Álava y Beamonte, Francisco de. Vitoria (Álava), c. 1519 – Valencia, 1586. Embajador en Francia, militar, capitán general de la Artillería y consejero de Guerra. Hijo de Fernando de Álava, “cabo” del linaje de los Álava, y de Magdalena de Beamont (o Beamonte) y Navarra, que habían contraído matrimonio en 1513.
Por línea paterna, su abuelo, Diego Martínez de Álava, fue capitán de la gente de guerra de la provincia, diputado general perpetuo de la Hermandad y alcalde mayor de Vitoria. Había participado en la Guerra de Granada y mandado la caballería alavesa del duque de Alba que ocupó Navarra en 1512. También mandó estas tropas durante la Guerra de las Comunidades al servicio de Carlos I. En estas campañas también participó su padre, primogénito de Diego, que falleció en 1521, dejando cinco hijos: Juan, Hernando (que cambió el nombre por Francés o Francisco), Diego, Brianda y Ginebra. Por línea materna, su madre, aunque hija ilegítima, era bisnieta del rey Carlos III el Noble, nieta de Luis de Beamonte, condestable de Navarra y primer conde de Lerín, e hija de Juan de Beamonte, canciller del reino de Navarra.
La muerte de su hermano Juan sin descendencia masculina (1552) hizo que el mayorazgo constituido por su abuelo recayese en Francisco de Álava, entre cuyo patrimonio se encontraban los títulos de alcaide de Salvatierra y Bernedo, y el lugar de Gamarra.
Siguiendo la tradición de su familia elige la carrera de las armas. A los trece o catorce años residía en la Corte, aún itinerante, protegido por su tío Diego de Álava, que era consejero de Castilla, comendador de Calatrava, miembro del Consejo de Órdenes y obispo de Astorga.
Se inició en las armas al servicio de Gómez Suárez de Figueroa, conde de Feria, y de su hermano el marqués de Priego. En 1543 fue nombrado contino del Rey, con 40.000 maravedíes de sueldo, y obtuvo el hábito de la Orden de Calatrava. También recibió la encomienda de Bélmez de esta Orden militar en 1559, y en 1563 la de Alcolea, sustituida en 1567 por la de El Viso y Santa Cruz de Mudela, con 4.000 ducados de renta.
En 1546 estuvo en Alemania con Carlos I como capitán de la Infantería española, y muy posiblemente participó en la batalla de Mühlberg (1547) como capitán del tercio de Álvaro de Sande. Poco después sirvió en Perpiñán y, ascendido a maestre de campo, pasa a Italia, a las órdenes de Diego Hurtado de Mendoza, encontrándose en Siena en 1549, donde mandaba varias compañías. Tras una sublevación popular, apoyada por los franceses, tuvo que abandonar con honor la ciudad en 1552. Entonces se dirige a Milán, de donde partió para informar a Carlos I, que se encontraba en Augsburgo. Allí se incorporó al ejército que habría de asediar Metz.
Sin embargo, por aquellos meses fallecieron su madre y su hermano, por lo que regresó a España para hacerse cargo del mayorazgo familiar o, posiblemente, como castigo por un enfrentamiento que tuvo con Alonso de Ulloa. En todo caso, en 1556 estaba de nuevo en Flandes para formar parte del ejército que, al mando del duque de Saboya, venció en la batalla de San Quintín (1557).
Tras la firma de la paz de Cateau-Cambresis (1559) regresa a España para incorporarse a la Corte de Felipe II, en la que permaneció —salvo una breve ausencia entre julio de 1560 y febrero de 1561—, hasta que a finales de 1562 inicia su actividad como diplomático en la Corte francesa. Primero con dos acreditaciones consecutivas de carácter extraordinario durante la embajada de Tomás Perrenot de Chantonnay, la primera desarrollada desde noviembre de 1562 y la segunda desde agosto de 1563.
