Folch de Cardona y Anglesola, Ramón. Barón de Bellpuig (XII). ¿Bellpuig (Lérida)?, 4.VII.1467 – Nápoles (Italia), 10.III.1522. Militar, virrey de Sicilia y de Nápoles.
Ramón Folch de Cardona y Anglesola pertenecía a una rama secundaria del principal linaje de Cataluña, encabezado por los duques de Cardona, otra de cuyas líneas —los condes de Golisano— se había establecido en Sicilia con Alfonso V de Aragón. De esta última rama procedían, asimismo, Antonio de Cardona, que obtuvo el marquesado de Padula en el reino de Nápoles, y su hermano Juan de Cardona, conde de Avellino, ambos destacados capitanes en las primeras guerras de Italia. En Cataluña los Cardona constituían el ejemplo más brillante de ascenso familiar favorecido por la expansión de la Corona, al haber ligado su suerte a la Casa Real durante las guerras civiles y de conquista de los Trastámara aragoneses.
Ramón heredó en Cataluña la baronía de Bellpuig como hijo de Antonio Folch de Cardona Anglesola i de Centelles y Castellana de Requesens i Joan de Soler, aunque, según Francesco Vettori, Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo y Jerónimo Zurita, existía el rumor de que era hijo natural del propio Fernando el Católico y la duquesa de Cardona.
De acuerdo con la inscripción colocada en su sepulcro, nació el 4 de julio de 1467, probablemente en Bellpuig. La refinada educación de que haría gala más tarde, sobre todo en los ejercicios caballerescos, hace suponer que pasó su adolescencia en la Corte de los Reyes Católicos, lo que explicaría que siempre se expresara en castellano. En 1484 asistió, con diecisiete años, a las Cortes de Tarazona. Entre 1490 y 1504 negoció en nombre de su hermana Isabel, menor de edad, la boda de ésta con Bernat Vilamarí. En 1493 heredó la baronía de Bellpuig tras un pleito con Elfa de Perellós, mujer de su tío Hugo de Cardona.
Su trayectoria militar empezó como general de las galeras. Participó en las operaciones navales de apoyo a las campañas del Gran Capitán para la conquista de Nápoles en 1502 y 1503 al lado del almirante Bernat Villamarí, como el sitio de Gaeta. En septiembre de 1505 dirigió la armada en la toma de la plaza norteafricana de Mazalquivir, junto al alcaide de los Donceles Diego Fernández de Córdoba y en 1506 comandó la flota que trasladó a Fernando el Católico a Italia. Ese mismo año los principales miembros de la casa de Cardona se reunieron con el Soberano en Nápoles y Ramón casó con Isabel de Requesens y Enríquez, primogénita de Galcerán Bernat de Requesens.
Éste era un experto marino que había luchado en Nápoles a las órdenes de Ferrante I de Aragón, por quien fue recompensado con los condados de Trivento —en 1465— y Avellino —en 1468—, que luego vendería para continuar su trayectoria militar en España, donde el Rey Católico le dio por esposa a su prima hermana Beatriz Enríquez de Velasco y le concedió en 1486 el condado de Palamós en Cataluña.
Isabel, que heredaría en 1509 este título, era también prima hermana de Ramón de Cardona, por lo que su matrimonio reforzó la cohesión de ambos linajes, caracterizados por la continuidad de sus servicios en la flota y la expansión feudal entre Cataluña, Sicilia y Nápoles. Isabel, III condesa de Palamós, sería objeto años más tarde de un famoso retrato de Rafael —o, quizás, de su discípulo Giulio Romano—, cuya historia se ha asociado a un episodio galante en el que se habrían visto envueltos, junto a Cardona, el cardenal Bibbiena y Francisco I de Francia. Unos meses después de la boda, el nombramiento de Ramón como virrey de Sicilia en 1507 —que algunos autores han supuesto dos años anterior— supuso la culminación de los lazos del linaje con ese reino insular, donde los condes de Golisano figuraban entre sus principales barones.
El gobierno siciliano de Ramón de Cardona no dejó especial huella en la memoria de la isla. Scipione di Castro no lo mencionaría en sus famosos Avvertimenti a Marco Antonio Colonna, bajo Felipe II, a pesar de que en su mandato tuvieron lugar sucesos tan relevantes como la ofensiva fiscal contra los barones que, iniciada por el jurista Giovanni Luca Barberi, fue frenada por el virrey en una muestra del talante conciliador con la aristocracia local que luego desarrollaría en Nápoles. A principios del siglo xvii Vincenzo di Giovanni, en su apologético compendio sobre Palermo, afirmaría que Ramón no hizo nada notable, si bien fue elogiado por su buen gobierno. La documentación de su virreinato siciliano es, de hecho, escasa, aunque no tanto como para justificar tal desatención historiográfica. Todo parece indicar que Cardona formó en este período un núcleo de servidores, como su secretario Cristóbal Briceño, que actuó ya entonces como agente del virrey en la Corte para canalizar múltiples asuntos de hacienda, justicia y provisión de oficios. En 1508 presidió el Parlamento de la isla y obtuvo 300.000 florines para luchar contra “i mori della Barberia”.
