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Marco Antonio II Colonna

Biografía

Colonna, Marco Antonio II. Príncipe (I) y duque (III) de Paliano. Civita Lavinia (Italia), 25.II.1535 – Medinaceli (Soria), 1.VIII.1584. Almirante papal, virrey de Sicilia.

Durante los siglos XV y XVI Roma estuvo sacudida por las luchas entre los Colonna y los Orsini, que pugnaban por hacerse con el control de la Ciudad Eterna. Los Orsini se vinculaban a la tradición güelfa profrancesa y los Colonna, a la gibelina proimperial.

La paz interior de los Estados Pontificios y la seguridad del Papa dependían de la aquiescencia de uno de estos poderosos clanes o de su sometimiento, y, asimismo, durante las guerras Habsburgo-Valois, tanto para los franceses como para los imperiales, ambas constituían piezas fundamentales con las que contaban en su intervención sobre la política pontificia. La vinculación de la Casa Colonna con España arrancaba de Fabrizio Colonna, abuelo de Marco Antonio, un belicoso condottiero romano que se distinguió en el servicio a Inocencio VIII y Carlos VIII de Francia en sus guerras contra los aragoneses, pero quien, en la campaña de 1494, se pasó al bando aragonés poniéndose a las órdenes de Gonzalo de Córdoba.

Combatió en Ceriñola y Marignano, participó en la famosa justa de Barletta, siendo honrado con innumerables beneficios y feudos. Destaca entre ellos el título hereditario de condestable de Nápoles, concedido en 1515, por el cual presentaba la Chinea a los papas, una yegua blanca, ofrecida como símbolo de vasallaje por los reyes de Nápoles a la Santa Sede y simbolizaba la unión de intereses entre el partido gibelino en Roma y la casa real de Aragón. Más tarde se demostró que este lazo era algo más que simbólico, la defensa de la Casa Colonna determinó la intervención militar contra el papa Clemente VII que concluyó con el pavoroso Saco de Roma de 1527. Carlos V heredó de su abuelo la alianza con los Colonna, defenderla y preservarla fue un asunto de Estado de primera magnitud. Una relación que se consolidó al vincularse los linajes italianos afectos a la Casa de Aragón y luego a la de Habsburgo mediante lazos matrimoniales que configuraron una extensa red unida por la sangre y la lealtad a los soberanos españoles; Fabrizio Colonna concertó con su gran amigo Alfonso de Ávalos la boda de sus hijos, así, la gran poetisa Vittoria Colonna, tía de Marco Antonio Colonna, se casó con Francesco Ferrante, marqués de Pescara. Además Vittoria se educó en casa de Costanza de Avalos, duquesa de Francavilla, y en 1512 adoptó a su sobrino Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto. Esta trama se fue consolidando a lo largo del siglo, una tupida trama que permitió, por ejemplo, que Ascanio Colonna, padre de Marcantonio, fuera el artífice de la condotta de Andrea Doria, haciendo que el almirante genovés abandonase la causa francesa pasándose al bando imperial. En este ambiente nació Marco Antonio II Colonna, nieto de Fabrizio e hijo de Ascanio Colonna, y de Juana de Aragón, cuyo matrimonio sellaba la alianza entre el poderoso linaje romano y el baronazgo napolitano. Nació en el corazón de los feudos coloneses, en Civita Lavinia, en 1535, pero cuando contaba un año de edad sus padres se separaron y desde entonces mantuvieron invariablemente unas relaciones hostiles y conflictivas. Una ruptura matrimonial como aquélla fue algo más que un problema de pareja y afectó muy sensiblemente al tejido de lealtades familiares sobre el que se sustentaba el poderío imperial en Italia. Juana de Aragón se llevó consigo a Marco Antonio y éste mantuvo siempre hacia su padre una actitud presidida por el rechazo y el rencor, preparándose para aprovechar cualquier oportunidad favorable para arrebatarle la jefatura de la casa. Asimismo, en 1548, Marco Antonio se separó del núcleo familiar para integrarse en el séquito del príncipe Felipe. Lo hizo por orden expresa del emperador que colocó en el servicio de la casa (después de su reforma con las famosas ordenanzas de Borgoña) a los principales vástagos de los linajes italianos para afianzar su devoción y fidelidad.

