Juana de Aragón. La triste Reina. Barcelona, 16.VI.1455 – Nápoles (Italia), 7.I.1517. Reina de Nápoles.
Hija de Juan II de Aragón y de Juana Enríquez, hermana de Fernando el Católico, Juana de Aragón bien pronto comenzó a prestar sus servicios a la casa real de Aragón, lo que resultaría una característica de su vida. Así, ya a los ocho años quedó, junto con su madre, garante de la restitución de los territorios de la Merindad castellana que Juan II había ocupado, por lo que ambas quedaron confinadas en el castillo navarro de La Raga, bajo la custodia del arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo de Acuña. Con la mediación de dicho prelado, y tras diez meses de cautividad, madre e hija volvieron a los territorios de Aragón. El aprendizaje de la infanta Juana continuaría con el ejemplo de su madre, presente en el sitio de Rosas y colaborando en la defensa de Gerona. A su muerte, Juana Enríquez, legó a su hija una renta anual, hasta el momento de su matrimonio, de 400 florines de oro; Juan II, por su parte, estableció, con medios más que suficientes, la “casa de la Infanta”, para asegurar a su hija una formación adecuada a su condición de futura reina. En torno a la infanta se aglutinó una pequeña Corte en la que figuraban diversas damas y doncellas representantes de los más ilustres linajes de la Corona de Aragón, lo que no era casual, pues fue propósito del Rey que su hija se educase con otras niñas nobles de sus diversos reinos y territorios. Asimismo, se encontraba al servicio de la infanta toda una pléyade de empleados varones. En el estadio superior se encontraba el mayordomo junto con los capellanes, caballeros, camarlengo y, como tesorero, Luis de Santángel. En un rango inferior se situaba todo el personal auxiliar que posibilitaba el complejo funcionamiento de la casa de la infanta.
La compleja maquinaria puesta al servicio de Juana de Aragón pronto empezó a mostrar su significado: ya en 1458, cuando se trató del matrimonio del príncipe Fernando de Aragón con la infanta Isabel, se había hablado de la unión de la infanta Juana con el infante Alonso, hermano del rey Enrique IV de Castilla, habida cuenta de la estrategia del Rey aragonés para que fuese un hijo suyo quien ciñese la Corona de Castilla. Sin embargo, las desavenencias entre los monarcas aragonés y castellano, así como los problemas internos que sacudían la Corona de Aragón impidieron, de momento, la materialización de estos proyectos.
Cerrada, de momento, la vía matrimonial castellana, el Monarca aragonés se acercó a Francia; su propia esposa, Juana Enríquez, fue la embajadora que se entrevistó con Luis XI con poderes para tratar del enlace de Fernando con una hija del Rey de Francia, y de Juana de Aragón con el hermano del rey, Carlos de Francia. La propuesta no resultó del agrado del Monarca francés, quien para dicha boda prefería a Blanca de Navarra, hija de las primeras nupcias de Juan II de Aragón, pero la dama declinó el matrimonio y, además, falleció al poco tiempo. La inviabilidad de los vínculos franceses propició la vuelta de las miras aragonesas hacia Castilla mediante la propuesta de boda con el infante Alfonso, pero este plan se vio definitivamente truncado por la muerte del joven pretendiente. Pero el hecho de que, de momento, no se oteasen nuevos proyectos de matrimonio para la infanta, posibilitó que su padre contara con ella para la que sería su primera tarea política: la lugartenencia general y la presidencia de las Cortes de Cataluña. Las necesidades pecuniarias que en 1475 acuciaban al monarca aragonés le habían obligado a convocar las Cortes de Cataluña. El problema se sucedía a la hora de delegar la presidencia de la asamblea del principado catalán, pues él había de partir hacia Zaragoza para reunir a las Cortes aragonesas que, asimismo, exigían su presencia. No podía recabar la ayuda de su hijo Fernando, pues, muerto Enrique IV, se hallaba inmerso en las luchas de sucesión por el Trono castellano.
No habiendo otra posibilidad de delegar en persona de sangre real, el Monarca se vio en la obligación de habilitar a su hija Juana, a quien nombró para ello lugarteniente general de Cataluña y Mallorca el 30 de octubre de 1475. De ese modo, el Rey quedaba en Zaragoza y la infanta, tras superar unas fiebres que la retuvieron en la capital del Ebro, partió hacia el Principado, y el 8 de agosto de 1476 comenzó a presidir la asamblea de Cataluña. En el reparto de funciones entre padre e hija, era a ella a quien incumbía la tarea más difícil, pues los catalanes, agotados tras largos años de conflictos, no se hallaban precisamente entusiasmados ante la perspectiva de subvencionar las campañas defensivas que solicitaba el Rey. Pero Juana, educada en Barcelona, quedaba excluida de las antipatías que su padre generaba en amplias capas de población catalana. Es por ello que los brazos catalanes no llegaron a declararse en franca rebeldía, aunque sí agotaban los plazos legales con el fin de prolongar las Cortes y dilatar el plazo de concreción del donativo al Rey. Por otra parte, la epidemia de peste declarada en Lérida contribuyó a la dispersión de la asamblea.
