Leiva, Antonio de. Príncipe de Ascoli (I), marqués de Stela, conde de Monza (I). Navarra, 1480 – Aix-en-Provence (Francia), 7.IX.1536. Capitán español de los Tercios de Carlos V, gobernador del Milanesado, Grande de España.
Era hijo de Juan Martínez de Leiva, que fue general de los Reyes Católicos, y pariente del Gran Capitán.
A los veintiún años empezó a servir a su patria, tomando parte en la guerra de las Alpujarras a causa de la sublevación de los moriscos. Pasó con posterioridad a Nápoles a las órdenes de Gonzalo de Córdoba, donde probó sobradamente su valor. Participó en la batalla de Rávena, en 1512, en el transcurso de la cual fue herido. En aquella acción las tropas de la Liga, mandadas por el virrey de Nápoles, Ramón de Cardona, salieron derrotadas por el Ejército francés que mandaba el duque de Nemours.
En 1524 el Emperador llevó la guerra a Francia; las tropas conducidas por el marqués de Pescara obtuvieron brillantes triunfos, poniendo sitio a Marsella. Francisco I, por su parte, aprontó un ejército de cincuenta mil hombres y despreciando el peligro que se cernía sobre su propio país, atravesó los Alpes y descendió sobre la Lombardía que estaba desguarnecida. Al conocer Pescara tales movimientos del enemigo, abandonó el sitio de Marsella y regresó rápidamente al Milanesado. Su ejército estaba debilitado por las marchas y la escasez de víveres, por lo que no pudo arriesgarlo en una batalla campal y repartió sus tropas entre Pavía, Alejandría y Lodi. El rey francés amenazó Milán, pero antes de llegar a dicha ciudad, cambió de opinión y se presentó ante Pavía, que era la verdadera llave de la Lombardía.
En la campaña de Italia emprendida por Francisco I ese año de 1524, que terminó con su derrota en Pavía, fue donde comenzó verdaderamente la fama de Antonio de Leiva, que le llevó a ser uno de los capitanes más apreciados por Carlos V y pasar a la historia como hombre de gran experiencia, sufrido, enérgico, de infinitos recursos para el arte de la guerra, con enorme espíritu de sacrificio y obediente siempre a las órdenes recibidas.
Ante la superioridad numérica del Ejército francés que invadía Italia, las tropas del Emperador hubieron de retirarse. Leiva se refugió en Pavía junto con seis mil hombres, incluida la población, porque en realidad disponía de trescientos hombres de armas y quinientos infantes. Francisco I, en persona, puso sitio a la ciudad el 28 de octubre de 1524, confiando rendirla al primer asalto. Los valientes soldados de Leiva, prácticamente desnudos y hambrientos, rechazaron el asalto del 7 de noviembre y repararon con prontitud las brechas causadas por el violento fuego artillero de los franceses.
Ante la enorme cantidad de bajas que sufrían los atacantes, Francisco I decidió suspender, de momento, los asaltos a la plaza intentando recurrir a otros métodos para conseguir su rendición. Uno de dichos métodos fue el intentar desviar el curso del río Tessino, a base colocar muchas estacadas y reparos, pero la obra fracasó, pues, cuando ya estaba casi concluida, comenzó a llover copiosamente y la corriente arrastró todas las estacadas. El monarca francés también hizo destruir todos los molinos de ambas riberas del río; pero el general español había previsto tal contingencia y había mandado construir suficientes molinos de mano como para cubrir las necesidades de la población.
Lannoy se hallaba en el cremonés, y el marqués de Pescara y el del Vasto en Lodi, reducidos prácticamente a la impotencia. De acuerdo los tres decidieron enviar al duque de Borbón a Alemania para reclutar diez mil lasquenetes y a Nápoles al hijo de Colonna para que animase a los Colonnas y otros barones afectos a España; entretanto, Pescara realizó emboscadas e incursiones que causaron los apetecidos estragos en el enemigo, consiguiendo levantar el espíritu de sus tropas y atraer al partido imperial a muchos italianos.
Francisco I estrechó el sitio a la plaza de Pavía, pero nada consiguió, pues Leiva no sólo atendía a la defensa, sino que realizó diversas salidas que causaron verdaderos destrozos en los sitiadores.
