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Leonor de Aragón

Biografía

Leonor de Aragón. ¿Medina del Campo (Valladolid)?, 1405 sup. – Toledo, 18.I.1445. Infanta de Aragón, reina de Portugal, mujer de Duarte I, regente del reino.

Hija del rey Fernando I de Aragón, el de Antequera, y de la reina Leonor, nació en tierras castellanas cuando su padre, hijo de Juan I, era aún infante de Castilla, poco antes de compartir con la reina Catalina la regencia del reino, a la muerte de su hermano Enrique III, en nombre de su sobrino Juan II.

Leonor era la hija menor del matrimonio. Sus hermanos, los conocidos infantes de Aragón, llamados a tener tanta influencia en la política castellana durante el largo reinado de Juan II, eran Alfonso, sucesor de su padre en el trono de Aragón, apodado el Magnánimo; Juan, duque de Peñafiel, señor de Lara y conde de Mayorga, fue rey consorte de Navarra y sucesor de su hermano en Aragón; Enrique, heredero del condado materno de Alburquerque, fue maestre de la Orden de Santiago; Sancho, maestre de Alcántara, murió muy joven, en 1416; Pedro estuvo muy vinculado al destino de sus tres hermanos mayores; y María fue reina de Castilla por su matrimonio con Juan II.

El profesor Benito Ruano ha señalado que Leonor, como el resto de las mujeres del poderoso clan de los infantes, constituyó un elemento de cohesión entre ellos y fue, en consecuencia, pieza clave en el fortalecimiento de los intereses familiares.

La primera vez que Leonor saltó a la palestra del protagonismo político fue en 1414. Entonces era apenas una niña de poco menos de diez años, pero su nombre se barajó para sellar un acuerdo de amistad con Inglaterra. Lo propugnaban Castilla y Aragón que, de común acuerdo, ofrecieron aquel año a Enrique V algo más que neutralidad en la ofensiva que iba a desplegar en Francia —la que culminaría en Azincourt—, a cambio del respaldo al papa Benedicto XIII, único que no había abdicado en el Concilio de Constanza. Si Inglaterra aceptaba, los reinos ibéricos contribuirían decisivamente a solucionar el cisma, y hacerlo desde una perspectiva “benedictina”, que sin duda les beneficiaba. En aquella operación diplomática la infanta Leonor era ofrecida al rey de Inglaterra como prenda de amistad. Enrique V rechazó la propuesta y la infanta volvió a la reserva de la diplomacia.

Volvió a salir de ella en 1423 cuando su hermano Alfonso V solicitó de su madre Leonor de Alburquerque, viuda de Fernando el de Antequera, que le enviara a la infanta a tierras aragonesas, donde le preparaba una boda ventajosa. La protectora madre se negó a la petición de su hijo y la infanta permaneció en Castilla, y allí seguía cuando, pocos años después, en 1426, se rumoreó un nuevo enlace para Leonor, esta vez nada más y nada menos que con el duque de Borgoña, pero la propuesta volvió a quedar en nada, aunque ya para entonces otros planes, en esta ocasión definitivos, empezaban a tomar forma.

En efecto, los designios de Juan I de Portugal, que asentaba su inteligente política exterior en la triple alianza con Inglaterra, Borgoña y Aragón, se ajustaban a la política de cerco en torno a Castilla que Alfonso V de Aragón intentaba consumar aprovechando el gobierno oligárquico de influencia aragonesa que se había impuesto en aquel reino entre 1427 y 1428.

De común acuerdo, Juan I de Portugal y Alfonso V de Aragón concertaron entonces el matrimonio del heredero portugués, Duarte, con la infanta aragonesa Leonor. El contrato de arras fue celebrado en 1427 en la aldea turolense de Ojos Negros, muy próxima a la frontera castellana, encabezando la delegación portuguesa el arzobispo de Lisboa. La infanta aragonesa recibía unas sustanciosas arras garantizadas en las rentas de Santárem y en cuantas villas y tierras que habían pertenecido a la reina Felipa de Lancaster, entre ellas, Alenquer, Sintra y Óbidos. Tampoco era pequeña la dote aportada por la infanta: 200.000 florines que su madre Leonor y su hermano Alfonso V se comprometían a pagar en diez años.

