Borja y Aragón, Francisco de. Príncipe de Esquilache (V), en Nápoles. ?, c. 1577 – Madrid, 26.IX.1658. Virrey del Perú, comendador mayor de la Orden de Montesa, caballero de la Orden de Santiago.
El quinto príncipe de Esquilache fue hijo de Juan de Borja y Castro, I conde de Mayalde (al que sucedió en el título), y nieto de san Francisco de Borja, IV duque de Gandía. Su madre, Francisca de Aragón y Barreto, estaba vinculada a la Casa Real aragonesa.
Sobre el año de su nacimiento ha habido discrepancias entre los historiadores, aunque quienes con más detalle han estudiado su vida se inclinan por el año de 1577. Tampoco es claro el lugar de su nacimiento, ya que todo indica que se produjo durante el viaje que sus padres emprendieron hacia Alemania, donde el conde de Mayalde, su progenitor, había sido nombrado embajador. Varios autores afirman que el alumbramiento se produjo en Génova, en el palacio del príncipe de Amalfi, Juan Andrea Doria. Cuando nuestro personaje había cumplido no más de cinco años de edad ya estaba en Madrid, por el retorno familiar a la corte, donde su padre se desempeñaba como mayordomo mayor de la emperatriz María, hasta la muerte de ésta en 1603. Al año siguiente pasó a ocupar el cargo de mayordomo mayor de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III. Así pues, el futuro príncipe de Esquilache estudió en la corte, donde recibió una sólida formación en materias humanísticas.
Contrajo nupcias en 1602 con su prima Ana de Borja Pignatelli, perteneciente a una ilustre familia de Nápoles. En virtud de ese enlace se convierte a partir de 1607 en príncipe de Esquilache, a raíz de la muerte de Pedro de Borja, su suegro. En 1588 obtiene merced de hábito de la Orden de Montesa, de la que fue comendador mayor y trece. En 1602 le fue concedido el hábito de Santiago, y un año antes fue creado —al igual que los otros hijos de Juan de Borja— mozo fidalgo de la Casa Real Portuguesa. En 1609 ya aparece como gentilhombre de la cámara del Rey. Por esos años nacieron sus hijos: Juan, el primogénito, murió siendo niño, ya que no vivía cuando el príncipe de Esquilache pasó al Perú en 1615. La segunda hija fue María Francisca, quien contraería nupcias con su tío Fernando de Borja, y la tercera fue Francisca María, nacida en 1611.
Por Real Cédula de 19 de julio de 1614 fue el príncipe de Esquilache nombrado virrey del Perú. Varios autores consideran que un factor clave en el nombramiento habría sido la cercanía con el Rey —y con su valido, el duque de Lerma— de la que gozó el padre de nuestro personaje. En mayo de 1615 se embarcó para el Perú, con el impresionante séquito de ciento setenta y cuatro personas, además de su propia familia y de su confesor, el jesuita Diego Daza. Es importante notar que en ese séquito estaban incluidos varios extranjeros, como algunos comediantes y músicos italianos, y algunos servidores portugueses.