El traspaso de poder que acompañó las abdicaciones de Carlos V entre 1556 y 1558 y la política del papa Julio III (1550-1555), determinado a someter al baronazgo romano y muy especialmente a su cabeza, Ascanio Colonna, enmarcaron un momento de crisis muy profunda en la casa, tanto en lo relativo a su estructura interna como a su posición de poder en Roma y entre los linajes proimperiales. Muy previsora, Juana de Aragón se había vinculado a la espiritualidad de la Compañía de Jesús, ella y su hijo se contaron entre los protectores de Ignacio de Loyola en la Corte romana y esta devoción a la autoridad papal y a la nueva religiosidad contrarreformista hicieron a Marco Antonio Colonna muy grato a los ojos del pontífice, tanto como para forzar la sucesión en la jefatura del linaje. En España, el entorno del nuevo soberano, Felipe II, estaba dominado por la espiritualidad ignaciana, contando con dos grandes e influyentes campeones de su doctrina, la princesa Juana, hermana del rey, y su favorito, Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli. En Italia, Éboli se esforzaba por desarticular la red de intereses que gravitaba en torno a la madeja formada por la alianza de las casas de Alba, Gonzaga, Colonna, Doria y Médicis. El cambio en la jefatura de la casa Colonna permitió abrir una brecha en esa trama y por ello apoyó el “golpe de estado” de Marco Antonio indicando al virrey de Nápoles, el cardenal Pacheco, que le otorgara los feudos, oficios y títulos napolitanos de Ascanio. Marco Antonio tomó por la fuerza los dominios y posesiones de su padre en los Estados Pontificios, y cuando éste huyó al vecino reino de Nápoles, fue confinado en el castillo de Gaeta (donde falleció en 1555). Contrajo matrimonio con Felice Orsini, un enlace mal visto por Ascanio, pero que enlazaba dos familias eternamente enfrentadas y que al unirse bajo la tutela española, según comentara el cardenal Pacheco, harían de Roma un apéndice del poder español.

Una vez que su jefatura en la casa fue reconocida sin discusión, Marco Antonio reconstruyó la facción imperial o gibelina, que era ya más bien un “partido español” en la curia y dio un nuevo impulso a la política matrimonial de la familia para mantener su posición dirigente entre los potentados de Italia. Negoció la boda de su hermana Zenobia con un hijo de Juan Andrea Doria, y la de Vespasiano Colonna con Giulia Gonzaga. Asimismo se distinguió al servicio imperial, comandante de la caballería en la Guerra de Siena en 1554 para subrayar su fidelidad y contrastarla con la deslealtad de su padre. La muerte inesperada del papa Marcelo, afín a los intereses hispanoimperiales y continuador de la política de Julio III, echó por tierra el proceso de refuerzo del poder de los coloneses y de afianzamiento de la jefatura de Marco Antonio porque ocurrió en un momento de profunda división en la parte gibelina, dividida su lealtad entre la fidelidad española o imperial, reflejando la crisis interna de la Casa de Habsburgo durante el proceso de sucesión de Carlos V. Dicha crisis favoreció la elección de un papa filofrancés, un güelfo acérrimo, Paulo IV Caraffa.

En abril de 1556, Paulo IV declaró en rebeldía a los Colonna. El 2 de mayo, reunido en consistorio, los privó de sus estados y los excomulgó, iniciando acto seguido las operaciones militares para tomar sus tierras y señoríos. Para Felipe II, apenas recién coronado, el asunto revestía la máxima gravedad, ponía en riesgo su reputación y le colocaba en la tesitura de hacer la guerra a la Santa Sede cuando presumía ser protector de la Iglesia. No hubo más remedio, puesto que el rey de Francia podía hacerse ahora con el dominio de Italia y expulsar de allí a los españoles.

La campaña, dirigida por el duque de Alba, fue todo un éxito, y a él contribuyó notablemente el linaje Colonna.

