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Alejandro VI

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Biografía

Alejandro VI. Rodrigo de Borja. El Papa Borja. Játiva (Valencia), c. 1431 – Roma (Italia), 18.VIII.1503. Papa.

Rodrigo de Borja y de Borja nació en Játiva, alrededor del año 1431, en el seno de una familia de la pequeña nobleza local, formada por Jofré de Borja Escrivà e Isabel de Borja, hermana del futuro papa Calixto III; fue el tercero de los cinco hijos del matrimonio. En marzo de 1437 murió su padre y el pequeño Rodrigo se trasladó a Valencia junto con su madre y sus hermanos Pedro Luis, Tecla, Juana y Beatriz, instalándose en el palacio de su tío el obispo Alfonso de Borja, quien por aquel entonces se encontraba en Italia, en el séquito del Magnánimo.

Poco se sabe de sus primeros años, que debieron de estar dedicados al estudio bajo los auspicios de su tío —cardenal desde 1444—, quien velaba por su promoción.

En efecto, gracias al patrocinio de su pródigo tío pronto comenzaron a lloverle prebendas: en 1447 una canonjía del cabildo valentino y otra en la catedral de Lérida, y en 1449 la dignidad de sacristán de la catedral de Valencia. Debió de ser en ese mismo año cuando el cardenal Borja hizo venir a Roma a sus sobrinos Pedro Luis, Rodrigo de Borja y Luis Juan del Milá. Estos dos últimos, destinados a la Iglesia, fueron encomendados al humanista Gaspar de Verona, quien tenía en Roma una prestigiosa escuela, hasta que estuvieron preparados para marchar a estudiar Derecho en la Universidad de Bolonia (1453). Allí Rodrigo se distinguió como estudiante diligente. Mientras tanto su tío veló por su promoción eclesiástica: en 1450 Nicolás V le nombró canónigo y chantre de la Colegiata de Játiva, en 1453 le reservó tres beneficios eclesiásticos que vacaran tanto en la diócesis de Valencia como en la de Segorbe-Albarracín, y le entregó las parroquias valencianas de Cullera y de Sueca.

Cuando el 8 de abril de 1455 el cardenal Alfonso de Borja fue elegido Papa con el nombre de Calixto III, la fortuna de Rodrigo experimentó un notable auge.

Un primer intento de encomendarle el obispado de Valencia, que el nuevo Papa dejaba vacante, fracasó por la tenaz oposición del rey Alfonso el Magnánimo, que lo quería para su sobrino Juan de Aragón. De modo que, por el momento, el Pontífice tuvo que contentarse con hacerlo protonotario de la Sede Apostólica, y lo envió a continuar sus estudios en Bolonia, donde se doctoró el 13 de agosto de 1456. Entre tanto, le confirió el deanato de la colegiata setabense, la parroquia de Quart (Valencia) y la rectoría del hospital de San Andrés de Vercelli.

Pero esto era insuficiente. Ya antes de su coronación pontificia, Calixto había manifestado su propósito de elevar a sus sobrinos al cardenalato. Y lo hizo en el consistorio secreto de 20 de febrero de 1456, con el consenso unánime de los cardenales presentes, asignando a Rodrigo el título diaconal de San Nicolás in carcere Tulliano, aunque la promoción se mantuvo en secreto hasta el 17 de septiembre del mismo año.

Un mes después Rodrigo volvió a Roma para recibir el capelo de manos del Papa. Este nombramiento suscitó las críticas de los contemporáneos, mas no por laindignidad moral de los sobrinos del Papa, como algunos han escrito, sino por la juvenil edad de los mismos.

De las brillantes cualidades del joven cardenal Borja da fe su colega Eneas Silvio Piccolomini, quien anota: “es joven por su edad, pero en lo que se refiere a las costumbres y sensatez es anciano, y da muestras de valer tanto en la doctrina jurídica como su tío”.

El 31 de diciembre de 1456 el Papa le nombró legado en la Marca de Ancona, cargo que desempeñó con éxito durante un año, dando muestra de sus dotes de gobierno al mantener esta turbulenta región bajo la autoridad del Pontífice y mejorar la administración de la misma. Por ello, el 11 de diciembre del año siguiente, Calixto lo elevó a comisario de las tropas pontificias y le confió el cargo más honorífico de la curia romana: el de vicecanciller de la Iglesia (efectuado el 1 de mayo de 1457, publicado el 4 de noviembre).