Se trataba de apoyar al embajador para convencer a Catalina de Médicis, madre de la reina Isabel de Valois (casada con Felipe II, 1559-1568), de que contaba con el apoyo del rey de España para combatir a los hugonotes, así como de protestar formalmente por las vejaciones que los herejes habían cometido contra las tierras del Papa en Avignon. Su pericia y el ascendiente que adquirió sobre Catalina hicieron que, a sugerencia del duque de Alba, sustituyera interinamente, a comienzos de 1564, a Chantonnay, que había sido enviado como embajador ante el Emperador.
Esta situación de interinidad se alargó hasta su nombramiento como titular despachado en 1567, pues la idea inicial no fue la de concederle la embajada de Francia, sino la de enviarlo a la legación de Saboya. Sin duda fue su habilidad como informador y la facilidad con la que se movía en la Corte francesa lo que convenció a Felipe II para trastocar estos planes.
De esta forma Francisco de Álava incluso llegó a asistir como invitado a algunos consejos celebrados en presencia de la Reina madre sobre la guerra contra los hugonotes. Sin embargo, al cabo de algún tiempo el trato con Catalina se fue haciendo más difícil. Su opinión sobre ella era pésima: “Es la más sospechosa criatura que Dios crió; por maravilla cumple cosa que promete; no sabe guardar secreto ninguno; es temerosísima y amiga de que le hablen muy blandamente en las cosas que quiere tragar [...]; si le hablan alto y apretado, vésele que ni tiene acero ni fondo; [...] es amiga de holgar en festines y fiestas y no recibe enojo.” La eficaz misión diplomática de Álava se desarrolló con el objetivo prioritario de defensa de los negocios de la religión, con atención a los asuntos del Santo Oficio, neutralizando los apoyos que los herejes emigrados españoles pudieran recibir, y evitar el contrabando de literatura herética. En este sentido, le preocupó mucho que el vascuence, lengua que dominaba desde niño, se utilizara como vehículo de difusión de la herejía desde la zona vascofrancesa.
También se ocupó de combatir la piratería de navíos franceses contra los barcos españoles, particularmente los procedentes de las Indias. Para ello organizó una eficaz red de información en los puertos del Cantábrico, con la colaboración de otros dos vascos: Juan de Olaegui y Martín de Gurpegui, aunque en alguna ocasión no logró impedir que se autorizara a los turcos a refugiarse en puertos franceses, pese a las promesas que había hecho Catalina de que esto no sucedería.
Otros colaboradores en la embajada de París fueron Antoine Sarron, Gabriel Enveja, fallecido en 1568, y Pedro Aguilón, que lo sustituyó y con quien Álava nunca llegó a entenderse bien.
Francisco de Álava también logró tejer una competente red de espías, lo que convirtió a esta embajada en uno de los principales puntos de información internacional de Felipe II en Europa. Sin embargo, el mayor reconocimiento público, anecdóticamente, lo obtuvo por haber logrado el traslado de las reliquias de san Eugenio —primer obispo de la sede primada—, desde el monasterio de Saint-Denys a la catedral de Toledo.
Las dificultades financieras de Álava —generales en todos los embajadores—, su deteriorada salud, las discrepancias que tuvo con el duque de Alba durante su gobierno de los Países Bajos, la mala voluntad que le atribuía Francisco de Eraso —viejo conocido de Álava—, le hicieron solicitar insistentemente a los secretarios del Rey, Gonzalo Pérez y luego a su amigo Zayas —que estaba al cuidado de su hijo en España—, el relevo en aquel puesto.
La situación de Álava en Francia comenzó a hacerse insostenible y probablemente peligrosa, hasta el extremo de que le tendieron alguna trampa atribuyéndole algunas cartas, probablemente falsificadas, que contenían frases indecorosas contra la Reina madre y que desvelaban entrometimientos del embajador en la política francesa que rayaban en la conspiración.
