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Catalina de Lancaster

Biografía

Catalina de Lancaster. Bayona (Francia), 1372 – Valladolid, 1418. Esposa de Enrique III Trastámara, princesa de Asturias (1388-1390), reina de Castilla (1391-1406) y regente.

Catalina fue la hija mayor de Juan de Gante y de su segunda esposa, Constanza de Castilla. En 1369, doña Constanza, hija del rey Pedro I, refugiada en Bayona junto a su hermana Isabel a raíz del fratricidio de Montiel, casó con Juan de Gante, hijo y heredero de Eduardo III de Inglaterra, y su hermana con Edmundo, duque de Cambridge. Juan de Gante, duque de Lancaster por su primer matrimonio, reunió en sus dominios una Corte de ingleses y de exiliados (“emperigilados”) de Castilla. El duque, que se autointitulaba rey de Castilla y León, realizó tres intentos para conseguir la Corona. El primero de ellos en 1374, como los demás, inserto en la Guerra de los Cien Años, fracasó después del cerco al que fue sometida Bayona, centro de sus dominios.

En 1372 había nacido Catalina. Fue educada como una princesa, futura heredera de Castilla. Tuvo su casa a los tres años en el castillo ducal de Melbourne y su educación fue confiada a una noble dama inglesa, lady Mohun, viuda de un miembro del séquito del príncipe Negro. A la muerte de Eduardo III, Juan de Gante no fue elegido heredero, sino Ricardo, su sobrino, y pasó a ocupar un puesto en el Consejo de Regencia. Esta circunstancia reavivó en el duque la voluntad de conseguir el trono de Castilla. Preparó una segunda ofensiva, fracasada por problemas internos (la peasant’s revolt) que le impidieron abandonar Inglaterra.

En 1381, sin embargo, Catalina ya figura en la documentación como Katerine d’Espaigne, y la alianza con Fernando I, rey de Portugal, se mantiene hasta el advenimiento de la Casa de Avis y la derrota de Juan I de Castilla en Aljubarrota (agosto de 1385). Son buenas noticias para el duque de Lancaster, nuevas posibilidades se abren y no está dispuesto a desaprovechar la favorable coyuntura. Y prepara con cuidado su nueva intervención. Firmó una alianza anglo-portuguesa, el Tratado de Windsor de 1386, y ese mismo año embarcó con su mujer y sus hijas, seguidos por el ejército que había conseguido reunir, rumbo a Castilla.

El 25 de julio, fiesta de Santiago, estaban en La Coruña, luego se trasladaron a Orense. Allí acudieron los embajadores castellanos enviados por Juan I. Expusieron la legitimidad de su Rey y propusieron el matrimonio entre el heredero de la Corona, el príncipe Enrique, y la hija del duque: Catalina. Un año después se aseguró la alianza con la boda de João I y doña Felipa, hermanastra de Catalina. Se celebraron grandes festejos y, a su término, el rey de Portugal y el duque de Lancaster emprendieron la ofensiva militar contra Castilla. Por tercera vez el éxito no acompañó a la alianza entre el duque y el rey de Portugal; a pesar del cambio de dinastía, existían situaciones de desencuentro entre Juan de Gante y su recién estrenado yerno. Pactar con Castilla era necesario, por lo que, entre junio y julio de 1387, negociaron las dos partes en Trancoso y se cerraron en Bayona el 18 de julio de 1388.

En virtud de este acuerdo, las dos partes se comprometían a actuar en uno para lograr la unidad de la Iglesia (Cisma de Occidente) y Catalina y Enrique, príncipe heredero de Castilla, contraerían matrimonio.

El duque de Lancaster y su esposa, Constanza, renunciarían a los derechos a la Corona de Castilla a cambio de una importante compensación económica (seiscientos mil francos), pagaderos en tres plazos, una renta anual de cuarenta mil, y Constanza recibiría de por vida Guadalajara, Olmedo y Medina del Campo. Catalina era mayor de edad y la historia la describe como “hermosa, alta, y bien dispuesta en el talle y gallardía en el cuerpo”. Firmó las condiciones de matrimonio, se convocaron Cortes en Palencia y en la catedral de San Antolín se celebraron las bodas. Por primera vez la pareja ostentó el título de príncipes de Asturias, que, a semejanza de Inglaterra (príncipe de Gales), era concedido al heredero de la Corona. Enrique era menor de edad todavía, razón por la que no se consumaría el matrimonio hasta 1393. Pero lo esencial era que este enlace ponía fin a las contiendas entre Trastámaras y partidarios de Pedro I (“emperegilados”).