Marco Antonio se apoderó de la Campania romana, conquistando Segna, ciudad en la que se unieron los ejércitos de los colonnesi con los hispanoimperiales, poniendo sitio a Roma el 26 de agosto de 1557. Aislado e incomunicado en los palacios vaticanos, ante el peligro que corría la propia ciudad de Roma de ser saqueada como en 1527, Paulo IV firmó la paz en Cave. El tratado signado por el pontífice y el duque fue muy insatisfactorio, pues no reconoció la devolución de los feudos estratégicos que dominaban los accesos a Roma, principalmente Paliano. La paz fue una hábil maniobra del duque de Alba, que actuó en interés de su linaje, afianzando a los Álvarez de Toledo como centro y cabeza de la unión de las grandes casas italianas con la Corte española, integrando a los Caraffa en la “red Toledo”, y eso significaba dejar de lado a los Colonna. Marco Antonio logró limitar y abortar este intento gracias a su amistad con Éboli, y poco más tarde, la intervención de los colonnesi en el Cónclave de 1559 permitió a Ruy Gómez mejorar su posición cortesana, con la elección de un pontífice afecto a la Corte española y a su propio partido, al tiempo que Alba y sus amigos perdían influencia.

Para Marco Antonio Colonna fue el comienzo de su brillante carrera política y militar que se iniciará bajo el signo de los nuevos tiempos, sin que fueran incompatibles su lealtad a Felipe II y al Romano Pontífice.

Esta confianza en su lealtad se subrayará más si cabe tras los disturbios de agosto de 1562, en donde los conatos de amotinamiento antifiscal del pueblo romano fueron aplacados por las fuerzas de los colonnesi, a la vez que cooperaba con los virreyes de Nápoles participando en la defensa naval y en las campañas contra el turco, destacando su colaboración en la conquista del peñón de Vélez. En mayo de 1566 fue elegido Papa el cardenal Michele Ghislieri, Pío V, cuyo nombre indica la voluntad de continuar las líneas maestras fijadas por su antecesor. Al mismo tiempo, desde 1565, un nuevo general de la Compañía de Jesús, Francisco de Borja, afirmaba la vinculación entre la reforma católica dirigida desde Roma y los grupos de poder dirigentes en la Monarquía hispana. Asimismo, ambos tendrán en común una fuerte amistad con Marco Antonio Colonna, el cual, gracias al primero, recuperará todo su patrimonio aún pendiente de restitución desde la paz de Cave y del segundo recibirá la protección directa de la Corte de Felipe II, incluyendo a la familia real.

Tanto Pío V como Francisco de Borja, una vez concluido el Concilio de Trento, acariciaron la idea de recuperar el carisma del pontificado en una empresa que agrupase a todos los príncipes cristianos en una causa común bajo la guía del Papa, reeditando el ideal de Cruzada. Los jesuitas ofrecían los medios para conseguir convencer a las principales potencias católicas (gracias a sus contactos privilegiados con las elites). Así, hacia finales de 1568, Pío V decidió acabar con las fricciones que enturbiaban las relaciones de la Santa Sede con las potencias católicas, eludir las disputas jurisdiccionales y proponer un proyecto de la Liga contra el turco. La Corte española no fue muy receptiva, los problemas de los Países Bajos y la rebelión de los moriscos granadinos ocupaban su atención, por lo que Felipe II ordenó a su embajador, Zúñiga, que frenase los proyectos de Cruzada de Pío V y se negase a apoyarlos.

La intermediación de los jesuitas y el viaje de Marco Antonio a Madrid lograron cambiar la opinión de la Corte, se obtuvieron gracias fiscales de la Santa Sede y pocos meses más tarde, en la primavera de 1569, la situación cambiaba radicalmente y se establecían los primeros contactos para organizar una Liga contra el turco formada por Venecia, el Papado y la Monarquía católica. El desembarco de un gran ejército turco en Chipre en 1570 obligó a acelerar la materialización de la cruzada. Los venecianos pidieron que se movilizasen las armadas aun cuando todavía no se hubiere firmado el tratado de cooperación militar. Desde Roma y Madrid se accedió a prestar la ayuda solicitada. Se convino en que el mando lo tendría el comandante papal y este nombramiento recayó en Colonna, lo cual fue recibido con bastante malestar en el círculo del duque de Alba y muy especialmente por el almirante genovés Doria, que tenía muy poca estima de las dotes del romano para la dirección de operaciones navales. El 14 de septiembre se reunieron las escuadras veneciana, pontificia y española en el norte de Creta y partieron rumbo a Rodas. Su intención era la de obligar a la escuadra otomana a abandonar Chipre para salir a su encuentro y aliviar así la presión turca sobre aquel dominio de la Serenísima. Sin embargo, la flota cristiana se vio sumida en graves problemas internos que dificultaban su efectividad, la escuadra no presentó batalla contra el enemigo y, finalmente, la retirada de Doria a Mesina para invernar a finales de octubre cerró la campaña. La mayor parte de la escuadra pontificia naufragó en el viaje de regreso, Marco Antonio estuvo a punto de perecer ahogado y cuando regresó a Roma fue duramente criticado por su incompetencia.