Los mercenarios alemanes a las órdenes de Leiva, amenazaron con abandonar la campaña si no se les abonaban sus pagas, pero el caso era que en la plaza escaseaban los víveres, las municiones y el dinero en metálico. Los generales imperiales, que se encontraban en la misma precaria situación, ejecutaron, no obstante, infinidad de estratagemas para proporcionar auxilios a Pavía. Pescara acudió al patriotismo de los españoles, rivalizando los capitanes, oficiales y soldados en entregar a su general hasta el último escudo que tenían, con lo que se reunieron 3.000 escudos para acallar a los mercenarios.
Anteriormente ya Antonio de Leiva había recurrido a repartir a sus soldados por las casas de los vecinos con la obligación de que les dieran de comer, y había reunido toda la plata de las iglesias mandándola fundir y acuñar con la inscripción: “Los cesarianos cercados en Pavía. Año 1524”.
El 24 de enero de 1525 salió de Lodi el Ejército imperial para socorrer a Pavía. El marqués de Pescara se dirigió a Milán para atraer sobre sí al enemigo, pero al ver que no obtenía el resultado apetecido, marchó hacia él con grandes precauciones, apoderándose de Santo Ángelo, punto muy importante, y estableciendo sus reales a la vista de Pavía, el día 7 de febrero.
Francisco I, sorprendido ante la presencia del Ejército imperial que creía impotente, reunió a su Consejo de Capitanes. Los más experimentados, La Tremouille, La Paliza y Aubigny, aconsejaban la retirada a las gargantas de los Alpes, donde sus comunicaciones serían prácticamente inexpugnables y podrían confiar al tiempo la destrucción del Ejército imperial que sería víctima de sus necesidades. Al Rey se le presentaba como vergonzosa una retirada ante un enemigo inferior en número y decidió, llevado de un sentimiento de falso honor, aceptar la batalla, cometiendo el error de disponer una línea demasiado extensa y separada de los diez mil italianos afectos que permanecían en el arrabal. Pescara arengó a sus tropas que, llevadas por el ardor de las sencillas palabras del general, gritaron pidiendo el combate y los capitanes le aclamaban por único jefe, prometiendo seguirle donde les mandara.
La batalla tuvo lugar el 24 de febrero y concluyó con la caída como prisionero de Francisco I, que a punto estuvo de ser atravesado por la espada del soldado español Juan de Villarta. El papel más destacado fue para el marqués de Pescara, que resultó gravemente herido en el transcurso de la misma.
Ese día Antonio de Leiva se encontraba enfermo, no obstante, se hizo conducir en una silla a la puerta de la plaza, y allí con casi mil soldados españoles y tudescos, entretuvo a unas tropas italianas del Ejército francés, impidiendo que tomasen parte en la batalla.
La heroica defensa de Pavía, que fue elogiada por el propio Francisco I, le valió a Leiva el gobierno del Milanesado y el título de príncipe de Ascoli.
En 1527, Leiva y el marqués del Vasto, acantonados en Lombardía con nueve mil hombres, esperaron la llegada de los seis mil que embarcaron en Valencia con destino a Nápoles. Se enfrentaron a la Liga Clementina formada ese año por el papa Clemente VII, Venecia y el duque de Milán y apoyados por Francia e Inglaterra, que habían declarado la guerra al Emperador.
Los coaligados invadieron la Lombardía y el Milanesado, se apoderaron de varias plazas y amenazaron Milán, donde se encerraron los imperiales hasta llegar el duque de Borbón con algún refuerzo, e investido del mando supremo. Encomendó a Antonio de Leiva la custodia de la plaza con siete mil infantes y salió con el resto a unirse a Tronsberg, que vino de su país al frente de doce mil alemanes; pasaron el Po, invadieron Bolonia, donde obtuvieron víveres para cubrir sus necesidades, y continuaron su victoriosa marcha por los Estados Pontificios, poniendo sitio a Roma, que asaltaron y saquearon, perdiendo el duque de Borbón la vida al pisar la muralla. El Papa se encerró en Sant’Angelo y los componentes de la coalición, sorprendidos por tanta audacia, permanecieron impasibles ante Milán perfectamente defendida por Leiva y sus infantes.
Leiva padecía de gota y, en 1528, casi postrado por dicha enfermedad, se hacía conducir a los combates en una litera. De esta manera triunfó, con muy pocos soldados, de las incursiones de Urbino, Sforza y de Saint Pol. Puso en fuga a los dos primeros, cogió prisionero al último y obligó a los franceses a retirarse para no volver a Italia en bastantes años.
En 1529, durante el viaje a Italia, ordenó Carlos V a Leiva que se presentase en Plasencia, pues deseaba conocerle personalmente. El famoso capitán intentó convencer al Emperador para que continuase la guerra, con la seguridad de que podría hacerse con toda Italia. Carlos V optó por la prudencia y por sus deseos de paz, y mandó a Leiva que volviese y se limitase a la reconquista de Pavía, lo cual logró con muy poca dificultad el que con anterioridad la había defendido eficaz y heroicamente.