Meses después, en abril de 1428, la que en unos años sería reina de Portugal partía de Valencia con destino a su nuevo reino. Su viaje ha pasado a la historia por los festejos que la Corte castellana, todavía controlada por los infantes de Aragón, ofrecieron en honor de Leonor a su paso por Valladolid en el mes de mayo de aquel año de 1428, “las más fantásticas fiestas que la imaginación caballeresca del siglo xv podía concebir”, en expresión de Luis Suárez. Las crónicas han dejado cumplida información de la fastuosidad de los eventos allí organizados, en especial la llamada Crónica del Halconero de Pedro Carrillo de Huete, un participante activo en ellos. No faltó de nada: vistosos torneos de hasta cincuenta caballeros, costosísimos banquetes, representaciones dramáticas, justas y guerras ficticias, animales salvajes convenientemente domesticados e, incluso, irreverentes disfraces, como el del propio Juan II de Castilla, que asumió la apariencia de Dios Padre, rodeado de un sinfín de caballeros tocados con las diademas de los santos. Una llamativa y teatralizada ficción al gusto de la época que no dejaría de inspirar algunos pasajes del Laberinto de la Fortuna de Juan de Mena. La historiografía está de acuerdo en descubrir detrás de todo ello claves políticas que mucho tienen que ver con las rivalidades entre los hermanos de Leonor, los infantes de Aragón, y el todopoderoso valido de Juan II, Álvaro de Luna.

Finalizados los largos festejos ya avanzado el verano, Leonor llegó a tierras portuguesas, donde, en septiembre, contrajo matrimonio en Coímbra con el futuro rey Duarte. Su matrimonio duraría exactamente diez años, hasta septiembre de 1438, en que el monarca luso murió prematuramente. La nueva Reina —lo fue a partir de 1433, cuando subió al trono su marido— no se limitó a organizar las tierras de su “cámara”, como revelan los documentos de su cancillería conservados, ni tampoco se contentó con asegurar la sucesión al trono, aunque ciertamente esta última “responsabilidad” regia fue cumplida con creces, pues tuvo ocho hijos: dos, los infantes Juan y Duarte, murieron pronto, pero no así ni Alfonso —el futuro Alfonso V el Africano— ni Fernando, duque de Viseu y Beja y gobernador de la Orden de Cristo; por su parte, las infantas Felipa, Isabel y Catalina no fueron llamadas a altos destinos, pero sí, en cambio, la infanta Juana, segunda mujer de Enrique IV de Castilla, y, sobre todo, la infanta Leonor, que llegaría a ser emperatriz de Alemania por su matrimonio con Federico III.

Con todo, no fueron éstas las únicas tareas desarrolladas por la Reina consorte. Leonor intervino activamente en política influyendo de alguna manera en las decisiones del Rey. Fueron dos sus temas de preocupación: la defensa de los intereses del clan familiar de los infantes de Aragón y sus implicaciones a nivel peninsular, y la expansión de su nuevo reino por tierras africanas.