Los evidentes malos resultados de la expedición, dieron pie al sector albista en Italia, el cardenal Pacheco, el virrey Granvela y el embajador Zúñiga para cuestionar todo lo acordado y volver a negociar el mando de la flota de la Liga. Los representantes venecianos y papales replicaron que todos los problemas nacían de la duplicità de la parte española, que aparentaba compromiso con un proyecto que en el fondo detestaba señalando la desobediencia de Doria como la causa principal del fracaso. En enero de 1571, el delegado papal en la Santa Liga, el cardenal Colonna, mostró su enojo por los “arti indegne usati dai ministri spagnoli” y cuando nuevamente parecía que no llegaría a firmarse el tratado, Colonna, accediendo a renunciar al mando supremo en favor de don Juan de Austria y mediando directamente con las partes en nombre de Pío V (viajó a Venecia y convenció al Senado para que aceptase el acuerdo final), tuvo una responsabilidad muy importante en la consecución de la Santa Liga, que se firmó en mayo de 1571. La actividad de Colonna en la organización y despliegue de la flota fue aparentemente discreta, don Juan de Austria parece el artífice de todo el proyecto y de la gran victoria que se obtuvo en el golfo de Lepanto el 7 de octubre, donde fue derrotada la flota otomana. Pero Colonna fue seguramente el consejero que tenía más crédito ante el joven general cuyas desavenencias con otros mandos, Requesens, Doria e, incluso, Veniero, no tuvieron lugar con él, y por tal motivo la historiografía italiana le atribuyó el carácter de “vincitore di Lepanto”. No obstante, la euforia del triunfo no atenuó la desconfianza y el recelo que había presidido la constitución de la Santa Liga. Las diferencias de criterio y las distintas actitudes de los firmantes de la alianza se reflejaban simétricamente en la flota. Además, los venecianos Juan de Austria y Marco Antonio Colonna consideraban que para consolidar la derrota otomana debía proseguirse la campaña en el Mediterráneo oriental, mientras que Requesens y los más importantes consejeros de Felipe II (y el mismo rey) opinaban lo contrario. Era inútil persistir en Levante y debía canalizarse todo el esfuerzo hacia el área norteafricana.

Como es sabido, la campaña de 1572 fue un fiasco, primero porque quedó aparcada a un segundo término durante la enfermedad y muerte de Pío V. En mayo, elegido Gregorio XIII, el cardenal Ugo Buoncompagni, un embajador comentó que sería un buen pontífice para su familia pero no para la Iglesia. No fue así, pero el papa elegido era un político avezado, sensiblemente menos idealista que sus predecesores y con un gran sentido práctico. En el verano, el bloqueo de la armada por la discusión sobre si debía dirigirse al Norte de África o a Levante hizo inútil la victoria obtenida el año anterior, no se aprovechó la debilidad naval turca que pudo así recuperarse en un plan intensivo de reconstrucción.

En la corte de Gregorio XIII, Marco Antonio comenzó a plantearse un mayor compromiso al servicio de Felipe II. El memorial que escribiera en 1576 dejaba muy claro su interés en integrarse al servicio de la Monarquía. A lo largo de su vida se habían sucedido diversos pontífices, cada pontificado era un principio y un fin, donde todo volvía a empezar y no había manera de consolidar lo obtenido. Muy distinto era servir a un rey. Asimismo, el soberano español prometió recompensarle por sus servicios, su contribución a consolidar los lazos con la Santa Sede habían sido fundamentales para lograr que la disolución de la Santa Liga en 1573 no acabase en ruptura y para que el papado contribuyera a la campaña de Túnez de 1574. Nombrado en ese año general de la caballería de Nápoles, se le indicó que esto sólo anunciaba un cargo de mayor responsabilidad, seguramente un virreinato o una embajada. Mientras tanto, las tensiones en la Corte española le afectaron en su ascenso. La desaparición de sus grandes amigos, Éboli y Borja, le dejaron desamparado y si bien muy pronto estableció una estrecha relación con Antonio Pérez, su amistad estuvo presidida por el intercambio de favores y una cierta desconfianza. En cualquier caso, y tras una dura competencia con Vespasiano Gonzaga, logró que el rey lo nombrara virrey de Sicilia.

