Aldana, Francisco de. Nápoles (Italia), 1537 – Alcazarquivir (Marruecos), 4.VIII.1578 post. Poeta.
Poeta incluido por sus contemporáneos en la selecta nómina de los divinos, cuya biografía está desigualmente documentada. Escasean los datos fehacientes de su etapa italiana, se conoce algo mejor su carrera militar y su participación en diversos hechos de armas en los años flamencos, y sobreabundan las menciones a él por la relevancia que tuvo en la trágica batalla de Alcazarquivir, que dio paso a la unión hispanoportuguesa.
Miembro de una estirpe dedicada a la milicia, su vida estuvo marcada por la memoria de su tío, Bernardo de Aldana, maestre de campo de infantería española desde Italia hasta Hungría, y por el modelo de su padre, Antonio Villela de Aldana, alcaide de distintas fortalezas y orgulloso de que no había “en Italia capitán más antiguo”. Cuando ostentaba el cargo de la de Gaeta, en Nápoles, nació Francisco, el segundo de sus hijos. Con la marcha de la familia a Florencia, tras el matrimonio de Cosme de Médicis y Leonor de Toledo, comenzó en 1540 una etapa de formación y fecunda creación para el poeta, que se cerró cuando en 1567 se trasladó a Flandes. La posición del padre como castellano de Liorna y (a partir de 1546) de San Miriato (la fortaleza elevada sobre la “cumbre mayor” que evocará el poeta) explica la cercanía del joven al propio duque, quien en carta de 1551 manifestó su intención de favorecerlo testimoniándole afecto y bona volontà. Esta protección facilitó su aprendizaje en el mundo cortesano y en los círculos humanísticos de Florencia. Aunque sólo durante “pocos años”, según recuerda su hermano y editor Cosme, estuvo intensamente “dado al estudio de las letras raro”, gozando de singular facilidad para exponer “la materia más alta y no entendida”. La honda y variada cultura que nutrirá sus versos (a los que Quevedo proclamará “doctísimos”) se cimenta en esa formación cuyo carácter se adivina a través de la relación de obras perdidas que compuso en Florencia: unos diálogos de amor “en prosa y vario verso”, otro tratado de la misma materia con orientación platónica y escritos doctrinales sobre materias teológicas tan controvertidas como el santísimo sacramento y la verdad de la fe.
No es de extrañar que Aldana se granjease pronto el aprecio del hombre de letras más importante de esos años en el ducado: Benedetto Varchi. El único poema de aquél publicado en vida fue un soneto de respuesta a otro de Varchi (donde lo denominaba caro signore), conformando ambos un díptico de consolación en el que se eleva a la desaparecida duquesa a la condición de Venus celeste (1563). Con la poesía bucólica del nuevo “Homero” florentino guardan también estrechas conexiones los sonetos del divino, y su original ideación de una lírica amatoria “a lo sensual” que no resulta ajena a la lectura de las Lezzioni d’amore.
La singularidad de la obra poética de Aldana radica en el carácter integrador de su cultura italo-española y de su formación humanística y militar. Nace, por un lado, afianzando creativamente el bilingüismo de las elites cortesanas y militares de Florencia, con la unión entre la tradición hispánica (lírica de cancionero, Boscán y Garcilaso) y la toscana (Petrarca, Ariosto, Alamanni).
Su poema más temprano es una fábula de amores pastoriles (L’Antilla) ambientada ya en los paisajes idílicos de Toscana que recordará con nostalgia, junto a los amigos perdidos, en la Epístola a Cosme escrita poco después de llegar a Flandes. De 1561 son dos composiciones escritas a la muerte de Lucrecia de Médicis y que significativamente alternan el italiano (para el soneto de glorificación mitológica) y el español (para la garcilasista canción funeral). Volcado por igual a las armas y a las letras, la escritura poética convivió en esa etapa con lo que el poeta llamaría su “oficio militar”. Participó en tempranos hechos de armas no bien determinados (posiblemente, entre otros, en la batalla de San Quintín), y como consecuencia de un temprano prestigio como soldado fue nombrado en 1563 lugarteniente del padre en San Miniato. En un poema escrito poco después, con ocasión de la boda de su hermano Hernando, manifiesta el orgullo de pertenecer a una familia de militares que afirmaba supuestos orígenes goticistas y parentesco de alcurnia regia (los Aldão, reyes de Sicilia).
