Doria, Juan Andrea. Conde de Tursi y Príncipe de Melfi, en Nápoles. Génova (Italia), 1540 – 2.II.1606. Almirante, asentista y hombre de Estado genovés al servicio de España.
Sobrino del gran almirante genovés Andrea Doria (y por el que, en ocasiones, se le ha confundido), Juan Andrea Doria fue un personaje destacado en el ámbito del eje mediterráneo de la política de Felipe II y, en menor medida, de Felipe III. Al final de su vida, escribiría una autobiografía, que abarca hasta 1562 y que será una fuente fundamental para el conocimiento historiográfico de su evolución política y militar; especialmente ante el escaso conocimiento que hoy se tiene sobre este controvertido armador y marino, y a pesar de que muchas de sus cartas inéditas hayan sido publicadas recientemente por Rafael Vargas-Hidalgo.
Era lógico que fuera Juan Andrea a desempeñar importantes papeles políticos y militares en su época. A su condición de descendiente de una familia de grandes marinos unía su entronque con los hombres de negocios y banqueros genoveses. Baste decir que era hijo de Gianettino Doria —el apellido ilustra por sí solo— y de Ginetta Centurione, hija a su vez del famoso banquero Adamo Centurione. Por su ascendencia, tenía, pues, todos los ingredientes para ser el servidor ideal de la Monarquía católica, por dominar dos de los escenarios que más necesitaba ésta.
Con el tiempo, Juan Andrea sería llamado por su viejo tío Andrea a su propia sucesión, por lo que fue formado por este gran almirante genovés del reinado de Carlos V desde sus años más mozos. El destino le dirigiría a este campo después de la falta de sucesión del tío y que Juan Andrea se quedaría huérfano de padre a los siete años (Gianettino moriría en el contexto de la conjura de Fieschi contra el liderazgo de Andrea Doria en Génova). Este último no se dedicó sólo a enseñarle los secretos que debía conocer un comandante de galeras, ni a ser un almirante al servicio del rey de España, sino también a que en la persona de Juan Andrea recayera una unidad patrimonial y de poder que había sido perseguida por la familia desde los tiempos del fiel servicio al emperador Carlos V.
El profundo afecto que profesaba Andrea Doria a Juan Andrea se pone de manifiesto con nitidez en el testamento del primero, redactado en Bruselas en 1559, y en el que deja a Juan Andrea importantísimos cargos, como el del condado de Tursi, el cargo de protonotario del reino de Nápoles, además de lo relativo a las galeras, una herencia mucho más importante de la que dejaba a Pagano, hermano de Juan Andrea. Además, Juan Andrea iba a suceder a Andrea en la dirección de los asuntos públicos de la República de Génova, aliada de España en las grandes directrices de la política exterior.
Llamado, pues, desde muy joven, a grandes designios, a la edad de diez años ya se le había programado un contrato-matrimonio de esos de la época que buscaban, ante todo, la acumulación de poder. La esposa elegida para las correspondientes capitulaciones matrimoniales fue Zenobia, hija de Marco Antonio Doria del Carretto (hijo, a su vez, de Peretta de Mari, esposa en segundas nupcias de Andrea). Uno de los principales fundamentos de este matrimonio era que el Principado de Melfi, transferido de Andrea a Marco Antonio, sería pasado por sucesión a Zenobia, como modo de volver a la familia de origen a su muerte. El matrimonio se llevará a cabo finalmente en 1558, y Juan Andrea, independientemente de esta interesada operación matrimonial, se sentirá siempre muy inclinado a su esposa Zenobia, y, cuando en 1604 hizo un escrito para disponer sus funerales, dispuso que le fuera puesto un mechón del cabello de Zenobia —que había muerto en diciembre de 1590— en su mano izquierda.
Su educación, puesta en manos del ayo boloñés Plinio Tomacelli, entre los diez y los diecisiete años, estaba basada sobre todo en la inculcación de la virtus nobiliaria, en el carácter filosófico moral, y menos en la inclinación religiosa. Quizás ya en esta época de pronta juventud es cuando empieza a sobresalir en Juan Andrea la pasión por el juego, que le va a hacer perder importantísimas sumas de dinero, dentro de un carácter general de Juan Andrea inclinado poderosamente hacia el riesgo. No en vano, sobre una de las medallas que portaba se podía leer la siguiente inscripción: “Omnia fortunae committo”.
