Carlos. Príncipe de Viana (I). Peñafiel (Valladolid), 29.V.1421 – Barcelona, 23.IX.1461. Heredero del trono de Navarra, símbolo de las “libertades” navarras y catalanas, y humanista.
Carlos era hijo de la reina titular de Navarra, Blanca (1425-1441) y de Juan, uno de los conocidos “infantes de Aragón”, duque de Peñafiel y Montblanch, rey consorte de Navarra y años después heredero de la Corona de Aragón. Precisamente en la cabeza de sus Estados señoriales castellanos, Peñafiel, nacería el que iba a ser primer Príncipe de Viana, un título creado para él por su abuelo el rey Carlos III (1387-1425). El “giro hispanista” que éste había impreso a la trayectoria política de Navarra fue confirmado por su hija Blanca en beneficio siempre de los complejos intereses de su marido, y en especial de su permanente intervención en los asuntos internos de Castilla, como responsable familiar que era de la rama menor de los Trastámara. El hecho de que la reina Blanca adoptara esta sumisa actitud hacia su marido, explica que éste se acostumbrara a obrar con absoluta libertad respecto a Navarra y sus disponibilidades económicas y que, a la muerte de su esposa, contraviniendo la legalidad, actuara como auténtico titular del reino.
Hasta ese momento (1441), la vida del heredero del trono navarro se desarrolló de manera tranquila, al amparo siempre de la afectuosa personalidad de su madre, extraordinariamente mediatizada, a su vez, por un profundo espíritu religioso. Esa sobreprotección materna, en contraste con el impetuoso y fuerte carácter de su padre, determinó en el Príncipe de Viana una trayectoria vital marcada por la indecisión y la debilidad, a las que se unía una cierta predisposición a la mala salud. Por lo demás, se trataba de un hombre culto, más atento a las letras que a las armas, fiel representante del espíritu caballeresco de su época y también del primer humanismo que entonces despuntaba. Su preocupación por armonizar la ética aristotélica con la moral cristiana le llevó a traducir personalmente una versión latina de la Ética a Nicómaco, al tiempo que llegó a invitar a los sabios de la época, a través de la Epístola a los valientes letrados de España, a trabajar en este sentido. Su sólida formación intelectual, muy influida por sus preceptores, el bachiller Alfonso de la Torre y el poeta Pedro de Torrellas, no fue en modo alguno incompatible con la afición del príncipe al lujo y a la diversión cortesana. Uno y otra no hicieron sino incrementarse gracias a la presencia en la Corte de Olite, la residencia principesca, de Inés de Clêve, una noble borgoñona que contrajo matrimonio con Carlos en septiembre de 1439. Esta unión nunca fue considerada ventajosa por los navarros. Es cierto que cuando el rey Juan inició gestiones para casar a su hijo, las cortes europeas no ofrecían muchas posibilidades, y que la casa de Borgoña era la más importante de las dinastías francesas después de la del propio Rey, pero Inés, sobrina materna del duque Felipe de Borgoña, era hija de Alfonso de Clêve, un linaje secundario cuya indirecta pujanza económica dependía de su vinculación con la casa ducal.
Aunque no estallarían abiertamente hasta algunos años después, los problemas que enfrentarían a lo largo de toda su vida al príncipe Carlos con su padre, se inician a raíz de la muerte de la reina Blanca en mayo de 1441. La desdibujada personalidad de esta última quedó patente incluso en aquella circunstancia: su fallecimiento se había producido en tierras castellanas, en Santa María de Nieva concretamente, y pese a que su voluntad testamentaria era ser enterrada en Santa María de Ujué, su cuerpo nunca fue trasladado a Navarra. Otra muestra de la inconsistencia de la reina fallecida, en este caso mucho más grave dadas las consecuencias políticas que generó, fue el consejo postrero que había dado a su hijo a través de su propia voluntad testamentaria; el consejo consistía en que pese a que el reino de Navarra, junto al condado de Nemours, pertenecían indiscutiblemente y de pleno derecho a su hijo Carlos, sería muy conveniente que éste no hiciera uso del título de rey sin el expreso consentimiento de su padre. El problema que se planteaba entonces era que Juan, ya en aquel momento seguro heredero del trono aragonés de su hermano Alfonso V, no estaba dispuesto ni estaría nunca a renunciar al título de rey de Navarra; pero mayor problema fue aún que Carlos, aunque a regañadientes, aceptara la situación conformándose con asumir de manos de su padre la lugartenencia general del reino. Las protestas secretas entonces formuladas por el príncipe no impidieron que a partir de aquel momento se generara una dinámica jurídicamente viciada, en virtud de la cual, el propietario y señor natural del reino se convertía en representante delegado de un poder que ya no correspondía a quien hasta esa fecha había sido sólo rey consorte.