Luego de pasar un tiempo en Panamá tomando diversas disposiciones, siguió viaje a Lima, adonde entró el 18 de diciembre del mismo año. Una de las principales preocupaciones que tuvo desde su llegada a Panamá fue la de la seguridad de las costas del virreinato, toda vez que por esos años se acrecentaba la amenaza de incursiones de piratas y corsarios. Es más: en ese mismo año de 1615 cinco navíos holandeses atacaron las costas peruanas, y el propio virrey no estuvo lejos de ser alcanzado por aquéllos, cuando viajaba rumbo a Lima. Esa expedición holandesa, dirigida por Spielbergen, fue especialmente peligrosa, ya que atacó diversos puntos costeros, y logró derrotar a la escuadra virreinal en las cercanías de Cerro Azul, al sur de Lima. El príncipe de Esquilache dispuso durante su gobierno una serie de medidas conducentes a mejorar la defensa de las costas. Así, dotó al puerto del Callao de mayores piezas de artillería y tropas, creando un cuerpo de quinientos hombres dedicados a la defensa del puerto, y preparados para embarcarse a perseguir a piratas y corsarios cuando fuera necesario. Igualmente, reforzó la Armada del Mar del Sur, por su fundamental importancia en la comunicación con el istmo de Panamá. Se propuso el virrey que las costas peruanas estuviesen adecuadamente defendidas, “haciendo armada efectiva la que antes era de nombre y cumplimiento”. Sin duda, la preocupación que le suscitó la amenaza de corsarios extranjeros en su trayecto hacia Lima debió pesar en esa decisión. Además, a su llegada al Perú se le hicieron evidentes las deficiencias de la escuadra virreinal, ya que comprobó que sólo estaba operativo el galeón Jesús María, que hacía de capitana, existiendo tres galeones más, pero que requerían urgentes reparaciones. El virrey dispuso la construcción de algunos navíos y de un nuevo galeón para la escuadra en los astilleros de Guayaquil, el cual, bautizado como Nuestra Señora de Loreto, se convirtió en la nueva capitana del Mar del Sur. Con esas y otras medidas, al concluir su gobierno el príncipe de Esquilache dejó una escuadra formada por cuatro galeones ya plenamente operativos y debidamente artillados, además de lanchas y pataches. Sin embargo, el virrey fue criticado en este aspecto. Si bien durante su período de gobierno se mejoró la escuadra —como ya se ha señalado—, al parecer los navíos que la integraban no se dedicaron plenamente a las actividades que le correspondían. Por ejemplo, Luis Enríquez, fiscal de la Real Audiencia de Lima, denunció que dichos navíos eran utilizados con fines comerciales por los contratistas encargados de sus adquisiciones o reparaciones. Incluso afirmaba que en ocasiones habían sido subarrendados, con lo cual no podían estar adecuadamente dispuestos para defender las costas en caso de una emergencia bélica. En ocasiones se tuvo que fletar otros buques para realizar funciones que correspondían también a los de la escuadra, como era el traslado del azogue desde Chincha hasta Arica, o el envío de los “situados” a Chile.
Al igual que sus predecesores, el príncipe de Esquilache autorizó y fomentó la organización de diversas entradas de españoles a territorios desconocidos o aún no dominados por las autoridades virreinales. Si bien fueron varias las entradas que se produjeron durante su gobierno —dirigidas sobre todo a zonas amazónicas—, sus resultados no fueron positivos. Sí son dignas de mención, en cambio, las tres ciudades fundadas en su período de gobierno: San Francisco de Esquilache de Moquegua —fundada en 1618—, San Francisco de Borja de Mainas —fundada en 1619— y San Antonio de Esquilache, a doce leguas de la actual ciudad de Puno, fundada en el mismo año de 1619. El fomento por parte del virrey de la organización de entradas a diversas partes del territorio no sólo estaba vinculado al afán de incorporar más regiones al dominio virreinal, sino también a su preocupación por que no se mantuvieran en Lima sin tareas definidas muchos hombres que solían dedicarse a la vida militar, y cuya presencia en la capital virreinal podía dar origen a eventuales desórdenes.
Precisamente la localidad de San Antonio de Esquilache fue un centro argentífero en el que las autoridades pusieron gran interés, debido al decaimiento de la producción de plata que por entonces se hacía evidente en Potosí, al igual que en lo referido a la producción de azogue en Huancavelica. Esta disminución preocupó grandemente al virrey, toda vez que eran constantes los pedidos de remesas de metales preciosos que se hacían desde la metrópoli. Constató no sólo que la producción había ido disminuyendo, sino que la ley de los metales era más baja, y los problemas técnicos para su extracción cada vez mayores, dada la gran profundidad a la que había que trabajar. Además, verificó los problemas que se suscitaban con respecto a la mano de obra: el trabajo obligatorio por turnos que estaba establecido se cumplía cada vez menos, debido a que frecuentemente los indígenas que así laboraban en las minas no regresaban a sus pueblos al término de sus correspondientes turnos. Se trataba de los “indios forasteros”, que constituyeron un grave problema para la administración virreinal a lo largo del siglo XVII.
