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Carlos III

Biografía

Carlos III. El Noble. Nantes (Francia), 22.VII.1361 – Olite (Navarra), 7.IX.1425. Rey de Navarra (1387-1425).

Hijo de Carlos II, rey de Navarra, y de Juana de Francia, hija del monarca francés Juan II. Su llegada al Trono en 1387 le pone al frente de un reino en delicadísima situación económica y política, aunque en ese momento ya había mejorado notablemente, en parte gracias a la gestión del hasta entonces príncipe heredero. Los diversos e incluso contrapuestos intereses del Reino de Navarra, consecuencia de poseer territorios en Francia, además de los propios del reino, en par­ticular la necesidad de disponer de una salida al mar, habían forzado a su padre a una compleja política, no exenta de oportunismo, contradicciones y grandes gastos que condujeron el reino a la mencionada situa­ción. Ha de tenerse en cuenta, no obstante, la difícil coyuntura internacional en que se había desarrollado el reinado de Carlos II para comprender adecuada­mente la mayor parte de su actuaciones: largo con­flicto entre Francia e Inglaterra, guerra entre Castilla y Aragón, guerra civil en Castilla, que lleva al poder a los Trastámara, y cisma de la Iglesia católica.

El futuro Carlos III nació en julio de 1361, en el momento en que su padre, como resultado del pe­ríodo de paz entre Francia e Inglaterra, que abrieron las treguas de Brétigny (mayo de 1360), recuperaba sus bienes en Normandía y se reconciliaba con el del­fín Carlos (octubre-diciembre de 1360). El acuerdo, aunque inestable, permitía dejar en segundo plano la política francesa, por un tiempo, para atender a la si­tuación peninsular: Carlos II confió su hijo a la cus­todia de su hermana Blanca, viuda de Felipe VI de Francia, y se embarcó hacia su reino navarro (octubre de 1361). No volvió a Francia hasta 1369.

El escenario peninsular, extraordinariamente com­plejo, reclamaba de Navarra que se inclinase hacia Castilla o hacia Aragón; sus intereses le llevaban más hacia éste que hacia aquel reino, mucho más po­deroso, del mismo modo que la necesidad de una fluida comunicación entre Navarra y Normandía exi­gía buenas relaciones con Inglaterra, sin enfrentarse abiertamente con Francia; las pretensiones de Enri­que de Trastámara al Trono castellano fueron el nexo de unión de ambos conflictos que imposibilitaron la neutralidad navarra. Es perfectamente lógico que negociara tanto con Pedro I de Castilla como con su hermanastro Enrique, o con Pedro IV de Aragón; que llegase a acuerdos con Francia o con Inglaterra; y que, después de instalado Enrique en el Trono cas­tellano, apoyase aún la aventura de Juan de Lancas­ter en Castilla.

El éxito del Trastámara en Castilla obligó a Car­los II a un acuerdo con Enrique II, negociado por la reina Juana y resuelto en forma de laudo emitido por el cardenal Guido de Bolonia, legado apostólico, el 4 de agosto de 1373; sus cláusulas afectaban de modo decisivo al futuro Carlos III. En virtud de la senten­cia arbitral, Navarra tenía que devolver a Castilla Lo­groño, Vitoria y Salvatierra, de las que se había apode­rado Carlos II durante la guerra civil castellana, pero serían navarras Laguardia, San Vicente de la Sonsierra y Buradón, que en aquel momento estaban ocupadas por tropas castellanas; a ellas se añadieron, pocas se­manas después, Fitero y Tudején; Carlos II percibiría del castellano, además, una indemnización de treinta mil doblas.

