Luna, Álvaro de. Conde de San Esteban de Gormaz (I). Cañete (Cuenca), ¿1390? – Valladolid, 2.VI.1453. Condestable de Castilla, maestre de Santiago.
Fue hijo natural de Álvaro Martínez de Luna, copero mayor de Enrique III, y de Juana o María de Jaraba, casada luego con el alcaide de Cañete, apellidado Cerezuela; la fecha aceptada de su nacimiento es la propuesta, si bien algunos indicios de su biografía parecen aconsejar su retraso algunos años. Bautizado con el nombre de Pedro, éste le fue cambiado por el de Álvaro por su tío abuelo, Benedicto XIII, al que visitó poco después de la muerte de su padre, cuando contaba unos siete años. Educado por su tío Juan Martínez de Luna, se incorporó a la Corte castellana cuando otro de sus tíos, Pedro de Luna, tomó posesión del Arzobispado de Toledo en 1408. En los siguientes años se hizo popular en la Corte castellana y, sobre todo, insustituible al lado del Monarca, Juan II, todavía un niño.
Su verdadera andadura política se inició con la recuperación del señorío paterno, su matrimonio con Elvira Portocarrero, en marzo de 1420, del que no hubo descendencia, y su decisiva participación en los gravísimos acontecimientos del mes de julio de ese año, el llamado “golpe de estado de Tordesillas”, protagonizado por el infante de Aragón, Enrique. Álvaro permaneció al lado del Rey, y recibió varios privilegios, entre ellos la donación de San Esteban de Gormaz; sin duda, Enrique, el protagonista de aquella hora, no valoró el peligro que suponía Álvaro, o quizá esperó obtener ventajas del control que ejercía sobre el joven Monarca. Fue Álvaro, junto con Rodrigo Alfonso Pimentel y Fadrique Enríquez, el inspirador de la fuga del Rey de Talavera, en noviembre de ese año, hecho que inició la caída en desgracia de Enrique, aunque supo mantenerse por el momento en un discreto segundo plano. Su legitimación, al año siguiente, vino a culminar el arranque de una brillante trayectoria.
Álvaro formó parte del pequeño grupo que tomó el poder en 1422, al ser reducido a prisión el infante Enrique, aunque puso sumo cuidado en que fuera Juan quien apareciera como cabeza de esa oligarquía; fue uno de los más beneficiados en el reparto de cargos y prebendas: varias villas, el título condal sobre su villa de San Esteban, el cargo de condestable y la Cámara de los Paños constituían un patrimonio que le elevó al reducido grupo de los Grandes. Él y su esposa fueron unos de los padrinos del príncipe Enrique y ocuparon puestos destacados en su jura como heredero.
La convocatoria del infante Juan por su hermano Alfonso V, la reconciliación de los hermanos (Pacto de Torre de Arciel, de 3 de septiembre de 1425), y la liberación de Enrique terminaron con la ficción y situaron a Álvaro como el verdadero enemigo de los infantes; consciente de una amenaza de tal envergadura y de la progresiva pérdida del control del Consejo, Álvaro dedicó los meses siguientes a consolidar su posición económica ante una eventual separación del poder. El 30 de agosto de 1427, una comisión nombrada al efecto decidió el destierro de Álvaro durante año y medio como medida imprescindible de paz y buen gobierno.
Se produjo la sustitución del gobierno personal de Álvaro por otro de los infantes, situación que infundía mayor temor aún en amplios sectores de la nobleza castellana; por eso fue muy breve el destierro de Álvaro, que regresó a la Corte, en Turégano (6 de febrero de 1428), como respuesta a una demanda general; desplegaba un lujo extraordinario, demostración de poder. En las semanas siguientes mantuvo la ficción de cordiales relaciones con los “aragoneses”, especialmente demostradas durante las brillantes fiestas dadas en Valladolid en honor de Leonor, hermana menor de los infantes, en su viaje hacia Portugal para contraer matrimonio con Duarte, heredero de aquel reino.
Pasadas la fiestas, Álvaro puso en marcha sus planes para la destrucción política de los infantes: Juan recibió del Rey la orden de partir hacia su reino de Navarra, desde donde le reclamaba su esposa Blanca desde que, en 1425, se habían convertido en Reyes; a Enrique se le ordenó partir hacia la frontera con Granada, sobre la que se dibujaba una amenaza real. Alfonso V consideró tal actitud una ofensa y comenzó a preparar una intervención armada en Castilla: quería concluir cuanto antes sus compromisos familiares en la política castellana para poder dedicarse plenamente a los asuntos italianos.