Nombrado virrey de Nápoles el 8 de octubre de 1509 en sustitución del conde de Ribagorza Juan de Aragón, Ramón de Cardona hizo su entrada en la capital partenopea el 24 de ese mismo mes por mar, procedente de Sicilia, con un cortejo que remedaba la entrada del Rey Católico tres años antes: cabalgó por la ciudad flanqueado por los cardenales de Borgia y Sorrento y los principales barones del reino, fue a la catedral y visitó a la reina Juana en Castel Capuano para dirigirse después a Castel Nuovo. Desde el principio impulsó los elementos simbólicos y ceremoniales que conllevaba la representación de la majestad, lo que llevó a discutir los más diversos detalles del tratamiento que debía darse al nuevo virrey. Cardona —“il più scaltrito ginetto di Spagna”, según su biógrafo Filonico— desarrolló un cuidado extremo en su asistencia a todos los actos y ceremonias ligados a la dinastía aragonesa de Nápoles y extremó los gestos de deferencia hacia los linajes locales, hasta el punto de erigirse en un modelo de entendimiento con éstos que más tarde sería contrapuesto al autoritarismo del virrey Pedro de Toledo por algunos de los máximos intérpretes de los intereses nobiliarios como Ferrante Carafa. De hecho, el crecimiento de la capital, promovido por los aragoneses de Nápoles, cobró nuevo impulso bajo Cardona.
El aumento de la metrópolis napolitana conllevó también nuevos problemas. Así, el descontento popular por las dificultades del abastecimiento, que había estallado bajo Ribagorza, volvió a dar lugar a un nuevo tumulto en 1510. El intento de asesinato del electo del pueblo Luca Russo por un noble del seggio de Portanova a causa de una querella particular produjo una rebelión que sólo cesó ante la presencia del virrey y los miembros de su Consejo. Sin embargo, la inestabilidad no cesó y en los meses siguientes el malestar social se manifestó nuevamente al surgir una causa capaz de aglutinar a los distintos estamentos, como fue la introducción de la Inquisición española, que daría lugar al más grave episodio de resistencia interna al que debió hacer frente Cardona. La idea de implantar el Tribunal en el reino se había planteado ya durante la conquista, a pesar de la oposición del Gran Capitán, que se había comprometido a no permitirlo con las autoridades de la capital cuando la tomó en 1503. Los rumores de rebelión desatados en 1509 decidieron a Fernando el Católico a organizar en Nápoles un instrumento de control político tan poderoso como el Santo Oficio. Pocos días antes que Cardona, el 19 de octubre, llegó a la capital el obispo de Cefalú, Reinaldo de Montoro, auxiliar en materia inquisitorial del obispo de Mesina Pietro Bellorado.
La llegada, el 29 de diciembre, de otro enviado real, Andrés Palacio, sustituto del inquisidor de Aragón, produjo una reacción de los diversos sectores de la capital, de los que se erigieron en portavoces los electos de los seggi, junto a algunos barones y caballeros. Todos ellos, tras entrevistarse con los inquisidores, protestaron ante el virrey alegando la ausencia de motivos que justificaran la introducción en el reino del Tribunal tal y como existía en España. El 7 de enero de 1510 se reunieron en San Lorenzo los representantes del pueblo y de la nobleza para adoptar una actitud común. En las discusiones siguientes salieron a relucir las diferencias entre los seggi de la capital: los representantes de Capuana, Porto y Portanova exigieron la salida inmediata de los inquisidores, mientras que los de Nido y Montagna propusieron que se elevase antes una súplica al Rey. El representante del pueblo, Francesco de Coronato, anunció que se sumaría al voto unánime de los demás. El 10 de enero se acordó la unión de todos los estamentos contra la Inquisición. Pero no fue hasta el 25 de abril cuando los electos de la ciudad decidieron enviar un emisario especial a la Corte, Francesco Filomarino, del seggio de Capuana. Altercados, rumores y tensiones se sucedieron durante todo el año, aunque la polémica se serenó hasta el mes de septiembre, a la espera de lo que respondiera el Rey al legado de la ciudad. El 23 de ese mes se celebró en la iglesia de Santo Agostino una reunión popular a la que acudieron varios miles de personas, para dar lectura a la carta de Filomarino en la que informaba en términos ambiguos de la marcha de sus gestiones, por lo que la asamblea, exasperada al no ver atendidas sus demandas por la obstrucción que éstas encontraban en la Corte, concluyó a los gritos de “Viva il re et mora lo inquisitore”. El virrey se acuarteló en su residencia. La oposición al Santo Oficio, difundida al conjunto del reino, se estaba convirtiendo en un elemento aglutinante más allá de las divisiones faccionales y de nación. En esa situación, Cardona logró convencer al Monarca del riesgo que para su política de reconciliación y apaciguamiento con los grupos dirigentes del reino representaba una medida como la introducción del Santo Oficio en su versión española, hasta el punto de que si perseveraba en ella “había de ser por nueva conquista”. A finales de noviembre el virrey promulgó dos pragmáticas que anulaban el establecimiento de la Inquisición y, para calmar las inquietudes ortodoxas de la Corte, ordenaban la expulsión de los judíos, aunque finalmente ésta se pospuso por la presión de los influyentes sectores hebreos del reino en estrecha relación con la nobleza.