Finalmente, las quejas de la misma Catalina de Médicis por la arrogancia que mostraba ante ella el embajador, las constantes y durísimas censuras que le hacía públicamente por su política de búsqueda de compromisos con los hugonotes, además de cierto giro en la política internacional de Felipe II tras la caída de Antonio Pérez, hicieron que en 1571 se aceptaran sus reiteradas solicitudes de relevo con la excusa de que era soltero, y que el reciente matrimonio de Carlos IX con Isabel de Austria hacía recomendable que el nuevo embajador español tuviera esposa que actuara como confidente de la joven Reina. Para su relevo se nombró a Diego de Zúñiga.
Por razones de seguridad, pues temía la posibilidad de algún atentado contra su vida, Álava salió de París el 13 de noviembre de 1571. Por las mismas razones no se despidió de la Corte, lo que atentaba contra todos los principios de aquella incipiente diplomacia, por lo que fue muy criticado. Salió por el Norte, en dirección a Flesinga, para luego tomar un barco hasta Santander, en un viaje marítimo accidentado. Tales formas se consideraron gravemente irrespetuosas en la Corte francesa, por lo que Felipe II recibió una queja formal del embajador de Francia, Fourquevaux, con solicitud de un castigo ejemplar para Álava.
Debido a esta queja, tuvo que retrasar su entrada formal en la Corte, aunque el embajador francés, en notas ulteriores, también se quejó de la falsedad de las enfermedades de Francisco de Álava. Según este embajador, no eran más que excusas para evitar su castigo, pues tenía informaciones de que ya había asistido discretamente a palacio para informar a Felipe II en persona. En definitiva, al no castigarse a Álava, se confirmaba que sus actuaciones en Francia las había realizado con el beneplácito del Rey, lo que con toda probabilidad era cierto. En todo caso, la precipitada salida de la Corte francesa le impidió a Álava ser testigo de la noche de San Bartolomé, que se produjo el 24 de agosto de 1572.
Mientras se le buscaba un digno acomodo en la Corte, Álava se ocupó de asesorar al Consejo de Estado en materias referentes a la situación en Francia —particularmente el Bearne— y los Países Bajos. A este respecto resultan de particular interés los documentos titulados Advertimientos y relaçión de las cosas de Francia. Sin embargo, no tuvo suficientes apoyos para que Felipe II le admitiera en este Consejo, que era el supremo de la Monarquía, por lo que se le agradecieron sus servicios y se aprovechó su experiencia dentro de la administración militar.
Así, el 17 de mayo de 1572 recibió el título de capitán general de la Artillería, con mando sobre los reinos de Castilla y de la Corona de Aragón “y de toda la que hubiera o fuese en cualquier nuestro ejército” —en 1580 se le agregará Portugal— y 1.000 ducados de sueldo. Con la misma fecha se le expidieron las instrucciones correspondientes. Este cargo se había creado en 1542 y en él sustituía al también consejero de Estado, ya fallecido, Juan Manrique de Lara.
Sin duda se quería premiar a Francisco de Álava —en contra de las pretensiones del embajador francés—, por lo que al poco tiempo también se le ordenó que jurase como consejero de Guerra. Nombramiento discutido, pues se aspiraba a que los consejeros tuvieran una presencia permanente en la Corte, en tanto que el oficio de capitán general de la Artillería le obligaba a viajar constantemente para hacer las necesarias visitas a las fuerzas, fortalezas, fábricas y fundiciones bajo su mando. Por ello estuvo enfrentado al secretario de dicho Consejo Juan Delgado, que se opuso al nombramiento de Álava.
También tuvo otros conflictos con dicho burócrata, por razón de si las competencias en la propuesta al Rey para el nombramiento de determinados oficiales de la Artillería estaban en manos del capitán general —como indicaba su título— o del Consejo de Guerra. Todo ello hizo intervenir al propio Felipe II, para delimitar las competencias de uno y otro dentro de dicho Consejo.
Durante su mando como capitán general de la Artillería también comenzó a configurarse el fuero privilegiado de los artilleros, que constituye un elemento característico de este cuerpo armado dentro de los ejércitos españoles. Además, fue decidido partidario de que la fabricación de la pólvora y demás suministros de la industria de armamento estuvieran bajo el control directo del Consejo de Guerra y que no se adquiriese a particulares por medio de asientos, lo que fue una permanente aspiración del Consejo de Guerra, nunca lograda por la falta de medios.