Faltan noticias sobre el tiempo en que Catalina fue princesa de Asturias hasta la trágica muerte de su suegro Juan I, el 9 de octubre de 1390, cerca de Alcalá, de una caída de caballo. Don Pedro Tenorio convocó Cortes y éstas se celebraron en Madrid en Santo Domingo el Real. Presagiaban una regencia difícil y agitada por los desacuerdos entre la nobleza, que durante el reinado de Enrique III se enfrentará y concluirá con el fin del poder de los parientes del Rey, los llamados “epígonos” Trastámara. Catalina asistirá poco más que en calidad de espectadora, pero el haber presenciado estos conflictos, sin duda, años más tarde le servirá de ejemplo para exigir la custodia y educación de su hijo Juan, el heredero de la Corona, a la muerte de su marido. Esta confusa situación tiene una importante consecuencia: se creó un vacío de poder que tuvo su más trágica representación en el pogromo de 1391 en las juderías andaluzas. Partiendo de las inflamadas predicaciones antijudías del arcediano de Écija, el alboroto y los desmanes se saldaron con gran número de muertes en Andalucía. Después, la animadversión y persecución se extendieron a Castilla.

Catalina asistió a las Cortes reunidas en diciembre del mismo año, así como el Rey y, a su lado, el hermano del Rey, el infante Fernando y doña Leonor Urraca de Castilla, su mujer. Dos años más tarde se celebraron Cortes en Madrid y, también en 1393, se firmarán treguas con Portugal por un período de quince años, Enrique III asume el poder antes de cumplir los catorce años y consuma su matrimonio en Madrid con Catalina.

Comienza la etapa de gobierno de su marido, durante el cual Catalina de Lancaster no tuvo intervención alguna en los asuntos de Estado, ni en los negocios del gobierno. De su actividad pública las crónicas recogen su visita a Andalucía en compañía del Rey, su entrada en Sevilla y el encarcelamiento del arcediano de Écija, que hasta entonces había sido tratado con excesiva benevolencia. Pero la falta de noticias oficiales no presupone que permaneciese inactiva, al contrario, pues se ocupó de los asuntos locales de las villas de su señorío. Añadió a sus títulos los de duquesa de Soria, condesa de Carrión, señora de Molina, Huete, Atienza, Coca, Palenzuela, Mansilla, Rueda y Deza.

Concedió especial atención y esfuerzo a las relaciones familiares, primero a la rama petrista en liquidación.

Procuró la liberación de los hijos de Pedro I encarcelados al finalizar la guerra civil: Juan, casado y con dos hijos (Constanza, que sería abadesa de Santo Domingo el Real de Madrid, y Pedro, que accedería al obispado de Osma). Después Sancho y Diego, hijos de doña Isabel, dueña del hijo mayor del rey Pedro y María de Padilla.

Otra rama familiar estaba constituida por la famosa priora Teresa de Ayala y su hija María, nacida de una relación del rey Pedro, a finales de su reinado, con Teresa, hija de Diego Gómez de Toledo, alcalde y notario mayor de Toledo, padre a su vez de Pedro Suárez de Toledo (notario mayor de Castilla) y esposo de Inés de Ayala (hermana del famoso canciller y cronista Pedro López de Ayala). También fortaleció mediante vínculos familiares la relación con Inglaterra (muerta su madre, siguió el contacto con su padre, que la recordará en su testamento), recuperando las ciudades concedidas en Bayona a doña Constanza de por vida y que revirtieron a la Corona.

Además, como describen las crónicas, “gustaba de las religiosas y las favorecía”, como lo demuestran las fundaciones (como Santa María de Nieva, en 1392 convento de la Orden de Predicadores) y las ayudas importantes a nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396). Favoreció singularmente las casas de clarisas, franciscanos y dominicos, como Santo Domingo de Toledo (en la persona de la priora Teresa de Ayala y su hija). Las fundaciones reales continuarán con nuevos monasterios de los jerónimos en Toledo (1396), y la cartuja de Santa María de Las Cuevas (1400). De su predilección por los dominicos da fe la elección de sus confesores: fray Álvaro de Córdoba (fundador del convento Escala Celi), fray Juan de Morales (obispo de Badajoz y Jaén, enviado al concilio de Constanza), y fray García de Castronuño, obispo de Coria, benefactor del convento de los predicadores de Toro, en donde está enterrado.

