Alfonso V. El Magnánimo. ¿Medina del Campo? (Valladolid), 1396 – Nápoles (Italia), 27.VI.1458. Rey de Aragón. IV como conde de Barcelona, III como rey de Valencia, y I como rey de Mallorca y de Nápoles. Monarca de la Corona de Aragón (1416- 1458), rey de Nápoles (1442-1458).
Hijo primogénito de Fernando I de Antequera y de Leonor de Alburquerque “la ricahembra”. Creció en Medina del Campo junto a sus hermanos pequeños, especialmente Juan, que después serán conocidos en Castilla como los infantes de Aragón, siendo educado en las artes marciales y los libros. La riqueza de su madre, a la que pronto se añadió la fortuna de su padre, creó al entorno del infante un ambiente de magnificencia, lujo y refinamiento. Gran aficionado a la caza, se introdujo de buen grado en el mundo de las letras y de las artes probablemente a través de las enseñanzas de su tío Enrique de Villena. Gustó de bien vestir y de seguir la moda, especialmente la francesa. Todo ello hacía de Alfonso un hombre moderno, atractivo y simpático por su prudencia y gentileza. Como primogénito de la rama menor de los Trastámara le fue impuesto, desde muy joven, en 1406, el casamiento con su prima hermana María de Castilla, hija de Enrique III; si bien la boda no se celebró hasta 1415 en la ciudad de Valencia. Dicho enlace fue el inicio de una serie de desavenencias sentimentales dentro del matrimonio, que tendrían que tener una fuerte repercusión en los asuntos públicos de la Corona de Aragón. Desde agosto de 1412, al ser designado su padre Rey por la sentencia arbitral de Caspe, fue reconocido como heredero de la Corona, mientras que su hermano Juan era destinado a acaudillar a los partidarios de la rama menor de los Trastámara en Castilla y a defender los importantes intereses económicos de la familia en dicho reino.
El inicio de su reinado en 1416 a la muerte de su padre Fernando I, no fue fácil, ya que mientras en Castilla comenzaba a quebrarse el bloque de sus partidarios, que desde ahora se puede denominar como “aragonés”, en el Mediterráneo, Génova, amenazaba una vez más con infiltrarse en los asuntos de Cerdeña, a la vez que en Sicilia el autonomismo reforzaba sus posiciones y aumentaba sus exigencias. Mientras en Cataluña era previsible una nueva acometida del partido pactista, con la intención de aprovechar los primeros actos de gobierno del joven Monarca, con la finalidad de imponer sus reivindicaciones políticas y administrativas, sociales y jurídicas, que no habían sido atendidas por Fernando I en las Cortes celebradas en Montblanc en 1414 y que finalizaron súbitamente por decisión real. Este hecho había creado una atmósfera de recelo entre la Monarquía y los estamentos privilegiados de Cataluña, que aumentó al proseguir el nuevo Soberano con la política favorable al sindicato de los remensas y a la redención de las propiedades del Patrimonio Real. Por estos motivos algunos nobles catalanes decidieron desafiar al Rey en las Cortes que se convocaron en Barcelona en el otoño de 1416. Esta actitud contó con un hecho favorable, el discurso que el nuevo Rey hizo en castellano, que, aunque redactado en términos heroicos y favorable a los intereses de Cataluña frente a Génova, ya que solicitaba una ayuda para luchar contra dicha república, se interpretó como una afrenta a las libertades, privilegios y prerrogativas de Cataluña. El brazo nobiliario estuvo radicalmente opuesto a conceder la ayuda solicitada por el Monarca, mientras que los brazos eclesiástico y real estuvieron de acuerdo en negociar con el soberano. En esta situación los estamentos de las Cortes, azuzados por la aristocracia de sangre, designaron una comisión de catorce personas encargadas de obtener del Monarca la convocatoria de una nueva legislatura en donde se discutiría la reforma, que decían venía arrastrándose desde 1414. Era la continuación de la ofensiva pactista iniciada ya a finales del siglo XIV.