En el primer hecho de armas de Juan Andrea ya se puede ver, sin embargo, un cierto alejamiento de los laureles del triunfo por parte de este “proyecto de gran poder genovés”. La flota de doce galeras que comandaba ya en 1556 fue a parar a los arrecifes de Córcega, salvándose sólo su nave capitana. Poco después, la suerte le vendría más de cara. Contribuirá de forma importante, con sus medios marítimos, a transportar los tercios españoles a diversos frentes en la guerra que el duque de Alba, bajo las órdenes de Felipe II y en su calidad de virrey de Nápoles, estaba llevando a cabo contra el pontífice Paolo IV. Más adelante, en febrero de 1560, Juan Andrea, con sus galeras, va a llevar a efecto el envío de un gran contingente de tropas al norte de África en el contexto de la proyectada conquista de Túnez, que se tornaría en desastre. En el viaje a Trípoli, Juan Andrea enfermó gravemente, lo que mermó la unidad de acción de las galeras genovesas. Además, según la historiografía tradicional, Juan Andrea y los genoveses fueros acusados de buscar, ante todo, salvar sus intereses particulares, intentando convencer a los otros comandantes, especialmente al duque de Medinaceli, virrey de Sicilia en aquellos momentos y a cuyo mando iba la expedición, de la necesidad de apartarse de una posición en la cual era difícil defenderse. En realidad, la expedición, que culminaría en el tristemente fracaso de Gelves de 1560, había salido demasiado tarde, sin poder contar con el elemento sorpresa que hubiera sido decisivo para tomar la plaza.
Posteriormente, con cuatro galeras y un afán desmedido por recuperar el patrimonio perdido y estar en disposición de continuar el nivel de vida deseado (especialmente en lo que se refiere al juego), se dedicó Juan Andrea al corso, esperando hacer alguna acción notable, pero, de hecho, prácticamente ninguna fue llevada a cabo o concluida favorablemente.
El 25 de noviembre de 1560 murió Andrea Doria, y Juan Andrea se sintió el heredero no sólo de sus bienes, sino también de su papel político militar, sobre todo en relación con España, e incluso por encima de la realidad ciudadana genovesa. Pero, sin embargo, había muchos problemas para una “adecuada” sucesión: la excesiva juventud de Juan Andrea para esos altos cometidos, el hecho claro de que, en realidad, no había llevado a cabo ninguna acción notable de armas y mucho menos de renombre, y, desde luego, su propio origen y nacionalidad italiana, que le dejaba virtualmente fuera de los altos cargos de la Monarquía católica frente a otros grandes aristócratas (sobre todo los Grandes de España) dotados de alto linaje y de experiencia. Así las cosas, Juan Andrea parte pronto para la Corte en España, con la esperanza de poder obtener con rapidez un alto nombramiento. Pero sus esperanzas fueron truncadas, y el mismo Juan Andrea reconoció más tarde que era una locura pretender ser nombrado generalísimo con veintiún años.
Juan Andrea volvió entonces a Génova con la intención de poner en orden la situación económica propia y organizar la flota, fuente importante de su poder.
Poco más tarde recibe la noticia de que Felipe II había decidido reducir el asiento de sus galeras a únicamente diez. El genovés decide viajar una vez más a España, y, en esta ocasión, su estancia en la Corte no sólo le va reportar la mejora de su asiento de galeras con el Rey (se va a elevar al número de doce), sino que va a entrar en contacto con dos personajes que van a ser clave en la Corte madrileña de Felipe II: Gaspar de Quiroga y Antonio Pérez. Con este último le unirá una profunda relación —no se sabe si interesada o no— demostrable por la importante cantidad —y calidad— de regalos del genovés que se llegaron a encontrar en la famosa Casilla que Antonio Pérez tenía en Madrid. Su presencia en la ya capital de la Monarquía hispánica se debía sobre todo, y una vez más, a sus claras intenciones por ocupar un puesto importante dentro de la flota; pero dicho puesto, por el momento, no llegaba.