Marco Antonio Colonna entró en Palermo, capital del reino de Sicilia, el 15 de mayo de 1577, siendo recibido por el Parlamento y las autoridades civiles y judiciales con todo fasto y boato, “como si fuera el rey Felipe”, según refiriera impresionado por el ceremonial y el esplendor de la llegada el jesuita Acquaviva, que le acompañó en el viaje. Sin embargo, nada más llegar a la capital, se encontró con un problema que constituiría el principal asunto que consumiría su mandato, los licenciados Aedo y Rojas, los nuevos inquisidores del reino, se negaron a presentarle sus credenciales y rechazaron que el virrey y la Gran Corte —el tribunal supremo— examinaran sus diplomas.

Este gesto tenía una gran importancia simbólica, al negarse a recibir la sanción del poder temporal ignoraban todo poder superior a la Inquisición y se consideraban al margen, si no por encima, de las autoridades de la corona.

Esta actitud no era nueva, y los inquisidores que les habían precedido habían sido relevados de su puesto por sus enfrentamientos con los virreyes. Para evitar que se les acusase de proceder como sus predecesores, los inquisidores Aedo y Rojas encubrieron su negativa con un aplazamiento indefinido de esta obligación. Y, mientras dilataban con todo tipo de excusas la “ejecución” de sus cargos, crecía la irritación del virrey y las autoridades reales, ya que al no confirmar los poderes que traían los inquisidores, su autoridad sobre ellos quedaba en entredicho.

Para evitar males mayores, Colonna solicitó la mediación del rey en el litigio, pero al remitir a la Corte de Madrid la decisión de cómo y dónde debían sancionarse los poderes de los inquisidores, la autoridad del virrey quedó públicamente dañada, al ejercer aquéllos sus funciones sin recibir su sanción, mientras se esperaba una resolución que se presumía larga y lenta. El rey ordenó la creación de una junta entre sus consejos de Italia e Inquisición para redactar una concordia, es decir, un marco legal que definiera las relaciones entre autoridades civiles e inquisitoriales.

En los resultados y las conclusiones de dicha junta fueron cruciales las relaciones del virrey con los ministros reales, principalmente con el Consejo de Italia, con cuyos consejeros fue incapaz de entenderse.

El príncipe de Mélito, presidente de la institución, señaló la causa de esta falta de entendimiento en una carta escrita al rey en junio de 1577, ni siquiera se les había pedido su opinión respecto al nombramiento, había sido un virrey designado por el Consejo de Estado y los de Italia estaban justamente irritados por esta causa. Italia estaba en el centro de una violenta disputa cortesana. La sucesión por la Secretaría del Consejo de Italia, vacante en 1577 por fallecer el secretario Vargas, generó una lucha entre los secretarios Pérez y Vázquez por hacerse con tan lucrativo puesto que, a juicio de Martín de Gante, fue no sólo indecorosa, sino que afectó profundamente a la marcha del Gobierno “a despecho de toda conveniencia y razón”.

En este mar revuelto, Colonna podía rehacer sus vínculos cortesanos y llevar a cabo un extenso programa de reformas que se le habían marcado en sus instrucciones, abarcando desde la recopilación de las leyes del reino y la puesta en orden del sistema judicial, hasta importantes proyectos de obras públicas y fortificaciones. Quería que su gobierno contrastara con el de los virreyes que le precedieron implantando con firmeza la aequitas, el gobierno justo. Sin embargo, esta voluntad llevada hasta sus últimos extremos, en dos casos concretos, le enajenó el apoyo de las elites locales.