Paralelamente a las tareas parlamentarias, Juana de Aragón hubo de ocuparse del gobierno de Cataluña. En este sentido, una de sus preocupaciones fundamentales, y que después también mostró cuando desempeñó análogo cometido en el reino de Valencia, fue la moral pública, emitiendo, para ello, órdenes contra la blasfemia y el juego. Asimismo, promulgó edictos de paz y tregua prohibiendo a los bandos nobiliarios rivales cualquier tipo de agresión y administró justicia con firmeza, usando de la benevolencia cuando políticamente convenía. Obrando de ese modo, la sabia administración de la clemencia convertía a los agraciados con el perdón real en fervientes y agradecidos servidores de la Monarquía. Por lo que a las cuestiones económicas respecta, la infanta aragonesa se preocupó de estimular el trabajo de los mudéjares, o de que su hermano Fernando autorizase la exportación de paños catalanes a Castilla. Pero de la tarea gubernativa que más hubo de ocuparse la infanta fue de la defensa del territorio ante las diversas incursiones francesas: hizo de la necesidad virtud y, además de aprestar las tropas para repeler las agresiones, aprovechó para que las Cortes aprobasen los correspondientes subsidios económicos.
Mientras Juana de Aragón ejercía sus funciones de lugarteniente general de Cataluña y Mallorca, ella misma volvía a ser centro de atracción de posibles enlaces matrimoniales. Desde 1472, Ferrante de Nápoles negociaba la boda de la infanta de Aragón con su hijo segundo, Fadrique, negociaciones que quedaron interrumpidas en 1473 con motivo de los conflictos de Aragón con Francia. Pero en 1475 las negociaciones dieron un giro inesperado, pues ahora el propio rey Ferrante, viudo, desde 1465, de Isabel de Claramonte, también optaba al matrimonio con Juana. La proposición tenía el suficiente calado como para propiciar una entrevista entre los reyes de Aragón y de Castilla, que se produjo a finales de 1475.
Fernando puso reparos al pretendido enlace con dos argumentos. En primer lugar arguyó que, además de la consanguinidad, de efectuarse, el matrimonio legitimaría la dudosa posesión que de Nápoles tenía la rama bastarda de los Trastámara y, por otra parte, Juana nunca sería madre de rey o reina, puesto que Ferrante era viudo, y Fadrique el segundo en el orden sucesorio. El Rey de Aragón, sin embargo, defendía el casamiento: declinar el ofrecimiento de la boda sería un menosprecio e ingratitud, pues su sobrino le había socorrido muchas veces con hombres y dinero y, además de perder su ayuda, Ferrante podría llegar a ocupar la isla de Sicilia, tan cercana para él. En este sentido, la boda serviría para consolidar los lazos de afecto y buen entendimiento entre las dos ramas de la casa de Aragón. Tras deliberar con su hijo, Juan II consultó con su hija. Juana se plegó totalmente a la voluntad del padre y, habiendo de casar con la rama napolitana de los Trastámara, juzgó más conveniente el enlace con su primo Ferrante. Finalmente, con este enlace, el Rey de Castilla pensaba en controlar los asuntos de Nápoles y en ejercer una especie de protectorado sobre aquel reino.