En los años posteriores, Juan Andrea, con el cometido fundamental de conservar en orden y mantener su costosa flota de galeras, va a centrarse en rentabilizar el asiento con España, que le proporcionaba —a pesar de la dilación en los pagos— grandes ganancias: los asientos permitían exportar granos, confeccionar bizcocho para alimentar a la tripulación de las naves, y obtener galeotes, los forzados que remaban en las galeras. Incluso se va a significar en algunas acciones, como en el peñón Vélez de la Gomera (le valió una muestra de agradecimiento del Rey) y en Malta, pero llegará a tener, no obstante, grandes dificultades financieras.
Y prueba de ello es que en 1568 tuvo que acceder a la venta del condado de Tursi (por 55.000 escudos), aunque más tarde lo recuperaría (en 1594) a favor de su hijo Carlo. La crónica dilación de los soberanos españoles en pagar a sus soldados —y lo que casi era todavía más peligroso—, a sus proveedores y asentistas era uno de los motivos de esa penuria. De hecho, al igual que hiciera su tío Andrea, tuvo que “recordar” constantemente al Monarca la necesidad de pagar los mantenimientos —tanto materiales como humanos de las galeras— para un servicio mínimamente aceptable.
A la altura de 1570 hizo saber al Rey que eran insuficientes los seis mil escudos anuales que recibía por el mantenimiento de cada galera, y llegaría a proponer la venta de su flota a la Monarquía. Aunque realmente es muy difícil que sus intenciones en el fondo fueran esas por cuanto las galeras significaban para Juan Andrea la base de todo su poder, cara al exterior (ante la Monarquía hispánica, sobre todo) y también con vistas a su posición política en la propia Génova. Cuando, más tarde se enteró de que Felipe II tenía previsto revender esas galeras al potente banquero Nicola Grimaldi, Juan Andrea abandonó completamente todo propósito de vender su flota.
El acontecimiento más importante de su vida llegaría con la famosa expedición de la Liga Santa (compuesta, a instancias del Papa, por las propias fuerzas de los Estados Pontificios, Venecia y España) y el enfrentamiento con el turco en Lepanto. El 5 de mayo de 1571, Felipe II va a nombrar a Juan Andrea tercero en el mando de la escuadra española, después de Juan de Austria, nombrado comandante en jefe de la escuadra de la Liga, y del comendador mayor de Castilla, Luis de Requesens. Además, como jefe de la flota de España, tenía como subordinados a Álvaro de Bazán, general de las galeras de Nápoles, y a Juan de Cardona, que mandaba las de Sicilia. Paralelamente a ello, Felipe II, que en aquellos momentos tenía un concepto más bien favorable de las acciones anteriores de Juan Andrea, le va a conceder licencia para exportar trigo de Sicilia, cosa que le ayudaría a resarcirse de sus cuantiosos gastos.
Juan de Austria encomendaría a Juan Andrea Doria el mando del flanco derecho de la flota de la Liga a mediados de septiembre de 1571. El lado izquierdo sería comandado por el jefe de las galeras del Papa, Marco Antonio Colonna, con el que Juan Andrea ya había tenido fricciones importantes por cuestiones de precedencia en el mando. El propio Juan de Austria se ocuparía de la parte central y el experimentado Álvaro de Bazán, de la retaguardia. Con esta formación entraron en el golfo de Lepanto aquel inmortal —como diría Cervantes— 7 de octubre de 1571 para luchar contra la imponente flota otomana comandada por Alí Baja, que culminaría con la descomunal y brillante victoria de las armas cristianas.
Sin embargo, desde el propio día de la batalla ya se pondría en cuestión la actuación en este combate de Juan Andrea Doria al mando de sus fuerzas en la batalla. El juicio general sobre su actuación que ha dado la historiografía hasta hoy ha sido contradictorio.
