: si no fuese así, confesaba, no habría expedición a África. Su propósito era participar en la batalla contra los moros, ser un soldado valiente. Luís de Ataíde, ahora conde de la Atouguia es enviado como virrey de la India. Se apartaba a un comandante competente, como no había otro en Portugal, en ese momento. Se preparaba la llegada de mercenarios alemanes. Se contaba con los soldados prometidos por Felipe II. Éste continuaba dilatando la ejecución de sus promesas.
No quería disgustar a su sobrino ni perder la influencia que ejercía sobre él. Pero tenía serias razones para desconfiar de lo que se preparaba. Además tenía que mantener sus tropas en la Flandes sublevada.
Sebastián intentaba aprovechar las dificultades dinásticas marroquíes: Mulei Mohammede Almotauakkil (Muley Mohammed), rey y señor de Marruecos, era combatido por su tío Muley Abd al-Malik (Muley Maluco), éste con el apoyo de los Turcos. Acabando por ser este último el vencedor. Lo que hacía temer un avance del Imperio Otomano, a pesar de la parada conseguida en Lepanto, en 1572. Pero aún no había una relación próxima entre el nuevo Califa y el Sultán de Estambul. A pesar de que Sebastián pretendiese invocar ese motivo, porque era una justificación para sus propósitos bélicos. En los que continuaba, ignorando la verdad de cuanto contrariase sus propósitos. El destronado califa Muley Mohammed quería apoyo para recobrar el trono, y se lo pidió a Sebastián. Era un argumento más para hacerle insistir en la conquista marroquí. Que tardaba, porque una vez más se tenía que retrasar la expedición de marzo de 1578 para el verano de ese mismo año. Por causa de las limitaciones financieras y de la dificultad para reunir las tropas, especialmente la llegada de los indispensables alemanes. De poco valía la callada oposición de muchos de sus allegados. Empezando por la insistencia de Felipe II. Pero el Rey estaba seguro de que su tío no le fallaría con su apoyo cuando le supiese al frente de la expedición. La protección de Dios estaba asegurada, esa era su seguridad suprema: “Cristo, con vuestro brazo hará la guerra / todo su enemigo, y el torpe moro / Os irá dejando el valle y la sierra”.
En la primavera de 1578 se formaba el ejército que tenía que pasar a Marruecos, llegaron alemanes, flamencos y otros del norte de Europa, se reclutaron italianos y castellanos, se llamó a las armas a los portugueses que no consiguieron huir del reclutamiento de tropas. Sin embargo, de los doce mil hombres necesarios, no se consiguió reunir ni nueve mil. Abd al-Malik no quería iniciar un conflicto bélico con Sebastián. Mandó hacer promesas de paz e incluso concesiones territoriales a favor del rey portugués.
Colocó a Felipe II como intermediario en esas propuestas: en vano. Las razones para el abandono no eran escuchadas. Como tampoco se trataba de la gravísima cuestión de la sucesión. Ni tan siquiera la de la regencia, para la cual no se pidió al cardenal Enrique que aceptase, al contrario de lo ocurrido en la jornada de África. Nombró gobernadores para asegurar el gobierno del Reino durante su ausencia. Uno de ellos era el defensor de Diu, Juan de Mascarenhas, del que se suponía que participaría en la expedición como general.
Partió el ejército de Lisboa el 25 de junio de 1578, haciendo escala en el Algarve. Sebastián llevaba consigo la espada y el escudo del fundador del Reino Alfonso Henriques. Símbolos de la bravura y de la guerra a los moros. Llegó a Marruecos y después de una corta estancia en Tánger se dirigió a Arzila.
Una Armada con unas ochocientas velas. Que finalmente no iba directamente hacia Larache, que era el objetivo declarado. Se escogió el camino más difícil: pretensión del Rey, “por haber más actos militares, marchando y alojando su campo, atravesando ríos y dificultades”. Era bien sabido de todos, incluso por los que se callaban: que lo que importaba era la fama que el Rey obtendría con la soñada victoria. Más valía la lucha que la conquista. Y cuanto más ardua más gloriosa. El Rey estaría satisfecho al caminar “por tierra con mucho riesgo para su persona y para la empresa”.
Expedición en la que todos parecían contar con la derrota de los agarenos: en ella va el duque de Barcelos, de diez años; en ella se embarcan obispos y clérigos; no dejan de participar magistrados de los tribunales superiores; se arruinan los hidalgos para ostentar su riqueza. Se tenía la seguridad de una victoria que retumbaría en toda la cristiandad. En la que convenía estar presente para mayor satisfacción de un Rey caprichoso y autoritario. Pero el embajador de Felipe II lo notó rápidamente y reportó a su amo: “Es grandísima lástima ver ir al rey sin hombre que entenda lo que vamos á hacer, y así parece el ganar imposible y el perder cierto, porque dependemos totalmente de milagro”. Y no era el propósito de Sebastián restituir en el trono de Marruecos al destronado Muley Mohammed. Lo que sí quería, era conquistar el trono de Abd al-Malik. Pero la organización de la campaña resultaba muy deficiente y lenta, lo que permitía al Califa tomar las mejores opciones y preparar su defensa. Con catorce mil caballeros y dos mil quinientos tiradores. E hizo reforzar las fortalezas de Larache y Santa Cruz do Cabo de Guer. También para Mazagão —aún portuguesa— se envió guarnición.
