Juan I de Castilla. Épila (Zaragoza), 24.VIII.1358 – Alcalá de Henares (Madrid), 9.X.1390. Rey de Castilla y León.
Hijo de Enrique II y de doña Juana Manuel, que recogía los derechos de los infantes de la Cerda, nació en Aragón, donde sus padres estaban exiliados, y se educó en la Corte de Pedro IV, contando con la estrecha amistad de los hijos de éste, Juan, Martín y Leonor, con la que acabaría contrayendo matrimonio.
Al ser reconocido Enrique como Rey, se convirtió en heredero. En 1370, muerto el conde don Tello, recibió el señorío de Vizcaya, que desde entonces quedó incorporado al patrimonio real. En condición de tal, juró los Fueros de Vizcaya y otorgó también Fuero a Bilbao. Cuando el 18 de junio de 1375 contrajo matrimonio con Leonor de Aragón, ninguno de los dos renunció a los derechos que, como infantes, podían corresponderles. Muerto Enrique II el 29 de mayo de 1379, le sucedió en el trono. Alterando las costumbres castellanas, no se conformó con la proclamación y el 25 de julio, día de Santiago, se hizo coronar en Las Huelgas, siendo al tiempo armado caballero por medio de ese muñeco articulado que representa al apóstol y aún se conserva.
Las Cortes de Burgos, que se abrieron el 1 de agosto, reclamaron que las leyes aprobadas en Cortes sólo por Cortes pudieran ser modificadas: aunque no se produjo una promulgación de esta ley es indudable que en adelante fue guardada. Se puso fin entonces a la concesión de señoríos o “mercedes” consecuencia de la guerra civil. Personalmente acompañó el cadáver de su padre hasta darle sepultura en la capilla de Reyes Nuevos de la catedral de Toledo. Frágil, pálido, de barba cerrada, Juan I decidió vivir en fidelidad a la ley de Dios. No hubo bastardos y sí tres hijos, Enrique, Fernando y Leonor, de su primer matrimonio. Aceptando el pactismo, gobernó en estrecha colaboración con las Cortes, e impulsó una reforma religiosa que había comenzado en 1372 con la fundación jerónima de Lupiana. Conservó la estructura que su padre diera al reino: una alta nobleza de parientes, tres hermanos bastardos, un primo y otros dos parientes, Manuel y Guzmán respectivamente; otra intermedia de señores y ricohombres: Mendoza, Velasco, Stúñiga, Ayala, Manrique, Álvarez de Toledo, Ponce de León y pocos más; y una baja, más numerosa, de caballeros e hidalgos. Comenzó, sin embargo, arrebatando a esta nobleza las rentas que abusivamente algunos linajes, so color de protección, habían impuesto a monasterios.
Frente a Juan I se alzó Juan de Gante, duque de Lancaster, hijo de Eduardo III de Inglaterra, que al contraer matrimonio con Constanza, hija de Pedro I, comenzó a titularse también rey de Castilla, coincidiendo el nombre y el numeral. Esto movió al castellano a estrechar su alianza con Francia proporcionando flotas para combatir a los ingleses. Los primeros años contemplaron así victorias, ya que los barcos castellanos remontaron el Támesis hasta Gravesend, “do galeas de enemigos nunca entraron”. Pero este acercamiento le obligaba también a aceptar al candidato francés, Clemente VII, frente a Urbano VI, al producirse el gran Cisma de Occidente. Siguiendo los consejos de Pedro Tenorio, Juan I propuso, al principio, una observación de la neutralidad, celebrando además consultas entre los cuatros reyes españoles a fin de que la nación se pronunciara de modo unánime. Pero la llegada como legado de Pedro de Luna, futuro Papa, que años antes salvara la vida de Enrique II, y el desembarco de ingleses en Portugal que reconoció al duque de Lancaster, le obligaron a tomar una decisión: en Salamanca, el 19 de mayo de 1381, Clemente fue reconocido como verdadero Papa.