Después del consejo familiar, el monarca aragonés tomó las disposiciones oportunas para llevar a efecto las capitulaciones matrimoniales. El maestre de Montesa, frey Luis Despuig, actuó como embajador del Rey. El punto más arduo se centró en la devolución de los 100.000 florines de la dote de la reina María, mujer de Alfonso el Magnánimo, que Juan II pretendía que se le devolvieran; pero aquello que importaba a ambas partes era articular una alianza estable entre Aragón y Nápoles frente a cualquier enemigo exterior. A finales de 1476, todos los obstáculos se habían removido y la celebración estaba próxima a realizarse. Habida cuenta del interés por ambas partes, el matrimonio se realizó casi inmediatamente, aunque en sucesivos episodios. El primero de ellos consistió en la boda por poderes celebrada en Cervera, el 3 de noviembre de 1476, en la que el rey Ferrante fue representado por Galcerán de Requesens, conde de Trivento, y otros caballeros. El segundo acto comenzó el 13 de junio de 1477, cuando el duque de Calabria zarpó de Nápoles para traer a la Reina; tras ser recibido con grandes fiestas en Barcelona, Juana de Aragón fue coronada solemnemente como reina de Nápoles en la Ciudad Condal y el 22 de agosto embarcó hacia su reino. El tercer suceso tuvo lugar en Nápoles, el 14 de septiembre, cuando el legado pontificio y cardenal de Valencia, Rodrigo Borja, bendijo la unión en un acontecimiento de excepcional fastuosidad; las pompas concluyeron dos días más tarde con la solemne coronación de Juana como reina de Nápoles, ahora en la iglesia de la Incoronata. Fruto de esta unión fue el nacimiento, el 20 de abril de 1479, de una hija, también llamada Juana.
La actuación de Juana de Aragón en Nápoles, lejos de ser meramente protocolaria, presenta claros matices políticos, pues, aunque sirviera al trono de Nápoles, nunca olvidaría su pertenencia a la casa de Aragón, a la que continuó prestando fielmente sus servicios. Baste citar como ejemplo los poderes recibidos de Fernando el Católico en enero de 1483 para tratar con los turcos, en su nombre, de paz, tregua o alianza. Ella quedó como lugarteniente cuando su marido tuvo que partir hacia Otranto para repeler el desembarco turco. Debido a su labor eficaz como gobernante, el Rey le prorrogó la lugartenencia general del reino. Actuó, además, como mediadora entre la ciudad de l’Aquila y el Rey: la Reina ganó para el monarca napolitano la voluntad de sus vasallos resentidos por la detención, en 1486, del conde de Montorio. La estima que por Juana de Aragón sintieron los napolitanos quedó reflejada en los poemas que ensalzaban, tanto la virtud de su Reina, como la hermosura de su hija.
Con la muerte del rey Ferrante el 25 de enero de 1494 la vida de la Reina, ahora viuda, conoció un cambio de rumbo, como también lo experimentó, de manera definitiva, el reino de Nápoles. La Reina viuda firmó en adelante como Yo la triste Reina; pero casi sin solución de continuidad, volvió a actuar como lugarteniente, ya que, con la invasión francesa de Italia, el rey Alfonso II de Nápoles partió a fortificar las fronteras del reino. Juana solicitó socorro al Papa y al rey de Aragón, su hermano, y se aprestó a defender las costas del golfo de Nápoles, pero ante el avance de las tropas francesas, Alfonso abdicó en su hijo Ferrantino y se marchó a Sicilia. El nuevo monarca de Nápoles, en ese momento, poco pudo hacer por salvar el reino y el 21 de febrero, junto con Juana de Aragón y su hija, también buscó refugio en Sicilia. El exilio fue corto: los triunfos del Gran Capitán y las revueltas de los napolitanos permitieron la vuelta de Ferrante II a Nápoles; pero la guerra no estaba concluida, el Rey había de partir y Juana ejerció de nuevo como lugarteniente general del reino. El último baluarte de los franceses en Nápoles se rindió ante Juana, pero la campaña continuó y el 28 de febrero Ferrante II anunció su próxima boda con la infanta Juana de Aragón, hija de la Reina. La alegría de la joven pareja duró poco, pues ambos se vieron afectados gravemente por una enfermedad y el 7 de octubre falleció el Rey. La viuda, como su madre, también firmaría como “triste reina”.
Fernando de Aragón, con el fin de salvaguardar los intereses de su hermana, solicitó al pontífice Alejandro VI que el arzobispo de Tarragona viajara a Nápoles para asesorar a la Reina. Los nobles se apresuraron en proclamar Rey a Fadrique, hijo de Ferrante I, e hijastro de Juana. Pero el talento político de la viuda era proverbial: fue ella, y no la mujer del Rey, quien ejerció la lugartenencia general en su ausencia; aunque el intento de la Reina viuda por casar a su hija con el heredero del trono de Nápoles resultó fallido, pues Fadrique tenía otros propósitos. Soplaban vientos nuevos en el sur de Italia, el nuevo Rey se inclinaba hacia los franceses, por lo que, con la excusa de ver a su hermano, que había perdido dos hijos en poco tiempo, Juana abandonó Nápoles el 7 de septiembre de 1499.