De acuerdo con el Tratado de Bayona, Catalina de Lancaster podía mantener su adhesión al papa Urbano VI, siempre que lo hiciera en privado (concesión a los ingleses), pero, al acceder al trono, su postura en el conflicto del Cisma era una cuestión de Estado. Se intentó cambiar su adhesión (según las crónicas inglesas valiéndose del engaño): el duque de Benavente, de acuerdo con un fraile carmelita, entregó a la Reina unas cartas, supuestamente escritas por el duque de Lancaster a su hija recomendándole el cambio de obediencia. El engaño se descubrió porque Catalina siempre había mantenido relación con su padre, como también la mantuvo con el rey de Inglaterra como primo a través de una correspondencia frecuente. Cuando el rey Juan I falleció, Clemente VII envió cartas de pésame a la pareja real, pero Catalina seguía todavía en la obediencia del sucesor de Urbano VI, Bonifacio VIII, que le había concedido la primera dispensa papal para su matrimonio.

Así, se consideraba aceptado por Roma, pero Castilla apoyaba a Clemente VII de Aviñón y su dispensa era necesaria para que la Iglesia de Castilla considerara válido el enlace. Catalina cambió de obediencia, probablemente en 1390, pues, con ocasión de la fundación de Santa María de Nieva, los permisos eran concedidos por el papa Clemente VII. En 1394, Aragón y Castilla dieron su obediencia al papa electo Benedicto XIII, don Pedro de Luna, de origen aragonés.

Los sucesivos intentos de llegar a una solución a la división de la Iglesia en dos obediencias fracasaron.

Enrique III también, su embajada sin resultado fue seguida por la convocatoria de una asamblea en Salamanca en 1397. Las sucesivas vías de solución se demostraron inoperantes. En 1404, Benedicto XIII se instaló en Marsella, paso previo en su camino a Roma. Enrique III envió a Ruy Barba para proseguir las negociaciones. Catalina de Lancaster se mostraba muy inclinada a favor del papa Luna. Y mantendrá su fidelidad hasta la sentencia final el año de 1417.

El matrimonio real, a pesar de la escasez de testimonios usual en la vida privada de los Reyes, debió de transcurrir en un clima de comprensión y ayuda mutua.

Catalina, seis años mayor que su marido, vivió los conflictos de una turbulenta regencia, probablemente sin poder intervenir. Cuando su marido fue declarado mayor de edad antes de cumplir los catorce años, solamente disfrutó de su juventud hasta los diecisiete, cuando por primera vez se manifestó la enfermedad (probablemente una lepra de tipo tuberculoide) que progresó lentamente al principio. Así, aunque la pareja tardó trece años en tener descendencia, los cronistas no achacaron a la salud de Enrique III la tardanza, sino a la falta de templanza en la comida de Catalina. Según Fernán Pérez de Guzmán “el gran talle del cuerpo de la Reyna estaba acompañado de robustez de humores y gran fuerza de calor natural que la incitaba a tomar más alimento en las comidas de lo que es regular en las mujeres”. Su poca templanza en ello le haría contraer, después del nacimiento de su primera hija, “el accidente de perlesía”.

En 1401 nació la primogénita: María (que casará en 1415 con su primo Alfonso V de Aragón, primogénito del infante Fernando, rey de Aragón, y morirá en 1458 poco después de su marido). Fue jurada sucesora en el trono en caso de faltar hijo varón en las Cortes de Toledo reunidas ese mismo año. Poco después, nacerá Catalina (que casó con su tío el infante Enrique, hermano de Alfonso V de Aragón, en 1420) y murió de parto en 1439. La priora Teresa de Ayala acompañó a la Reina en los dos partos y el maestro Alfonso Chirino actuó como físico. La segunda hija no nació con buena salud, una hinchazón excesiva del estómago y dolor en el costado hicieron que la Reina, muy preocupada, pidiera a la priora que hiciera rogativas a Dios y a la Virgen. La salud de la Reina continuó empeorando, se puso demasiado gruesa, los temblores propios de la perlesía se acentuaron, y la esperanza de una nueva preñez parecía remota toda vez que la salud de su marido, el Rey, empeoraba.

Junto a su hermano, doliente, el infante Fernando se mantenía expectante sabedor de que, a falta de descendencia, el heredero al trono de Castilla era él. Su matrimonio con Leonor de Albuquerque, la “rica hembra”, le dio una descendencia numerosa: cinco varones y dos hijas. Hasta 1401 había actuado como heredero reconocido, era muy difícil que se resignara a verse desplazado. En enero de 1403, cuando nació Catalina, las esperanzas del infante seguían esfumándose, pero la noticia de una tercera preñez de la Reina en 1404 le hizo temer que esta vez naciera un varón, con lo que se desvanecería definitivamente toda pretensión al trono, a menos que lo usurpara. El 6 de marzo de 1405, nació un heredero: Juan. Don Enrique que tomó más precauciones de las habituales ante el tercer parto, escribió a la priora Teresa de Ayala para que acudiese a Toro con tiempo para ayudar a Catalina en el parto, que sería atendido por un nuevo físico real de gran renombre: Juan de Toledo. Además, confirmó los privilegios que Juan I había otorgado a su hermano el infante Fernando, y nombró almirante a Alfonso Enríquez. Leonor de Albuquerque fue invitada a visitar a la Reina en Toro, no así su marido.