En 1380 se reunieron de nuevo Cortes en Soria. Mientras tenían lugar negociaciones con Portugal, cuyo rey, Fernando, era hijo de una hermana de Juana Manuel, llamada Constanza, ya fallecida, se tomaban disposiciones económicas destinadas a facilitar el comercio interior y exterior y a liberar a los monasterios de las dificultades económicas que la recesión provocaba. Sin embargo, Fernando, que ya en ocasiones anteriores reclamara para sí la Corona de Castilla considerándose legítimo descendiente de Alfonso X, aceptó las ofertas inglesas. Los hermanos bastardos del rey, Juan y Dionís, hijos de Inés de Castro, buscaron refugio en Castilla integrándose en su nobleza. Las gestiones que hizo Pedro de Luna para evitar la guerra fracasaron. El duque de Lancaster consiguió que Urbano VI le ofreciera los beneficios de “cruzada” para combatir a los cismáticos, y mientras él penetraba por Flandes, enviaba a su hermano Edmundo, conde de Cambridge, a Portugal con un ejército y con la esperanza de casarse con Beatriz, hija única a la sazón de Fernando. Navarra y los infantes aragoneses se pusieron del lado de su pariente castellano. A pesar de que creían contar con algunos nobles castellanos, en especial Alfonso, conde de Noreña y Gijón, los ingleses fracasaron rotundamente. Sus mercenarios cometían excesos que se atraían el odio de la población. La flota castellana bloqueó las entradas de Lisboa impidiendo la llegada de nuevos refuerzos. La reina de Portugal, Leonor Téllez, cuyo primer marido aún vivía refugiado en Castilla, dio a luz un varón que falleció a las pocas horas el 19 de julio de 1382. Comprendió, a la vista del estado de salud de su marido, que la única posibilidad de sucesión era aquella niña Beatriz, para cuya regencia necesitaba apoyos y decidió invertir la política buscando la amistad con Castilla.
De modo que el 30 de julio, estando los dos ejércitos enfrentados, dos caballeros portugueses vinieron, por su encargo, al campamento castellano en la frontera de Badajoz. La propuesta era casar a Beatriz con el segundo hijo de Juan I, Fernando, que garantizaría de este modo una regencia de Leonor y su partido, que se imaginaba larga. Los castellanos, que estaban recibiendo excelentes noticias de Flandes, asegurándose de este modo la hegemonía en el golfo de Vizcaya, aceptaron. El 9 de agosto del mismo año se firmó el tratado y los ingleses fueron devueltos a su tierra.
El 13 de septiembre de 1382 murió la reina de Castilla, Leonor; su hija tampoco le sobrevivió. De modo que, con veinticuatro años, Juan I, padre de dos niños de poca salud, necesitaba una nueva esposa. Varias candidaturas se manejaron. Pero entonces Leonor Téllez, temiendo que el mayor de los hijos de Inés de Castro fuera proclamado sucesor, envió a un noble de su confianza, Juan Fernández de Andeiro, exiliado castellano y amante de la soberana según las malas lenguas, para hacer a Juan I la propuesta de que se casara él con Beatriz, llegando a ser Rey de Portugal, pero manteniendo las dos coronas separadas. Contra los consejos de algunos de sus principales colaboradores, Juan I aceptó unas condiciones que en nada le favorecían ya que, según ellas, a la muerte de Fernando no sería él quien ejerciese el gobierno en Portugal, sino la reina Leonor, recibiendo para ello los correspondientes recursos castellanos. Las capitulaciones se firmaron en Salvaterra de Magos (Portugal) el 3 de abril de 1383. Los hijos de Inés de Castro serían reducidos a prisión preventiva y también Alfonso de Noreña, que estaba casado con una hija bastarda de Fernando. Las bodas se celebraron con gran pompa en Badajoz los días 13 y 14 de mayo. La novia tenía sólo diez años y tres meses. Pero se levantó acta, que Pedro de Luna confirmó, según la cual, examinada por competentes matronas, estaba capacitada para consumar matrimonio. Juan demostró gran afecto a Beatriz y ella, cuando su marido falleció, se retiró a una vida privada diciendo que, habiendo perdido esposo de tanta calidad, no quería volver a casarse. La muchacha, que no tuvo hijos, murió en Toro, en el mayor silencio, y allí continúan sus restos.