El desembarco de la expedición se efectúa en Arzila, y no en Larache, lo que desde el principio indica el propósito del Rey de hacer caminar al ejército por tierra al encuentro del enemigo. Haría su camino hacia Larache por Alcazarquivir. Poco se expresó la opinión contraria a una marcha que se convertiría en penosa para soldados cargados con el armamento, bajo gran calor. Era el rigor del verano, en las planicies interiores de Marruecos. A pesar de su superioridad numérica y de encontrarse en su propia tierra, aún Ab-Almalik intentó apaciguar a Sebastián. Le hizo promesas tentadoras.
En vano. El Rey “no vino para volverse”. Iría hasta el fin. Como fue. Con menos de diecisiete mil hombres, catorce mil novecientos infantes y mil seiscientos caballeros. Además de muchos acompañantes.
Tropa bisoña y mal disciplinada.
Puesto en marcha, se instaló el día 3 de agosto junto a un riachuelo. Inmediatamente los más expertos vieron que la situación era mala para las tropas del rey portugués. Que, a pesar de ello, no aceptó el consejo de retirada que le dieron. Y no faltaron los aduladores para apoyarle. Entonces se organizó el ejército agresor en cuadrado, según viejas tácticas, enfrentando una formación en creciente con la que los marroquíes se preparan para una maniobra envolvente. Constituida por cincuenta mil infantes, mil quinientos arcabuceros y veintidós mil caballeros. Rápidamente se desorganizó la tropa de Sebastián, a lo que él mismo contribuyó, y no poco. En vez de general, como debería ser, se limitó a ser sargento-mayor; en la pelea actuó más como caballero que como capitán. Desorientadas las tropas, además de impropias para lo que se pretendía, la derrota acechaba. Y ocurrió, tremenda, a lo largo del día 4 de agosto de 1578. La reacción musulmana a la agresión cristiana saldría victoriosa. Se quedaba el ejército portugués derrotado en el campo de Alcazarquivir; se quedaba también allí muerto el joven rey. Y con él los califas marroquíes y parientes desavenidos, Mulei Mohammed Al Motauakkil y Muley Abd al-Malik. Por eso en Marruecos el combate pasó a ser conocido como la batalla de los Tres Reyes. Fue doloroso el resultado para Portugal con muchos muertos y muchos cautivos. Muchos gastos realizados para puro desperdicio. El Reino aclamó a un rey viejo y sin herederos directos, el cardenal Enrique, el 28 de agosto. Se veía venir la pérdida de la autonomía, que se defendía al tener un rey natural.
Pocos años después, en 1581, Felipe II de Castilla era también Rey de Portugal. El Reino dejaba de tener una política externa autónoma. Internacionalmente era apenas uno más de los territorios bajo la soberanía de los soberanos católicos de España.
Vinieron de África los restos que se cree eran los del Rey. Con el testimonio de quien reconoció el cuerpo. Que más tarde fue solemnemente enterrado en el panteón familiar de los últimos Avis. La culpa de la obstinación del Rey fue de todos: no hubo un tonelero que le hiciese entrar en razón, como valientemente lo hizo uno en tiempos de Juan I. El pueblo tenía que imponerse a los reyes. Así rezaba el Padre Luís Álvares en las exequias de Sebastián: “Pues quien os mató hermoso mío? Os mató el obispo, os mató el clérigo, os mató el fraile, os mató la monja, os mató el grande, os mató el pequeño, os mató el privado, os mató el bajo, os mató el pueblo, os maté yo, le matamos todos cuantos somos, pues entre nosotros no hubo un tonelero que le tirase de las riendas, como ya se hizo a otro rey de este reino”. El absolutismo real estaba instalado y el pueblo llano ya difícilmente conseguiría hacer valer sus opiniones ante los monarcas.
Y mucho menos darles reprimendas. Y poco a poco el pueblo comenzó a querer creer que Sebastián, al final, no estaba muerto, que tan sólo desapareció en la batalla. Muchos querían mantener una esperanza que suavizase la dureza de los tiempos. Y será el Rey —que en general ni fue querido— quien va a recibir ese homenaje popular. Sebastián tenía que reaparecer en una mañana de niebla, para liberar al pueblo. Varias generaciones de sebastianistas comulgaron de esta creencia. Que duró a lo largo de los tiempos.
Sebastián fue deseado antes de nacer. Aún continuó deseado después de muerto. Si vera est fama, como se lee en el epitafio del túmulo donde se presume que reposan sus restos en el monasterio de los Jerónimos.
Porque aún vivió mucho en las fantasías.
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Joaquim Romero Magalhães