La Comisión de los Catorce comenzó a actuar en 1417 e intervino públicamente cuando se supo el propósito del Rey, que se encontraba en Valencia, de armar una flota para ir a Cerdeña y Sicilia. La Comisión envió una embajada a Valencia para exigir al Rey la reforma del Gobierno y la expulsión de los extranjeros de la Corte y del Consejo Real. La situación se complicó para el Soberano, ya que las ciudades de Valencia y Zaragoza estaban de acuerdo con las exigencias de la delegación catalana. Alfonso el Magnánimo hizo gala de una gran diplomacia cuando intentó dividir a los miembros de la delegación asegurando que atendería las peticiones de Cataluña, pero en cambio defendió a sus servidores castellanos aduciendo que eran antiguos servidores. De hecho el enfrentamiento del Rey y las Cortes catalanas no se produjo por el asunto de los servidores castellanos, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político de Cataluña. Era esencialmente cosa de teoría política, ya que el Monarca y sus consejeros afirmaban que las regalías del príncipe no podían ser comunicadas a los vasallos sino únicamente por voluntad propia del soberano y no como una obligación de éste. Era una doctrina que chocaba con el laboriosamente creado derecho constitucional catalán. Por ello las cosas se complicaron en el Principado e hicieron necesario que el Rey se trasladase nuevamente a Cataluña. El 21 de marzo de 1419 se convocaban las Cortes catalanas desde Barcelona, que se reunieron en San Cugat del Vallés, de donde se trasladaron más tarde a Tortosa, alargándose hasta 1420. En esta ocasión el Rey hizo la proposición en catalán que él mismo leyó. A pesar de ello el enfrentamiento entre el Monarca y los estamentos privilegiados catalanes fue muy duro, precisamente cuando Alfonso tenía una única fijación, partir hacia Italia. En primer lugar se llegó a un principio de acuerdo cuando se publicó un convenio con el brazo eclesiástico, entre cuyos acuerdos figuraba el que los extranjeros no pudiesen obtener beneficios eclesiásticos en Cataluña, a la vez que se aprobó el nombramiento de una comisión para resolver los greuges (agravios) que tenía el país desde siempre. A cambio de todo ellos las Cortes avanzaron un donativo de 50.000 florines al Rey para su empresa mediterránea.
La realidad del choque entre el Rey y las Cortes catalanas no fue por la excusa inicial de los servidores castellanos del Monarca, sino por la divergencia en la manera de contemplar el mecanismo político del Principado. Finalmente el 10 de mayo de 1420 Alfonso se embarcaba en el puerto de los Alfacs (Alfaques), al mando de una escuadra de veintitrés galeras y cincuenta velas, destino Mallorca para ir a Cerdeña, con la finalidad de frenar la audacia de los genoveses con una intervención en Córcega, isla que nominalmente pertenecía a la Corona de Aragón desde el reinado de Jaime II. Alfonso con el inicio de su aventura mediterránea enlazaba con la más pura tradición de la política catalana y proseguía su expansión iniciada en 1282. En Cerdeña afirmó la presencia catalana merced a un acuerdo definitivo con el vizconde Guillermo III de Narbona, por el cual se comprometió a entregarle 100.000 florines de oro a cambio de todas las tierras que poseía dicho noble en la isla, incluida la ciudad de Sassari.
Desde Cerdeña con sus naves, Alfonso, pasó el estrecho de Bonifacio y se apoderó de Calvi a finales de septiembre de 1420, dirigiéndose seguidamente hacia Bonifacio, ciudad que asedió desde el 17 de octubre hasta el mes de junio de 1421. El fracaso del asedio de la ciudad corsa de Bonifacio se debió a la ayuda que los genoveses prestaron a los sitiados, así como a la mala mar imperante en la zona. La imposibilidad de dominar a los corsos fue una de las causas que hizo a Alfonso dirigir sus ambiciones hacia el Reino de Nápoles, en donde la debilidad de la Monarquía era bien patente frente a los poderosos barones y los condottieri, en los que se apoyaba la realeza napolitana para hacer frente a los primeros. La reina de Nápoles, Juana II, conservaba su corona gracias a Sforza el Viejo y a Gianni Caracciolo. La falta de heredero directo de la soberana llevó a que Caracciolo defendiera la candidatura de Luis III de Anjou, mientras que el Sforza se inclinó por Alfonso de Aragón. Por otro lado, éste contaba con el apoyo de los mercaderes catalanes, así como una serie de nobles napolitanos que le habían hecho llegar que la conquista de dicho reino sería cosa muy fácil. En 1421 Juana II de Nápoles estaba sitiada por Luis de Anjou, por lo que aconsejada por Caracciolo pidió ayuda a Alfonso de Aragón, adoptándolo como hijo y heredero y nombrándole duque de Calabria. Alfonso el Magnánimo aceptó la propuesta que a su vez le permitía combatir a Luis de Anjou, aliado de Génova. El 25 de junio de 1421 entraba en Nápoles, donde fue recibido por la Reina como un verdadero libertador. Pero la voluble reina de Nápoles, presintiendo la fuerte personalidad de su nuevo heredero revocó el prohijamiento y llamó contra él a sus rivales. Derrotado por Sforza cerca de Nápoles, Alfonso con sus tropas se hizo fuerte en los castillos Nuevo (Castel Nuovo) y del Huevo (Ovo), en donde esperó los refuerzos navales catalanes que le permitieron nuevamente apoderarse de la ciudad. Pero la reina Juana II se había retirado con Sforza primero a Aversa y después a Nola, donde revocó la adopción hecha en favor de Alfonso V, nombrando nuevo heredero a Luis de Anjou el 21 de junio de 1424.