El año de 1383 fue el momento culminante del reinado. La gran victoria francesa de Rosebeeke, en la que participaron también castellanos —fue armado caballero Pedro López de Ayala—, aseguraba los espacios del comercio exterior en toda la costa hasta Flandes y la paz en el mar. En las Cortes se comenzó a tratar de un programa de reformas que abarcaba tres aspectos fundamentales: el religioso, continuando la tarea emprendida y extendiéndola a la disciplina del clero; el institucional, a fin de mejorar las leyes y el ejercicio de la justicia, y el social, poniendo límite a los excesos en que los miembros de la primera nobleza venían incurriendo. En este último aspecto, algunas medidas se habían tomado, como reasumir la herencia de los dos hermanos de Enrique II, Tello y Sancho, es decir, Vizcaya y Alburquerque. Pero ahora Pedro, conde de Trastámara, Alfonso de Noreña y Juan Sánchez Manuel, conde de Carrión, a quien ya Enrique II había tenido que despojar del adelantamiento de Murcia por sus abusos. Las protestas, incluso armadas, del reino murciano sirvieron para que el Rey se decidiera a deponer al adelantado, pasando el oficio a un miembro de la segunda nobleza, Alfonso Yáñez Fajardo, que hizo una buena labor de gobierno y pudo instalarse como adelantado. De este modo, se demostraban tres cosas: que el reino prefería la administración por los oficiales de la Corona, que se fortalecía el poder real y que la mediana y baja nobleza tenía, en el servicio del Rey, un camino de ascenso.
También Alfonso, conde de Noreña, fue despojado de sus señoríos asturianos, que se encomendaron al gobierno del obispo de Oviedo, Gutierre de Toledo. Se ofreció, al principio, a este hijo de rey instalarlo en otra parte, pero al comienzo de la guerra de Portugal se decidió reducirle a prisión. Había comenzado el proceso de reformas en las Cortes de Segovia de 1383 —en que se cambió la Era hispánica por la del Nacimiento de Cristo— y Juan I pidió a su suegro Pedro IV un ejemplar de su Ordenamiento de Casa y Corte para emplearlo como guía en su proyecto. De ahí partía la separación del poder real en tres sectores: legislativo (Cortes), ejecutivo (Consejo) y judicial (Audiencia), que anuncian la tendencia del Estado moderno.
Estaba comenzando esta tarea cuando, en la noche del 22 al 23 de octubre de 1383, murió Fernando de Portugal. Leonor se hizo cargo de la regencia. La nobleza, que la odiaba, y aún más a sus consejeros, exiliados castellanos, pidió a Juan que viniera a tomar posesión del trono y éste, contra la opinión de sus colaboradores, se dispuso a hacerlo. Pero Lisboa y Oporto se alzaron en armas, dieron muerte a Juan Fernández de Andeiro y proclamaron al maestre de Avis, Juan, bastardo real, como su jefe. Juan I, que había llegado a Guarda, obligó entonces a Leonor a trasladarse a Castilla y trató de apoderarse de Lisboa.
Pero se declaró la peste en el campamento de los sitiadores y, con serias pérdidas entre sus capitanes, el monarca castellano hubo de dar, el 3 de septiembre de 1384, orden de retirada. Los portugueses decidieron entonces convocar Cortes en Coimbra y allí declarar despojados de sus derechos por tiranía tanto a Beatriz como a los dos hijos de Inés de Castro, eligiendo para sí una nueva dinastía a partir de Juan de Aviz el 6 de abril de 1385. El nuevo Rey reconoció a Urbano VI como Papa, rompiendo la unidad hispánica, y solicitó de los ingleses el envío de fuerzas. Cuando Juan I intentó una acción resolutiva, fue derrotado en Aljubarrota el 15 de agosto de 1385 por los portugueses y por los arqueros británicos.