La primera de estas cuestiones era ajena a los intereses de Portugal, y en ella la todavía consorte del heredero del trono no llegó a implicar seriamente a su marido. En el reino vecino, a raíz de los festejos que la despidieron de tierras castellanas, Álvaro de Luna, el enemigo número uno de los hermanos de la futura Reina, se había hecho nuevamente con el poder, y esta vez estaba dispuesto a ejercerlo sin contemplaciones: las treguas de Majano de 1430 pusieron de manifiesto su indiscutible triunfo frente a los infantes de Aragón, que fueron expulsados de territorio castellano sin derecho a indemnización alguna. Pero éstos no se arredraron, y Enrique y Pedro se hicieron fuertes en las tierras familiares de Alburquerque mientras entraban en contacto con el maestre de Alcántara y lo mantenían con dos ilustres partidarios exiliados en Portugal, la infanta Catalina, mujer de Enrique, y el obispo de Coria, encargados de reclutar tropas en el país vecino. Es aquí donde entra en juego la futura reina Leonor, quien no sólo acogió con agrado a los exiliados castellanos, sino que debió de facilitar en la medida de sus posibilidades la recluta de hombres y el acopio de armas para sostener la causa de sus hermanos frente a Álvaro de Luna. La actividad “anticastellana” en Portugal debió de ser tan evidente en los últimos meses de 1431 que un embajador de Juan II, el doctor Franco, asustado, dio la voz de alarma y el Gobierno de Castilla, mediante un requerimiento diplomático, solicitó del monarca portugués su directa intervención en el asunto. Juan I, que se hallaba en plenas conversaciones con las autoridades castellanas con vistas a la firma del acuerdo de paz, no estaba dispuesto a hacer fracasar las negociaciones, y publicó una orden que prohibía a sus súbditos prestar cualquier tipo de ayuda a los infantes de Aragón. Leonor había perdido la baza de apoyo a sus hermanos: antes de acabar el año 1431, Castilla y Portugal firmaban en Medina del Campo la primera paz entre los dos reinos desde Aljubarrota; el tratado fue ratificado por el rey portugués en Almeida en enero de 1432.

El segundo tema de preocupación política de la reina Leonor sí era una cuestión de estricto interés del reino, el problema de su vocación expansiva en África. Además, a diferencia del anterior, se planteó con fuerza siendo ya consorte del nuevo Rey. En efecto, al acceder al trono en 1433 el rey Duarte, era una cuestión candente que tenía dividido al país. La conquista de Ceuta y, sobre todo, su costoso mantenimiento habían sido ya tema de discusión durante el reinado de Juan I, y la propia dinastía de Avís no se mostraba unánime al respecto. Así, mientras dos de los hermanos del rey Duarte eran partidarios de continuar la expansión norteafricana —los infantes Enrique y Fernando, responsables respectivamente de las Órdenes de Cristo y de Avís—, otros dos hermanos del Rey, los infantes Pedro y Juan —este último gobernador del maestrazgo santiaguista— no se mostraban conformes en mantener esta costosa política expansiva, prefiriendo incluso contribuir al fin de la presencia del islam en Granada. El Rey se debatía entre ambas posturas, y la reina Leonor jugó entonces un papel decisivo al inclinar el ánimo vacilante del Monarca hacia la opción africanista. Quizá, a título de hipótesis, pueda considerarse que la sola posibilidad de que Portugal se involucrara en la Guerra de Granada hubiese sido un factor de reforzamiento del valido Álvaro de Luna, que precisamente hacía descansar una buena parte de su ideal monárquico en la lucha reconquistadora de ribetes cruzados: alejar a Portugal de tal empresa era no fortalecer los puntos de vista del “antiaragonesista” valido castellano. Sea de ello lo que fuera, la reina Leonor, parece que de común acuerdo con el infante don Enrique, se comprometió seriamente en la opción expansiva de su propio reino y puede que tuviera algún papel en la concesión de la bula de cruzada Rex Regum que el papa Eugenio IV concedía en septiembre de 1436. Aquel mismo año las Cortes de Évora se pronunciaban a favor de la campaña africana, y el Rey ya no tuvo dudas.

La operación se fijó por objetivo la ciudad costera de Tánger. La dirigía el infante don Enrique y constaba de más de seis mil hombres que fueron reunidos en Ceuta en el verano de 1437. Los ataques contra Tánger comenzaron en el mes de septiembre y fueron sistemáticamente rechazados por los marroquíes hasta que finalmente el ejército portugués fue desbaratado.

La rendición comprometía la permanencia de los portugueses en Ceuta, y sólo fue posible la vuelta de los supervivientes dejando en prenda al infante don Fernando, el Infante Santo, que ya nunca más regresaría a Portugal. Fue un golpe muy duro para el reino luso, y la Reina, que tan fuertemente había apostado por la acción africana, se sintió seriamente afectada. Duarte I murió justo un año después del desastre de Tánger.