Los diez años que transcurrieron entre este primer brote de tensión y el estallido de la guerra civil (1441-1450) fueron los del gobierno del príncipe de Viana en calidad de lugarteniente general. El período se caracteriza por dos notas fundamentales: una administración económicamente no muy saneada, preocupada ante todo por cimentar sobre sólidas rentas el círculo de apoyo al príncipe, y un progresivo protagonismo político del rey Juan que, contra todo derecho, fue apartando poco a poco al príncipe y a sus consejeros del gobierno de Navarra.
En efecto, la administración financiera de Carlos no se caracterizó nunca por la austeridad, pero sobre todo se trataba de premiar los servicios de los buenos amigos, articulando en torno a sí una buena facción de apoyo. La familia de los Beaumont fue la gran beneficiaria de esta política, y de modo especial Juan de Beaumont, que había sido ayo del príncipe y su consejero tras la muerte de la reina Blanca; para entonces era ya prior de la Orden de San Juan de Jerusalén y en los años inmediatos cobraría rentas en los concejos del Roncal y en las pechas de Tiebas, y disfrutaría del señorío de Milagro y de la remisión vitalicia del pago de cuarteles —ayudas votadas en Cortes y percibidas en cuartos a lo largo del año—; poco después el príncipe completaba su saneada economía entregándole los lugares y castillos de Santacara y Murillo el Fruto, los sotos de Murillo y Mélida y la alcaidía de Araciel.
Por su parte, el rey Juan, apenas tres años después de la muerte de su esposa, decidió asumir el gobierno efectivo de Navarra en detrimento de su hijo, y ello con un claro objetivo: reforzar sus posiciones políticas en Castilla mediante el dinero necesario para sostenerlas. Eran momentos difíciles para la causa nobiliaria que él lideraba en el reino vecino frente al “monarquismo” de Álvaro de Luna, y el rey Juan no duda en tomar para sus gastos el 40 por ciento de la ayuda exigida a las Cortes de Olite en diciembre de 1444. Nuevas protestas secretas del príncipe no torcieron la voluntad de su padre, al que no importaba burlar la dignidad y las leyes del reino navarro con tal de sostener fuera de él sus intrigas. De hecho, en 1447 el rey Juan casaba en segundas nupcias con Juana Enríquez, la hija del almirante de Castilla, don Fadrique, el mayor prócer del reino. Obviamente tal iniciativa destruía los últimos elementos de justificación que pudiera esgrimir el antiguo consorte para ejercer el gobierno sobre Navarra. En realidad, ya no buscaba justificaciones sino lisa y llanamente el control directo del reino, y ello no sólo ignorando los derechos de su hijo, sino convirtiéndolo en una pieza más al servicio de sus complejos intereses; por eso, cuando convino a sus planes, llegó a concertar el matrimonio del príncipe, ya viudo, con Leonor de Velasco, la hija del conde de Haro, matrimonio, sin embargo, que no llegaría a producirse. Esto sucedía en el año 1449, en el que el rey Juan decidió recabar para sí la directa supervisión de las cuentas del reino y en que inició también una sistemática reorganización de la administración mediante el nombramiento de hombres afectos frente a los partidarios de su hijo. Con el reino literalmente “ocupado” por su padre y sus parciales, y entregado como arsenal de apoyo a la causa nobiliaria de Castilla, al príncipe de Viana no le quedaban más que dos salidas: enfrentarse al Rey o huir del reino para reorganizar desde fuera la resistencia. Optó por la segunda vía, y en el verano de 1450 se hallaba ya en tierras guipuzcoanas en compañía de los Beaumont y otros partidarios, víctimas políticas del rey Juan.