Como miembros de una nobleza menor, los Aldana tenían una estrecha ligazón de dependencia con la Casa ducal de Alba, de la cual “por inclinación natural se llaman criados”. El poeta, en un fragmentario panegírico, ensayará su propósito de inmortalizar al duque como debelador de la herejía, reconociendo en un documento “la duda de ser su hechura”. Por encima de su condición de “buen soldado”, que elogiaría el mismo Felipe II, la carrera militar fulgurante de Aldana en Flandes estuvo amparada e impulsada por Alba. Desde 1567 y en pocos años pudo recorrer el escalafón de los tercios: capitán de infantería y gobernador de las compañías de artillería; sargento mayor en la segunda campaña de Juan de Austria a Levante; general de artillería tras su vuelta a Flandes (1574). Los versos trenzan una alternante valorativa del “oficio” y de la guerra en sí, considerando, por un lado, la “luz del militar denuedo” y, por otro, cargando de sarcasmo la representación interior del “sólo de hombres digno y noble estado”. Los documentos y memoriales, así como algunos epígrafes de los poemas compuestos en la etapa flamenca, permiten seguir con cierto detalle sus pasos. En la guerra se tiene constancia de su participación en el asalto de Jemming (1568), en los momentos previos al cual y a pie de trinchera sitúa una instantánea contrapositiva entre la vida del militar y la del cortesano (que, como el enemigo, es despreciado por “vil”). También asistió a la toma de Haarlem (1573) y al frustrado asedio de Alquemar (1574). En éste fue herido, inspirando el hecho un diálogo humorístico entre cabeza y pie, que insinúa, una vez más, la visión de la guerra como locura. La experiencia militar sigue nutriendo sus versos con espléndidas objetivaciones detallistas sobre la organización simultánea y colectiva de los tercios en el asalto a un campamento o el poderío del caballo que se apresta al combate. En esos años flamencos hay que situar la amistad con el biblista Arias Montano, a quien admirará profundamente, dejando su magisterio y la lectura del Dictatum christianum la honda huella que habrá de transparentar la Epístola a él dirigida unos años después.
Desavenencias con el entorno de Requesens, a quien escribe desde su condición de “cristiano y soldado”, le hicieron concebir el abandono de la milicia.
En carta de febrero de 1576 se ve a sí mismo como “destruido”, asegurando “que el hábito de mi soldadesca ya se rompió y me será fuerza procurar otro de más seguridad”. Pero ya a fines de ese año, “vista su justicia” y reivindicado ante la Corte de Madrid, se le otorgó como recompensa a sus servicios la tenencia de la fortaleza de la Mota, en San Sebastián, cargo importante por el valor estratégico de la plaza. Apenas disfrutaría de él, porque las circunstancias no le permitirían dejar de “variar vida y destino”. Felipe II le encomendó poco después, junto al aventurero Diego de Torres, una labor de reconocimiento de las marinas y fortalezas del norte de África. Tras recibir sus informes, lo envió a Lisboa con la delicada misión de disuadir al rey don Sebastián de sus proyectos de cruzada. Pero de forma inopinada, con el impacto y la fascinación de que dan cuenta los comunicados al secretario Zayas, Aldana quedó convencido de que el valor del joven monarca “es el que tiene menester la soldadesca cristiana” (carta de julio de 1577).