La habilidad de Cardona en la gestión de la crisis inquisitorial y, en general, sus criterios pactistas de gobierno, contrastaban con la relativa temeridad de que daría muestras en el escenario diplomático y militar italiano. Éste se vio sacudido desde 1510 por el deterioro de las relaciones entre Fernando el Católico y Luis XII de Francia a causa de la creciente enemistad del papa Julio II hacia el Rey Cristianísimo que haría inviable el mantenimiento de la Liga de Cambrai forjada contra Venecia. Fue entonces cuando volvió a plantearse la concesión de la investidura del reino de Nápoles por el Pontífice, solicitada por Fernando desde su visita a Italia en 1507 y ahora de nuevo, en 1510, tras la muerte del hijo habido con Germana de Foix, todo ello mientras Julio II desataba las protestas del monarca aragonés por su intervención en los asuntos eclesiásticos napolitanos. Reforzado ese mismo año por sus triunfos en el norte de África, el Rey Católico pudo obtener la ambicionada investidura, como le comunicó su embajador en Roma, Jerónimo de Vich, el 25 de julio. La noticia se conocía en Nápoles desde el 7 de ese mes, pero no se hizo pública hasta el 13 de diciembre, cuando se celebraron diversos festejos con tal motivo. Sin embargo, no se descartaba una nueva invasión francesa, en unos momentos en que el reino quedaba desguarnecido por la salida de sus fuerzas terrestres y marítimas para cumplir con los compromisos diplomáticos del monarca aragonés. Las primeras estaban integradas por un contingente de mil ochocientos caballos al mando de Vincenzo de Capua, duque de Termoli, que se dirigió a través de los Estados Pontificios hacia el Véneto, para unirse con las demás fuerzas de la Liga de Cambrai contra Venecia. El ejército, que abandonó Nápoles en mayo de 1510, estaba integrado por españoles destacados en el reino y mandado por oficiales castellanos y napolitanos, muchos de ellos ligados al duque por relaciones de familia o clientela. En esa situación se convocó el Parlamento de mayo de 1511.
La solicitud real de más dinero no fue, sin embargo, atendida de forma inmediata y el Parlamento dilató la aprobación del donativo presentando múltiples alegaciones y peticiones de gracias. El virrey, que afianzaría su asentamiento familiar en el reino con su ingreso en los seggi de Nido y de Porto, multiplicó por entonces los esfuerzos para recabar el apoyo de la nobleza napolitana. El 9 de junio de 1511 se hizo público en Castel Nuovo el matrimonio entre Juana de Requesens, cuñada de Cardona, y el conde de Chiaramonte, aunque finalmente casaría con otro noble napolitano, Petriccone Caracciolo, IV conde de Martina.
El 4 de octubre de 1511 tuvo lugar la formación de la Liga Santa contra Luis XII de Francia. La alianza entre el Rey Católico, el Papa y Venecia, a la que pronto se sumaría Enrique VIII de Inglaterra, iba a producir el inicio de una nueva campaña militar en el centro y norte de Italia. Durante el verano de 1511 Nápoles se había convertido ya en un centro de operaciones, reuniéndose en la capital y sus alrededores efectivos procedentes de Castilla y de las plazas de Berbería, mientras el virrey era nombrado capitán general de la Liga. Cardona salió del reino en noviembre de 1511 al frente de un numeroso contingente del que formaban parte destacados nobles napolitanos. El impacto que la empresa produjo en la sociedad aristocrática napolitana sería reflejado por la colorista descripción de la salida del ejército que recoge la anónima narración novelada Questión de Amor. Fernando el Católico había apoyado el nombramiento de Cardona como capitán general de la Liga, frente a las presiones elevadas desde diversos círculos castellanos e italianos para que el cargo recayera en Gonzalo Fernández de Córdoba, lo que daría origen a una polémica poco después ante los primeros reveses militares de Cardona.
