Ripalda Lator y Puente, Rodrigo de. Artaza (Navarra), 1501 – Chieri (Italia), 12.IX.1536. Militar.
Camarada de armas e íntimo amigo de Juan de Urbina, en cuya compañía comenzó a servir desde que marchó a Italia con diecisiete años de edad. Fue su alférez (1520-1524), y luego —cuando Urbina obtuvo licencia en San Remo (8 de octubre de 1524) para atender en Nápoles “a cosas que a su honra tocaban”— se hizo cargo de ella.
Durante la marcha del reducido Ejército imperial (doce mil hombres) desde San Remo a Stradella, junto a Pavía, adonde llegaron el 21 de octubre, Lombardía había sido invadida por un poderoso ejército francés al mando de Francisco I en persona. La situación era tal que el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, jefe del Ejército, decidió abandonar Milán y Cremona para concentrar la defensa en Pavía y Lodi.
Sin embargo, ante la insistencia del marqués de Pescara de no abandonar Milán sin intentar defenderla, le concedió 5 compañías de Infantería española — una de ellas, la de Ripalda— otras cinco alemanas y tres de caballos que entraron en la ciudad al anochecer del día 22, donde se hallaba Hernando de Gonzaga con otras tres compañías de Caballería ligera y la guarnición del castillo, toda italiana del duque Maxilimiano Sforza. Al alba del día siguiente, la campiña circundante estaba ya infestada de franceses. Ripalda se ofreció voluntario a salir para capturar algunos prisioneros de los que obtener información sobre las fuerzas que traía el enemigo, siendo el sargento de su compañía, Cristóbal Arias quien logró apresarlos.
Del interrogatorio se supo que Francisco I se hallaba a tres millas de la ciudad, con veinticinco mil hombres, habiendo llegado ante los muros la vanguardia al mando del almirante Bonnivet con parte de los gascones y la coronelía italiana de Federico Bozzolo. Ante la noticia, inmediatamente se cursaron órdenes de que formase la gente para evacuar la plaza —excepto la guarnición del castillo— antes de que se consumara el cerco, saliendo aquella misma mañana por la Porta Romana. El contingente, de unos tres mil hombres, pronto llamó la atención de los batidores de Bonnivet, que marchó tras ellos con más del doble de efectivos.
Sabiéndose perseguido, el marqués de Pescara dispuso una emboscada con quinientos arcabuceros españoles, de las compañías de Quesada y Ripalda, que el propio marqués mandó en persona. Los franceses, confiados en su victoria y olisqueando rico botín, apretaban la marcha para caer sobre el cuerpo en retirada cuando la arcabucería española, oculta a ambos lados del camino de Lodi, cerca de San Donato, produjo tal mortandad y tan imprevista, que los supervivientes emprendieron una precipitada huida. Aquel hecho de armas, si no de considerable magnitud, no careció de importancia, máxime considerando que la fuerza total de la infantería española presente entonces en Lombardía consistía tan sólo en once compañías.
Los brillantes y prolijos hechos de armas de Ripalda salpican las historias y memorias, sobre todo coetáneas, donde a menudo se le hallará como Ripalta, Ripalde o Ripaltus, pero una vez referido el que supuso su bautismo de fuego como capitán, seremos más sucintos con los sucesivos. Durante el cerco de Pavía, que los franceses comenzaron el 24 de octubre de aquel mismo año, dos de los soldados de su compañía —uno de ellos su propio alférez, Diego de Cisneros— urdieron una ingeniosa estratagema para meter en la plaza los dineros que impidieron el motín de la guarnición alemana (Oznayo, 432; Sandoval, 61), la más nutrida de la plaza que defendía Antonio Leiva, cuya resistencia permitió que el rehecho ejército cesáreo derrotara al sitiador y apresara a su propio rey, Francisco I, en el curso de una batalla en la que la arcabucería de Ripalda volvió a señalarse (24 de febrero de 1525). Reincorporado Urbina al Ejército (1526), ya maestre de campo, volvieron a servir juntos en el asalto y conquista de Roma (5 de mayo de 1527) y asedio del castillo de Sant’Angelo hasta la capitulación de Clemente VII (4 de junio de 1527), de la que fue uno de sus signatarios (Gregorovius, 1869; Cadenas, 1974). En virtud de la misma, el 8 de junio entró con su compañía en Ostia, plaza y puerto del que fue designado castellano, pero que hubo de abandonar en abril del año siguiente para acudir al socorro de Nápoles, invadida por los franceses. De nuevo peleó junto a Urbina en todas las acciones que éste protagonizó durante el asedio de la ciudad, a las cuales nuevamente nos remitimos. Fueron tan señalados sus servicios en aquella memorable defensa que el secretario del Emperador y comisario general del Ejército, Juan Pérez, le encargó de darle cuenta cabal al César de cuanto había sucedido durante el asedio, acreditándole como sigue: “Y pues del Capitán Rodrigo de Ripalda Lator Puente (persona que en esta victoria que Dios ha dado a V.M.t y en todas las otras pasadas no ha sido poca parte) será muy bien ynformado de todo, supplico a V.M.t le mande dar el crédito que a mi persona siendo presente V.M.t daría”.