Alfonso de Aragón, decepcionado y despechado, volvió a sus reinos ibéricos, en donde permaneció nueve años, iniciándose un verdadero entreacto peninsular, en la trayectoria vital del Monarca. De regreso a Cataluña su escuadra saqueó la ciudad de Marsella, llevándose como botín las cadenas, que impedían el acceso a dicho puerto, y el cuerpo de san Luis, obispo de Toulouse. En esta su primera intervención en Italia, Alfonso, aprendió que la realidad de la política italiana era más que un remolino de contradicciones. Ya que después de haber vencido a los genoveses y a Sforza en el choque naval de Foz Pisana en octubre de 1421; de haber conseguido del pontífice Martín V una bula que le confirmaba como heredero del Reino de Nápoles, y haber firmado una tregua con el duque de Milán, Filippo María Visconti, sus vasallos los genoveses en junio de 1422. La alianza entre Sforza y el magnate napolitano Caracciolo permitió el levantamiento del pueblo napolitano contra él, teniendo que abandonar la ciudad. Con todo el balance de esta primera etapa itálica tuvo connotaciones favorables, ya que supuso la pacificación de Cerdeña y Sicilia; a la vez que proporcionó como colofón dos importantes bases navales a la marina de la Corona aragonesa, fundamentalmente catalana: Portovenere y Lerici, a la entrada del golfo de La Spezia, gracias a un pacto firmado con Filippo María Visconti en 1426, a cambio de la renuncia a la isla de Córcega, teóricamente de la Corona de Aragón, aunque en la práctica nunca se había dominado.
A su regreso a Barcelona a finales de 1423, el Rey se encontró con una situación difícil, ya que los pactistas, amparándose en las circunstancias de las Cortes de Barcelona de 1421-1423, iniciadas en Tortosa, lograron imponer diversos puntos de su programa, haciendo aceptar al Monarca las reivindicaciones que éste había rechazado en las Cortes celebradas desde 1414, por lo que la mayoría de los agravios presentados quedaron resueltos. Los nueve años que estuvo en la Península es el período de las luchas de la rama aragonesa de los Trastámara contra la castellana, y más concretamente, contra el privado don Álvaro de Luna. En 1429 las tropas de Alfonso el Magnánimo, unidas a las de su hermano Juan de Navarra, penetraron en Castilla por Ariza, llegando hasta cerca de Jadraque y Cogolludo.