Se cuenta como cosa cierta, repetida por diversos historiadores, que en una revista de comisario se presentó el Emperador portando una pica, y cuando le llegó el turno de desfilar ante la mesa donde se sentaban, como era preceptivo, el contador real, el maestre de campo y el sargento mayor, el maestre, que se había puesto en pie sorprendido al ver a Carlos V, preguntó al Monarca en qué concepto se le había de nombrar en la relación del comisario, recibiendo la contestación: “Carlos de Gante, soldado del Tercio del valeroso Antonio de Leiva”. Sin duda fue una buena muestra del aprecio del Emperador por su famoso capitán.
El mismo año de 1529 ordenó el Emperador a Leiva que pasase a Bolonia para asistir a las fiestas de su coronación por el papa Clemente y allí pudo verse en medio de la ceremonia a los soldados alemanes y españoles llevando en hombros a Antonio de Leiva, mientras los prelados y el clero entonaban un Te Deum. El agradecimiento de Carlos V hacia su general quedó de nuevo de manifiesto cuando, al firmar el tratado de paz de 23 de diciembre, pidió a Sforza que concediese a Leiva algunas tierras en Milán.
En 1533 fue nombrado generalísimo de la liga defensiva, formada por iniciativa el Emperador entre todos los estados italianos, excepto Venecia, que no quiso entrar a formar parte de la misma. En 1535 fue gobernador de Milán, y en 1536 acompañó a su Monarca durante las campañas de África, habiendo vencido anteriormente a los turcos frente a Viena.
En 1536 se renovó la contienda entre Francisco I y Carlos V y entonces pudo asegurarse que Leiva era ya el general en jefe del Ejército que el Emperador había reunido en Italia, y, aunque estaban presentes los principales caudillos de la época, los consejos y pareceres de Leiva eran escuchados por el Monarca con prioridad a los de los otros jefes.
Con quince mil infantes, alemanes, españoles e italianos, puso sitio a la plaza de Tossano, tomándola después de un mes de cerco. Siguió Carlos V su incursión por el sur de Francia por consejo de Leiva y contra el parecer de otros generales. Desde su campo establecido en Aix se presentó el Emperador ante Marsella, bien defendida con las medidas tomadas por Montmorency, por lo que desistió de atacarla.
La peste se apoderó del campo imperial de Aix, y a ella y a su permanente mal de gota sucumbió Antonio de Leiva el 7 de septiembre de 1536. Su muerte dejó a las tropas anonadadas, por lo mucho que le querían; y este acontecimiento, además, decidió al Emperador a retirarse, utilizando el mismo camino que había recorrido Pescara después de su infructuosa tentativa contra Marsella. El marqués del Vasto sucedió a Leiva al frente del Ejército imperial. Dicho ejército, aniquilado, fue conducido a Italia, pero, aun así, el enemigo, mandado por Montmorency, ni le persiguió ni intentó siquiera aproximarse a tropas tan aguerridas con las que no creía poder enfrentarse en batalla campal.
Antonio de Leiva dejó a su única hija cerca de 200.000 ducados que, según se dijo, fue la primera gran dote sin mayorazgo de aquellos tiempos en España.
En el Museo del Ejército existe un cuadro al óleo de Antonio de Leiva, posiblemente copia del de la “Iconoteca de Paulo Jovio”, en el que se denominó Museo Joviano, en una quinta a orillas del lago de Como, según describe Carrasco y Sayz. El del Museo del Ejército tiene el n.º de inventario 20.018 y está pintado en 1901 por Pedro González y adquirido por el Museo de Infantería en 1926. También puede estar inspirado en el grabado de la obra “Retratos de los españoles ilustres” de 1791.
Bibl.: Museo Militar, Barcelona, Editorial Evaristo Ullastres, 1883; M. Lafuente, Historia de España, Barcelona, 1887- 1890; A. Carrasco y Sayz, Icono-biografía del Generalato Español, Madrid, 1901; B. Gil Picache, Elementos de Historia Militar, Valladolid, 1908; J. Almirante, Bosquejo de la historia militar de España, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1923; Catálogo del Museo del Ejército, t. II, Madrid, 1954; P. Aguado Bleye, Manual de Historia de España, t. II, Madrid, Espasa Calpe, 1981.
Vicente Alonso Juanola