Ripalda no sólo informó puntualmente al Emperador, que le recibió en el alcázar madrileño el 27 de septiembre del mismo año, sino que supo granjearse su confianza. Se ignora la merced que recibiera como portador de tan faustas noticias, algo habitual en la época, pero sí se sabe que obtuvo una licencia de tres meses para visitar a su familia. Dónde radicaba ésta es una cuestión aun por elucidar porque, si bien su lápida sepulcral alude a su naturaleza navarra, el propio Urbina —que era alavés— le trataba de paisano y el secretario Pérez le hacía vasco; para complicar las cosas, dicha lápida contiene un error y, además, existen varios lugares con el mismo nombre de Artaza —en vasco encinal— tanto en Navarra como en Álava o en La Rioja. No se sabe con exactitud cuándo regresó a Nápoles, en todo caso antes de la muerte de Urbina, pero al que no pudo abrazar por hallarse ausente del Reino desde mayo. Tampoco pudo hallarse presente, por lo tanto, en el segundo matrimonio de su camarada, celebrado en Nápoles, durante su ausencia, con una aragonesa afincada en la capital partenopea, Francisca de Viacampo. Al conocer la muerte de su amigo, Ripalda concibió la idea de erigirle una tumba en la iglesia existente al pie de la colina de Posillipo (Santa Maria de Piedigrotta), donde ambos estuvieron a punto de perder la vida en un ataque frustrado contra el campamento francés instalado allí durante el asedio de 1528; sin duda, doña María se involucraría también en el sepulcro porque el primitivo túmulo era de 1531, fecha en que Ripalda, que firma el epitafio, no se hallaba ya en Nápoles. No se sabe si el texto se compuso en latín o en romance, pero se conoce en lengua latina, que empleó Capaci al componer su libro, escrito antes de 1557 aunque publicado en 1771.
Su traducción dice así: “Aquí yace Juan de Urbina, el más alto de cuerpo y de vigor de ánimo peleando en la guerra. Su nombre, de inmortal gloria, preparó las victorias del César y los triunfos de España. Su amigo Rodrigo de Ripalda”.
El Emperador le había llamado a Bolonia para que se hallara presente en la ceremonia de su coronación imperial, pero desde finales del año anterior y hasta su marcha de aquella ciudad, sirvió de enlace personal entre Carlos V y René de Châlon, príncipe de Orange, su lugarteniente en Italia y encargado del asedio de Florencia.
Ya celebrada la coronación (22 de febrero de 1531), el príncipe le quiso a su lado, pero el César no le dejaría partir hasta que él se puso en marcha hacia Alemania, el 18 de abril, desde Mantua. En la rica correspondencia entre ambos, publicada por Ulysse Robert (1902) se le cita muy a menudo; de entre ella, merece destacarse un hecho revelador del aprecio que el Emperador le dispensaba. El 10 de abril de 1530, se quejaba el príncipe de Orange de cierta discrepancia que creía haber advertido entre las instrucciones del Emperador y las que le había transmitido verbalmente Ripalda. En su respuesta (21 de abril), Carlos V adoptó cierto aire de severidad, empezando por el apelativo, ya que es la única ocasión en que no se dirige a él como primo, sino como príncipe. Luego, entrando en materia, añadirá: “En cuanto a lo que Ripalda os ha dicho, no lo ha malinterpretado del todo, pues mi intención es [...]”. Para entonces Ripalda se había incorparado al ejército que sitiaba Florencia, reencontrándose con su compañía, que había mandado en el entretanto su alférez, Diego de Cisneros. Se halló en repeler la gran salida de los florentinos el 6 de mayo, cuando atacaron las trincheras de Monte Oliveto, como igualmente en la decisiva de victoria de Gavinana (3 de agosto de 1530), donde murió el príncipe de Orange, pero que obligó a Florencia a capitular su rendición ante su sucesor, Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto y de Pescara, el 12 de agosto del mismo año.