Esta dignidad le permitió adquirir una gran experiencia política y curial al conocer muchos asuntos de estado y, sobre todo, los beneficios que quedaban vacantes, conocimiento que utilizó para hacerse con un buen número de ellos y aumentar notablemente sus ingresos. En 1457 le nombró obispo de Gerona, mas no pudo tomar posesión del obispado por la tenaz oposición del Magnánimo. A la muerte de éste, Calixto le concedió el obispado de Valencia (30 de junio de 1458), el cual retuvo hasta su elección papal, entregándolo entonces a su hijo César Borja.

Sólo al morir su riguroso tío (6 de agosto de 1458) el cardenal Borja comenzó a dar muestras de uno de los rasgos más distintivos de su persona: la sensualidad; por lo que el nuevo papa, Pío II, le llamó al orden.

Pero el vicecanciller no se enmendó: hacia 1468 nació, de madre desconocida, su primogénito, Pedro Luis, al que siguieron dos hermanas, Jerónima e Isabel.

Más tarde tuvo cuatro hijos con la romana Vanozza Catanei: César (1476), Juan (1478), Lucrecia (1480) y Jofré (1481), y aún se conocen otros dos hijos, Juan y Rodrigo, que tuvo posteriormente. A esta grave tacha moral unía un estilo de vida principesco, dado al lujo y al fasto, que le llevó a construirse en Roma el magnífico palacio de la Cancillería Vieja (hoy Sforza-Cesarini), aunque en privado solía ser austero, sobrio y calculador en sus gastos. En 1472 su casa contaba con más de doscientos familiares de diversa procedencia, que formaban estructuras clientelares integradas por miembros de la familia Borja (Juan de Borja y Navarro, Juan de Borja-Llançol y de Moncada, Francisco de Borja) u otros ligados por lazos de parentesco político (Juan de Castre y Pinós o Bartolomé Martí) y, en segunda instancia, clérigos y juristas valencianos de clase media urbana (Bartolomé Vallescar, Juan Llopis, Jaime Serra). Bajo la sombra protectora del cardenal, la mayor parte de ellos prosperaron en sus carreras eclesiásticas obteniendo obispados y cargos en la curia.

Durante el pontificado de Pío II el cardenal Borja apenas fue tenido en cuenta, a pesar de que fue el único cardenal que colaboró en los planes de cruzada del Papa armando a sus costas una galera; y lo mismo cabe decir de Pablo II. Su suerte cambió con Sixto IV, quien lo nombró su legado en la Península Ibérica, con el fin de lograr la colaboración de los reinos hispánicos en la cruzada, y resolver la crisis sucesoria que atravesaba Castilla. A mediados de mayo de 1472 partió de Roma, viajando por mar hasta Valencia, donde llegó el 18 de junio. En estrecha colaboración con Juan II de Aragón, el cardenal favoreció la causa de Isabel como heredera de Castilla, sanando en raíz su matrimonio con Fernando de Aragón mediante una bula que traía a este fin (J. Zurita). A cambio, el cardenal obtuvo de los príncipes la promesa de favorecer los asuntos que debía negociar con Roma. Aunque no pudo obtener ayuda militar contra el turco —pues todavía estaba en marcha la reconquista— logró al menos una considerable contribución económica del clero de Castilla y Aragón para la cruzada, y en Segovia reunió un sínodo donde se tomaron medidas contra la ignorancia de los clérigos.

El 12 de septiembre de 1473 dejó Valencia, para volver a Roma en un accidentado viaje en el que naufragó una nave, murieron ahogados tres obispos de su séquito y se perdió gran parte de sus bienes. En 1477 pasó a Nápoles en calidad de legado pontificio para coronar a la reina Juana, que acababa de contraer matrimonio con Ferrante I de Aragón. De sus cualidades prácticas y sus dotes políticas da fe un contemporáneo, que lo definió como “hombre de espíritu emprendedor, de mediana cultura, provisto de imaginación y de gran capacidad oratoria; astuto de naturaleza, que muestra sus habilidades cuando se trata de actuar”. De hecho, era tenido por persona de vivo ingenio, buen conocedor del Derecho Canónico, experto en la administración curial y hábil en el manejo de los asuntos políticos y diplomáticos.