Éste se dirigió con sus tropas hacia Abruzo para desde allí, a través de la Romaña, alcanzar Bolonia, cuyo sitio se vio obligado a levantar el 4 de febrero de 1512 ante la rápida reacción del ejército francés, dirigido por Gastón de Foix, duque de Nemours y hermano de la segunda esposa del Rey Católico. Los franceses difundieron además el rumor de que una gran armada se dirigiría hacia Nápoles llevando consigo a Alonso de Aragón, hijo segundo del último rey aragonés, Fadrique, con el fin de ponerlo en el trono y obligar así al Rey Católico a que hiciera volver a parte del ejército a fin de defender el reino, desguarnecido bajo la lugartenencia de Francisco Remolines, cardenal de Sorrento. Cardona empezó a ser acusado de lentitud e incluso de cobardía por rehuir la batalla. A pesar de todo, el ejército siguió su marcha, que concluiría el 11 de abril en la batalla de Rávena, una de las más cruentas de la Edad Moderna y en la que se ensayó una potente artillería junto a otras armas, como los carros diseñados para Cardona por Pedro Navarro.
Durante siete horas se enfrentaron unos veinticuatro mil franceses frente a unos dieciocho mil hombres de la Liga Santa, de los cuales habrían muerto en torno a trece mil quinientos de los primeros y siete mil cuatrocientos de los segundos. La menor mortandad no impidió que las tropas de la Liga debieran abandonar el terreno, dejando un elevado número de prisioneros —como el propio Pedro Navarro o el joven marqués de Pescara—, mientras Cardona, levemente herido, emprendía una humillante fuga hasta Ancona, que sería satirizada por autores como Pedro Mártir.
Éste escribiría el 23 de abril siguiente que el papa Julio II “suele llamar a nuestro virrey ‘el señor Cardona’, pues es más elegante y pulcro que buen General. A juicio de todos en este asunto el Rey Católico estuvo desacertado. Siempre se mostró buena persona y de apacible carácter, así como afable entre los elegantes cortesanos, pero nunca entero y avezado a las cuestiones militares”. La supuesta cobardía del virrey llevaría a difundir más tarde la alusión papal deformada en madama Cardona. Sin embargo, la muerte de Gastón de Foix impidió que los franceses pudieran aprovechar su costosa victoria. La noticia de ésta desencadenó la alarma en Nápoles, donde Remolines pidió al virrey de Sicilia Hugo de Moncada, con funciones de capitán general de Nápoles tras la marcha de Cardona, que pasase al reino para afrontar una eventual invasión. Pero, tras la primera alarma, el propio Rey prohibió que las tropas mandadas por Cardona regresaran a Nápoles. Fernando volvió a pensar entonces en enviar al Gran Capitán a Italia, idea que pronto abandonó al constatar que, entre tanto, la situación había vuelto a mejorar en el Mezzogiorno. El lugarteniente y los electos de la capital enviaban informes tranquilizadores, lo que permitió que Moncada volviera a Sicilia y Cardona regresase a Nápoles, donde hizo su entrada el 3 de mayo de 1512, para reorganizar las tropas y volver a tomar el camino del norte el 27 de mayo. Nuevamente, Remolines quedó como lugarteniente a pesar de haber mostrado su deseo de dejar el cargo y pidió a Prospero Colonna que volviese al reino para disponer de un capitán experimentado en caso de emergencia. A mediados de junio el ejército de Cardona cruzó de nuevo la frontera de Abruzo para dirigirse a Lombardía. La victoria francesa en Rávena iba a quedar pronto oscurecida por la recuperación de los ejércitos de la Liga, hasta el punto de producir un viraje en la situación política italiana a lo largo de 1512 cuyo primer síntoma se consumó en Florencia.
En septiembre, tras derrotar a las milicias organizadas por Maquiavelo en la ciudad de Prato, que fue sometida a un terrible saqueo, Cardona obligó a la República toscana a aceptar el retorno de los Médicis, con la intervención de nobles napolitanos como Cicco de Loffredo y el marqués de la Padula, que había de quedar como capitán de la gente de armas de la nueva Señoría, integrada en la Liga Santa, al igual que las repúblicas vecinas de Siena y Luca. En octubre de ese año la toma de Brescia preparó el camino para la restauración de los Sforza en el ducado de Milán, sancionada el 29 de diciembre con una solemne ceremonia en la catedral milanesa a la que asistió Cardona. A pesar de la firma de la paz de Fuenterrabía entre el Rey Católico y Luis XII en abril de 1513, el virrey permaneció con sus tropas en el norte de Italia, ahora frente a los venecianos y, tras restaurar en junio a Ottaviano Fregono como dux de Génova, se dirigió hacia Verona y puso asedio a Padua. A finales de septiembre sus tropas tomaron Treviso y bombardearon Venecia, un acto simbólico que causó gran impacto en la época a pesar de que, nuevamente, el ejército del virrey emprendió la retirada. Rodeados por los venecianos de Bartolomeo d’Albiano, los efectivos de la Liga se vieron obligados al combate en Olmo, cerca de Vicenza, que Cardona presentaría como una gran victoria.
El virrey no volvería a Nápoles, salvo breves intervalos en la guerra, hasta el 12 de noviembre de 1515.