Si bien todos los historiadores reconocen que fue buena idea la sugerencia que hizo para que se rebajaran las proas de las galeras con objeto de obtener un mayor potencial de fuego, en su actuación posterior no hay tanta coincidencia. En los momentos posteriores a la batalla, las críticas fueron tan duras como para acusarle de cobardía, y en nuestra época, después de haber sido condenado a una especie de ostracismo historiográfico, se tiende a rehabilitar su figura y cargar más las tintas sobre las condiciones adversas a las que tuvo que enfrentarse. Entre ellas se destacan la imposibilidad de colocarse el genovés en orden oblicuo, así como el hecho del alejamiento, sin su consentimiento, de doce de sus galeras de su mando. De cualquier forma, gracias al rotundo éxito cosechado por los otros jefes cristianos en los otros sectores de la batalla, se pudo aminorar el efecto de la separación de la escuadra de Juan Andrea del resto de la flota, con lo que se abrió un hueco lo suficientemente grande para que pasaran las cuarenta y nueve galeras y treinta y cuatro galeotas de Aluchalí, el bey de Argel, con objeto de envolver a las cuarenta y ocho que estaban bajo el mando del genovés. Tuvo que ser la oportunidad y la pericia de Álvaro de Bazán, que llegó a tiempo para socorrer este flanco derecho, lo que permitió reconstituir las fuerzas.
En las empresas posteriores se quiso eliminar, no obstante, por parte del Papa, el mando de Juan Andrea, cosa que se consiguió para el año siguiente de 1572 (se nombró en su lugar a Antonio Doria, con quien tenía precisamente Juan Andrea una cierta enemistad), aunque no se le pudo retirar el asiento de sus galeras con la Monarquía hispánica; cosa esta última que renovó con su presencia, una vez más en la Corte, en ese mismo año.
En 1573 comenzaron los problemas internos en la propia Génova, en la que, por supuesto, Juan Andrea estaba llamado a ocupar un papel protagonista. Su sistema de república mercantil aristocrática comenzó a entrar en crisis a partir de las pugnas entre la nobleza vieja, a la que pertenecía el propio Juan Andrea, y la nobleza nueva, con sus parientes Marcantonio del Carreto y Antonio Doria a su cabeza. En las negociaciones con el partido rival, Juan Andrea se mostró como un eficaz líder “natural” de su grupo, por cuanto procuró —y consiguió— sembrar ciertas divisiones en el grupo oponente. No obstante, en 1575 estalló una insurrección en la que, además de caer algunos soldados de Juan Andrea, la nobleza vieja tuvo que huir de la república. Juan Andrea Doria tuvo que refugiarse en Nápoles, donde llevó a cabo una intensa labor en contra de los nuevos gobernantes de Génova, tanto en la política activa (intentó evitar la exportación de granos a su país) como en lo que se refiere a una acerba propaganda contra los “usurpadores”. Las cosas se pusieron todavía más peliagudas cuando, a raíz de las injerencias de Francia, parecía que el conflicto iba a tomar una dimensión internacional, toda vez que Juan Andrea estaba procurando una intervención armada española a su favor.
Aunque el Consejo de Estado en España estaba en principio dividido entre los que, como Alba, apoyaban la acción armada, y los que proponían la vía de la negociación, se decidió finalmente la intervención militar. Juan de Austria ordenó la acción bélica justo un día después de que Juan Andrea Doria, que había logrado realizar algunas maniobras de intimidación en el mar del norte de Italia y que había conseguido reunir una importante fuerza de infantería y una veintena de galeras, fuera elegido comandante de sus fuerzas genovesas. A pesar de los preparativos bélicos, al final, felizmente, se impuso una solución negociada del conflicto, y Juan Andrea se dedicará a partir de entonces, sobre todo, a aumentar notabilísimamente su patrimonio, al tiempo que su apoyo se iba a declarar importante para la elección del Dux.
Más adelante, en 1582, una vez que se había producido el viraje de la política exterior de Felipe II del eje mediterráneo al eje atlántico (con Flandes, Portugal y, posteriormente, Inglaterra, como grandes focos de atención), Juan Andrea sí va a llevar a cabo esta vez una venta importante de galeras al rey de España (hasta diez); sobre todo porque este tipo de barcos era muy poco operativo en este nuevo escenario bélico marítimo (donde el galeón se va a enseñorear ahora de los mares), y porque había, dentro de la más alta administración española, una serie de personajes convencidos de la idoneidad de acabar con el sistema de asientos y controlar más directamente los medios del poder naval a partir del sistema de administración.