El sagaz cardenal Borja supo sacar partido de estos servicios y aprovechó su influencia sobre Sixto IV para hacerse con pingües beneficios. Así, en 1471 el Papa le entregó en encomienda las ricas abadías de Subiaco y de Santa María de Valldigna (Valencia), lo nombró obispo de Albano y, en 1476, de Porto, con lo que pasó a ser decano del colegio cardenalicio. En julio de 1482 le concedió la diócesis de Cartagena, a la que juntó, en tiempos de Inocencio VIII, las de Mallorca (1489) y Eger o Erlau (1491) en Hungría, así como otros muchos beneficios menores que le convirtieron en uno de los cardenales más ricos del momento. En atención a sus méritos Inocencio VIII elevó la diócesis de Valencia a arzobispado (9 de julio de 1492), asignándole como sufragáneas las diócesis de Mallorca y Cartagena, de las que Borja era también obispo. Distinto desenlace tuvo el intento del cardenal por hacerse con la sede de Sevilla sin el consentimiento de Isabel y Fernando. La violenta oposición de los monarcas interrumpió unas relaciones que sólo se reanudaron tras su renuncia a dicho arzobispado a cambio de la compra, por parte del prelado, del señorío de Gandía —elevado a ducado por el rey Fernando (20 de diciembre de 1485)— y de la concertación del matrimonio de su hijo Pedro Luis con María Enríquez, hija del almirante de Castilla y prima hermana del rey.

A la muerte de Inocencio VIII el cónclave se encontraba dividido entre dos facciones opuestas, capitaneada una por el cardenal Giuliano della Rovere (que representaba los intereses napolitanos) y la otra por Ascanio Sforza (hermano de Ludovico el Moro, que había usurpado el ducado de Milán a su sobrino Gian Galeazzo Sforza, esposo de una nieta de Ferrante I de Nápoles). El cardenal Borja no era contemplado como candidato por el hecho de ser extranjero, pero tras los primeros escrutinios fallidos comenzó a imponerse su candidatura. A ello contribuyó no poco la promesa simoníaca de distribuir sus numerosos beneficios y riquezas entre los cardenales que le dieran sus votos, el respaldo del poderoso cardenal Sforza, y la necesidad de contar con un pontífice capaz de frenar el avance otomano en el Mediterráneo y hacer desistir al rey francés Carlos VIII de sus reivindicaciones sobre el reino de Nápoles. El prestigio cosechado por Isabel y Fernando en ambos frentes probablemente favoreció la candidatura del cardenal valenciano que, seis meses antes, había participado con entusiasmo en las fiestas celebradas en Roma con motivo de la conquista de Granada. Sea como fuera, la elección de Alejandro VI fue unánime, incluso con los votos de aquellos pocos cardenales que no participaron del reparto de prebendas, y la noticia —anunciada el 11 de agosto de 1492— fue vista como un triunfo español que celebraron tanto los castellanos como los aragoneses residentes en la Urbe.

A pesar de que era conocida su conducta poco ejemplar, ésta no provocó particular escándalo ni entre el pueblo ni en las cortes de la cristiandad, que acogieron con alegría la elección por tratarse de un político hábil y estadista capaz. Sus primeras declaraciones en pro de la paz de Italia y la unidad de los cristianos, así como las primeras decisiones tomadas causaron buena impresión y suscitaron esperanzas de que el nuevo Papa iba a mejorar la administración y el gobierno de los Estados Pontificios, aseguraría la estabilidad de Italia y trabajaría por la cruzada y la reforma de la Iglesia.

Sin embargo, estas esperanzas se desvanecieron pronto al enredarse Alejandro VI en una oscilante política que pretendía asegurar el equilibrio de las potencias italianas —como garantía de la paz itálica y salvaguardia de la independencia del papado— y buscaba al mismo tiempo el enaltecimiento de su prole.

La inoportuna compra de los castillos de Cerveteri y Anguilara, dentro de los Estados Pontificios, por parte de Virginio Orsini —condottiero de Ferrante de Nápoles— enemistó al recién elegido Pontífice con el rey napolitano, impulsándole a amagar una amistad con Carlos VIII de Francia y negociar la Liga de San Marcos con Venecia y Milán hecha pública el 25 de abril de 1493. Con esta nueva política el Papa pretendía rehacer la Liga de Lodi sobre un eje transversal (Venecia-Milán-Roma), diverso del antiguo vertical (Milán-Florencia-Nápoles), sin que esto supusiera aceptar la intervención francesa que solicitaba Ludovico, pues Alejandro VI confiaba en la oposición de Venecia a esta ingerencia exterior. Al servicio de esta política el Papa concertó el matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, conde de Cotignola, heredero de los Sforza y feudatario pontificio en cuanto señor de Pésaro. Además, trató de reforzar la alianza con Florencia proponiendo a Piero de Médicis el matrimonio de su hermano —Giuliano de Médicis— con Laura, hija de Orsino Orsini y Giulia Farnese.