Ese absentismo incentivó la inestabilidad, con un desarrollo del bandidaje y de las pugnas faccionales. No es extraño que en ese clima se produjeran revueltas antibaronales. La salida de Cardona del reino en 1511 supuso el inicio de un modelo de gobierno virreinal en ausencia en el que la figura del lugarteniente reproducía respecto al virrey la función que éste desempeñaba como desdoblamiento de la persona del Soberano. Bajo Cardona se configuró el sistema de delegaciones superpuestas que implicaba la ausencia del virrey, a través de los lugartenientes Remolines y Villamarí, cuyo protagonismo político y familiar en el escenario de los grupos proaragoneses del reino no sólo no impidió su enfrentamiento con gran parte de la nobleza, sino que lo acentuó al no verse respaldado por la inserción de los lugartenientes en un órgano institucional como el Consejo Colateral. Asimismo, la ausencia del virrey entre 1511 y 1515 frenó el desarrollo de la Corte virreinal que, a pesar de todo, lograría retomar el impulso inicial tras su regreso al reino en 1515, en gran medida gracias al mantenimiento en Nápoles del núcleo de su casa aglutinado en torno a la virreina Isabel de Requesens.
En noviembre de 1511 había quedado como lugarteniente general el citado cardenal Francisco Remolines, un catalán formado en la Universidad de Pisa, que debía su fortuna a los Borgia y que tras la elección de Julio II se había retirado a Nápoles junto con el cardenal Borgia. Ambos habían flanqueado a Cardona en su entrada en Nápoles en 1509 y desde entonces habían ocupado un lugar preferente en las múltiples ceremonias y fiestas presididas por el virrey.
Sus esfuerzos por imponer el orden acabaron disgustando a todos los grupos dirigentes. La marcha de Cardona y el gobierno de Remolines inauguraron uno de los momentos más complicados del reinado de Fernando el Católico en su nuevo reino. La oposición desencadenada por el lugarteniente llegó a tal punto que cuando en febrero de 1513 se trasladó a Roma para participar en el cónclave que debía elegir al sucesor de Julio II, el Rey aprovechó la ocasión para sustituirlo al frente del gobierno por otro catalán de su máxima confianza, el gran almirante del reino Bernardo Villamarí, conde de Capaccio, casado con Isabel de Cardona, hermana del virrey. Su gobierno se vería comprometido por las tramas de la aristocracia de la capital para reforzar sus posiciones e, incluso, atacar el dominio aragonés. Villamarí tenía una brillante carrera militar a sus espaldas y, tras suceder al príncipe de Bisignano en el cargo de Almirante, había tejido una densa red familiar y de alianzas con los principales linajes napolitanos. De ello era muestra el enlace entre su hija mayor con el marqués de la Padula y, sobre todo, el de su segunda hija, Isabel, con el joven IV príncipe de Salerno Ferrante Sanseverino, del que Villamarí había sido nombrado ayo por el Rey, así como su ingreso en el seggio de Nido.
Cardona, por su parte, gracias a su condición de máximo representante político y militar del Monarca en la Península, consolidaría su patrimonio adquiriendo en 1515 el condado de Oliveto —tras ser desposeído de él por traición Pedro Navarro— y en 1519 el lucrativo cargo de almirante del reino tras la muerte del citado Villamarí, todo ello mientras actuaba con un notable margen de autonomía en el escenario italiano. En 1513 la embajada de obediencia enviada por Fernando al nuevo pontífice León X estuvo encabezada por el virrey y el embajador ordinario Jerónimo de Vich. Entre tanto, el rey de Aragón intentaba extender su influencia en Italia a través de una alianza con los Médicis que, al tiempo que facilitaba el entendimiento con el Pontífice, le permitiría intervenir en los asuntos toscanos. Para ello había intentado concertar en 1513 la boda de Juliano de Médicis con Bona Sforza y Aragón, hija de la duquesa viuda de Milán Isabel de Aragón y, ante la negativa de ésta, con Teresa de Cardona, que a su condición de pariente próxima del Monarca unía la pertenencia al mismo linaje que el virrey de Nápoles, en cuyo territorio había de formarse un potente estado señorial para la pareja. A finales de 1514 la intervención de Fernando en los asuntos centro y norteitalianos volvió a ponerse de manifiesto al proponer al nuevo papa León X de Médicis el casamiento de Teresa de Cardona, hija de la duquesa de Cardona, con Lorenzo de Médicis, prometiendo “darles estado en Nápoles”.
El 15 de febrero de 1515 el Pontífice ratificó la Liga con el Rey Católico, el Emperador, el duque de Milán y los suizos, que, bajo el pretexto de preparar la guerra contra los turcos, debía organizar un ejército común para la defensa de Italia y cuyo mando se confería al virrey de Nápoles. Fernando envió nuevas instrucciones a Cardona para que preparara las tropas y dispusiese el reparto de las capitanías encomendadas a barones napolitanos de acuerdo con las redes familiares de éstos. Pero la situación cambió radicalmente con la invasión de Italia por Francisco I, su victoria sobre los suizos en Marignano y la conquista de Milán, consumada con la rendición de su duque, Maximiliano Sforza, el 5 de octubre de 1515. Fernando, al parecer descontento con la actuación militar de Cardona, le ordenó que regresara con su ejército a Nápoles para defender el reino ante la imposibilidad de frenar la ofensiva francesa en el norte.