Luego fue uno de los capitanes que integraron el primer contingente de Infantería española que recibió el nombre de Tercio, formado en Asís el 1 de mayo de 1531, donde también ocuparía plaza de capitán su antiguo alférez, con el que asistió al socorro de Viena (septiembre de 1532). De regreso de aquella expedición, y de escoltar al Emperador hasta Génova (9 de abril), todavía formando parte del tercio de Machicao, marcharon las trece compañías hasta la costa adriática del Reino de Nápoles para separarse en Ancarano, apenas cruzado el río Tronto, divisoria del Reino, donde el 12 de mayo de 1532 quedó constituido el “Tercio de Nápoles o del Reyno”, con cinco compañías, y Rodrigo de Ripalda por maestre de campo de ellas. Luego se dirigió a Manfredonia, donde tuvo su primer acuartelamiento, para repeler posibles ataques turcos. En 1534 se hallaba ya en la capital partenopea, donde una revista reporta 1560 soldados (Archivo General de Simancas (AGS), E, 1019); otra del año siguiente (AGS, E, 1022), revela que mantenía las mismas compañías iniciales, pero incrementado sus efectivos 1613 hombres.
Aprovechando esta pacífica estancia en Nápoles, Ripalda contrajo matrimonio con la viuda de Juan de Urbina, Francisca de Viacampo, como revela la lápida sepulcral que dicha señora levantaría a su marido en la misma iglesia en la que éste erigió la de su amigo.
En la primavera de 1535 embarcó con su tercio hacia Cerdeña, donde convergerían las fuerzas levadas en España e Italia para la conquista de la Goleta (24 de julio) y Túnez (31 de julio), quedando después en Sicilia, para invernar de nuevo en Nápoles. En abril del año siguiente, su tercio formó la guardia del Emperador cuando éste entró en Roma (15 de abril), de donde partieron a la segunda invasión de Provenza, tan estéril como la primera y que aparejó las mismas consecuencias: la invasión francesa de Italia mientras el ejército cesáreo se adentraba en suelo francés. De nuevo hubo de darse la vuelta machar forzadas, en esta ocasión para defender los estados del duque de Saboya. Durante el asalto de Chieri, “ab defensoribus archibusi ictu pectus transoditur”. Así refiere su muerte la lápida sepulcral que su compungida esposa —“lacrimis jugiter manantibus”— erigió a su memoria. Dice también en ella que su marido vivió treinta y cinco años, siete meses y diez días, pero fijó su muerte el 1 de noviembre de 1536 —obiit Calend. Novemb.— cuando ésta aconteció el 12 de septiembre antecedente. Carlos V, al que pesó la noticia, la recibió en Génova, el 29 de septiembre, ordenando el mismo día “pues la compañía de Rodrigo de Ripalda está vaca por su fallecimiento, debéis mandar luego que se consuma, y que la gente della se reparta entre las otras compañías de españoles que tuvieron menor número de gentes”. No se sabe si era o no consciente de que aquella compañía servía al rey de España desde antes que él lo fuera, habiéndola mandado sucesivamente dos de los mayores soldados de su tiempo, pese a la prematura muerte de ambos; además, paisanos, camaradas y grandes amigos: Juan de Urbina y Rodrigo de Ripalda, hermanados tanto en las fatigas de la guerra como en el descanso eterno, pues sus restos recibieron sepultura, uno junto al otro, en la iglesia de Santa Maria de Piedigrotta, en Mergellina, donde un abrupto acantilado interrumpe la ribera de Chiaia. Se ignora si seguirán allí, aunque la iglesia todavía permanece en pie. El último visitante que, con certeza pudo contemplarlos fue Nicolás de la Cruz, en 1807; Benedetto Croce (1949), que los describe sumariamente, hubo de basarse en el precedente trabajo de Carlo Celano, de finales del siglo XVII.
Fuentes y bibl.: Real Academia de la Historia, Col. Salazar y Castro, A-43, fol. 152, Carta de Juan Pérez, secretario de Carlos V, dirigida a éste, en creencia de Rodrigo de Ripalda; Archivo General de Simancas, Secc. Estado, legs. 1011, 1019, 1022 y 1176.
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Juan Luis Sánchez Martín