Ciertamente no se puede decir que la reina Leonor se llegara a mostrar nunca como una buena estratega política, pero no cabe duda de que el rey Duarte siempre confió en ella, y la admiraba hasta el punto de dedicarle una de sus obras, el Leal Conselheiro, una especie de tratado moral para hidalgos y caballeros.

Pero la confianza del Rey en su mujer llegó a proyectarse más allá de su propia muerte, ya que en su testamento dejaba en sus manos la regencia y tutoría del joven rey Alfonso V, de sólo seis años de edad, hasta que cumpliese los catorce.

Tampoco se puede decir que la corta regencia de Leonor al frente del Gobierno de Portugal fuera ningún éxito. No era una mujer popular. Su excesivo ascendiente sobre el Rey y sus consejos, no siempre atinados, le habían restado credibilidad frente a destacados miembros de la propia Familia Real e incluso nobles, en todo caso de origen portugués, que muy bien podían asumir las funciones de la Reina viuda.

Además, en la Corte se temía que la indisimulada inclinación de Leonor hacia sus hermanos, los infantes de Aragón, permanentes focos de desestabilización política en Castilla, acabara arrastrando a Portugal a un conflicto que en nada podía favorecer sus intereses en aquel momento. Por eso, apenas unas semanas después de asumir el poder, se vio la conveniencia de que se reunieran las Cortes del reino, como en efecto así ocurrió en los primeros días de noviembre de 1438 en la localidad de Torres Novas. El motivo oficial de la convocatoria era el juramento del nuevo rey Alfonso V, pero a nadie se escapaba que allí se trataría el controvertido asunto de la regencia. De hecho, el reino se hallaba dividido: frente a la regente, que representaba una opción de corte nobiliario semejante a la que enarbolaban en Castilla sus hermanos, el infante don Pedro, duque de Coímbra, hermano del rey Duarte y, por tanto, tío del Rey niño, aglutinaba en torno a sí a quienes creían en un sólido modelo de Monarquía de tendencia personalista, no muy distante de los planteamientos castellanos de Álvaro de Luna. Apoyaban al infante Pedro las ciudades del reino, las Órdenes militares, salvo la de los hospitalarios, que se inclinaba por la Reina, y también algunos de los más influyentes linajes nobiliarios. La Reina, en consecuencia, partía de una cierta situación de debilidad, y no tuvo más remedio que aceptar, en el contexto de las Cortes de Torres Novas, una solución política propuesta por el infante don Enrique y que se conoce como Regimento do Reino de 1438. En ella se arbitraba un gobierno compartido entre la propia regente, el infante don Pedro y una especie de comisión permanente de las Cortes que, al menos, habría de reunirse anualmente. La nueva constitución de la regencia era tan compleja en su funcionamiento que, desde un principio, se mostró frágil e inoperante. Ya en julio de 1439 el nombramiento de un escribano de la Cámara de Porto en la persona de un hombre de confianza del arzobispo de Braga, desató el conflicto entre la regente y su cuñado. A partir de aquel momento, la agitación empezó a desatarse, en especial en Lisboa y Oporto. En la capital los disturbios fueron especialmente graves. Todo parecía presionar en una misma dirección: la proclamación en solitario de la regencia de don Pedro. Unas Cortes prácticamente revolucionarias celebradas en Lisboa a finales de 1439 anularon el Regimento de Torres Novas y proclamaron a don Pedro, con el apoyo de nobles y ciudades, como Regedor e Defenso do Reino, un título semejante al que utilizó su padre, el maestre de Avís, en las revolucionarias jornadas de 1383-1384.

La Reina quiso resistir. Contaba con algunos apoyos internos, en especial en ciertos círculos eclesiásticos.

Su gran valedor era el propio arzobispo de Lisboa, Pedro de Noronha, y los hospitalarios pusieron a su disposición las fortalezas de Crato, Belver y Amieira.