Alfonso V iniciaba la invasión de Castilla en abril de 1429, con gran despliegue bélico y propagandístico; se sabía inferior en fuerzas y confiaba en que Juan II se inclinaría hacia la negociación: contaba con su esposa y el legado apostólico como intermediarios que le permitieran, como así fue, retirarse sin desdoro.
Para Álvaro de Luna era imprescindible un choque armado que supusiera la definitiva eliminación de los infantes de la política castellana.
Las operaciones se prolongaron, con graves consecuencias económicas, en la frontera aragonesa, en los dominios de la Orden de Santiago, donde temporalmente se hizo fuerte Enrique, y, especialmente, en Extremadura, donde éste y su hermano Pedro decidieron resistir hasta el fin. Álvaro dio pruebas de extraordinario valor y personal habilidad, como en la toma del castillo de Trujillo, o en el infructuoso cerco al castillo de Alburquerque, en el que aceptó un combate singular contra los infantes, finalmente rechazado por éstos.
En todo caso, se produjo el ocaso político de los infantes; en febrero de 1430 el Consejo, dirigido por Álvaro de Luna, decidió una confiscación general de sus bienes, que fueron repartidos entre la oligarquía gobernante, haciendo inviable un eventual retorno de aquéllos. Un último estertor de la guerra condujo a la firma de las Treguas de Majano (16 de julio de 1430), que consolidaban el despojo aunque remitían a una comisión el estudio de compensaciones. La empeñada resistencia de los infantes Juan y Pedro en Extremadura concluyó por agotamiento dos años después; Italia fue su refugio.
Se iniciaba, al fin, una etapa de gobierno personal de Álvaro de Luna, al frente de una oligarquía nobiliaria, libre de la presión de los infantes. Su objetivo era crear un partido de autoridad monárquica, bajo su dirección, asentado en una compleja red de equilibrios nobiliarios, y personalmente elevado sobre un basamento de bienes y rentas que le hicieran inatacable.
Fallecida Beatriz Portocarrero, el condestable contrajo segundo matrimonio en Calabazanos (Palencia), el 27 de enero de 1431, con Juana Pimentel, hija de Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de Benavente, sobrina de Alfonso Enríquez, almirante, y de Pedro Manrique, adelantado mayor de León: se situaba en el núcleo de la más elevada aristocracia.
De este matrimonio nacieron dos hijos, Juan y María; Álvaro tenía, además, tres bastardos: Pedro, Martín y María.
Su acción de gobierno se orientó a la búsqueda del prestigio: paz con Portugal, éxitos en política exterior y reanudación de la guerra con Granada. En la primavera de 1431 se inició una acción contra Granada, que culminó en la Vega, en julio, y que permitía restablecer el protectorado castellano, aunque no fue capaz de ocultar las severas divisiones internas. En octubre de este año se firmó en Medina del Campo una paz con Portugal, ratificada en enero siguiente por el monarca portugués en Almeirim, feliz conclusión de un proyecto largamente acariciado.
En los años inmediatos, se cosecharon importantes éxitos exteriores, que lo fueron del gobierno de Álvaro: acuerdos con Borgoña e Inglaterra, que garantizaban la presencia de mercaderes castellanos en las rutas del Canal; victoria sobre la Hansa, que aceptaba una limitación a sus rutas comerciales; ratificación de la amistad con Francia, y brillante actuación de la embajada castellana en el Concilio de Basilea.
Pero también se hizo patente que Álvaro ejercía un poder personal, una “tiranía”, que suscitaba la resistencia de un creciente número de nobles; ya en la campaña de Granada se manifestó esta resistencia que fue acrecentándose en los años siguientes frente a la inagotable sed del condestable de acumular rentas y señoríos (Infantado, 1432; San Martín de Valdeiglesias, 1434; Maqueda, 1434; Alamín, 1436; Montalbán, 1437: especialmente significativo porque se obligaba a la reina María a cedérselo).
Acaso confiado en exceso en el triunfo que suponía el Tratado de Toledo (22 de septiembre de 1436) por el que los infantes renunciaban a sus reivindicaciones a cambio de exiguas compensaciones, decidió Álvaro poner fin a la resistencia nobiliaria ordenando la prisión de sus cabezas visibles, Pedro Manrique y Fadrique Enríquez, fallida en parte por el desacuerdo con la medida de personaje tan significativo como su propio suegro, el conde de Benavente.