La paz entre ambos reinos se reforzó mediante el matrimonio de Carlos (III) con Leonor, hija de En­rique II. Los desposorios se celebraron enseguida en Burgos; la boda tuvo lugar en Soria el 27 de mayo de 1375. El acuerdo incluía la entrega del infante nava­rro Pedro a Castilla en rehén hasta la celebración del acordado matrimonio, y el reconocimiento de dere­chos sucesorios en Castilla a Carlos y Leonor, si moría Enrique II sin herederos varones, y de los hijos de este matrimonio al Trono navarro, aun en el caso de que el príncipe Carlos muriese antes de reinar. Del citado matrimonio nacieron los siguientes hi­jos: Juana, en 1382, casó en 1402 con Juan de Castelbó, hijo de Archimbaldo de Grailly, vizconde de Bearn y conde de Foix, falleció en 1413, sin hijos; María, en 1383, fallecida en 1406; Blanca, en 1385, casada en 1402 con Martín el Joven, quedó viuda en 1409, casó en 1420 con Juan, infante de Aragón, que suce­dió en este Trono a su hermano Alfonso V; en 1386 nacieron gemelas: fueron, probablemente, Marga­rita, fallecida enseguida, y Beatriz, casada en 1406 con Jacques de Borbón, conde de La Marche y falle­cida en 1407; Isabel, nacida en 1396 y prometida en 1402 al infante Juan, después esposo de su hermana Blanca, casó en 1419 con el conde Juan de Armag­nac; Carlos, nacido el 30 de junio de 1397, falleció el 12 de agosto de 1402; y Luis que nació en 1399 y falleció en julio de 1400.

Además, Carlos III tuvo, al menos, los siguientes hi­jos naturales: Godofredo, en 1384, conde de Cortes, alférez y mariscal del reino, que casó con Teresa Ra­mírez de Arellano, hija de Carlos Ramírez de Arellano; Lacelot, en 1386, eclesiástico, obispo de Pamplona entre 1408 y 1420; Juana, casada con Íñigo de Stúñiga, hijo de Diego de Stúñiga; otra Juana, que casó con Luis de Beaumont, hijo del alférez Carlos de Beaumont.

La estabilidad alcanzada por Carlos II reposaba, además, en la paz entre Castilla y Aragón (Almazán, abril de 1375) y, muy especialmente, en el sistema general de treguas firmado entre Francia, Inglaterra y Castilla en Brujas (junio de 1375): un nuevo enfrentamiento franco-inglés hubiera terminado fatal­mente con la precaria neutralidad de Navarra, cuyos intereses la hacían preferir la amistad inglesa. Fue lo que ocurrió en 1377: concluidas las treguas sin ser re­novadas, la potencia naval castellana se abatió terrible ese verano sobre las costas meridionales de Inglate­rra; la única forma de contener la presión castellana era renovar la guerra en Castilla y, para ello, el mejor instrumento era replantear las pretensiones del duque de Lancaster al Trono de Castilla: naturalmente, para Inglaterra era muy conveniente contar con apoyo ara­gonés y navarro.

Las tentadoras promesas hechas a Carlos II, y las numerosas cuestiones pendientes todavía sobre sus señoríos en Francia impulsaron al Monarca navarro a una nueva y arriesgada aventura junto a los ingleses.

En 1378, Carlos envió una embajada a París con el fin de negociar con el gobierno francés una solución definitiva a la cuestión de las posesiones navarras; a su frente iba el príncipe heredero, acompañado de sus hermanos Pedro y Bona, del chambelán Jacques de Rue y del secretario real Pierre du Tertre. Además de la misión oficial, llevaban el encargo se­creto de negociar con los ingleses la utilización de los puertos normandos. La embajada fue detenida por orden de Carlos V; de los interrogatorios a sus miem­bros se obtuvo la comprometedora información, además de una conspiración en la que, supuestamente, estaba envuelto el adelantado castellano Pedro Man­rique, como resultado de la cual Logroño sería entre­gado a Navarra.

El resultado es dramático para Carlos II: tres de sus hijos retenidos en Francia; todas sus posesiones en aquel reino, excepto Cherburgo, cedidas a los in­gleses por tres años, ocupadas por tropas francesas; y una durísima reacción armada castellana que irrumpe en el reino y llega hasta Pamplona. La única salida será un acuerdo con Castilla, el tratado de Briones, de 31 de marzo de 1379, que instala un verdadero pro­tectorado castellano sobre Navarra y supone el fin de las veleidades belicistas de Carlos II.

Los tres años de estancia del futuro Carlos III en Francia son extraordinariamente importantes: inau­gura una nueva etapa de las relaciones entre ambos reinos, desde ahora decididamente orientadas hacia la colaboración. En esa nueva orientación pesa notablemente también la intervención castellana a favor del príncipe navarro, la nueva dirección de Francia desde la muerte de Carlos V (septiembre de 1380), invenciblemente hostil a Navarra, y la nueva realidad internacional que crea la ruptura cismática de la Igle­sia, desde septiembre de 1378, decididamente apo­yada por Francia.