En relación con ello insertó una serie nueva de estrofas en la versión primitiva (con prólogo fechado un año antes) de las Octavas dirigidas al rey Don Felipe, poema que entregaría escrito “de su propia mano” al propio Rey, también destinatario fictivo de la visión alegórica. Sin dejar de evocar los avatares contrapuestos de la vida militar (“según, o mala o buena / voluntad del destino al hombre ordena”), en este verdadero testamento político de Aldana, mediante el discurso de una figura femenina que representa a la Guerra se traza un panorama estratégico de la situación de la Monarquía hispana en el mundo, de los peligros que la acechan y de las soluciones (sumando en la redacción final al apoyo a don Juan de Austria la alianza con el “Gran Sebastián”).
En septiembre de 1577 se fecha la obra maestra del divino: Epístola a Arias Montano. Con ese poema sobre la contemplación de Dios y los requisitos della se quebraba en una dirección el sostenido binomio entre vida activa y vida contemplativa. Renunciando a la primera, en tanto que forma de suicidio voluntario (“contra mí mismo, cruel, doblado tiro”), manifiesta el propósito de enderezar el camino “hacia la patria verdadera”. Y propone ante el guía espiritual y destinatario de los versos el examen de un atrevido ejercicio de misticismo laico, un itinerario ejemplar para el “alma que a su causa vuela”, donde se disponen, con denso y cuidado tecnicismo y a través de conseguidas series de comparaciones, metáforas y símbolos, los puntos esenciales del proceso seguido en las corrientes doctrinales afectivistas. Pero donde también propone, al idear el “rincón” donde “vivir con la victoria de sí”, el diseño de un paisaje en el que contemplar las “altas y ponderadas maravillas” de la creación, ámbito privilegiado para un proyecto de retiro común con el amigo “esto que queda / por consumir de vida fugitiva”. Nada de la volición poética pudo cumplirse porque en la realidad histórica el connubio se rompió con la vuelta final a la acción militar. Don Sebastián le “tomó la palabra de que a su tiempo le había de acompañar” a la jornada de África, y el nombre de Aldana fue cobrando relieve en la correspondencia diplomática entre Lisboa y Madrid. Reclamado insistentemente, recibió el 30 de junio de 1578 orden directa de Felipe II de personarse en Madrid “para que desde allí os encaminéis donde el rey estuviere”. Al mando de un contingente de veteranos, llegó a Arzila el 31 de julio cuando los portugueses la habían abandonado.
El ser portador de un presente simbólico (la celada y sobrevista con que Carlos V entró en Túnez) le obligó a continuar hasta alcanzar a los expedicionarios el 2 o 3 de agosto. Don Sebastián “le mandó luego que tomase el ejército a su cargo y lo guiase en lo demás” (Luis de Ojeda), y como reza el largo epígrafe titular de la última edición de sus obras hecha por su hermano Cosme, “después de la persona real gobernó todo el ejército cristiano contra el de los moros y habiendo protestado al rey que no diese la batalla en que se perdió, murió en ella peleando”. El 4 de agosto de 1578, con el fugaz privilegio de alcanzar por unas horas el grado de “maestre de campo militar”, desapareció en la batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes, siendo plenamente consciente —según recoge el historiador Luis de Ojeda— de que “no quedará hoy hombre con vida de nosotros”. Su última imagen, recreada por Juan de Silva en carta a Felipe II, es la del engolfamiento “entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era”. La imagen, también, con la que saludarían incluso los grandes admiradores de su poesía en la centuria siguiente, como Lope y Quevedo, a Francisco de Aldana.
Cosme de Aldana insiste en que su hermano “de muy contrario parecer siempre fue” a publicar sus versos, argumentando que de haber vivido, éstos no habrían visto nunca la luz. Una elevada exigencia le hacía “preciar poco él cuanto hacía, no pareciéndole bien”, y le indujo a quemar algunos extensos poemas juveniles. Los originales de la etapa florentina se los llevó el poeta a Flandes, y una parte importante de sus obras fueron “perdidas en la guerra, do siempre consigo las traía”. La poesía compuesta en España en sus últimos años tampoco es completa: de las Octavas a Felipe II, Cosme indica que “por suerte” había obtenido “un traslado, y con ellas algunas otras obras suyas”. Que el divino fue además reticente a dejar copiar sus versos lo manifiesta la restringidísima transmisión manuscrita: en contadas ocasiones aparece su nombre, y en la mayoría de los casos los testimonios derivan de las ediciones póstumas preparadas por el hermano. Todo lo que la investigación moderna ha podido añadir a lo recogido en ellas se reduce a dos composiciones completas (L’Antilla y la canción A la soledad de Nuestra Señora la madre de Dios), un fragmento de diez estrofas perteneciente a “una obra de Angélica y Medoro de innumerables octavas”, y la redacción primitiva de las Octavas a Felipe II.