La salud de Enrique III se agravó. Catalina ya se preparaba para defender la tutela del heredero, y estaba dispuesta a luchar para conservarla. Al infante Fernando no le quedaba otra vía que aumentar su poder, y la mayor riqueza posible para él y para sus hijos. Es decir: la vuelta al gobierno de los parientes del Rey.

En diciembre de 1406, murió Enrique III. La Reina vistió el luto. El príncipe heredero contaba veintidós meses de edad. El testamento real dejaba la regencia en manos de la Reina y de su cuñado, regencia que se preveía muy larga hasta que el príncipe heredero, el futuro rey Juan II, alcanzara la edad para reinar. Esta larga y difícil etapa supuso para ambos regentes grandes esfuerzos para conciliar o, al menos, guardar las apariencias de sus profundas desavenencias, salvo en una importante cuestión: respecto al Cisma de la Iglesia, ambos apoyarían la candidatura de Benedicto XIII, don Pedro de Luna. La Reina para fortalecer la posición del heredero y el infante para conseguir el trono de Aragón. Con su apoyo.

Catalina de Lancaster demostró sobradamente las cualidades que le atribuye el cronista: “fue muy honesta y liberal” y también su principal defecto: “y sujeta a validos”. Los cronistas aluden en primer lugar a Leonor López, hija del maestre de Calatrava en tiempos de Pedro I, nacida en Córdoba y que estaba en el alcázar de Segovia junto a otras damas de su compañía cuando enviudó la Reina. Pero parece ser que era muy preferida por la Reina; el Consejo Real decidió que debía ser apartada de la Corte, y con ella los parientes que ocupaban puestos gracias a su ascendiente sobre la Reina. A esta decisión probablemente no fue ajeno el infante Fernando. La segunda favorita fue Inés de Torres, apartada del entorno de Catalina con los mismos pretextos: la Reina se decidía sólo después de escuchar su consejo. Todos los asuntos se libraban únicamente por su mano. Estaba también Alfonso de Robles, contador del rey, amigo de Juan Álvarez de Osorio, que mantenía una relación con Inés de Torres. Los tres decidían sin el acuerdo de los grandes ni del Consejo.

La muerte de Enrique III causó también gran preocupación a Benedicto XIII. Prestó ayuda a Catalina, y su apoyo para que pudiese ejercer la regencia, y también al infante Fernando, con el que se había reconciliado en 1407, siendo su principal valedor en el Compromiso de Caspe (1412).

En 1407, el infante tenía veinticinco años, necesitaba destacar, crearse un nombre heroico y el único horizonte. Para lograrlo quería reiniciar la guerra de Granada; la Iglesia apoyaba económicamente la lucha contra el infiel, y las Cortes votaron muy a regañadientes cuarenta y cinco cuentos de maravedís.

Entonces, como estaba previsto, ambos regentes se repartirían el gobierno de Castilla, pero de un modo muy desigual: Fernando la parte meridional a partir de Guadarrama, y para Catalina la parte norte, en donde estaban las mayores posesiones de su cuñado, por lo que su gobierno se encontraba muy disminuido.

La primera campaña resultó un fracaso; después de unos primeros éxitos el infante fracasó en Setenil y las Cortes no le otorgaron los sesenta cuentos que había pedido. Según los cronistas afectos a don Fernando, la culpa fue de la Reina, por oponerse a sus proyectos. Pero esto no es creíble porque la oposición era con mucho más amplia. A favor de Catalina se encontraban Juan de Velasco y Diego López de Stúñiga, que habían perdido la custodia del heredero al ceder a una compensación económica ofrecida por el infante.

Los Mendoza de Guadalajara, apoyados por el maestre de Santiago (Lorenzo Suárez de Figueroa) también apoyaron a la Reina. Con el infante estaban el conde de Trastámara, los Sarmiento, Rojas y Enríquez, que alzaban la voz para afirmar que la Reina estaba mal aconsejada. La concordia entre los infantes era ficticia, y por ambas partes se movilizaron tropas.