La falta de protagonismo como asentista la va a suplir Juan Andrea por el hecho de que ahora empieza a cobrar cargos importantes dentro del esquema de mando en el Mediterráneo de la Monarquía hispánica.
En 1583, Felipe II le va a nombrar capitán general de la Mar, cargo que ya habían ocupado nada menos que García de Toledo y Juan de Austria.
Ahora bien, la actividad en el Mediterráneo ya no era la misma que en los viejos tiempos del Emperador o en los relativamente recientes de Lepanto. En 1594 pidió, incluso, Juan Andrea el relevo de este cargo aduciendo problemas de salud, y con los ojos puestos en la vida mucho más tranquila de la alta administración en el sistema polisinodial de la Monarquía de España. De hecho, arrancaría de una nueva estancia en la Corte el puesto de consejero de Estado, además de otras sustanciosas prebendas, como el pago que se le hizo de setenta mil ducados que la Corona le había dejado a deber, la concesión de un codiciado hábito de la Orden de Santiago, la promesa de la concesión de una encomienda de las órdenes militares para un hijo suyo y la recomendación para otro, por parte de Felipe II, para que pudiera obtener el capelo cardenalicio.
A pesar de que la influencia del secretario próximo a la persona real, Juan de Idiáquez, pudo tener mucho que ver en estas generosas decisiones del Monarca, estaba claro, conociendo al, que no debía albergar un concepto demasiado negativo de él para mostrase tan liberal; o, por lo menos, Juan Andrea era lo suficientemente poderoso, o lo suficientemente rico, para que encontrara acogida en el afecto real.
Durante el reinado de Felipe III, todavía Juan Andrea asistió a algunas acciones de interés. Participó en 1600 en la expulsión de Génova de Goffredo Lomellini por haber apoyado a Enrique IV y, todavía quiso realizar “alguna notable acción” cuando un año más tarde intentó apoderarse de Argel. Pero, una vez más, se demostró que Juan Andrea no estaba llamado para la gloria: una tempestad le obligó a desistir de su empeño; por lo menos no al nivel de su tío Andrea, cuyo ejemplo, tuvo que pesar como una losa en su propia trayectoria vital. Al final, se vio inclinado a dimitir de su cargo, y el Senado de Génova le tributará honores especiales, como la erección de una estatua al estilo de la que se había levantado en honor del propio Andrea Doria. Falleció pocos años más tarde, el 2 de febrero de 1606 por causa de una mala salud que le acompañaba desde hacía años. Su herencia económica fue impresionante, con un patrimonio que superaba con creces el millón y medio de escudos de oro, aunque sus numerosos hijos (un total de cinco) no recibirían con ella el protagonismo que, como su todavía más afamado tío, llegó a ocupar en la escena internacional.
Bibl.: G. Molli, “Gian-Andrea Doria a Lepanto”, en Cosmos Illustrato (enero-febrero de 1904); R. Bracco, Il Principe Giannandrea Doria, Genova, Patriae Libertatis Conservator, 1960; A. Stella, “Gian Andrea Doria e la ‘Sacra Lega’ prima della battaglia di Lepanto”, en Rivista di Storia de la Chiesa in Italia, 19, n.º 2 (1965); E. García Hernán, La Armada Española en la Monarquía de Felipe II y la Defensa del Mediterráneo, Madrid, Ediciones Tiempo, 1995; R. Vargas-Hidalgo, La batalla de Lepanto según cartas inéditas de Felipe II, Don Juan de Austria y Juan Andrea Doria e informes de embajadores y espías, Santiago de Chile, Ediciones ChileAmérica CESOC, 1998; Guerra y diplomacia en el Mediterráneo: Correspondencia inédita de Felipe II con Andrea Doria y Juan Andrea Doria, Madrid, Ediciones Polifemo, 2002.
David García Hernán