La labor editorial de Cosme estuvo erizada de dificultades para poder reconstruir la obra desaparecida con el poeta. Reunió materiales dispersos (“que por varias partes se han recogido”) y en buena medida fragmentarios, echando mano incluso de borradores que contenían esbozos, copias parciales y hasta dobles redacciones de algunas estrofas. Proyectó sobre ellos sus minuciosos recuerdos, detallando la extensión de poemas mayores, indicando lo que falta en otros y levantando acta notarial de lo perdido. Su positiva tarea como editor fidedigno quedó deslucida por la maraña bibliográfica que compone la “edición internacional” de las obras de Francisco de Aldana. El resultado es que, aunque manifestase el “deseo de una perfección”, Cosme nunca logró cumplir su anuncio de que los dos volúmenes en que dividió los versos del hermano “después de algún tiempo se reducirán en uno”. Son cuerpos editoriales complementarios, que quienes los adquirieron encuadernaron algunas veces juntos, los que recogen las obras del divino: tres de la primera parte (Milán, [1589]; Madrid, 1593; ¿Milán?, [1595]) y dos de la segunda (Madrid, 1591; ¿Milán?, [1595]).
Obras de ~: Poesías, ed. de E. L. Rivers, Madrid, Espasa Calpe, 1957; Poesías castellanas completas, ed. de J. Lara Garrido, Madrid, Cátedra, 1985.
Bibl.: E. L. Rivers, Francisco de Aldana, el divino capitán, Badajoz, Diputación Provincial, 1955, págs. 9-123; M. L. Cerrón Puga, “L’Antilla, fábula desconocida de Francisco de Aldana”, en Studi Ispanici (1984), págs. 175- 226; J. Lara Garrido, “Francisco de Aldana, una vida en la milicia”, en F. de Aldana, Poesías castellanas completas, op. cit., págs. 20-39; “Las ediciones de Francisco de Aldana: hipótesis sobre un problema bibliográfico”, en Revista de Estudios Extremeños, XLII (1986), págs. 541-583; D. Gareth Walters, The Poetry of Francisco de Aldana, London, Tamesis Books, 1988; D. González Martínez, La poesía de Francisco de Aldana (1537-1578). Introducción al estudio de la imagen, Lérida, Universitat, 1995; J. Lara Garrido, “Retórica y discursividad en el texto lírico (las Octavas a Felipe II de Francisco de Aldana, entre visio y mitologema)”, en Del Siglo de Oro (Métodos y relecciones), Madrid, CEES Ediciones, 1997, págs. 253-302; M. J. Martínez López, “La primera redacción de las Octavas dirigidas a Felipe II de Francisco de Aldana y su inédita dedicatoria en prosa”, en Criticón, 70 (1997), págs. 31-70; J. Lara Garrido, “Tratar en esto es sólo a ti debido: las huellas del Dictatum Christianum en Francisco de Aldana”, en Silva. Studia Philologica in honorem Isaías Lerner, Madrid, Castalia, 2000, págs. 371- 391; “Palma de Marte y lauro de Apolo: la poesía del oficio militar en Francisco de Aldana y Cristóbal de Virués”, en La espada y la pluma. Il mondo militare nella Lombardia spagnola cinquecentesca, Pisa, Mauro Baroni, 2000, págs. 281-346; P. Pintacuda, “Dos ejemplares desconocidos de las últimas ediciones sine notis de las Obras de Francisco de Aldana”, en Analecta Malacitana, XXVIII (2005), págs. 29-48.
José Lara Garrido