Juan I reunió Cortes en Valladolid, reconociendo el error cometido, y obtuvo el apoyo de su reino. Se hizo entonces una clara definición de lo que es Monarquía, relación íntima entre el Rey y los súbditos. De este modo, cuando el duque de Lancaster llegó a Galicia en julio de 1386 llegando a Santiago en la fiesta del Apóstol, esperando un alzamiento en su favor, se encontró con la sorpresa de que el reino cerraba filas en torno a su Rey. Este último expresó entonces, por medio de embajadores, que el origen de su legitimidad le llegaba por su madre Juana Manuela, desde Alfonso de la Cerda, hijo de Alfonso X, ya que los cuatro reyes Sancho, Fernando, Alfonso y Pedro, nacidos de la revuelta de 1282, podían considerarse ilegítimos.
Los ingleses trataron de penetrar por León y hallaron tierra quemada, resistencia a ultranza. Hubieron de pactar buscando compensaciones económicas que permitieran paliar su fracaso ante los Comnes.
Tres reyes se titulaban Juan I. No tardaría en llegar un cuarto cuando el duque de Gerona sucediese a su padre Pedro IV en Aragón. Negociaron. El episodio más importante de esta negociación fue el matrimonio de Enrique, heredero de Castilla, con Catalina de Lancaster, hija del duque, nieta de Pedro I, enterrando toda disputa acerca de la legitimidad, tras una indemnización copiosa. Juan I decidió aprovechar esta oportunidad para dar un paso adelante en la reforma del reino creando el Principado de Asturias para los jóvenes esposos. Fue establecido así en las Cortes de Briviesca de 1387. De este modo, el poder real se ordenaba en dos escalones, la Corona, correspondiente al Rey, y la sucesión reconocida al heredero que podía iniciar en el Principado su aprendizaje. Príncipe, título máximo en la jerarquía nobiliaria, no habría en adelante más que uno.
La paz, firmada en Bayona en julio de 1388, se hizo general porque Inglaterra y Francia firmaron en ese mismo año las treguas generales de Leulingham y a ellas se adhirieron tanto Portugal como Castilla.
Durante algunos años hubo una suspensión general de hostilidades en Occidente, permitiendo a caballeros y profesionales de la guerra trasladarse a Oriente para intentar con Segismundo, rey de Hungría, frenar el avance turco, cosa que no consiguieron. Esta situación permitió un desarrollo del comercio castellano, que comenzó, de este modo, a remontar las adversidades de la depresión, alzándose a un primer nivel en la economía europea. Sobre todo hizo posible retornar al programa de reformas iniciado en 1383.
En Briviesca, las funciones reales quedaron definidas como un deber hacia el reino, al que los súbditos responden con su obediencia, guardando uno y otros las “leyes, fueros, cartas, privilegios y buenos usos y costumbres”. Quedó reorganizada la Audiencia o Chancillería, que tendría su asiento permanente en Valladolid, ciudad que contaba con la segunda de las universidades del reino. Pero la Audiencia sólo se ocupaba de pleitos civiles, en los que cesaba la intervención del Monarca, pasando los criminales y las apelaciones al Consejo, que de este modo se escindía en dos funciones: el gobierno del territorio y la administración de la justicia en nombre del Rey. Aquí sí se registran, en muy pocos casos, alguna intervención directa del Monarca. La Mesta, organización de ganaderos, y uno de los principales sustentos de la economía castellana, también obtuvo entonces su regulación.
Tanto en las Cortes de Segovia de 1386 como en las de Briviesca de 1387, se afirmó el principio de la unidad religiosa en el catolicismo, que necesitaba entonces una reforma. Aunque nunca quiso prescindir de sus colaboradores judíos, entre los que se contaban médicos y escrituristas de gran talla, comenzaron a establecerse entonces algunas restricciones en la protección de que gozaban las aljamas. Una ola de antijudaísmo se venía extendiendo por el reino, de la que se hizo eco Fernando Martínez, arcediano de Écija, que comenzó a preparar grupos violentos para llevar a cabo el asalto a las juderías que ejecutaría en 1391 aprovechando la muerte de su obispo, Pedro Gómez Barroso, y del propio Rey. Esta animadversión, que se hizo visible ya en las Cortes de Palencia de 1388, no se extendía a los musulmanes, mucho menores en número, que no despertaban el odio de la población, como sucedía con los judíos. Uno de los aspectos fundamentales debe ser anotado: después de la clausura de las Cortes, algunos procuradores permanecieron, desplazándose con el Rey en sus viajes y sirviéndole de consejeros. Con ellos se acordó uno de los gestos más importantes, plasmado en las instrucciones que se enviaron a la Audiencia el 5 de marzo de 1390: se debía proceder a la restitución de bienes a todas aquellas personas que hubieran sido privadas de ellos por ser partidarios de Pedro I.