Por lazos familiares, afinidad política y expresa petición de Ferrante de Nápoles, los reyes de Castilla y Aragón intentaron frenar la política antinapolitana del Pontífice y restablecer el eje vertical de Lodi. Para ello en marzo de 1493 aceptaron la instalación de César en la sede de Valencia y como abad de Valldigna que desde hacía seis meses le habían negado, pusieron la flota catalana-aragonesa al servicio del Pontífice, y replantearon el matrimonio del segundo duque de Gandía —Juan de Borja— con María Enríquez, la prima del rey antes desposada con Pedro Luis y viuda desde 1488. El Papa aceptó la propuesta ordenando la tramitación de varias bulas de reforma y la expedición de las “bulas alejandrinas” que otorgaban a Castilla las tierras recién descubiertas en el océano Atlántico. Durante la embajada de Diego López de Haro en agosto de 1493 se consolidó el nuevo eje Roma-Nápoles-Florencia con la firma de las capitulaciones del matrimonio de Jofré —hijo del Papa— con la nieta de Ferrante, Sancha de Aragón, que aportaría como dote el principado de Squillace y el condado de Cariati en Calabria. El Papa contentó a casi todas las potencias en la elección cardenalicia de 20 de septiembre —donde entró César Borja—, pero reafirmó su alianza con Nápoles tras la muerte de Ferrante (25 de enero de 1494) enviando al cardenal Juan de Borja como legado a latere para celebrar el casamiento de Jofré y Sancha (7 de mayo de 1494), y al día siguiente coronar a Alfonso II, hijo del monarca difunto.

Ni el acercamiento a Nápoles, ni los intentos de conciliar a esta potencia con Milán, impidieron que el rey francés irrumpiera en Italia siguiendo el espejismo de una cruzada que debía legitimar la ocupación de Nápoles. Aunque Alejandro no quiso encontrarse con él y se negó tozudamente a darle la investidura del reino, se vio obligado a dejarle paso libre por sus estados (1494-1495) y a concederle el vicariato de Civitavecchia.

El malestar internacional llevó a Venecia a concertar una Liga con Milán, España y el Imperio, a la que finalmente se adhirió el Pontífice dándole el calificativo de Santa (31 de marzo de 1495) por dirigirse contra el turco, aunque su verdadero objetivo fuera arrojar a los franceses de Italia y lograr que el equilibrio italiano asegurara el europeo. En la batalla de Fornovo (6 de julio de 1495) Carlos VIII logró salir de la península, pero no pudo evitar que las plazas ocupadas en el reino fueran poco a poco reconquistadas por las tropas napolitanas del nuevo rey Fernando, coaligadas con las fuerzas castellanas de Gonzalo Fernández de Córdoba.

Para paliar la defección milanesa de la Liga, el Papa trató de incorporar a Florencia, Portugal e Inglaterra, logrando la adhesión de esta última el 18 de julio de 1496. El 19 de febrero de aquel mismo año había fortalecido su posición en la curia nombrando cardenales a varios familiares suyos (Juan de Borja-Llançol y de Moncada, Juan Llopis, Bartolomé Martí y Juan de Castre y Pinós) y aprovechó la marcha del ejército francés para recuperar el control de los territorios de los Estados Pontificios dominados por los Orsini.

Para ello hizo venir a su hijo Juan de la Península Ibérica —donde los reyes no habían satisfecho sus ambiciones territoriales—, le nombró capitán general de la Iglesia, y lo dirigió contra los Orsini, a fin de meter en cintura a los revoltosos barones del Patrimonio que habían ayudado a los franceses. La campaña se saldó con la derrota de Soriano (25 de enero de 1497) y la toma de Ostia (9 de marzo de 1497), fortaleza en manos francesas que fue reconquistada por las tropas de los recién nombrados Reyes Católicos en mérito a sus esfuerzos en la defensa de la Santa Sede y la expansión de la fe (17 de diciembre de 1496). El duque de Gandía no pudo disfrutar mucho tiempo de los vicariatos de Benevento, Terracina y Pontecorvo que el Papa le había entregado desgajándolos del patrimonio de la Iglesia (7 de abril de 1496), pues la noche del 14 de junio de 1497 fue misteriosamente asesinado, dejando al Papa sumido en un estado de postración del que salió con el deseo de llevar a cabo la reforma de la Iglesia.

La inestabilidad internacional y las inquietudes familiares interrumpieron pronto sus deseos reformadores.