Las gestiones del nuevo rey de Castilla, Juan I, a pe­tición de su hermana Leonor, en favor de su cuñado fueron decisivas para la liberación de Carlos; más aún lo fue la decisión castellana (asamblea de Me­dina del Campo, mayo de 1381) de reconocer a Cle­mente VII, el papa de Aviñón, secundando el apoyo francés, y la posición proaviñonesa del príncipe nava­rro en contraste con la “indiferencia” adoptada por su padre. Coincidiendo significativamente con estos acontecimientos, el gobierno francés otorgaba a Car­los (III) la administración de los bienes que habían sido confiscados a su padre, por los que prestaba ho­menaje y, en septiembre, se le autorizaba a abandonar Francia: salía de París en octubre y, pasando signifi­cativamente por Aviñón, iba a instalarse en Castilla, donde fue magníficamente recibido por su cuñado. En los años siguientes residió habitualmente en este reino y participó, al servicio de Juan I, en todos los acontecimientos importantes del reino.

Hay que tener en cuenta también la situación po­lítica internacional. Desde el verano de 1380 existe entre Portugal e Inglaterra una alianza que es a la vez una “cruzada” a favor de Urbano VI, el papa de Roma, y un nuevo intento del duque de Lancaster de alcanzar el Trono de Castilla, invocando la herencia de Pedro I. Preparando la defensa de su reino, Juan I ra­tificó su amistad con Francia (tratado de Vincennes, abril de 1381), lo que prolongaba una política de co­laboración muy estrecha desde poco antes de la entronización de los Trastámara; ahora, además, favoreció esencialmente la liberación del príncipe navarro.

La amenaza inglesa fue ocasión para que manifes­tase su eficacia la potencia castellana, tanto en el in­terior del reino, donde se reprimió con cierta facili­dad la primera revuelta de Alfonso de Noreña, como en el frente portugués, donde impuso la paz de El­vas (agosto de 1382), o en el frente flamenco, donde contribuyó decisivamente al éxito francés (batalla de Roosebecke, noviembre de 1382). La consecuencia debía ser la creación de un bloque favorable a Aviñón: tal fue el giro impuesto a Portugal, pero no se logró respecto a Aragón ni a Navarra, pese a la postura fa­vorable a Clemente VII de los respectivos príncipes herederos.

Carlos (III) interviene de modo destacado en los im­portantes acontecimientos que vive el Reino de Cas­tilla en los meses siguientes, como un miembro más de la primera nobleza castellana. Apoya a su cuñado en las operaciones militares contra Gijón, último re­ducto de la nueva rebeldía del conde de Noreña, en julio de 1383. Esta conducta y las gestiones del le­gado de Aviñón, Pedro de Luna, dan los primeros resultados: en octubre de 1383, sin duda en el marco de la reunión de Cortes en Segovia, se estableció un principio de acuerdo (El Espinar, 19 de octubre de 1383) que suponía en la práctica la anulación del tra­tado de Briones. En virtud de ese acuerdo quedaban en manos del príncipe Carlos las villas navarras cedidas a Castilla por razón de aquel tratado; una cláusula secreta esta­blecía que, en el plazo de un mes a partir de la entrega de dichas fortalezas, Carlos II reconocería la legiti­midad de Clemente VII, el papa de Aviñón. A pesar de las evidentes ventajas que el acuerdo suponía, no fue ratificado por Carlos II, que se negó al reconoci­miento pontificio exigido: hay que tener en cuenta que deseaba mantener la relación con Inglaterra, con objeto de resolver la cuestión de Cherburgo, todavía no devuelta por los ingleses a pesar del tiempo trans­currido.