Era el síntoma más evidente de la disidencia que se incrementaba con la fuga del adelantado Pedro Manrique de la prisión a que fuera sometido por Álvaro.
Trató el condestable de detener la rebelión oponiendo una liga nobiliaria y atrayendo a alguno de sus oponentes con seguridades personales y promesas de restitución de bienes. Era apenas un alto en la lucha, que Álvaro aprovechó para concluir, por medio de Íñigo López de Mendoza, treguas con Granada, cerrando así un frente ante el previsible choque con la nobleza, y para celebrar los desposorios del príncipe con Blanca de Navarra el 12 de marzo de 1439, cumpliendo con ello una de las cláusulas del Tratado de Toledo.
A finales de febrero, el almirante y el adelantado denunciaban en carta a Juan II la tiranía de Álvaro de Luna y reclamaban un gobierno personal del Rey; la abierta rebeldía de la nobleza obligaba al condestable a llamar a los infantes, un contrapeso necesario, pero también una acción de gran riesgo, a la desesperada.
Los infantes regresaron a la política castellana, pero, de acuerdo entre sí, Juan se incorporaba a la Corte mientras Enrique se sumaba a los nobles rebelados.
En las semanas siguientes se desarrollaron negociaciones que actuaban en descrédito de la Monarquía: aparentemente se habló de medidas de buen gobierno; en la práctica, del control del poder, de la recuperación por los infantes de sus rentas y del desplazamiento de Álvaro. Ante un posible triunfo de éste, firmemente apoyado por Juan II, el infante Juan, abandonando toda simulación, se sumó a los rebeldes.
Álvaro fue apartado de la Corte durante seis meses, aunque dejaba fieles partidarios en el Consejo; además, la protección real hizo inatacable su posición económica.
Aparentemente derrotado, Álvaro preparó cuidadosamente su vuelta al poder; selló alianzas con algunos miembros de la nobleza castellana (conde de Alba, arzobispo de Sevilla) y obtuvo importantes apoyos exteriores: Eugenio IV, para el que Álvaro era el necesario gobernante de Castilla frente a la política hostil de Alfonso V en Italia, y el infante Pedro de Portugal, duque de Coimbra, que consolidaba su poder en aquel reino con el destierro de la reina viuda Leonor, hermana de los infantes (diciembre de 1440).
Las hostilidades se abrieron desde enero de 1441, ramificadas en una serie de difusos enfrentamientos en los que el éxito se inclinó preferentemente a favor del condestable. El choque decisivo tuvo lugar en Medina del Campo, donde se había instalado Juan II con intención de tomar las importantes villas que fueron señorío del infante Juan y en las que contaba con partidarios. Allí se le unió Álvaro confiando en que ahora se producirá el definitivo choque con los infantes; las diferencias en el bando realista, en realidad las resistencias a acatar la jefatura de Álvaro, y la traidora apertura de las puertas de la ciudad a las tropas de Juan, obligaron a aquél, a petición del Rey, a abandonar precipitadamente Medina con su más fieles colaboradores.
Juan II se convertía en un rehén de los vencedores.
A pesar del aparente aire de concordia, el grupo gobernante en ese momento constituido se propuso decididamente la eliminación política de Álvaro. El 10 de julio se hacía pública su decisión de destierro durante seis años de la Corte, fijación de residencia obligatoria, prohibición de contactos con el Rey y de toda acción política, limitación de fuerzas a su disposición, y entrega de fortalezas y rehenes como garantía. Los trámites para el cumplimiento de la sentencia se alargaron durante los siguientes meses y algunos, como la entrega de Escalona, no se llevaron a efecto.
No había unidad en el grupo vencedor, se estaba gestando una nueva fuerza, la del príncipe, dirigido por Juan Pacheco; Álvaro, que seguía contando con la amistad del Rey, cuyos actos seguía inspirando por medio de una fluida correspondencia, mantuvo importantes contactos con alguno de sus miembros, incluyendo los infantes, que vinieron a enrarecer más aún aquellas difíciles relaciones. Antes de un año habían comenzado a anularse algunas de las cláusulas de la sentencia de destierro, y a lo largo de los meses de octubre y noviembre de 1442 tenía lugar una reconciliación de los infantes con Álvaro; con esta maniobra pretendían, probablemente, aplacar movimientos nobiliarios descontentos con su gestión.