La reforma de las Capitanías de Armas del reino afectó directamente a la Casa de Sessa, cuyos vástagos perdieron una fuente de oficios de la que siempre habían disfrutado. El otro caso fue su autorización para procesar a la marquesa de la Giuliana por envenenar a su marido, dicha señora era hermana del duque de Terranova, el noble más poderoso de la isla, que se sintió profundamente afrentado. Con la hostilidad de tan grandes familias, el margen de maniobra del virrey se redujo drásticamente. En 1579, Colonna se hallaba aislado definitivamente, Koenigsberger considera que en su aislamiento respecto a la elite siciliana fue consecuencia de unas decisiones que evidenciaban un talante antinobiliario que contrastaba fuertemente con su antecesor, el duque de Terranova, cuya administración había seguido una directriz radicalmente opuesta. En la Corte su enfrentamiento con la Inquisición dio motivos a los juristas que rodeaban al rey para corregir las decisiones auspiciadas por los nobles desde el Consejo de Estado. Además, en octubre de 1579, el cardenal Granvela, viejo enemigo de Colonna, era nombrado presidente del Consejo de Italia y se erigía como principal consejero del Rey, encargado de reformar el Gobierno después de la caída y encarcelamiento de Antonio Pérez y sus partidarios.

El 4 de julio de 1580 se publicaba la pragmática Inquisitiones et Iustitia secularis, más conocida por Concordia de Badajoz o de 1580, y, tal y como se esperaba, reafirmó y dio validez legal a los propósitos del Santo Oficio. Pero Colonna no se arredró e ignoró la concordia, de tal modo que en 1583 el Consejo de Inquisición advertía su incumplimiento.

Con la creación, en 1584, de una comisión especial para el Gobierno de la Monarquía, llamada “Junta de Noche”, desapareció el cardenal Granvela de la dirección de la política de Su Católica Majestad (al no ser incluido en dicha junta), había triunfado el “partido intransigente” y quedó relegado de todo protagonismo hasta su fallecimiento en 1586. La visita de la que contemporáneamente fue objeto el Consejo de Italia se enmarca claramente en este proceso, porque mientras que Granvela solicitaba inútilmente que no se realizase, el inquisidor general Quiroga comisionó al inquisidor Aedo para que averiguara “algunos particulares tocantes a la Visita que haze del Consejo de Ytalia”. Simultáneamente se desarrolló la visita que inició Gregorio Brabo a los tribunales de Sicilia en 1582. Todo el sistema era objeto de una revisión en profundidad.

Las instrucciones dadas a Brabo, limitaban su misión a una pesquisa que no podía recoger testimonios contra el virrey. Éste no tardó en manifestar una fuerte animosidad contra él y dirigió su actividad contra su entorno, persiguiendo a sus hombres de confianza.

En este clima de acoso, Colonna fue llamado a la Corte. Para algunos observadores se trataba de una promoción a un cargo más importante, pero para la mayoría se trataba de un cese y se hablaba abiertamente de que la “caída” de Colonna era resultado de un complot en su contra. Al parecer, el virrey mantenía una relación amorosa con Eufrosina Siracusa e Valldaura, esposa del barón de Miserendino, que era la comidilla de la sociedad palermitana; cuando un buen día apareció muerto el barón, con claros signos de haber sido asesinado, todas las sospechas recayeron sobre él. Fue sospechoso el que la Justicia se inhibiera por lo que los deudos del fallecido, la familia Corbera, se trasladaron a Madrid para pedir justicia al rey. El Consejo de Italia tomó el caso en consideración. El escándalo hizo que ya en 1582 se sugiriese la conveniencia de que el virrey fuera removido al gobierno de Milán o al de Valencia. A pesar de las presiones de los herederos del de Miserendino, nunca se llegó a un dictamen, ni se expresó ningún cargo concluyente de la responsabilidad de Colonna en aquel suceso. El virrey siempre sostuvo que todo era una invención para conseguir su cese y según el testimonio del Secretario del Reino, Pedro Cisneros, estos “conjurados” fueron el visitador Gregorio Brabo, el consultor Taboada, el inquisidor Peña y Juan Ossorio, antiguo straticó de Mesina. Es decir, los mismos que le habían denunciado —sin éxito— de malversación de fondos (un monto aproximado de doscientos mil escudos) y de comerciar con mercedes, oficios y beneficios. Pero, pese a que todo parecía fruto de las rivalidades y luchas por el poder, el estado de agitación que se vivía en Sicilia y la permanente confrontación del virrey con todas las fuerzas del reino, hacían necesario cesarlo.