El exilio del príncipe fue muy pasajero, su propia debilidad y las dificultades para obtener un inequívoco apoyo castellano, le obligaron a regresar a Navarra en marzo de 1451. Pero a la Castilla del último resplandor político de Álvaro de Luna, irreconciliable enemigo del rey Juan, no le interesaba desamparar al príncipe de Viana, y con sus tropas movilizadas sobre suelo navarro, estableció con Carlos un acuerdo que le permitiera desembarazarse de la tutela política de su padre y recuperar el control del reino. Confirmado el pacto en septiembre de 1451, el ejército castellano evacuó Navarra, dejando allí prácticamente abierta la guerra civil. El estallido formal se produjo muy poco después, cuando contingentes partidarios de ambas facciones se enfrentaron en Aibar, con el resultado de la prisión del príncipe de Viana y de su condestable Luis de Beaumont. A partir de ese momento, la guerra se extendió al conjunto del reino.
La división de Navarra en dos bandos se ha intentado explicar desde diversas perspectivas. La geoeconómica quiso ver como factor esencial la contradicción entre los grandes linajes ganaderos de la Montaña, partidarios del príncipe Carlos y los agrícolas de la Rivera, seguidores del rey Juan, pero la línea de demarcación entre economías preferentes y exactas zonas de influencia de ambos contendientes no es del todo significativa. Hablar de beaumonteses del príncipe frente a agramonteses del Rey, descubre una aproximación sociológica menos inexacta, porque ciertamente en torno a la familia de Beaumont, el prior Juan y el condestable Luis, se articuló buena parte de los linajes partidarios del príncipe de Viana, y, por otro lado, los de la parcialidad del Rey contaron con los Agramont como señeros representantes, aunque tanto o más que ellos lo fueran los Peralta. El panorama se complica aún más si atendemos a estrategias internacionales que sitúan a los partidarios de Carlos, concretamente a los Beaumont, cercanos a la órbita de influencia inglesa, mientras que un puntal de los “derechos” del rey Juan lo constituía un destacado vasallo del rey de Francia, el conde Gastón IV de Foix, que era yerno de aquél por su matrimonio con Leonor: está claro que el conde francés, descartado en la línea de sucesión navarra el príncipe Carlos y también la princesa Blanca, todavía casada con Enrique, futuro rey de Castilla, pensaba en su mujer como posible heredera de su suegro.
Nuevos sucesos en Castilla, una vez más, influyeron en el desarrollo de los acontecimientos navarros propiciando un cierto clima negociador: Álvaro de Luna fue detenido y ejecutado en la primavera de 1453 y poco después el Príncipe de Asturias obtenía la nulidad de su matrimonio con Blanca de Navarra. Si la primera circunstancia parecía debilitar la posición del Príncipe de Viana, la vuelta de Blanca a Pamplona y su decidido apoyo a la facción beaumontesa de su hermano constituía todo un refuerzo, sobre todo teniendo en cuenta que la princesa navarra nunca cortó su fluida relación con ciertos sectores de influencia castellanos. Todo aconsejaba, también la escandalosa prisión del Príncipe de Viana que había durado hasta junio de 1453, un compás de espera negociador que apenas se tradujo en una pasajera tregua realmente indigna de tal nombre.