Con la coronación de Federico II de Nápoles —hijo natural de Ferrante I— a cargo del cardenal César Borja (8 de julio de 1497), el Papa manifestó su intención de sostener la rama Trastámara napolitana para mantener el equilibrio de Italia, obtener algunas concesiones territoriales y ahuyentar las veleidades expansionistas de Fernando el Católico. A esta política responde la anulación del matrimonio de su hija Lucrecia con Giovanni Sforza (20 de diciembre de 1497), con el pretexto de que no se había consumado, y la concertación de su casamiento con Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie e hijo natural de Alfonso II de Nápoles. Federico se mostró menos complaciente con la propuesta de casar a César Borja —secularizado el 17 de julio de 1498— con su hija Carlota de Aragón, alegando la oposición que mostraban los Reyes Católicos al proyecto. Desairado por esta negativa, Alejandro VI se aproximó a Luis XII de Francia, otorgándole la declaración de invalidez de su matrimonio con Juana de Valois para poder casarse con Ana de Bretaña e incorporar este ducado a la corona de Francia. A cambio, Luis XII permitió que César se instalara en Francia, le concedió el ducado de Valentinois y apoyó su matrimonio con Carlota d’Albret (10 de mayo de 1499), pariente del francés y hermana del rey consorte de Navarra Juan d’Albret. De acuerdo con su nueva orientación política, Alejandro se mantuvo neutral cuando Francia y Venecia entraron en guerra con Milán, y después apoyó a César —amparado por tropas francesas— en la conquista de los pequeños señoríos de las regiones de Romaña y de las Marcas, tras deponer a sus señores por no haber guardado fidelidad a la Santa Sede.

Con la eliminación de antiguos vicariatos y la reordenación del poder señorial de las grandes familias, Alejandro pretendía fortalecer su autoridad sobre los Estados Pontificios. Sin embargo, el método usado, abusivamente nepotista, despertó la desconfianza y el temor de los estados italianos, quienes temían que se tratase “de un estado de los Borja, no de la Iglesia” (Picotti). El Papa nombró a César capitán general (26 de marzo de 1500) y al año siguiente creó para él el ducado de Romaña (15 de mayo de 1501), que unía los territorios conquistados en un gran señorío dividido en provincias con un jefe gobernador respetuoso de las autonomías comunales. Cuatro meses después unificó otras tierras con la creación de los ducados de Sermoneta y Nepi (17 de septiembre de 1501), asignados respectivamente a Rodrigo de Borja y de Aragón —hijo de Lucrecia y Alfonso de Bisceglie— y a Juan de Borja, recientemente legitimado como hijo del Papa. Para el gobierno de estos territorios el Pontífice se valió de aquellos familiares y parientes nombrados cardenales el 28 de septiembre de 1500: Jaime Serra, Juan de Vera y Francisco de Borja, especialmente.

El último vínculo de la política papal con los aragoneses de Nápoles se deshizo con el asesinato del duque de Bisceglie (18 de agosto de 1500) muy probablemente por orden de César, lo que permitió casar a Lucrecia con Alfonso d’Este, heredero del ducado de Ferrara (30 de diciembre de 1501). Además de asegurar sus conquistas en Romaña, este matrimonio facilitaba las campañas expansionistas que César había comenzado en Toscana, contra el parecer del rey francés. La suerte de Nápoles quedó echada cuando el Papa accedió al reparto del reino entre Francia y Aragón (25 de junio de 1501), sin lograr con ello poner fin a las hostilidades. La paridad de fuerzas le permitió actuar con mayor libertad en los Estados Pontificios sometiendo a los Colonna, a los Savelli y —a partir de 1503— a los Orsini aliados del rey de Francia.

A pesar de sus esfuerzos de neutralidad, las victorias españolas en Nápoles (batalla de Ceriñola, 21 de abril de 1503) obligaron al Papa a iniciar una reconciliación con los Reyes Católicos y buscar la alianza que éstos le proponían con Venecia y el Imperio. A cambio, el Papa exigía a los reyes que instalaran en Nápoles a los Colonna, confirmaran los estados de sus hijos y apoyaran la política pontificia en Siena y Pisa.

Para asegurarse fidelidades en el colegio cardenalicio, Alejandro VI nombró a cinco valencianos y catalanes de entre los nueve purpurados elegidos el 31 de mayo. Fue una de sus últimas decisiones, pues falleció el viernes 18 de agosto de 1503, después de haberse confesado y recibir la extremaunción. Su muerte dio pábulo a rumores que la atribuyeron al veneno, pues enfermó después de participar en una cena ofrecida por el cardenal Adriano da Corneto, pero lo cierto es que se debió a la terciana o malaria, que hacía estragos en Roma durante ese tórrido verano, y que le tuvo en cama durante una semana, con violentos ataques de fiebre. Su cuerpo fue sepultado provisionalmente en la capilla de Santa María de las Fiebres, contigua a la basílica vaticana, junto a su tío Calixto III. En 1601 los restos de ambos pontífices fueron trasladados a la iglesia de la Corona de Aragón en Roma, Santa María de Montserrat, donde todavía reposan.