El fracaso de la negociación no modifica la rela­ción entre Carlos (III) y el Monarca castellano. Tro­pas dirigidas por el príncipe navarro participan en las fallidas operaciones militares sobre Coimbra (fe­brero-marzo de 1384), en el curso de la invasión castellana de Portugal, subsiguiente a la muerte de Fernando I de Portugal, la revuelta de Lisboa y la proclamación de Juan I y su esposa Beatriz de Portu­gal como Soberanos de este reino. También se halla presente en el terrible cerco de Lisboa (mayo-sep­tiembre de 1384), donde la peste produce grandes bajas en el ejército sitiador, y acude con sus fuerzas en ayuda de los castellanos en el encuentro deci­sivo de Aljubarrota, al que, sin embargo, no llegará a tiempo. Tampoco se abandonó la negociación en los térmi­nos señalados por el acuerdo de El Espinar, llevada personalmente por Pedro de Luna, que estuvo en Pamplona con ese objeto entre abril y julio de 1385. La difícil situación que vivía Castilla a raíz de la derrota de Aljubarrota hubo de influir en la búsqueda de una mayor aproximación a Navarra; era evidente que se preparaba una acción inglesa en apoyo de las pretensiones al Trono de Castilla del duque de Lancas­ter. El acuerdo se vio facilitado también por Carlos II, que, ya en la recta final de su vida, otorgó plenos po­deres a su heredero.

En esta ocasión se alcanzó un acuerdo, que se firmó en Estella en enero de 1386; preveía la devolución a Navarra de las villas cedidas a Castilla, excepto Tu­dela, San Vicente y Estella, que lo serían al príncipe, en condiciones similares a las previstas en el primer acuerdo. El reconocimiento de Clemente VII era in­dudable, porque al respecto se haría lo que dictase el legado, si bien se introducía ese escalón intermedio, probablemente a la espera de que Carlos II, muy en­fermo, no tuviese necesidad de realizarlo. Un año des­pués de este acuerdo, el 1 de enero de 1387, fallecía Carlos II. Su hijo estaba en Peñafiel y allí fue procla­mado oficialmente rey de Navarra.

Las relaciones con Castilla iban a ser excelentes: como muestra de lo que cabía esperar, en el mes de agosto de ese año, cuando ya parece en vías de solución definitiva la reclamación de Juan de Lancaster, Juan I entregaba al nuevo monarca navarro los lugares de Tudela, San Vicente y Estella que el reciente acuerdo firmado en este último lugar había dejado del lado cas­tellano; por su parte el Monarca navarro, por medio del obispo de Dax, antiguo “petrista”, mediaba entre los negociadores castellanos e ingleses para facilitar la solución final de la guerra dinástica castellana.

Esta corriente de estrecha amistad no se vio afec­tada ni por el delicado asunto del regreso de la reina Leonor a Castilla, acompañada de sus hijas, apenas un año después de haberse instalado con su esposo en Navarra. Leonor permaneció siete años en Castilla, a pesar de las gestiones navarras y castellanas para que volviese junto a su esposo. Las razones aducidas para explicar esta difícil decisión, intento de envenenamiento, escasez de rentas, trato desconsiderado o presencia de una amante regia en la Corte, parecen poco fundamentadas o insuficientes.

Bien acogida en Castilla por su hermano, Juan I, Leonor desempeñó, tras la muerte de éste, un papel de gran protagonismo en las tensiones causadas por la pri­mera nobleza en la lucha por ejercer el poder durante la regencia de Enrique III. Cuando, en julio de 1394, sea desarticulada la liga de la primera nobleza, mientras Enrique III y Carlos III ratifican su alianza (tratado de Valladolid, de junio de ese año), Leonor prolongará la resistencia hasta el último momento en su villa de Roa: allí será capturada, recluida en Tordesillas, y fi­nalmente entregada a su esposo, en marzo de 1395, después de que éste ofreciese plenas garantías de que sería tratada de modo adecuado a su dignidad. Pagó también una importante indemnización por los pro­blemas creados por su esposa en Castilla. Desde enton­ces, al parecer, las relaciones entre los esposos fueron normales: desde luego se reanuda el nacimiento de in­fantes, interrumpido desde hacía diez años.