Sin embargo, debe señalarse que las remesas de plata enviadas a la Península disminuyeron en mayor proporción que la producción argentífera, dado que en el propio territorio peruano eran crecientes los gastos que debían realizarse, siendo uno de los más importantes rubros el referido a la defensa de las costas frente a las ya mencionadas amenazas de ataques extranjeros. Estos ataques no sólo tomaban la forma de grandes expediciones organizadas desde Inglaterra u Holanda, sino también de correrías esporádicas realizadas por naves aisladas, que también encerraban grandes riesgos.
El gobierno del príncipe de Esquilache ha sido valorado de modos muy dispares tanto por sus contemporáneos como por los historiadores que lo han estudiado. Su entrada en Lima suscitó, como era usual, un recibimiento de gran pompa y suntuosidad, y a la vez generó muchas expectativas. Así, ya en 1616 el cabildo de Lima escribía al Rey agradeciéndole el nombramiento del nuevo vicesoberano, cuya prudencia consideraban iría a traer grandes bienes para todos. Poco después, muchos de quienes así opinaron se convirtieron en críticos del Príncipe.
En efecto, el tiempo de gobierno del príncipe de Esquilache estuvo caracterizado, en lo referido a la “república de españoles”, por un creciente descontento de muchos de los descendientes de conquistadores y encomenderos. Los denominados “beneméritos” eran muy conscientes de la importancia de los servicios de sus antepasados en la incorporación del Perú al patrimonio de la Corona de Castilla, y se consideraban merecedores de seguir gozando de mercedes otorgadas por el Monarca. El aludido descontento se hizo muy frecuente a inicios del siglo XVII, en primer lugar, por el hecho de que muchos de esos beneméritos habían ya perdido sus encomiendas, al agotarse el número de vidas por el que habían sido otorgadas. Los encomenderos no habían conseguido la ansiada perpetuidad en el goce de sus mercedes, y, por otro lado, la disminución demográfica de la población indígena fue un decisivo factor en el decrecimiento de los ingresos generados por las encomiendas. Junto con ello, el factor que más resentía a los beneméritos era el hecho de que por entonces la Corona otorgaba rentas sobre encomiendas peruanas a favor de una serie de personajes peninsulares que no habían estado nunca en el virreinato, y que, por tanto, no habían servido al Rey en el Perú. Ante este panorama, el príncipe de Esquilache escribió en diversas ocasiones al Monarca manifestando su preocupación, y señalando que los beneméritos debían ser preferidos en las concesiones de mercedes. Es ésta una faceta negativa en el desempeño del virrey, ya que se ha demostrado que paralelamente él no tuvo inconveniente alguno en conceder mercedes a los criados que habían llegado con él, a sus allegados y a sus propios parientes más cercanos, como fue el caso de una de sus hijas, convertida en encomendera de Riobamba. Fue grande la red de clientes y favoritos que el príncipe de Esquilache organizó en el Perú. A todos ellos premió con mercedes y oficios, a pesar del malestar de los beneméritos del Perú. Sin embargo, estos beneméritos lograron ser escuchados en la Corte, como lo muestra la Real Cédula de 12 de diciembre de 1619, mediante la cual se prohibió el otorgamiento de mercedes en el Perú a personas que no reunieran los méritos previstos en la legislación.
La capital virreinal se vio favorecida con varias medidas dictadas por el virrey: en efecto, entre otras disposiciones adjudicó nuevas propiedades al cabildo como bienes propios, reglamentó la producción de aguardiente y definió la estructura de los gremios.