Mera maniobra, naturalmente: pocos meses después, Juan, sintiéndose fuerte por su acuerdo matrimonial y el de su hermano Enrique con Juana Enríquez y Beatriz Pimentel, respectivamente, mostraba sus verdaderas intenciones con la expulsión de los partidarios del condestable y la reducción de Juan II prácticamente a prisión (golpe de estado de Rámaga, 9 de julio de 1443). Aunque trató de que el príncipe apareciese al frente de esta maniobra, era muy peligrosa: ponía de relieve la descarada dictadura de Juan y ofrecía a Álvaro un argumento muy atractivo, la libertad del Rey.
El alma del movimiento fue el obispo Lope Barrientos, su cabeza visible el príncipe, y la fuerza el mismo Álvaro, con quien, sin embargo, hubo que emplear varios meses de negociación para decidirle a intervenir, por su profunda desconfianza hacia Juan Pacheco.
A comienzos de marzo de 1444, con la instalación en Ávila del heredero, al que su padre acababa de otorgar el título de príncipe de Asturias, comenzaban las hostilidades, aunque la movilización de partidarios, probablemente muy exigentes en sus condiciones, se hizo con gran lentitud. Hasta finales de mayo no se produjeron movimientos de tropas.
Juan se puso a cubierto ordenando la detención del Rey en el castillo de Portillo.
Precisamente la fuga del Rey de su prisión el 15 de junio de 1444 fue la señal para una rápida disolución del partido de los infantes. En las semanas siguientes cayeron todas las posiciones de los infantes, algunas tras una durísima resistencia, como Peñafiel; en el nuevo despojo de los vencidos, Álvaro recibía Cuéllar, reincorporada a su señorío. En las semanas siguientes el condestable dirigió un importante contingente armado que desplazó al infante Enrique de sus posesiones del maestrazgo de Santiago, aunque no logró expulsarlo del territorio murciano; las operaciones se suspendieron, porque se anunciaba una invasión aragonesa.
Confiaba Juan en una nueva intervención de su hermano Alfonso, que ahora se limitaría a proferir amenazas desde su escenario napolitano y a intentar obtener por vía diplomática las mayores compensaciones posibles para sus hermanos. Juan aceptó retirarse a su reino navarro y se firmaron treguas por cinco meses: ambas partes necesitaban tiempo para reunir fuerzas y recursos.
Antes de concluir las treguas, se ponían en marcha, a finales de febrero de 1445, las tropas de Juan desde Navarra y las de Enrique desde Murcia; se reunieron en las proximidades de Alcalá de Henares y, desde allí, seguidos por el ejército real, marcharon hacia Olmedo. Ahora parecía tener Álvaro la oportunidad, tantas veces buscada y fallida, de un encuentro decisivo con los infantes. Lo fue: al atardecer del 19 de mayo, de forma casi inesperada, se producía un combate en las proximidades de Olmedo, que significó la derrota de los infantes. Enrique, herido, murió pocas semanas después, en Calatayud, y Juan, único superviviente de sus hermanos, se retiró a Aragón.
Parecía llegarle a Álvaro el momento de gobernar sin oposición; entre otras incorporaciones a su enorme patrimonio hay que mencionar Ledesma, Trujillo y Torrelobatón, en los días siguientes a Olmedo; en septiembre de ese año lograba el maestrazgo de Santiago.
Pero la victoria llegaba tarde y muy mediatizada; el príncipe abandonaba el real de Olmedo y se trasladaba a Segovia. Esgrimía como causa de su descontento que no se habían cumplido las importantes promesas de señoríos para Pacheco y exigía el perdón de los principales miembros del partido de los infantes; en realidad, encabezaba una nueva liga nobiliaria, instrumento de oposición al gobierno de Álvaro, a la que se sumaban los muchos descontentos que no habían recibido lo esperado en el despojo. Fue preciso negociar con él, no podía el condestable luchar contra el heredero, y entregar enormes señoríos al príncipe y a Pacheco, en particular a éste el marquesado de Villena.