Uno de los aspectos más destacables de la política internacional de Alejandro VI es su intervención en la legitimación y evangelización de las tierras americanas descubiertas en 1492. Siguiendo la práctica usual de la corte portuguesa, los Reyes Católicos solicitaron a la Santa Sede los documentos que debían legitimar la posesión de las nuevas tierras, no tanto como único y principal título de soberanía, sino como un mero derecho subsidiario para justificar el monopolio de la conquista frente a las pretensiones del rey de Portugal Juan II, que reclamaba los territorios en virtud del Tratado de Alcaçobas (1479). Con los dos breves bulados Inter caetera, datados el 3 y el 4 de mayo de 1493, el Papa concedió a Isabel y Fernando las tierras —descubiertas o por descubrir— que estuviesen situadas más allá de una línea de demarcación establecida a 100 leguas al oeste de las Azores, desplazada a 370 leguas en los tratados de Tordesillas firmados por Castilla y Portugal en 1494. Lo singular de estos documentos es la cláusula que por primera vez exigía a un monarca el deber de evangelizar las nuevas tierras mediante el envío de misioneros, modificando la tradicional perspectiva cruzadista por un modelo de evangelización pacífica. Para dirigir la labor misionera el Papa envió en el verano de 1493 al franciscano Bernardo Boïl (Piis fidelium), después extendió a los monarcas los privilegios concedidos anteriormente a Portugal (Eximiae devotionis), y en septiembre brindó a Isabel y Fernando la posibilidad de llegar a la India en sus exploraciones (Dudum siquidem).

Alejandro VI también abrió las puertas de África a los Reyes Católicos (13 de febrero de 1495) y a Manuel I de Portugal (1 de junio de 1497) con sendas bulas que legitimaban la posesión de cualquier ciudad o territorio conquistado. La inestabilidad internacional impidió estos proyectos de expansión, que se convirtieron en defensivos cuando el Papa intentó unir a las potencias cristianas para hacer frente a la ofensiva desencadenada en 1499 por el sultán Bayaceto II en Europa Oriental y en el mar Adriático. Se llevaron a cabo gestiones diplomáticas, se enviaron legados, se recaudaron décimas mediante la bula Quamvis ad amplianda (1 de junio de 1500) y se efectuaron algunas operaciones militares a cargo de una escuadra hispano-véneta, y otra véneto-pontificia, que lograron recuperar los enclaves venecianos de Cefalonia y Santa Maura en la costa griega. Fueron éxitos efímeros, pero contaron en los acuerdos de paz firmados en 1502.

Inmerso en los intrincados vericuetos de la política papal, Alejandro VI no fue sensible a las ansias de reforma que bullían en la Iglesia. A éstas daba voz en Italia el prior del convento dominico de San Marcos de Florencia, Girolamo Savonarola, quien criticaba en sus homilías los vicios de la curia romana y presentaba a Carlos VIII de Francia como enviado por Dios para la reforma de ésta, dando así alas al partido profrancés en Florencia, enemigo de los Médicis y contrario a la política pontificia. Alejandro le prohibió predicar y, aunque en un primer momento se sometió, pronto volvió al púlpito, despreciando las órdenes papales como contrarias a la voluntad divina, desde donde atacó directamente al Pontífice y su corte. Por ello, y por negarse a aceptar la Congregación dominicana de los conventos de Toscana y de Roma que Alejandro había decretado, fue excomulgado en mayo de 1497. Pero Savonarola hizo caso omiso de la excomunión, considerándola inválida, agudizó sus invectivas contra el Papa e incluso incitó a los monarcas cristianos para que convocaran un concilio general que depusiera al Pontífice por simoníaco y hereje. El Papa exigió a la Señoría de Florencia, bajo pena de entredicho, el arresto de Savonarola. Finalmente, cuando el fraile perdió el favor popular al negarse a pasar por la prueba del fuego, que él mismo había solicitado como demostración de su misión divina, sus adversarios políticos aprovecharon la ocasión para arrestarlo y, tras un proceso en el que tomaron parte dos comisarios pontificios, condenarlo a la pena capital, que fue ejecutada el 23 de mayo de 1499.