La segunda etapa de la guerra de Granada se saldó en 1410 con la toma de Antequera; don Fernando será en adelante conocido como Fernando “el de Antequera”.

Y la guerra se interrumpió. La muerte del rey Martín el Humano planteó el problema sucesorio en la Corona de Aragón. La Reina ofreció todo su apoyo con la esperanza de que si salía elegido, abandonaría la regencia. Previamente había consultado los posibles derechos de su hijo, y renunció a ellos, volcándose en la empresa de su cuñado. El Compromiso de Caspe de 1412, con la ayuda de fray Vicente Ferrer y del papa Luna, elige a Fernando “el de Antequera” rey de Aragón. Ese mismo año, Catalina dispuso de un ordenamiento de moros y judíos siguiendo la corriente del predicador fray Vicente. Dos años más tarde, don Fernando fue solemnemente coronado como rey de Aragón. La esperada renuncia a la regencia no tuvo lugar. Se restableció la división territorial en Castilla, aunque mejorada a favor de Catalina, cuyo generoso comportamiento se había hecho una vez más patente con ocasión de la rebelión del conde de Urgel en 1413, pues le ofreció un importante contingente de tropas. Y todavía se manifestó una vez más: cuando en 1414 se coronó rey de Aragón, Catalina le envió una corona del tesoro real de gran valor.

Con la muerte del rey de Aragón comenzó la última etapa del reinado de esta prudente reina, magnífica educadora del príncipe heredero (en opinión de Sánchez de Arévalo), última defensora de Benedicto XIII, con el que siguió manteniendo correspondencia hasta el veredicto de 1417. Y, aún antes de morir, la Reina se dirigió al nuevo papa Martín V para exponerle las causas de su retraso en retirar la obediencia a don Pedro de Luna. Como única regente tuvo que enfrentarse a la nobleza, que pretendía tener secuestrado al príncipe heredero. Velasco y Stúñiga entraron en la custodia del futuro rey sin ninguna oposición. En los dos últimos años de su vida, firmó treguas con el rey de Granada y favoreció la ocupación de las Islas Canarias, episodio poco afortunado porque su concesión a Juan de Bethencourt fue un error. En 1418, su salud empeoró, pidió ser llevada a Valladolid, y que su hijo Juan II se acercase a Simancas. Murió a la edad de cuarenta y seis años y está enterrada en la capilla que fundó en la catedral de Toledo junto a Enrique III.

 

Bibl.: G. González Dávila, Historia de la vida y hechos del Rey don Henrique III, Madrid, F. Martínez, 1638; E. Flórez de Setién Huidobro, Memorias de las reynas catholicas: historia genealógica de la Casa Real de Castilla y Leon, Madrid, Viuda de Marín, 1790, 2 vols.; I. I. Mac Donald, Don Fernando de Antequera, Oxford, Dolphin Book, 1948; C. Rosell (ed.), Crónicas de los Reyes de Castilla: desde don Alfonso el Sabio hasta los Católicos don Fernando y doña Isabel, vol. II, Madrid, Atlas, 1953 (col. Biblioteca de Autores Españoles, 68); J. Torres Fontes, La regencia de don Fernando de Antequera, vol. I, Barcelona, Escuela de Estudios Medievales-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1964, págs. 375-429; L. Suárez Fernández, Nobleza y monarquía, Valladolid, Universidad, 1975; M. V. Amasuno Sárraga, Alfonso Chirino, un médico de monarcas castellanos, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1993; L. Suárez Fernández, Monarquía hispana y revolución Trastámara, Madrid, Real Academia de la Historia, 1994; F. Suárez Bilbao, Enrique III (1390-1406), Burgos, La Olmeda, 1994; P. A. Porras Arboledas, Juan II, 1406-1454, Valladolid, La Olmeda, 1995; V. M. Márquez de la Plata y L. Valero de Bernabé, Reinas medievales españolas, Madrid, Alderabán, 2000; L. García Ballesteros, La búsqueda de la salud, Barcelona, Editorial Península, 2001; E. Mitre, Una muerte para un rey: Enrique III de Castilla, Valladolid, 2001; E. Benito Ruano, Los infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002; L. Suárez Fernández, Benedicto III: ¿Antipapa o Papa? (1328-1423), Barcelona, Editorial Ariel, 2002; A. Echevarría, Catalina de Lancaster, Hondarribia, Nerea, 2002; M. A. Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura medieval, Barcelona, Editorial Areté, 2004; M.ª Teresa Álvarez, Catalina de Lancaster: primera Princesa de Asturias, Madrid, La Esfera de los Libros, 2008.

 

Isabel Pastor Bodmer

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