Numerosas decisiones a lo largo de todo el reino muestran la permanente buena relación con Castilla. En 1404, cuando Enrique proyecta acciones milita­res contra Granada, halla respuesta positiva a posibles ayudas navarras; lo mismo sucede en 1407, cuando se inicia la guerra bajo la dirección de Fernando, el que será de Antequera, actuando como regente de Juan II, y en las operaciones que conducen a la toma de esa población en 1410. La misma recíproca voluntad se aprecia en el em­peño en resolver los numerosos incidentes entre las poblaciones fronterizas de ambos reinos; incluso en incidentes de mayor envergadura, como el produ­cido por la fuga del duque de Benavente, Fadrique Enríquez, un bastardo de Enrique II, hermanastro, por tanto, de la Reina de Navarra. El inquieto per­sonaje, reducido a prisión por Enrique III en 1394, huye del castillo en que se halla en los primeros días de 1411 y se refugia en Navarra, donde la Reina, ausente en Francia Carlos III, le acoge espléndida­mente. Poco después regresa el Monarca (enero de 1411) y mantiene la protección sobre el complicado huésped; pero, atendiendo en parte también la pro­testa castellana por lo que se considera una violación de los acuerdos vigentes entre ambos reinos, garanti­zará que el duque no pueda realizar actividades noci­vas para Castilla. En el curso de las vistas de Mallén, agosto de 1414, en las que se sellan las buenas relacio­nes entre el Monarca navarro y el nuevo rey de Ara­gón, Fernando I, con el compromiso matrimonial de sus respectivos hijos Blanca y Juan, se acuerda tam­bién la devolución del duque de Benavente a Castilla: morirá sin recuperar la libertad.

Cordiales relaciones también con Aragón, pese a las inevitables violencias fronterizas. Entre ambos reinos se establecen acuerdos matrimoniales, como el de la princesa navarra Juana y el infante aragonés Jaime, fallido por fallecimiento del novio, o el de Blanca con Martín el Joven, heredero del reino; la princesa desarrollará una importante actividad como gober­nadora de Cerdeña, tras la prematura muerte de su esposo (1409), en momentos de especial dificultad para el reino aragonés. En 1420, Blanca contrajo ma­trimonio con el infante aragonés Juan, en el futuro rey de Aragón, una operación política que aspiraba a soldar firmes lazos de amistad entre Castilla, Aragón y Navarra.

El reconocimiento en Caspe, de Fernando, sobrino de la reina Leonor, como rey de Aragón, fue una solu­ción muy bien recibida por Carlos III, que ofreció su apoyo al nuevo Monarca para sofocar la rebeldía del conde de Urgel: tropas navarras al mando de su hijo Godofredo estuvieron en el cerco de Balaguer.

Con Inglaterra estaba pendiente la devolución de Cherburgo; tras largas negociaciones, en noviembre de 1393 se acordaba la devolución de la plaza, me­diante una indemnización navarra por los víveres y armas que contenía en el momento. Era una sólida adquisición porque, aunque no tuviera la importan­cia estratégica de años atrás, una vez abandonada la posición de hostilidad hacia Francia, era una impor­tante baza en el juego por recuperar los importantes dominios y rentas confiscados. En ese mismo sentido actuó, en mayo de 1402, el matrimonio de su her­mana Juana, viuda del duque de Bretaña, con Enri­que IV de Lancaster, un amago de vuelta a la cola­boración anglonavarra contra Francia: resultó eficaz para lograr un acuerdo realista con Francia.

Desde su misma llegada al Trono, Carlos III había negociado con Francia la devolución de los bienes confiscados; fue una empresa larga y difícil a causa de los grandes intereses a que afectaba y también por la calamitosa situación de Francia. Fracasó una primera negociación, en 1389, y también otra pro­longada negociación entre 1392 y 1395. Tampoco obtuvo éxito alguno un viaje del propio Monarca a París, entre mayo de 1397 y septiembre de 1398; lo tuvo, en cambio, en el que inició en noviembre de 1403. Suponía la renuncia por el Monarca navarro a todos sus bienes y derechos en Francia, excepto Cherburgo, y recibía a cambio una serie de rentas y dominios dispersos, estratégicamente inofensi­vos, que se agrupaban bajo la denominación de du­cado de Nemours; el acuerdo se completaba con la venta de Cherburgo a Francia por 200.000 libras. Probablemente era lo máximo que podía obtenerse en aquel momento.