A pesar de ello, un año después de Olmedo se hallaban en pie, frente a frente, dos ejércitos, uno de los nobles, dirigido por el príncipe, y el del Rey. No se combatió, pero el acuerdo alcanzado (Concordia de Astudillo, 14 de mayo de 1446) era una confesión de la debilidad de la posición de Álvaro; tampoco cesaron con ello las maniobras del príncipe Enrique, dispuesto a terminar con Álvaro. Éste buscó la solución, como en su anterior etapa de gobierno, en los éxitos exteriores y en un reforzamiento de la amistad con Portugal, gobernado por el duque de Coimbra, cuyos objetivos políticos eran similares a los del condestable y también su hostilidad a los aragoneses.
Pero los éxitos no acompañaron en esta ocasión: la guerra con Aragón se convirtió en una querella fronteriza, muy dura y enormemente costosa, que provocó la protesta de las ciudades ante las dificultades económicas. Tampoco se obtuvieron éxitos en Granada: no se logró imponer un candidato tutelado en el trono nazarí y se perdieron casi todas las posiciones incorporadas en la campaña de 1431. La negociación con Portugal obtuvo los mejores resultados: Álvaro había negociado, antes de la batalla de Olmedo, un matrimonio de Juan II con Isabel, hija del infante portugués Juan; a pesar de la inesperada resistencia del Monarca, en octubre de 1446, quedó acordado el matrimonio, que se efectuó en julio de 1447. Pero en la nueva Reina tendría Álvaro un enemigo implacable.
Las relaciones con el príncipe de Asturias y su entorno, decididos a acabar con el condestable, eran malas de modo irrecuperable.
En julio de 1447 el duque de Coimbra se vio obligado a abandonar la Corte portuguesa, mientras sus enemigos, encabezados por el duque de Braganza, ganaban el poder y la confianza del monarca portugués, Alfonso V. Por su parte, las Cortes aragonesas privaban de recursos a Juan de Navarra para su guerra con Castilla; necesitado de recursos pensó obtenerlos en Navarra actuando como Rey, contra lo dispuesto en el testamento de Carlos III, lo que provocó la protesta de su hijo, el príncipe de Viana. Ambos, duque de Coimbra y príncipe de Viana, eran los aliados naturales de Álvaro, que tomó la decisión de ejecutar un golpe de autoridad que le diese el control de Castilla.
Contando con una transitoria colaboración del príncipe Enrique, de nuevo bien retribuida, ordenó la prisión de los nobles más opuestos a su gobierno (condes de Benavente y Alba, entre otros) y expulsó a los oficiales hostiles (Záfraga, 11 de mayo de 1448).
Era un golpe de estado, sin las coberturas de ocasiones anteriores y el inicio de un camino sin retorno; para sus enemigos era la demostración clara de la tiranía de Álvaro que utilizarían desde ahora en su propaganda.
En los años siguientes la política castellana ofrecía un panorama de muy difícil seguimiento. El príncipe abandonó pronto la conciliación, lo que permitió el golpe de Záfraga, y, en el futuro, se aproximaría o distanciaría de Álvaro según lo aconsejase la amenaza granadina o la de Juan de Navarra, siempre obteniendo, él y los suyos, importantes ventajas patrimoniales.
En mayo de 1449 murió el duque de Coimbra en la batalla de Alfarrobeira, lo que permitió a los enemigos de Álvaro ensayar una alianza diferente con Portugal, que se materializó con el matrimonio del príncipe Enrique y Juana, hermana menor del monarca portugués, una vez disuelto el matrimonio de aquél con Blanca de Navarra.
Era posible, en ese verano de 1449, vislumbrar la próxima la caída de Álvaro de Luna, cuya proximidad personal a Juan II parecía dañada, como apuntaban algunos síntomas. Así lo hacía pensar un nuevo acuerdo de sus enemigos, bajo la dirección del príncipe Enrique, para terminar con él (liga de Coruña del Conde, de 26 de julio de 1449); era la falta de confianza mutua de los coaligados y sus contrapuestos objetivos lo que imposibilitó que lograsen ahora sus propósitos y permitieran la permanencia del condestable en el poder. El inicio de la guerra en Navarra entre el príncipe de Viana y su padre constituía un indirecto apoyo para Álvaro que, en los próximos meses recuperó poder en Castilla; en febrero de 1451 volvía a aparecer como dueño de la situación.
A pesar de ello, y de la toma por tropas castellanas de posiciones en Navarra, la resistencia nobiliaria contra Álvaro no dejó de reforzarse, sobre todo desde el año siguiente, al tiempo que la voluntad de Juan II fue alejándose, lenta pero inexorablemente, de su valido, y la traición anidaba en la intimidad del condestable (Alfonso Pérez de Vivero); es posible que desde mediados de 1452 se manejase la idea de su asesinato, a la espera de un argumento para llevarlo a cabo.