En los últimos meses de 1455 la situación daría un vuelco irreversible. El rey Juan tomó una trascendente decisión política que venía a rectificar la línea hispanista introducida por Carlos III más de treinta años antes: propuso a su yerno Gastón de Foix el desheredamiento formal de sus cuñados, Carlos y Blanca y, a cambio del sometimiento militar del reino, la herencia del mismo para él y su esposa Leonor. A mediados de 1456, con la aquiescencia del rey de Francia, el conde de Foix inició las operaciones de ocupación del reino, con la ayuda naturalmente de la facción de apoyo al rey Juan. La presión sobre el Príncipe de Viana fue tal que, antes de finalizar el año 1456, decidió de nuevo abandonar Navarra y procurar la neutralización de la nueva ofensiva mediante las armas de la diplomacia. Marchó en primer lugar a la Corte de Carlos VII de Francia, que pese a ser aliado de Castilla y, por tanto, en cierto modo de él mismo, había prestado su beneplácito a la agresión del conde de Foix. Como era de esperar, ningún beneficio extrajo el príncipe de estos contactos, por lo que, enseguida, y a sugerencia de su propio tío, el rey de Aragón Alfonso V, se trasladó a Italia. En Roma, obtuvo nada más que buenas palabras del papa Calixto III, pero ya en Nápoles, junto al rey de Aragón, encontró algo más que comprensión. El rey Alfonso no mantenía con su hermano una perfecta sintonía. Los diferentes puntos de vista entre ambos se habían hecho patentes a través de algunas de las actuaciones llevadas a cabo por el rey Juan en su calidad de lugarteniente general del reino de Aragón. Lo cierto es que el monarca aragonés no estaba convencido de las buenas intenciones de su hermano ni desde luego pudo ver con buenos ojos la proclamación del conde de Foix y de la princesa Leonor como herederos del reino de Navarra por las Cortes que se celebraban en Estella en enero de 1457. Era preciso obrar con cautela y evitar provocaciones, como la protagonizada por Juan de Beaumont, lugarteniente general del príncipe, quien, en su ausencia y como réplica a sus enemigos, proclamaba a Carlos como rey en las Cortes de Pamplona de marzo de 1457. El príncipe, aconsejado por su tío, dio instrucciones para que su propia proclamación real fuera revocada, y esperó confiado el arbitraje que dictaría Alfonso V y que nunca llegó a producirse porque el monarca aragonés murió en junio de 1458.
Curiosamente, el hecho de que a partir de aquel momento el rey Juan se convirtiera en Juan II de Aragón, lejos de reforzar sus posiciones, le dictaba la necesidad de no interrumpir el diálogo con Carlos, quien, dadas las costumbres de la Corona de Aragón, difícilmente podría ser apartado de la sucesión en ella. La circunstancia favorecía al príncipe, como también lo hacía el ofrecimiento que le dirigía el parlamento siciliano en el sentido de que asumiera el virreinato vitalicio sobre la isla. Finalmente se impuso el acuerdo entre padre e hijo, formalizándose en la llamada concordia de Barcelona, suscrita en los primeros días de 1460. El pacto, en realidad, era una vergonzosa claudicación del príncipe, a quien su padre perdonaba a cambio de que le reconociera la plena potestad real sobre Navarra, territorio que, junto con Sicilia, no podría ser en adelante su residencia; nada se determinaba sobre los derechos de Carlos ni al trono navarro ni a la sucesión aragonesa, aunque desde luego se le otorgaban rentas suficientes para vivir dignamente; tanto su hermana Blanca como sus propios hijos naturales, Ana y Felipe, actuarían de rehenes garantizadores de lo acordado. Mayor desautorización de la línea beaumontesa de apoyo al príncipe, no cabía.