Otra de las grandes cuestiones de la época, que in­fluye especialmente en las relaciones con Francia, es el cisma. La clara postura proaviñonesa de Carlos III en sus años de príncipe heredero, se materializa en el reconocimiento de Clemente VII, aunque la decisión tarde más de tres años en llevarse a efecto desde su llegada al Trono navarro. El giro de Francia, distan­ciándose del pontificado de Aviñón desde la elección de Benedicto XIII, influye sobre Navarra, que sufre presiones para seguir la posición francesa en los deli­cados momentos en que se negocia la devolución de los dominios confiscados.

Cuando Francia sustrae la obediencia a Bene­dicto XIII, Carlos III, que se halla presente en la asamblea de París que toma esa decisión (mayo-junio de 1398), sustrae también la obediencia como duque de Nemours. Como rey lo hará, sin efecto práctico alguno, en enero de 1399, siguiendo la senda de Cas­tilla. En mayo de 1408 Francia se declara neutral en­tre ambos papas, apoyando con ello la convocatoria del Concilio de Pisa; Carlos III, que nuevamente se halla en París, en el que será su último viaje a Fran­cia, se suma a esa postura al menos desde el mes de septiembre de ese año, aunque tampoco tiene efec­tos prácticos en el reino navarro, firmemente bene­dictista. Se adhirió a la convocatoria del Concilio de Constanza, aunque sólo envió representantes después de duras negociaciones y, tras su incorporación al concilio (diciembre de 1416), éstos se alinearon junto con Castilla en las posiciones de mayor respeto a Be­nedicto XIII y al Pontificado en general, hecho que otorgó a la “nación española” en el concilio un protagonismo decisivo para la solución del cisma. Elegido Martín V (11 de noviembre de 1417), el nuevo Papa contó con total apoyo de Navarra.

La política castellana, en la que estaba decisivamente implicado el infante Juan, esposo de Blanca, heredera de Navarra, constituyó una de las más importantes preocupaciones de Carlos III en la recta final de su vida. Las diferencias surgidas entre Juan y su hermano Enrique, a raíz del “golpe de Tordesillas” (julio de 1420), fueron ocasión para que don Álvaro de Luna pusiera en marcha su programa de autoridad monár­quica con el que trataba de desmontar el control del poder por los grandes; la prisión de Don Enrique (ju­nio 1422) con anuencia de Don Juan, parecía darle a éste el poder, pero significaba en realidad el comienzo de la destrucción política de los infantes de Aragón.

Así lo entiende Alfonso V de Aragón que, interrum­piendo su aventura italiana, vuelve a su país dispuesto a reclamar en Castilla los derechos de su linaje y a terminar con el poder del de Luna. Carlos III había venido esforzándose en mantener la armonía entre los hermanos y redobló sus esfuerzos para impedir la in­minente guerra entre Castilla y Aragón, instando a un acuerdo entre los hermanos y la paz entre los reinos. Todo ello se logró en Torre de Arciel, un despoblado cercano a Corella, el 3 de septiembre de 1425. Sin duda Carlos III fue informado de su contenido an­tes de que tuviera lugar su repentino fallecimiento, en Olite, el día 8 de ese mismo mes. Le sucedió su hija Blanca, casada con el infante Juan de Aragón; el matrimonio tenía ya un hijo, Carlos, para el que su abuelo había creado en 1423 el título de príncipe de Viana, que le señalaba como heredero del reino. No era posible prever en aquel momento los terribles acontecimientos que le apartarían de la herencia.

El reinado de Carlos III prosiguió la línea de confi­guración de las instituciones abordada por los Evreux, en particular Carlos II. Como su padre, continuó la tendencia a nombrar lugartenientes y gobernadores del reino, durante sus prolongadas ausencias, a personas muy próximas, en su caso su propia esposa, Leonor, que lo fue en 1397-1398, 1403-1406 y 1409-1411.

Reforzó el papel del Consejo Real, que pasó a ejer­cer importantes funciones judiciales, como auténtico Tribunal Supremo, y también legislativas, pues dic­taba ordenanzas de carácter general, como el Privile­gio de Unión, de 1423, por el que se unificaba la ciu­dad de Pamplona en concejo único, poniendo fin a los frecuentes enfrentamientos entre las diversas uni­dades urbanas que hasta el momento la integraban. Se introdujeron también modificaciones en la Corte, o Tribunal de Justicia: sus cuatro alcaldes represen­tarían en adelante a cada uno de los “brazos” de las Cortes y al propio Rey; desde 1413 se regirá por nue­vas Ordenanzas que regulaban su funcionamiento y sus aranceles.