La llegada de su esposa, la reina María, logró evitar una batalla campal entre castellanos y navarro-aragoneses. Aunque las hostilidades con Castilla continuaron hasta julio de 1430, en que se acordó una tregua de cinco años, firmándose finalmente la paz el 23 de septiembre de 1436. Pero a la vez que la política castellana absorbía gran parte de las preocupaciones y anhelos de Alfonso el Magnánimo y sus hermanos, los infantes de Aragón, los primeros efectos de la crisis económica dejaban su huella en Cataluña, apareciendo las primeras disensiones internas graves en el Principado. Las Cortes de 1431 son un fiel reflejo de la angustia y preocupación que tenían los distintos estamentos representados en ellas. Los graves problemas que padecía el campo se presentaron como un bloque de reivindicaciones que provenían de un proyecto elaborado en las Cortes de 1429. Ya que ante el movimiento de liberación de los campesinos, la nobleza, los eclesiásticos y el patriciado urbano instaron al Rey la aprobación de varias constituciones, entre las que se pedía que los campesinos remensas no pudieran reunirse para solicitar liberarse de sus servidumbres, bajo pena de prisión perpetua. En esta complicada situación, Alfonso, abandonó Cataluña el 29 de mayo de 1432, dejando a su esposa, la reina María, la complicada misión de buscar una solución a este grave problema; y es que el sueño napolitano volvía a irrumpir en la vida del Monarca.
Llamado por sus partidarios napolitanos, a cuyo frente había dejado a su hermano Pedro, como lugarteniente de dicho reino, Alfonso recuperó nuevamente el sueño de Italia, que siempre estuvo en su mente. Esta nueva partida fue definitiva, ya que nunca más volvió a la Península Ibérica. Primero se dirigió a Sicilia, vía Cerdeña; el objetivo oficial era luchar contra el rey de Túnez, atacando la isla de Djerba (Gelves), pero después la flota pasó nuevamente a Sicilia, en donde se preparó para atacar Nápoles. Durante su estancia en los reinos peninsulares, los genoveses se habían apoderado de las ciudades de Gaeta y de Nápoles, hecho que hizo que el 4 de abril de 1433 la reina Juana II prohijase nuevamente a Alfonso de Aragón. Este nuevo cambio en la actitud de la Reina hizo que se formase una coalición formada inicialmente por el papa Eugenio IV y el emperador Segismundo, a la que se añadieron Florencia, Venecia y el duque de Milán. La envergadura de los enemigos a batir hizo que Alfonso postergase sus planes y firmase una tregua por diez años con la reina Juana en julio de 1433, hecho que le permitió organizar una expedición a Trípoli. Pero la muerte de su rival Luis de Anjou el 12 de noviembre de 1434 y poco después de la reina de Nápoles, el 2 de febrero de 1435, le hizo poner sitio a la ciudad de Gaeta, tenazmente defendida por Francisco de Spínola. La escuadra genovesa mandada en ayuda de los sitiados derrotó a la catalano-aragonesa frente a la isla de Ponza, cayendo prisioneros el propio rey Alfonso y sus hermanos Juan y Enrique. Esta derrota, y sus graves consecuencias, desconcertó a toda la Corona de Aragón, situación que fue salvada gracias al tacto y prudencia de la reina María, que una vez más demostró su valía firmando treguas con Castilla, convocando Cortes generales en Zaragoza para tratar la delicada situación que se vivía en Cerdeña y en Sicilia. Pero la situación comenzó a cambiar cuando Juan, rey de Navarra, fue liberado por el duque de Milán y nombrado lugarteniente de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, mientras que María quedaba como responsable del Principado de Cataluña, desde donde continuó enviando naves y soldados para la empresa napolitana de su marido. La simpatía personal de Alfonso V le grajeó la amistad del duque de Milán, que le liberó y se lo ganó para su causa, ya que firmó con él una alianza para poder apoderarse del Reino de Nápoles. En 1436 las tropas del Magnánimo se apoderaron de Gaeta y Terracina y de casi todo el reino, únicamente quedaban fuera de su control Calabria y la capital, Nápoles fiel a Renato de Anjou. Durante el sitio de Nápoles, a finales de 1438, murió el infante don Pedro, hermano del rey. Dominado ya todo el reino, Alfonso puso sitio a Nápoles el 17 de noviembre de 1441 hasta el 2 de junio de 1442 en que cayó en su poder. La fuerte resistencia fue motivada por la presencia en la ciudad del mismo Renato de Anjou y de la ayuda constante que recibió de los genoveses. Alfonso el Magnánimo entró solemnemente en la ciudad de Nápoles el 23 de febrero de 1443, al estilo de los antiguos césares, como quedó inmortalizado en el famoso arco triunfal marmóreo que se colocó sobre la puerta del castillo Nuevo. Cinco días después de su entrada en la capital reunió el Parlamento, haciendo jurar como heredero a su hijo natural, Fernando, duque de Calabria. Para consolidar su conquista firmó la paz con el papa Eugenio IV, al que reconoció como pontífice legítimo, recibiendo por ello la investidura del Reino de Nápoles, en un momento que Amadeo, duque de Saboya, había sido proclamado también Papa por sus partidarios con el nombre de Félix V. El reconocimiento mutuo entre Eugenio IV y Alfonso V como rey de Nápoles comportó la ayuda de éste al Papa para recuperar la región de las Marcas en donde fue derrotado Francisco Sforza. Los dos primeros años, como rey de Nápoles, fueron difíciles tanto en el plano internacional como en el interno, ya que tuvo que vencer en Calabria una revuelta encabezada por Antonio de Ventimiglia. A pesar de todo, su posición se consolidó al firmar un tratado de paz en 1444 con Génova.