Por lo que respecta a la reforma de la curia, fue un proyecto considerado al inicio de su pontificado y postergado por la invasión francesa. Personalidades como Savonarola, la beata Colomba de Rieti, Bernardo Boïl o la propia Isabel la Católica, reprocharon al Pontífice sus desórdenes morales, sin lograr un cambio de actitud que sólo tuvo lugar ante el dolor y el remordimiento producidos por la muerte de su hijo Juan (14 de junio de 1497). El Papa encargó entonces la elaboración de un amplio programa de reforma a una comisión de seis cardenales, cuatro de los cuales militaban en el partido opuesto al suyo, lo que manifiesta la sincera voluntad reformadora del Papa. Este programa comprendía ciento veintiocho puntos de renovación eclesial, en los que, entre otras cosas, se ponía freno a la vida lujosa y aseglarada de los cardenales y prelados, se prohibía la enajenación de territorios de los Estados Pontificios, se regulaba el culto de la capilla pontificia, se daban severas normas acerca de la conducta moral de los oficiales de la curia, se prohibía la venalidad de los oficios curiales, se perseguía la simonía, se castigaba a los clérigos concubinarios, etc. Pero el proyecto fue ineficaz, pues, con el paso del tiempo, los buenos sentimientos del Pontífice se disiparon, y las nuevas preocupaciones políticas impidieron la promulgación de la bula (In Apostolica Sedis specula) y el desarrollo de una reforma que “de haberse puesto en práctica, le hubiera redimido ante la historia y tal vez hubiera podido impedir graves daños a la Iglesia” (M. Batllori).

Ahora bien, aunque no fue capaz de reformarse a sí mismo, Alejandro fue sensible a los intentos de reforma que vinieron de fuera, sobre todo en el campo de la vida religiosa. Aquí sostuvo los esfuerzos reformadores surgidos bien en el seno de las mismas órdenes religiosas bien promocionados por los Reyes Católicos o el rey de Francia, principalmente; donde fue necesario tomó en sus manos la defensa de la reforma, dando poderes papales a algunos obispos (Cisneros en Castilla, Georges d’Ambois en Francia o Adriano da Corneto en Inglaterra) para que la impusieran.

No sólo apoyó a las congregaciones de observancia en conflicto con los superiores generales contrarios, sino que aprobó nuevas, como la reforma guadalupiana de los franciscanos españoles, la austera Orden de los Mínimos (1502) —fundada por san Francisco de Paula—, la Congregación de Montaigu (1500) y la Orden de la Anunciata (1501), fundada por la ex reina Juana de Valois. A sus iniciativas misionales en América —donde siempre mantuvo un vicario pontificio—, debe añadirse su interés por la evangelización del Lejano Oriente, y los esfuerzos ecuménicos con el metropolita de Kiev —José Bulgarinovic— para lograr la unión con los ortodoxos, cuyo bautismo fue reconocido en 1501 al declarar la validez del administrado por los rutenos en Lituania.

En el gobierno de la Iglesia Alejandro VI fue custodio celoso de los derechos de la Sede Apostólica ante el intervencionismo de Felipe el Hermoso o las iniciativas patronales de los Reyes Católicos, y combatió eficazmente las tendencias heréticas en Bohemia, Moravia y Lombardía. En la curia reorganizó la oficina de los scriptores para proveer la expedición de los breves pontificios, atribuyó perpetuamente a los agustinos el oficio de sacristán del Sacro Palacio, e incrementó el colegio cardenalicio con una gran número de cardenales “jóvenes” italianos, que superaron a los valencianos y catalanes situados en oficios domésticos y de administración territorial. Siguiendo la tradición pontificia se mostró tolerante con los judíos, aceptando en sus Estados a muchos sefardíes expulsados de la Península Ibérica, pero atajó los brotes de criptojudaísmo entre los falsos conversos, apoyando el Tribunal de la Inquisición establecido por los Reyes Católicos, o adoptando procedimientos inquisitoriales ya ensayados en Castilla como las rehabilitaciones públicas celebradas en Roma en 1498. Su piedad, aunque un tanto ruda y supersticiosa, era sincera, como puso de manifiesto en las ceremonias del jubileo del año santo de 1500; y su particular devoción por la Virgen María le llevó a promover el rezo del Angelus, conceder indulgencias a los que visitaran algún santuario mariano, o confirmar en 1502 la bula de Sixto IV sobre la Inmaculada Concepción.

Bajo su pontificado se intensificó el concepto de pontifex-imperator que incorporaba a la sucesión apostólica de Pedro la herencia del antiguo Imperio Romano. Así lo reflejan sus programas iconográficos y su proyecto político en los Estados Pontificios, donde puso las bases de un sistema de fortificación moderno mediante la construcción de las fortalezas de Nepi (1499), Civita Castellana (1499), Nettuno (1501-1503) y Castel Sant’Angelo en Roma (1495).