Las noticias que de su vida y conducta se han podido recoger permiten asegurar que Juan I fue hombre muy piadoso en su conducta. El clero y las órdenes religiosas se habían visto afectadas por la gran depresión, que redujo drásticamente el poder adquisitivo de las rentas eclesiásticas. Se produjo así una tendencia a acumular beneficios en una misma persona para poder subvenir adecuadamente a sus necesidades.
La pobreza en que se vio sumida una gran parte del clero, rompió la disciplina. Durante la legación de don Pedro de Luna ya se había afrontado el problema, tratando de asegurar un mejor grado de preparación y de virtud en los eclesiásticos. Coincidiendo con las Cortes de Palencia, en octubre de 1388, se celebró una Asamblea del clero que el propio cardenal legado presidió. En ella se adoptaron cuatro resoluciones: perseguir el concubinato, tanto de clérigos como de laicos; obligar a los eclesiásticos a vestir ropa talar; cuidar de que los bienes de la Iglesia no fuesen enajenados, pues de ellos dependía su independencia, y asegurar el aislamiento de juderías y morerías porque se consideraba que su influencia sobre los cristianos era perjudicial. Estas disposiciones se complementaron con el Ordenamiento de prelados aprobado en las Cortes de Guadalajara de 1390. Sin embargo, la labor más importante es la que se refiere a las nuevas órdenes religiosas. Desde 1374, los jerónimos habían comenzado su tarea en San Bartolomé de Lupiana.
Muy influidos por santa Catalina de Siena, se habían instalado ya en Ávila y en Toledo (La Sisla), en 1389 Juan I les hizo un espléndido regalo, Guadalupe, con sus rentas jurisdiccionales, lo que iba a permitir grandes instalaciones, incluyendo la medicina. En 1390, los cartujos de Scala Dei de Valencia aceptaron instalarse en Castilla, recibiendo, junto a La Morcuera, una amplia chopera (pobo) que se llamaría Santa María del Paular. Y ese mismo año los benedictinos recibieron el castillo y los baños de Valladolid para iniciar desde ellos una reforma de la Orden llevándola a la “observancia” Las Cortes de Guadalajara de 1390 fueron una especie de balance final del reinado. Preparando un viaje a Andalucía, Juan I se detuvo en Alcalá de Henares para recibir la visita de unos caballeros “farfanes”, rescatados en África recientemente, los cuales le regalaron muchas cosas. El domingo 9 de octubre, después de misa, Juan I cabalgó hacia su campamento por campos recién arados. Su caballo tropezó arrojando al jinete con tal violencia que murió en el acto.
Bibl.: J. Catalina García, Castilla durante los reinados de Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III, Madrid, 1892; E. Rodríguez Amaya, “Bodas reales de Juan I de Castilla y Beatriz de Portugal en 1383”, en Revista de Estudios Extremeños (1947); L. Suárez Fernández, Juan I, Madrid, Rialp, 1955 (nueva reed., Madrid, 1977; 3.ª reed., Palencia, 1994); P. E. Russel, The English intervention in Spain and Portugal in the time of Edward III and Richard II, Oxford, Clarendon Press, 1955; S. M. Dias Arnaut, A crise nacional dos fins do seculo xiv. A sucessao de D. Fernando, Coimbra, Universidad, 1960; J. Uría Maqua, “El conde don Alfonso”, en Asturiensia medievalia, 2 (1975), págs. 137-237.
Luis Suárez Fernández