Esta segunda campaña de Alfonso en la península itálica fue aprovechada por el conde de Foix y compañías francesas para amenazar el Rosellón, llegando a apoderarse del castillo de Salses y algunos núcleos próximos a Perpiñán. Ante esta invasión, el hermano de Alfonso V, el infante don Juan, como lugarteniente, convocó Cortes Generales en Zaragoza en 1439 y reclamó la presencia de su hermano, el Rey, en los territorios peninsulares. Alfonso el Magnánimo no atendió dicha solicitud, excusándose por la importancia de los asuntos italianos. Este absentismo real, que duraría hasta su fallecimiento, afectó también al orden interno de Cataluña, en donde las facciones de la Busca, el partido de los menestrales y las clases más populares, y la Biga, el partido de los grupos más potentados, se disputaban el poder en Barcelona; mientras se iniciaban los disturbios en el campo catalán, especialmente en la Cataluña Vella (Vieja), por las continuas reivindicaciones de los payeses de remensa, que pretendían la abolición de los llamados “malos usos”.
Alfonso, una vez consolidado en el Trono de Nápoles, ejerció como un verdadero mecenas renacentista, rodeándose de una Corte fastuosa en la que participaron notables hombres de letras y artistas de otros países; Lorenzo Valla pasó largo tiempo en la Corte del Magnánimo, y entre sus consejeros destacan: Antonio Beccadini, conocido como el Panormita, Luis Despuig, maestre de Montesa, al que confió delicadas misiones diplomáticas, Pedro de Sagarriga, arzobispo de Tarragona, Ximeno Pérez de Corella, Berenguer de Bardají, Guillén Ramón de Moncada y Mateo Pujades. También estuvieron muy ligados al Rey el pintor Jacomart y los escultores Guillem de Sagrera y Pere Joan.
La Corte de Alfonso el Magnánimo en la antigua Parténope fue un verdadero eje vertebrador de intercambios económicos y circulación de elites entre las principales ciudades de sus reinos y territorios peninsulares, especialmente Valencia y Nápoles. Alfonso siempre se preocupó por las instituciones universitarias; en la etapa hispánica de su reinado estuvo atento, ya personalmente, ya por medio de su esposa, por el buen funcionamiento de la Universidad de Lérida, en donde estalló un serio conflicto por el modo de elección de los catedráticos, buscando siempre un arreglo entre el municipio leridano y el claustro universitario. En su etapa napolitana fundó tres nuevos Estudios Generales: los de Catania (1445), Gerona (1446) y Barcelona (1450). Aunque de hecho durante su reinado únicamente llegó a funcionar plenamente el de Catania, retrasándose la puesta en marcha de los otros dos esencialmente por problemas económicos y ajustes jurisdiccionales entre las diversas instituciones implicadas, esencialmente la catedral y el municipio.
La intensa vida amorosa de Alfonso fuera del matrimonio tuvo su apogeo en su apasionado enamoramiento de la dama Lucrecia de Alagno, responsable para muchos historiadores de su prolongada y después definitiva permanencia en Nápoles. Pero si Lucrecia de Alagno es la amante más conocida, fruto de unos anteriores amoríos regios con una dama valenciana, esposa de Gaspar de Reverdit, había nacido en Valencia, en 1423, Fernando o Ferrante, que sería rey de Nápoles de 1458 a 1494. Alfonso quedó atrapado en el mundo laberíntico de la política italiana del siglo XV, dándose cuenta desde el primer momento de la importancia estratégica de dicho reino tanto en la política interna de la península itálica, como su proyección balcánica que le abría las puertas del mundo oriental.