Pero, sobre todo, esperaba refuerzos de sus hermanos los infantes de Aragón, que amenazaban con invadir Portugal. A finales de 1440 la situación era insostenible, y la Reina, acusada de connivencia con los extranjeros e, incluso, injustamente calumniada —se decía que había mantenido relaciones ilícitas con su gran aliado, el arzobispo de Lisboa—, decidió abandonar Portugal. Lo hizo en compañía de su hija menor Juana y también del prior de los hospitalarios, frey Nuno Gonçalves de Góis, que se había mantenido leal. Fue acogida en Alburquerque, donde tantos intereses familiares tenían los infantes de Aragón. Luego se trasladó a Medina, la tierra que la había visto crecer, y finalmente a Toledo, haciendo del convento de Santo Domingo el Real su residencia.

En Castilla habían vuelto al gobierno sus hermanos, pero su gestión se hallaba erizada de dificultades hasta que vieron el camino allanado gracias a la sentencia arbitral de Medina del Campo de 1441. Ésta suponía el destierro de don Álvaro y el sometimiento del Rey a los planteamientos pactistas de la más alta nobleza.

También en ella se contemplaba la reimposición del “aragonesismo” en Portugal, como imprescindible factor de estabilidad para el nuevo régimen castellano, y esa reimposición pasaba por la rehabilitación de Leonor al frente de la regencia del país vecino. Sin embargo, todos los intentos fueron vanos. El infante don Pedro, cuyo gobierno estaba firmemente apoyado por el amplio consenso del reino, no quiso ni oír hablar del posible regreso de la Reina viuda. Todo lo más, ante las Cortes de Évora de 1442, se comprometía a pasar a Leonor una pensión compensatoria. Los intentos de mediación de Alfonso V de Aragón y del propio papa Eugenio IV habían ablandado algo el ánimo del regente. Pero la dignidad de la Reina le impidió aceptar la ayuda portuguesa, pese a que su situación económica no parece que fuera muy desahogada. Pasados algunos años, hubo un nuevo intento de regreso a Portugal. Para entonces, 1444, el infante Pedro parecía mostrar menos intransigencia. Pero nunca iba a verse ante el problema de “resituar” a la madre de su pupilo en la Corte portuguesa: Leonor murió en Toledo a mediados de enero de 1445. Es muy probable —en esta dirección apuntan ciertas informaciones cronísticas— que su muerte no obedeciera a causas naturales.

Desde luego, a Álvaro de Luna, que estaba a punto de recuperar posiciones en el Gobierno de Castilla, no le interesaba lo más mínimo que la infanta de Aragón intrigase nuevamente a sus anchas desde Portugal.

Sólo más adelante, Alfonso V de Portugal decidirá el traslado del cuerpo de su madre al reino de la que fue fugaz regente y donde descansa hoy junto a su marido en el monasterio de Batalha.

 

Bibl.: M. T. Campos Rodrigues, “Torres Novas, Cortes de (1438)”, en J. Serrão (dir.), Dicionário de História de Portugal, vol. IV, Lisboa, Iniciativas Editoriais, 1970, págs. 177-178; H. Baquero Moreno, “A expedição enviada pelo Infante D. Pedro ao Reino de Castela em 1441”, separata de Arquivos do Centro Cultural Português (Paris, Fiundação Calouste Gulbenkian), V (1972), págs. 59-79; “O Infante D. Pedro e as Merceeiras da Rainha D. Leonor”, separata de Revista de Ciências do Homem (Universidade Lourenço Marques), V, série A, Lourenço Marques (1972), págs. 165-183; L. Suárez Fernández, Nobleza y monarquía. Puntos de vista sobre la historia política de Castilla en el siglo xv, Valladolid, Universidad, 1975; T. F. Ruiz, “Fiestas, Torneos y Símbolos de realeza en la Castilla del siglo xv. Las fiestas de Valladolid de 1428”, en A. Rucquoi (ed.), Realidad e imágenes del poder. España a fines de la Edad Media, Valladolid, Ámbito, 1988, págs. 249-265; E. Benito Ruano, Los Infantes de Aragón, Madrid, Real Academia de la Historia, 2002.

 

Carlos de Ayala Martínez

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