En 1500 Fernando el Católico y Luis XII firmaron el Tratado de Granada, en el que el papel de Juana fue fundamental, ya que, al repartirse el reino de Nápoles, Fernando pretendía asegurar las posesiones de la reina Juana y la infanta en aquel reino, al tiempo que involucraba a su sobrina en nuevas combinaciones matrimoniales que no llegaron a realizarse. La figura de Juana de Aragón, Reina viuda y destronada, inspiró el romance La Reina de Nápoles.
Con su llegada a España, Juana de Aragón no había concluido sus tareas políticas en absoluto: Fernando, conocedor de su talento, la nombró, por Privilegio del 27 de mayo de 1501, para la lugartenencia general de los reinos de Aragón y, junto con su hija, se estableció en Valencia. En la etapa de Juana de Aragón al frente de la lugartenencia comenzaron a despuntar los problemas que se enquistaron en el reino de Valencia, pero reaccionó con firmeza ante las dificultades y, en un primer momento, las solucionó. Así, ante el ataque pirático que sufrió Cullera, la lugarteniente general no sólo apoyó las medidas que tomaron los jurados, sino que se puso a disposición de los oficiales de la villa y se ofreció, si era necesario, a ir en su defensa y apoyo. Para combatir la delincuencia y el bandolerismo la lugarteniente no dudó en promulgar diversas medidas, sancionando a quienes participasen en bandos rivales.
De todos los problemas que hubo de sortear en Valencia, quizás el más dificultoso de todos fue el de la crisis alimenticia motivada por la carestía del pan. Las medidas previsoras tomadas por los jurados habían fallado, por lo que la lugarteniente general actuó impulsando medidas extremas. Expidió cartas a diversos lugares del reino para administrar el trigo existente y requisó las reservas de cereal que había en la huerta valenciana. Sin embargo, cuando llegó, abundante, el grano de Sicilia, los problemas tampoco se solucionaron, ya que los horneros, con la esperanza de mantener altos los precios, se negaron a amasar la harina, lo que ocasionó la primera revuelta del siglo en la ciudad de Valencia. Hubo disturbios graves ante los que Juana de Aragón reaccionó con firmeza: mandó convocar una junta extraordinaria de oficiales y prohombres bajo su presidencia, en la que se acordó que los panaderos hornearían toda la noche para que al amanecer del domingo la plaza del mercado de Valencia estuviese abastecida. Simultáneamente, y para ayudar a bajar los precios, Juana publicó una resolución por la que cualquier persona podría vender pan, al tiempo que, para garantizar el orden, amplió la guardia urbana. Además de actuar sobre los problemas valencianos, Juana de Aragón procuró que el reino de Valencia sirviera a los intereses que el Monarca en cada momento pudiera exigir de su reino. Como ejemplo baste citar las gestiones realizadas en 1503 para obtener de la ciudad de Valencia un servicio de ciento cincuenta jinetes destinados a la guarnición de la frontera francesa.
El 4 de septiembre de 1506, junto con su hija, partió de Barcelona en la flota que llevaba a Fernando II y a Germana de Foix hacia su reino de Nápoles. En el antiguo palacio de Castel Capuano quedaron ambas damas honradas como hermana y sobrina del Rey Católico, rodeadas de una magnífica Corte y administrando sus muchas propiedades en el reino de Nápoles, al tiempo que la Reina viuda continuaba prestando sus servicios a su hermano el Rey.
Por lo que respecta a la actuación política de Juana de Aragón, puede resumirse afirmando que fue una mujer fiel en el servicio de la casa real de Aragón y a su hermano Fernando. Pero su trascendencia en el campo de la cultura no es menor que su tarea política.
La estancia de Juana de Aragón en Valencia tuvo profundas repercusiones culturales y no sólo para aquella ciudad y su reino, ya que, al establecer una Corte virreinal en Valencia, a imitación de la de Nápoles, se envolvió de un ambiente cortesano y literario. La Triste Reina posibilitó que los poetas valencianos entraran en contacto con el mundo cortesano napolitano y que, tanto en Valencia como en Barcelona, se extendiera el neoplatonismo. Por lo que al modo de ejercer el poder se refiere, puede tomarse como modelo su reacción ante una sentencia promulgada por los jurados valencianos: una mujer solía robar disfrazada de hombre; además, mantenía relaciones sexuales con mujeres y había llegado a casarse por la Iglesia con una de ellas. Cuando los jurados la descubrieron, la condenaron a la horca; sin embargo, cuando ya llevaban a sentenciar a la acusada, la “Senyora Reyna la feu tornar, dient no se era dada la sentencia com devia”, pues Juana de Aragón no consideró justa la condena.
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Josep Martí Ferrando