En el ejercicio de este cargo también fundó en 1575 una escuela de Artillería para la carrera de Indias, con sede en la Casa de Contratación de Sevilla. También se crearon, entre otros establecimientos, fábricas de munición de Cádiz, Lisboa y Oporto.
Igualmente formó parte de la junta constituida para preparar la invasión de Portugal, que se reunía en casa del marqués de Aguilar, y de la que además formaron parte: Juan de Silva, el contador Garnica, Sancho de Ávila, Pedro Bermúdez y el secretario Juan Delgado.
En dicha campaña, desarrollada en 1580, Francisco de Álava se puso al mando de la artillería, compuesta por 136 piezas, y tuvo una destacada actuación.
Posteriormente acompañó a Felipe II en la jornada de Aragón de 1585, viaje en el que contrajo una enfermedad de la que murió en Valencia, sustituyéndole en los negocios de la artillería Diego López, hasta el nombramiento de Juan de Acuña Vela como nuevo capitán general de la Artillería, que más tarde entró en el Consejo de Guerra. Curiosamente Manrique, Álava y Acuña, que fueron sucesivamente capitanes generales de la Artillería española, estuvieron en la batalla de San Quintín.
No contrajo matrimonio, pero durante su estancia en París tuvo un hijo natural, Diego Jacques de Álava y Beamonte (1554-1596). No se sabe dónde nació, pero por su nombre, “Jacques”, parece que fue en Francia o Borgoña, aunque sí está acreditado que fue reconocido y declarado heredero de su padre, usando las armas de su familia. En cualquier caso, Felipe II no autorizó que pudiese heredar el mayorazgo de su padre.
Diego fue autor de un célebre tratado de Artillería: El perfecto Capitán, instruido en la disciplina militar, y nueva ciencia de la artillería (Madrid, 1590), dedicado a Felipe II y a su padre. En principio, parecía destinado a la Iglesia, por voluntad del tío de su padre, pero estudiará Humanidades en Salamanca con Francisco Sánchez, el Brocense —a quien también dedicará su libro— y por insistencia paterna además cursó estudios de Matemáticas con el cosmógrafo Jerónimo Muñoz. Dicha formación fue supervisada por el secretario Zayas, mientras Francés de Álava servía en París.
La falta de vinculación de Diego con el ejército le hizo vacilar algún tiempo en cuanto a la publicación de esta obra, temiendo que pudiera tener una acogida desfavorable, pues no había servido en los ejércitos.
Sin embargo, se le considera como uno de los grandes tratadistas europeos de la artillería de la época.
Bibl.: J. Vigón, Historia de la Artillería española, vol. I, Madrid, Instituto Jerónimo Zurita, 1947; I. A. A. Thompson, Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Austrias, 1560-1620, Barcelona, Crítica, 1981; R. González Castrillo, “Álava Viamont, Francisco de”, en M. Artola (dir.), Enciclopedia de Historia de España. 4. Diccionario Biográfico, Madrid, Alianza Editorial, 1991; P. Rodríguez y J. Rodríguez, Don Francés de Álava y Beamonte. Correspondencia inédita de Felipe II con su embajador en París (1564-1570), San Sebastián, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones, 1991; J. Rodríguez García, “La Corte de Carlos IX de Francia: los Advertimientos de D. Francés de Álava, embajador de Felipe II”, en Espacio, tiempo y forma. Serie IV, Historia moderna (Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia), n.º 11 (1998), págs. 111-146; J. C. Domínguez Nafría, El Real y Supremo Consejo de Guerra (siglos XVI-XVIII), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001; V. Vázquez de Prada, Felipe II y Francia. Política, Religión y Razón de Estado, Pamplona, Eunsa, 2004.
Juan Carlos Rodríguez Nafría