Particularmente importante fue su decisión de adjudicar al cabildo la línea que en la plaza mayor se denominaba de la Rivera, para que allí se hiciesen tiendas o cajones y se alquilaran con el fin de acrecentar las rentas de la ciudad.
Un aspecto importante de su gobierno fue el de la promulgación, el 20 de diciembre de 1619, de las ordenanzas del Tribunal del Consulado de Lima, que había sido creado poco tiempo antes, como la corporación que debía agremiar a todos los comerciantes mayoristas arraigados en la capital virreinal, y a la cual se le otorgó jurisdicción para conocer todos los pleitos y negocios vinculados con el comercio y con los mercaderes. Dicha promulgación fue muy importante, toda vez que permitió el pleno funcionamiento del Tribunal, lo cual había sido algo muy esperado desde varias décadas antes. En efecto, desde la segunda mitad del siglo XVI, con el aumento del tráfico comercial entre la metrópoli y el Perú —y con el aumento, igualmente, del comercio dentro del territorio virreinal—, se incrementó también el número de pleitos y desacuerdos de diversa índole con referencia a cuestiones mercantiles. La resolución de controversias entre comerciantes de acuerdo con los procedimientos del fuero común suponía tardanzas y dilaciones que no eran compatibles con la celeridad propia de las operaciones comerciales. Por tanto, un fuero especial era visto como una vía expeditiva de resolución de conflictos.
Los abusos en el aprovechamiento de la mano de obra de los naturales fueron también analizados por el virrey, buscando erradicarlos de diversos modos. Reconoció el origen de muchos de ellos en las acciones de numerosos corregidores de indios. En ese sentido, y con el propósito de que los malos funcionarios se refrenaran en la comisión de actos ilícitos, dispuso varias medidas referidas fundamentalmente a los aspectos procesales de los juicios de residencia que los corregidores tenían que afrontar: por ejemplo, ordenó que los corregidores enviaran tanto las cuentas fiscales como los fondos tributarios pertenecientes a la Corona a la Caja Real más cercana, como requisito previo a la iniciación del juicio de residencia. En efecto, en la cobranza del tributo se producían muchos abusos en perjuicio de los indígenas, al igual que contra los intereses de la Hacienda Real. Además, dispuso el virrey de modo específico que todo corregidor que fuera sentenciado por delinquir debía pagar los costes del juicio de residencia, además de quedar inhabilitado para ejercer otro puesto administrativo. La Corona apoyó estas acciones del virrey y lo animó a seguir disponiendo las providencias necesarias para evitar tantos maltratos a los naturales como fraudes en perjuicio de la Real Hacienda. Con respecto a los malos manejos en los que diversos corregidores incurrían con respecto a los fondos de las cajas de comunidad indígenas, se facultó al príncipe de Esquilache a proceder por la vía criminal contra ellos. En definitiva, no era buena la opinión del virrey con respecto a los corregidores. Así, en 1618 se refirió a ellos del siguiente modo: “tienen tan poco temor de Dios que el mejor de ellos apenas llega a ser medianamente gentil”.
Por otro lado, la creciente presión tributaria que sufría la población indígena produjo un aumento en las fugas de indios tributarios de sus pueblos, con lo cual se incrementó notablemente el número de los ya mencionados “forasteros”. Así, en 1616 el príncipe de Esquilache ordenó a todos los corregidores que pusieran los medios para que los forasteros regresaran a sus pueblos. Además, la creciente población forastera no sólo generaba una disminución en la recaudación tributaria, sino que además hacía muy difícil la elaboración de censos o matrículas de población. El virrey dispuso que con cierta periodicidad se realizaran empadronamientos de la población aborigen, dado que sospechaba lo que en realidad ocurría: tanto los corregidores, como muchos curacas, curas doctrineros, hacendados o estancieros estaban muy satisfechos con el desorden reinante en cuanto a los cálculos poblacionales, ya que ello les permitía aprovechar la mano de obra de los indígenas forasteros.