La debilidad del Príncipe de Viana no debe confundirse con la claridad de sus percepciones. Carlos se sabía neutralizado por su padre, y al tiempo que intentaba conectar con los sectores catalanes opuestos a la política de Juan II, buscaba salida concertando un matrimonio que pudiera rehabilitarlo políticamente. Independientemente de quién partiera la iniciativa, la elección del príncipe recayó sobre Isabel, la hermana de Enrique IV, que ya entonces apuntaba posibilidades de futuro político; en cualquier caso, y por ahora, saberse firmemente respaldado por el ejército castellano podía ser suficiente garantía para la causa beaumontesa. La liga nobiliaria castellana, aliada de Juan II, encendió las luces de alarma: su suegro, el almirante de Castilla, hizo llegar al monarca aragonés la especie de que lo que realmente se estaba tramando era un complot para derrocarle, y Juan II se revolvió nuevamente contra su hijo, al que hizo detener en Lérida en los primeros días de diciembre de 1460.
El nuevo encarcelamiento del príncipe provocó toda una serie de reacciones en cadena: en Navarra la guerra civil se recrudeció; en Castilla fue reclutado un ejército que, al mando de Luis de Beaumont, conde de Lerín, cruzaba la frontera aragonesa; en Cataluña la oligarquía de patricios —la Biga— se alzaba en defensa de los derechos del príncipe, e incluso en Aragón surgía un “partido vianista”. Juan II no tuvo más remedio que ceder y dos meses después de su apresamiento puso en libertad a su hijo, por el que el propio Papa había intercedido. De todas formas, y cuando todo parecía trabajar en favor de la causa de Carlos, Juan II, con la habilidad que siempre le había caracterizado, logró desactivar, entre los meses de junio y agosto de 1461, los dos focos extranavarros de apoyo al príncipe. Con la Diputación General de las Cortes Catalanas, el rey llegó a establecer un acuerdo —concordia de Villafranca del Penedés— en que, a base de concesiones que aludían a específicos problemas catalanes y teóricas promesas favorecedoras para el príncipe, pero que no pensaba ratificar en reunión solemne de las Cortes, consiguió desviar su atención del tema navarro. Por otra parte, con Enrique IV de Castilla, el rey de Aragón, con el inestimable apoyo de la liga nobiliaria, también alcanzaba un acuerdo que privaba a los beaumonteses del apoyo castellano e impedía el proyectado matrimonio de Isabel con Carlos. Semanas después de los acuerdos establecidos entre Juan II y Enrique IV, el Príncipe de Viana murió de una afección tuberculosa el 23 de septiembre de 1461. No faltaron entonces quienes creyeron en una muerte provocada que acababa con la pesadilla de Juan II. Tampoco han dejado de creerlo algunos historiadores modernos, pero en realidad no existe prueba alguna en este sentido. Lo que sí es cierto es que la leyenda en forma de estela hagiográfica y hechos milagrosos rondó la tumba del príncipe en Poblet hasta el mismo siglo XVIII, y es que el viejo catalanismo hizo de él el gran defensor de las libertades catalanas. Luego sería el “romanticismo” el que se apoderaría de la triste y enfermiza figura de este rey sin corona que por toda descendencia dejaba tres hijos naturales: Ana, duquesa consorte de Medinaceli; Felipe, conde de Beaufort y maestre de Montesa, y Juan Alfonso, abad de San Juan de la Peña y más tarde obispo de Huesca.
Finalmente, y aunque la significación política del príncipe se viera inevitablemente frustrada, conviene insistir en su importancia como representante del humanismo peninsular. En este sentido, a su ya citada admiración por Aristóteles, es preciso añadir que al final de su vida intentó contratar como preceptor al humanista italiano Angelo Decembri, y quiso, asimismo, atraer a Barcelona a un sabio griego, Teodoro de Gaza, que se responsabilizaría de abrir una escuela de griego. Su prematura muerte truncó estos proyectos, pero en cambio ha dejado una extensa Crónica de los Reyes de Navarra, testimonio de historiografía de corte nacionalista destinada a la fundamentación ideológica de su causa política, que, muy divulgada, sirvió de ejemplo autorizado para la historiografía cronística del siglo XVI.
Obras de ~: Crónica de los Reyes de Navarra, estudio, fuentes y ed. crítica de C. Orcástegui Gros, Pamplona, 1978.
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Carlos de Ayala Martínez