A la muerte de Fernando el Católico en enero de 1516, el virrey —uno de los albaceas del testamento real— no comunicó la noticia hasta que se aseguró de la lealtad de las figuras más prominentes del reino al nuevo monarca Carlos de Austria, manteniendo contactos separados con los electos de los seggi de la capital y con los barones más próximos a él, Fabrizio Colonna y el marqués de Pescara, encargados a su vez de asegurar la aceptación de los otros grandes linajes.
Cuando la adhesión general estuvo garantizada, Cardona procedió a anunciar solemnemente el cambio de Monarca, dando lectura al testamento de Fernando.
Sólo se dejaron sentir ciertas resistencias por parte de algunos elementos de los seggi de la capital y, en concreto, de los de Capuana, Porto y Portanova, cuyos portavoces recordaron los derechos dinásticos del duque de Calabria Fernando de Aragón, en contraste con el apoyo a Carlos expresado por el seggio popular. El primer acto de Cardona tras la muerte del Rey Católico fue una demostración de fuerza al encargar al marqués de Pescara la incorporación por la fuerza al patrimonio de la Corona del ducado de Sora, próximo a la frontera pontificia y en poder del prefecto de Roma.
En agosto Cardona fue confirmado como conde de Olivento y capitán de las galeras. Pero pronto surgieron tensiones con el grupo de Guillermo de Croy, que detentaba el poder en la Corte, patentes cuando el virrey solicitó el envío de una ayuda económica para pagar a las tropas del reino y la Corte de Carlos, en diciembre de 1516, y se negó a atender sus demandas.
Antes, los tumultos de Sicilia —encabezados por un pariente de Ramón, el conde de Golisano— habían llevado al nuevo Monarca a ofrecer el gobierno de la isla al embajador Vich y, al rehusar éste, al propio Cardona, que a su vez no quiso aceptar, siendo finalmente nombrado el napolitano conde de Monteleone Ettore Pignatelli nuevo virrey de la isla en 1517. Fueron esas tratativas las que hicieron que hasta el 19 de octubre de 1516 Cardona no recibiera la confirmación oficial de su continuidad en Nápoles.
Entre tanto, la diplomacia francesa aceleró sus tratativas con la Corte de Bruselas. El 1 de agosto de 1516 se reunieron los plenipotenciarios de ambas partes en Noyon: por parte de Carlos figuraban Guillermo de Croy y Jean le Sauvage. Francisco I apeló al tratado firmado en esa misma ciudad en 1505 entre Fernando el Católico y Luis XII, según el cual Nápoles debía pasar a Francia si Germana de Foix no tenía descendencia del Rey Católico. El 13 de agosto se firmó el nuevo tratado, cuyas cláusulas fueron publicadas en Nápoles por Cardona el 24 de septiembre de 1516.
Pese a los esfuerzos del virrey por tranquilizar los ánimos, las implicaciones del acuerdo para los intereses particulares de los grandes linajes y barones resultaron evidentes al adjuntarse un decreto del nuevo Rey para restituir los bienes confiscados a los antiguos partidarios de la causa francesa, una medida que inmediatamente despertó la alarma entre los grupos dirigentes del reino. Los nobles más afectados se reunieron en el monasterio de Monteoliveto y se negaron a cumplir el decreto hasta que un embajador especial enviado a la Corte expusiera sus razones al nuevo Soberano.
Las diversas instancias de poder se apresuraron a hacer llegar a Bruselas sus reclamaciones para garantizar la continuidad de los privilegios y acuerdos sancionados por el Católico. A lo largo de 1517 varias embajadas extraordinarias llevaron hasta Bruselas esas peticiones, con el respaldo explícito de Cardona.
La aparente normalidad que esas legaciones, así como el propio virrey, querían reflejar, encerraba, sin embargo, un frágil equilibrio que sólo pudo consolidarse por la capacidad de maniobra del noble catalán en la Corte flamenca. Muy pronto, destacadas figuras de los Países Bajos, empezando por el propio Guillermo de Croy, empezaron a recibir cuantiosos beneficios y cargos relevantes en Nápoles. En diciembre de 1516 Chièvres recibió el título de duque de Sora y fue nombrado gran almirante del reino y capitán general de todas las fuerzas marítimas de los reinos de la Corona de Aragón tras el fallecimiento de Bernardo Vilamarí. En la misma fecha se le otorgaron los derechos de fogaje y sal, entre otros, en varios lugares de la provincia de Tierra de Lavor, con carácter perpetuo y hereditario. En 1519 se le concedería la ciudad de Isernia en la provincia de Molisa, y otras ciudades y tierras en varias provincias, privilegios que heredaría su sobrino Felipe de Croy a su muerte. Cardona, que ostentaba el ducado de Sora, accedió a vendérselo en 1516 a Croy. A su vez, éste lo vendería después al marqués de Pescara. En diciembre de 1519, tras la renuncia de Croy al cargo de gran almirante del reino, éste fue concedido a Cardona, junto con el título de “Capitán general de las fuerzas marítimas, no sólo de los reinos de la Corona de Aragón, sino de todos los reinos, estados y dominios sujetos a la potestad del monarca”, que antes había detentado el mismo Guillermo de Croy. En la misma fecha se producía la confirmación perpetua de la propiedad de la tierra de Oliveto con el título de conde que ya detentaba.