El hecho que puso en marcha el proceso final fue el intento de Álvaro de ceder el maestrazgo de Santiago a su hijo Juan, para lo que había logrado permiso papal; pretendió llevar consigo al Rey a Uclés, para efectuar el traspaso, pero, en Madrigal, Juan II se negó a seguir adelante. En esta villa tuvieron lugar oscuros incidentes en los que el maestre estuvo, al parecer, a punto de ser asesinado, al igual que, poco después, en Tordesillas, Valladolid o Cigales. La decisión del traslado de la Corte a Burgos, cuya fortaleza estaba en manos de los Estúñiga, irreconciliables enemigos de Álvaro, fue toda una advertencia, pero éste prefirió afrontar el desafío que abandonar la Corte, aunque tomó todo tipo de precauciones que le permitieron escapar a una nueva intentona asesina, ya en Burgos.
Fue la Reina quien convenció a Pedro de Estúñiga, entonces en Béjar, para que participase decisivamente en la conspiración, cuya ejecución encomendó a su hijo Álvaro de Estúñiga, que se instaló con tropas en Curiel a finales de marzo de 1453. Los hechos iban a precipitarse cuando Álvaro, agobiado por el tenso ambiente que se vivía, ordenó el asesinato del contador Alfonso Pérez de Vivero (1 de abril de 1453), el traidor que fuera su hombre de confianza. Era un golpe preventivo que desencadenó el final del drama: el mismo día 1 Juan II reclamaba la entrada de Álvaro de Estúñiga en Burgos, hecho que se producía esa noche, y el día 3 firmaba la orden de detención del condestable.
En la mañana del día 4 de abril, después de varias horas de resistencia, Álvaro se entregó a merced del Rey. Inmediatamente se inició el despojo de sus propiedades, comenzando por los bienes acumulados en Portillo, fortaleza en que fue encarcelado el condestable, al tiempo que se dictaban medidas preventivas contra un posible levantamiento de sus partidarios.
Por su parte, su esposa e hijo mantenían intensos contactos con antiguos enemigos de Álvaro, incluso el rey de Navarra, defraudados en su esperanza de volver a Castilla, para acordar una acción conjunta en su favor.
La iniciativa fracasó, porque Alfonso V ordenó a su hermano que se abstuviera de toda iniciativa.
Ante la falta de apoyos, Juana Pimentel dirigió a Juan II, a mediados de mayo, una carta incendiaria en la que aseguraba que resistiría las disposiciones reales acudiendo a cualquier ayuda, de los moros o de los diablos si era preciso. El Rey la recibió en Fuensalida, camino de Maqueda y Escalona, núcleo central del señorío de su valido; probablemente la misiva disipó las últimas vacilaciones del Monarca.
Convocó el Rey un tribunal de doce legistas para entender en el proceso del condestable con el claro designio de dictar una pena de muerte. Era un modelo de irregularidad procesal (ausencia del acusado, acusación verbal del Rey, incompetencia del tribunal por ser el acusado miembro de una Orden Militar), a pesar de lo cual no fue fácil alcanzar un acuerdo: fue éste de pena de muerte, pero en virtud de mandato regio, no por sentencia judicial. La documentación al respecto fue cuidadosamente destruida.
El día 1 de junio Álvaro fue trasladado a Valladolid; allí fue degollado al día siguiente, por usurpación de las funciones regias. Su cabeza cortada fue expuesta durante una semana en el cadalso; fue sepultado en el cementerio de la iglesia de San Andrés de aquella ciudad y, poco después, trasladado al convento de San Francisco. Años después tendría su definitivo reposo en su capilla de la catedral de Toledo.
Escalona no se rindió sino tras duras negociaciones, concluidas a finales de junio. Juana Pimentel hubo de entregar la villa, y dos tercios del tesoro que en ella se custodiaba, y comprometerse a entregar el resto de las del señorío que todavía resistían, pero obtenía el perdón de sus colaboradores y conservaba importantes posesiones; su hijo recibía gran parte del condado de San Esteban y el señorío del Infantado. Y un legado político que mostraría su importancia con la llegada al trono de la reina Isabel.
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Vicente Ángel Álvarez Palenzuela