Mateo Vázquez, amigo del virrey y hombre de confianza del Soberano, lamentó tal decisión, pero a cambio podía recompensarlo con un puesto mejor.

No obstante, la imagen de “caída” era tan fuerte que Colonna escribió una carta al comendador de Castilla para que fuera leída en el Consejo de Estado en la que pedía que se hiciese público que había sido llamado para servir en un puesto mejor, que se trataba de un premio y que con ello se diese fin a rumores y habladurías.

A pesar de todo, no pudo impedir que su salida estuviera rodeada de todo tipo de especulaciones y rumores. Abandonó Sicilia en el verano de 1584.

Su misteriosa muerte, acaecida en Medinaceli el 1 de agosto de 1584 camino de Madrid, dejó en suspenso la verdad sobre el final de su mandato. Nadie descartó que la oportunidad de su muerte no hubiese sido un asesinato político que alivió a la Corona de un tormentoso juicio en el que su reputación se habría visto afectada —por la tolerancia mostrada hacia el “escandaloso” comportamiento de un alter ego del rey—, como tampoco se descartó la sospecha, y ésta pareció más plausible, de una vendetta de la familia Corbera.

 

Fuentes y bibl.: Archivo Colonna (monasterio de Santa Scolastica de Subiaco), “Correspondencia” (ed. en A. Attanasio, “La documentazione delle famiglie gentilizie romane negli studi storici: il caso dell’Archivio Colonna”, en Archivi ed archivisti a Roma dopo l’Unità, Ministero per i beni culturali e ambientali, Roma 1994, págs. 360-379); Archivo Histórico Nacional, secc. Estado, leg. 2200, Sobre lo que resulta de las cartas del virrey en materia de jurisdicción, 24 de abril de 1581; secc. Inquisición, lib. 878, 59-205, Relación de los agravios que Marco Antonio Colonna ha hecho a la Inquisición de Sicilia, 1580.

G. Buonfiglio Costanzo, Historia Siciliana, Venecia, ed. Bonifacio Ciera, 1604; Marqués de Villabianca, Opuscoli palermitani: Vicerè e personaggi di buona e cattiva fama (ms. s. xviii, Biblioteca Comunale di Palermo, Qq E. 108); P. Lanza, principe di Scordia, Considerazioni sulla Storia di Sicilia, Palermo, Stamperia Antonio Muratori, 1836; G. di Blasi, Storia cronologica dei vicerè, luocotenenti e presidenti del Regno di Sicilia. Palermo, 1842, págs. 209-217; P. P. Sanfilippo, Compendio della Storia Siciliana, Palermo Stamperia Giovanni Pedone, 1843; A. Guglielmotti, Marco Antonio Colonna alla battaglia di Lepanto, Firenze, 1862; L. Vicchi, Marcantonio Colonna il vincitore di Lepanto, Faenza, 1890; M. Crocchiolo, “Sul viceregno di Marco Antonio Colonna in Sicilia (1577- 1584)”, en Archivio Storico Siciliano, nueva serie, año XXXVIII (1912), págs. 89-120; H. G. Koenigsberger, La práctica del Imperio, Madrid, Revista de Occidente, 1975; L. Sciascia, “Eufrosina”, en El mar de color de vino, Barcelona, Grijalbo, 1978, págs. 209-217; M. Rivero Rodríguez, “El servicio a dos cortes: Marco Antonio Colonna, almirante pontificio y vasallo de la Monarquía”, en J. Martínez Millán (ed.), La Corte de Felipe II, Alianza Editorial, Madrid, 1994, págs. 305-378; O. Caetani y G. Diedo, Lepanto (1571), Sellerio, Palermo, 1995, págs. 167-173 (Relazione sull’ultima malattia e morte di Marcantonio Colonna”); N. Bazzano, Marco Antonio Colonna, Roma, Salerno Editrice, 2003.

 

Manuel Rivero Rodríguez