Mostró el príncipe de Esquilache especial interés por la promoción de la educación, tanto con respecto a la república de españoles como a la de indios. En ese sentido, en 1620 dispuso la fundación, en el pueblo de indios de Santiago del Cercado, en Lima, del Colegio del Príncipe, destinado a educar a los hijos de curacas o señores naturales del Perú, y que sería dirigido por los jesuitas. Del mismo modo, ordenó el establecimiento, en el Cuzco, del Colegio de San Francisco de Borja, también para la educación de hijos de caciques. Por otro lado, concedió al Colegio de San Martín de Lima varias regalías y preeminencias y además, por su adhesión a la Compañía de Jesús —no en vano su abuelo había sido general de la misma— le encomendó varias cátedras en la universidad limeña.
En cuanto a los aspectos vinculados a la vida religiosa y eclesiástica, dispuso el virrey la organización de solemnes fiestas en honor de la Inmaculada Concepción de María, tras la recepción de un breve pontificio sobre esa materia. Colaboró con el arzobispo Lobo Guerrero en las acciones que éste había dispuesto con el objeto de extirpar las “idolatrías” entre la población indígena. En 1616 se erigió la catedral de Trujillo, en la sede de la nueva diócesis del mismo nombre, que como sufragánea de Lima había sido creada en 1609. En 1617 falleció santa Rosa de Lima, produciéndose un multitudinario entierro que causó gran impacto en toda la ciudad. Luego se celebraron las honras fúnebres solemnes en la iglesia de Santo Domingo, a las cuales acudió el príncipe de Esquilache, acompañado por la Real Audiencia y el cabildo.
Todo indica que el trabajo administrativo propio del Gobierno no era del gusto del virrey, quien solía aprovechar las ocasiones que se le presentaban para dedicarse a las actividades que le apasionaban, que eran las vinculadas al cultivo de las letras y de las artes. Por ejemplo, cada semana reunía en el palacio virreinal a otros cultores de las letras. Un testimonio anónimo de la época denunciaba que el príncipe de Esquilache se preciaba más “de músico, poeta y maestro de rimas que no de gobernador”. Juicios más duros añadían que su carácter “naturalmente flojo” lo llevaba a no dedicarse a las labores gubernativas. Y un autor tan versado como Lohmann Villena no duda en afirmar que “la indolencia y poltronería del virrey era motivo de pública murmuración”. En todo caso, lo cierto es que tuvo un muy apto equipo de asesores y de secretarios, con el cual se pudo disimular la imagen que del virrey se iba propagando.
En 1621 concluyó el período gubernativo del príncipe de Esquilache en el Perú. Zarpó hacia la Península sin esperar la llegada de su sucesor, y a pesar de los pedidos de diversas personas e instituciones —muy en especial el cabildo de Lima— que consideraban pertinente que no regresara de inmediato a España.
Tras su llegada a la metrópoli no fueron pocos los comentarios y murmuraciones suscitados por las riquezas que habría llevado consigo desde el Perú. Su juicio de residencia duró varios años, y finalmente fue hallado culpable en cincuenta y cinco de los ciento cincuenta cargos que se le habían hecho, por lo cual tuvo que afrontar el pago de una serie de multas.
En Madrid no ocupó ya cargo alguno de importancia, y dedicó su tiempo a las actividades hacia las que siempre estuvo inclinado: las artes y la poesía. En 1644 falleció Ana de Borja, su esposa. Muy longevo, el príncipe de Esquilache murió en su retiro madrileño el 26 de septiembre de 1658.
Obras de ~: La pasión de Nuestro Señor Jesucristo en tercetos, Madrid, 1638; Nápoles recuperada por el rey don Alonso, Zaragoza, 1651; Obras en verso, Amberes, 1654; Oraciones y meditaciones de la vida de Nuestro Señor Jesucristo con otros dos tratados de los tres tabernáculos y soliloquios del alma, Bruxelles, 1661.
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José de la Puente Brunke