En cuanto a las Cortes, se incrementa el número de sus reuniones, hecho determinado por la necesi­dad de reclamar su contribución económica, y el nú­mero de villas con derecho a asistencia a Cortes. De 1418 data un “Amejoramiento” del Fuero, revisión del mismo que viene a sumarse a otras anteriores. La Cámara de Comptos, nacida en 1365, es también reestructurada por Carlos III, que crea además, en 1400, el oficio de procurador patrimonial, encar­gado de velar por el patrimonio real, investigar y recuperar, en su caso, los derechos regios.

En 1407 añadió a las tradicionales merindades de Pamplona, Sangüesa, Estella y Tudela, la de Olite, con territorios segregados de las tres anteriores; las cinco merindades, junto con el territorio de Ultra­puertos, constituyeron en adelante el armazón de la Administración territorial navarra. Además, otorgó estatuto de ciudad a Tudela en 1390, y el título de “buena villa” a Tafalla en 1423.

En claro paralelo con el panorama nobiliario cas­tellano, alentó la creación de mayorazgos y creó una verdadera primera nobleza con la concesión de cinco títulos: el condado de Lerín, para su yerno Luis de Beaumont; el condado de Cortes, para su hijo bas­tardo Godofredo; el vizcondado de Val de Erro, para Beltrán de Ezpeleta; el vizcondado de Muruzábal y Valdizarbe para Felipe de Navarra, hijo bastardo de Leonel, bastardo a su vez de Carlos II, y la baronía de Beorlegui para Juan de Bearn, casado con Juana, otra bastarda de Carlos II.

El lujo de la Corte, aparatosa pero necesaria exhi­bición del poder de la Monarquía, exigió la cons­trucción de suntuosas residencias; Carlos III realizó importantes obras de ampliación en el palacio de Tu­dela (1388-1391), construyó el de Tafalla, a partir de 1417, y, sobre todo, el de Olite, comenzado en 1399 como ampliación del palacio del siglo XIII. A su inicia­tiva se debe también la reconstrucción de la catedral de Pamplona, después de su hundimiento en 1390. En la mejor línea de las costumbres caballerescas, creó la Orden del Lebrel Blanco o de la Bonne foi.

 

Bibl.: J. Zunzunegui, El reino de Navarra y su obispado de Pamplona durante la primera época del Cisma de Occidente: Pontificado de Clemente VII de Avignon (1378-1394), San Sebastián, Pax, 1942; J. R. Castro, Carlos III el Noble, rey de Navarra, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1967; J. M. Lacarra y de Miguel, Historia política del reino de Navarra, desde la Antigüedad hasta la Baja Edad Media, vol. III, Pamplona, Aranzadi, 1972-1973; Historia del reino de Navarra en la Edad Media, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1976; L. Suárez Fernández, Historia del rei­nado de Juan I de Castilla, vol. I. Estudio, Madrid, Universi­dad Autónoma, 1977; J. Goñi Gaztambide, Historia de los obispos de Pamplona en los siglos XIV y XV, Pamplona, Eunsa, 1979; J. Martínez de Aguirre, Arte y monarquía en Nava­rra, 1328-1425, Pamplona, Institución Príncipe de Viana, 1987; S. Herreros Lopetegui, “La separación de Francia. Carlos II ‘el Malo’ y Carlos III ‘el Noble’ (1350-1425)”, en Historia de Navarra, vol. II, Pamplona, Herper, 1989, vol. II, págs. 133-179; E. Ramírez Vaquero, Solidaridades nobilia­rias y conflictos políticos en Navarra, 1387-1464, Pamplona, Institución Príncipe de Viana, 1990; B. Leroy y E. Ramírez Vaquero, Carlos III el Noble, Pamplona, Mintzoa, 1991; J. de Moret, Anales del Reino de Navarra, ed. de S. Herre­ros Lopetegui, Vitoria, Institución Príncipe de Viana, 1987-1997, 20 vols.

 

Vicente Ángel Álvarez Palenzuela