La política oriental de Alfonso el Magnánimo giró en torno a hacer efectivo su título de duque de Atenas y de Neopatria, territorios perdidos en tiempos de Pedro el Ceremonioso. Para ello intentó afianzar sus posiciones en la península balcánica enviando embajadores a Morea y a Dalmacia, logra que el vaivoda de Bosnia se haga vasallo suyo, y unas galeras catalanas mandadas por el almirante Vilamarí acudan en ayuda del déspota de Artá, Carlos II Tocco. Todo ello mientras reclama la soberanía del ducado de Atenas a Constantino Paleólogo, más tarde último emperador de Bizancio como Constantino XI; contribuyó a la defensa de Rodas y trató de conseguir una alianza con el emir de Siria para una posible expedición a Tierra Santa. Esta política oriental hizo que los príncipes y reyes balcánicos amenazados por los turcos otomanos vieran en él un posible protector. El caudillo albanés Jorge Castriota, más conocido por Scanderbeg, inició negociaciones con Alfonso el Magnánimo para que le enviase ayuda para defenderse de los turcos por una parte y de los venecianos por otra.
La flota catalana al mando de Bernat de Vilamarí se apoderó de la isla de Castelorizzo, perteneciente a la Orden de San Juan de Jerusalén o de los Hospitalarios, como base de operaciones en el mar Egeo y el Mediterráneo oriental, hecho que obligó al emir turco de Scandelore de abandonar su proyecto de apoderarse Chipre. La escuadra de Vilamarí atacó el litoral sirio y en 1451 llegó a penetrar en el curso inferior del Nilo. Tales demostraciones paralizaron el comercio musulmán en aquella área geográfica, hecho que inclinó al sultán turco, Mohamed II y al sultán de Egipto a establecer una paz con el Magnánimo, al que reconocen la posesión de Castelorizzo, a pesar de las protestas de los caballeros sanjuanistas y de su gran maestre establecido en Rodas. En su sueño oriental, Alfonso el Magnánimo pactó también con Demetrio Paleólogo, déspota de Morea, al tiempo que una embajada napolitana inicia negociaciones con el Preste Juan.
Eran unos momentos muy críticos para el Mediterráneo oriental especialmente por la presión otomana sobre Constantinopla y demás restos del Imperio Bizantino. Alfonso realizó varios intentos por salvar Constantinopla secundando las teóricas iniciativas del pontífice Nicolás V. Pero la dividida situación política italiana, especialmente los intereses de Génova y de Venecia, malograron dichos intentos.
Después de la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453, Alfonso logró dos años después la formación de una liga con Francisco Sforza de Milán, Florencia y Venecia, que a modo de cruzada capitaneada por el rey de Nápoles atacaría a los turcos que constituían una amenaza por sus continuos progresos en los Balcanes y también para los territorios costeros del reino de Nápoles y de la Corona de Aragón en general. Todo ello no pasó más de un simple proyecto, ya que tampoco el nuevo pontífice Calixto III logró aglutinar de modo efectivo a los componentes de esta teórica liga. Finalmente Alfonso el Magnánimo, siempre muy realista, acabó firmando un tratado con el sultán de Egipto, que le permitió abrir un consulado catalán en Alejandría.
Abandonado el frente oriental, uno de sus últimos proyectos fue la conquista de Génova, eterna rival desde hacía más de un siglo de la Corona de Aragón, y que en 1457 se había entregado a Carlos VII de Francia. Pero antes de materializar este proyecto murió el 27 de junio de 1458 en el castillo del Ovo en Nápoles. Sus restos fueron enterrados en la iglesia de Santo Domingo de esta ciudad, siendo en 1671 trasladados al monasterio de Poblet. Un día antes de morir, en su último testamento dejó el reino de Nápoles para su hijo legitimado Fernando, duque de Calabria, mientras que a su hermano Juan, rey de Navarra, todos los demás reinos y territorios. Además tuvo dos hijas bastardas: Leonor, que casó con Mariano Marzano, príncipe de Rossano y duque de Sessa, y María, casada con Leonelo de Este, marqués de Ferrara.
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Salvador Claramunt Rodríguez