En esa situación, en abril de 1517 llegó a Nápoles, con el cargo de comisario general, Charles de Lecrec, como delegado especial de Chièvres para iniciar un reconocimiento exhaustivo de todas las entradas del país y una inspección de las estructuras administrativas y fiscales. La misión, que duró casi dos años, puso de manifiesto las múltiples irregularidades acumuladas en el período anterior. En 1517 el virrey, al frente de las tropas, había marchado hacia la frontera pontificia para apoyar al Papa, recaudando con eficacia el dinero necesario para pagar al ejército. Mientras, Cardona seguía desarrollando una intensa política patrimonial y de reforzamiento de su casa en Nápoles.
El 21 de febrero escribió al marqués de Arhiscot sobre las negociaciones para la venta del ducado de Sora y otros asuntos que reflejaban el mantenimiento de sus contactos con la elite flamenca de la Corte imperial.
En 1521 el nuevo frente militar abierto en la Italia del norte con el inicio de la primera guerra entre Carlos V y Francisco I determinó un agravamiento de las condiciones del reino de Nápoles tanto en el ámbito político —al acarrear una nueva ausencia del virrey tras su discutida asunción del mando de las tropas imperiales— como en el social y económico, por la contribución al coste de la campaña. Desde Roma, el embajador imperial Juan Manuel se quejó reiteradamente al Emperador por el comportamiento del virrey, afirmando que la situación en Lombardía cambiaría si Cardona marchaba al frente de los efectivos napolitanos, como había sucedido en 1511. Pero la dilación del virrey en tomar una decisión alimentaba la incertidumbre y quebraba la cohesión entre los aliados. Poco después, el 8 de julio, Juan Manuel podía comunicar al Emperador que Cardona se había puesto en marcha hacia la frontera septentrional del reino. Los poderes que el Monarca había concedido al embajador sobre los asuntos del ejército y de la Liga lo situaban en una situación de superioridad respecto al virrey. La oposición del embajador a que Cardona asumiera el mando supremo del ejército de la Liga como en los tiempos de la campaña de Rávena apenas ocultaba, bajo el pretexto de la oportunidad que aconsejaba no agraviar al marqués de Mantua despojándolo de tan alto oficio, la profunda animadversión que enfrentaba a los dos máximos representantes imperiales en Italia, fruto de la pugna faccional engendrada desde los tiempos de la regencia de Fernando el Católico en Castilla, cuando Juan Manuel fue uno de los principales felipistas.
A pesar de todo, cualquier cambio en el gobierno de Nápoles podía ser perjudicial, por lo que Juan Manuel aconsejaba mantener por el momento a Cardona en su cargo. El 22 de julio de 1521 Ramón comunicó a Carlos V la llegada de las tropas mandadas por Antonio de Leiva a Bolonia y la salida del reino de un ejército mandado por el marqués de Pescara con dirección a esa ciudad. El 31 de julio Juan Manuel escribió a Carlos V que había pedido a Cardona que, debido a su enfermedad, no siguiera la marcha a Lombardía y volviese a Nápoles para encargarse de recaudar el dinero necesario para la campaña, así como de reforzar los castillos del reino y luchar contra los bandidos. La marcha del virrey al frente del ejército se estaba convirtiendo en un serio problema para los aliados. En agosto de 1521 Cardona cayó enfermo de nuevo. Las tropas napolitanas estaban acampadas en Parma, mientras el Papa seguía protestando por la tardanza del virrey en ponerse al frente del ejército, que estaba permitiendo a los franceses reorganizar sus fuerzas. El 24 de febrero de 1522 Ramón firmó en la residencia virreinal de Castel Nuovo de Nápoles su testamento ante el notario Francesco Nubulis, que haría público el 11 de marzo el notario Aniello Jordan.