En la Urbe se esforzó por mantener el orden y la justicia acometiendo una reforma judicial que contemplaba la creación de un Tribunal Supremo especial y la renovación del sistema penitenciario mediante una administración más rígida y prudente.

Por motivos de prestigio e interés personal se rodeó de un círculo de humanistas vinculados a la Curia pontificia, la Universidad y la Academia romana.

Entre los intelectuales próximos a su persona se encontraban los directores de la Academia —Pomponio Leto y después Paolo Cortesi—, los preceptores Gaspare di Verona y Paolo Pompilio, los secretarios Ludovico Podocátaro y Adriano da Corneto, los oradores de la capilla pontificia Michele Ferno y Egidio da Viterbo, los hermanos Raffaele y Mario Maffei da Volterra, Aurelio y Raffaele Brandolini, Giovanni da Lascaris, el impresor Aldo Manucio, el auditor Girolamo Porcari, el maestro del Sacro Palacio Annio de Viterbo, los canonistas Felino Sandei y Giovanni Antonio di San Giorgio; así como otros intelectuales españoles sensibles a la cultura humanista, como el curial barcelonés Jeroni Pau, el extremeño Rodrigo Sánchez de Arévalo —castellano de Sant’Angelo—, los mallorquines Esperandéu Espanyol y Arnau de Santacília —preceptores de César—, el teólogo dominico Pedro García o el médico pontificio Gaspar Torrella, ambos bibliotecarios de la Vaticana. Tampoco faltaron célebres músicos en la capilla pontificia, como Joschin Després y el organista Marturià Prats, que imprimieron un estilo “español” —mezcla de tradición italiana y española— a la música litúrgica de su tiempo.

Animado por esta sensibilidad cultural, Alejandro VI colaboró con generosas sumas de dinero a la reconstrucción de la Universidad de Roma (La Sapienza), protegió a algunas universidades y colegios castellanos, y otorgó la bula fundacional de las universidades de Aberdeen en Escocia (1495), Frankfurt del Oder en Alemania (1500), y Alcalá de Henares (1499) y Valencia (1501) en la Península Ibérica. Su mecenazgo artístico tuvo una fuerte impronta propagandística, y su actividad edilicia en la Urbe dejó obras notables en Castel Sant’Angelo, Santa María la Mayor y la Torre Borja del palacio vaticano (X. Company).

Para estos trabajos requirió los servicios de su arquitecto preferido, Antonio de Sangallo, y encargó a Pinturicchio la decoración pictórica de sus apartamentos según el complejo programa iconográfico de Annio de Viterbo (M. Carbonell i Buades). Hizo construir un sepulcro de mármol para Calixto III y encomendó a Andrea Bregno y Pietro Torrigiano diversos trabajos escultóricos. Entre sus reformas urbanísticas cabe recordar la reordenación de Piazza Navona, la restauración de las murallas de la ciudad y la apertura de la via Alexandrina para unir la Basílica de San Pedro con Castel Sant’Angelo.

No es fácil valorar una personalidad tan compleja como la de Alejandro VI, cuya vida se encuentra rodeada por un halo de leyenda que no facilita el juicio histórico. A la hora de juzgar su figura los historiadores tienden a ser severos en sus apreciaciones, siguiendo la condena que dictaminó la historiografía posterior en tiempos de Julio II —gran enemigo de los Borja— y la crítica que se desencadenó en el clima más estricto de la Reforma y Contrarreforma (M. Hermann-Röttgen).

Es indudable que Alejandro VI no estuvo a la altura de la santidad requerida por los tiempos, dejándose llevar por un nepotismo perturbador y una sensualidad —indigna de un hombre de Iglesia— que ni siquiera trató de ocultar. Sin embargo, en su polifacética personalidad hay que distinguir los excesos de su vida privada de su perfil como estadista y como Pontífice al frente de una institución no exclusivamente humana.

En este sentido, su sincera fe cristiana está en la base de su interés evangelizador, su vigilancia en el gobierno de la Iglesia y su deseo de reformarla alentando cualquier iniciativa en este campo. En su faceta política Alejandro VI mantuvo una difícil neutralidad en la crisis internacional del momento, e intentó consolidar los Estados Pontificios apoyándose en una arriesgada política familiar y una mejor administración del territorio. Cualquiera que sea la valoración final, deberá tener presente los contrastes de este sorprendente valenciano llamado a dirigir la nave de la Iglesia en uno de los períodos más turbulentos de su historia, y que todavía hoy continúa suscitando el asombro y el desconcierto de los historiadores.

 

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Álvaro Fernández de Córdov a Miralles y Miguel Navarro Sorní

 

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