El 3 de marzo Juan Manuel escribió a Carlos V que Cardona estaba nuevamente enfermo y el 12 de marzo comunicó su muerte. El virrey se había encontrado en una situación cada vez más difícil, tras un gobierno demasiado largo como para no suscitar los recelos de los diversos grupos nacionales y de facción que se disputaban el favor real en la Corte, empezando por los castellanos que reclamaban el cargo virreinal, al igual que hacían borgoñones como Charles de Lannoy. Pese a todo, Cardona, uno de los más destacados agentes de la política de Fernando el Católico y el principal protagonista de la política italiana de éste en los años decisivos de 1510 a 1515, había conseguido resistir en el poder, remontando un difícil tránsito de reinado y llegando a ser uno de los pocos virreyes que murieron en el ejercicio de su cargo. Su desaparición, el 10 de marzo de 1522, no supuso el final de la política de consenso con la nobleza que había impulsado el modelo aragonés de Fernando el Católico y que, continuada en sus líneas básicas por los virreyes flamencos de la década de 1520; sólo sería abandonada por un modelo más autoritario con la llegada del castellano Pedro de Toledo en 1532.
El mecenazgo desarrollado por Cardona tanto en España como en Italia apenas empieza a ser conocido.
Fue objeto de diversas piezas literarias, como la citada Questión de Amor, el Psalmo en la gloriosa victoria que los españoles ovieron contra venecianos de Bartolomé Torres Naharro o unos versos encomiásticos del Jardinet d’orats de Romeu Llull. Se sabe que realizó diversas ofrendas al santuario de Montserrat y que en julio de 1507, poco después de su llegada a Sicilia como virrey, encargó al escultor Antonello Gaggini una gran tribuna marmórea para el altar mayor de la catedral de Palermo. Entre las obras que patrocinó en su señorío de Bellpuig destaca la construcción del convento franciscano de San Bartolomé, erigido entre 1507 y 1513 por Antoni Queralt y a la muerte de éste por Miguel de Maganya, de acuerdo con el gusto gótico tardío aún predominante en los reinos españoles y en la Corte de los Reyes Católicos —patente también en el retablo del altar mayor que, aunque encargado al napolitano Nicola di Credenza en 1515, contaba con tablas de Joan de Borgonya—, mientras que en la reedificación del castillo familiar llevada a cabo por el mismo Antoni Queralt y Joan Llopis se aprecian ciertas novedades de la arquitectura palaciega y militar, reforzadas por las detalladas instrucciones enviadas por el virrey desde Nápoles en 1514, donde aludía a diversos ejemplos ornamentales italianos. La adaptación pragmática al medio de sus encargos artísticos llevaría a Cardona a optar en Nápoles por el temprano manierismo leonardesco del pintor calabrés Marco Cardisco en su muy probable comisión de la gran tabla de la Adoración de los Reyes Magos que, a modo de exvoto dinástico con motivo de la sucesión de Fernando el Católico por Carlos V, debía presidir la Capilla Real de Castel Nuovo. A falta de otros datos que puedan aparecer, cabe atribuir la decidida opción clasicista del sepulcro virreinal a la iniciativa de su viuda, Isabel de Requesens, quien pudo seguir el ejemplo de su cuñada Isabel de Cardona, autora del encargo de otro sepulcro similar aunque de menor envergadura para su marido Bernat Villamarí, también con destino a Cataluña.
La sepultura de Ramón fue encomendada al más reputado escultor clasicista activo entonces en Nápoles, Giovanni Merliano da Nola. El contrato se firmó en 1524, el mismo año en que Isabel de Requesens iba a morir en la capital partenopea, siendo enterrada en otro sepulcro, obra de Girolamo Santacroce, en la iglesia de la Anunziata. El sepulcro del virrey fue terminado en 1530, cuando se mandó a España, desembarcando en julio en el puerto de Salou para instalarse —con la intervención de Damián Forment y Martín Díez de Liazasolo— en el convento de San Bartolomé de Bellpuig que había concitado los cuidados de Cardona, cuyo solemne entierro en el mismo se produciría el 15 de marzo de 1531. El virrey, casi yacente, con armadura moderna y bastón de capitán general, aparece retratado —quizás a partir de una mascarilla funeraria— como en un sueño, con la cabeza apoyada en el yelmo —según una fórmula destinada a triunfar en la escultura funeraria napolitana— y sobre un thiasos o friso marino presidido por Neptuno y Anfitrite como alegoría del tránsito al más allá en diálogo con la batalla naval de Mazalquivir ganada por Ramón en 1505 y representada en la basa, mientras un friso superior despliega su otro hecho de armas más relevante, el paso del río Brenta con la caballería y la artillería para bombardear Venecia en 1513, todo ello bajo un gran arco triunfal donde las virtudes y los trofeos profanos rodean un relieve central con la Piedad y su esperanza de salvación. Este manifiesto funerario del humanismo aristocrático —que probablemente valdría a su autor, Giovanni da Nola, recibir el encargo del sepulcro de otro virrey, el castellano Pedro de Toledo— sería trasladado a la iglesia parroquial de Bellpuig tras la desamortización de Mendizábal y gravemente dañado a causa del incendio provocado por las milicias republicanas en 1936.
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Carlos José Hernando Sánchez