Hurtado de Mendoza y Fajardo, Francisco. Marqués de Almazán (I), conde de Monteagudo (IV). ?, c. 1532 – Madrid, 18.XII.1591. Virrey de Navarra y presidente del Consejo de las Órdenes Militares.
Francisco Hurtado de Mendoza y Fajardo era hijo de Juan Hurtado de Mendoza, llamado el Santo, III conde de Monteagudo y VII señor de Almazán, y de Luisa Fajardo. Su padre era, a su vez, nieto por vía materna del Gran Tendilla, Íñigo López de Mendoza y Quiñones, II conde de Tendilla, y descendía directamente de Juan Hurtado de Mendoza el Limpio, I señor de la villa soriana de Almazán.
Francisco Hurtado de Mendoza ingresó como caballero de la Orden Militar de Santiago en 1561, siendo ya IV conde de Monteagudo. Casó con María de Cárdenas y Tovar, hija del II duque de Maqueda, Bernardino de Cárdenas, y de Isabel de Velasco, de la casa de los condestables de Castilla. De su matrimonio nacieron, al menos, siete hijos: Francisco Hurtado de Mendoza y Cárdenas, que sería II marqués de Almazán y V conde de Monteagudo, virrey y capitán general de Cataluña, casado con Ana Portocarrero; Luisa Fajardo y Mendoza, esposa de Juan Antonio Portocarrero; Isabel de Velasco y Mendoza, casada con Luis Carrillo de Toledo, I marqués de Caracena; María de Cárdenas y Mendoza, marquesa de la Guardia por su matrimonio con Gonzalo Mexía; y Francisca de Mendoza. Fue su sobrina, hija de su hermana María de Mendoza y Pacheco y de Francisco de Carvajal y Vargas, la venerable Luisa de Carvajal y Mendoza. Precisamente esta dama, entregada desde muy joven a su vocación religiosa y misional, dejó una breve descripción física de su tío, a quien definía como “no muy alto ni pequeño, blanquísimo, y el cabello como un mismo oro, algo ensortijado […] ojos […] realísimos y demostradores de su ánimo”.
Las afinidades del conde, tal y como se refieren en su testamento, le reconocían como deudo de Hernando de Vega, Sancho Busto de Villegas, más tarde obispo de Ávila, y del cardenal Diego de Espinosa, presidente del Consejo de Castilla. Indudablemente, tales amistades le situaban dentro de la corriente confesionalista que predominaba en la Corte de Felipe II. Igualmente mantenía estrecha comunicación con el comendador mayor Juan de Zúñiga y con el patriarca Juan de Ribera. Completaba su acusado perfil devoto su cuidada educación latina y su íntima relación con la Compañía de Jesús, especialmente con su general Diego Laínez, natural de la villa de Almazán. En este sentido, las palabras que le dedicó en su Oración panegírica fray Miguel Bartolomé Salón en 1616 no dejan lugar a dudas sobre su condición espiritual: “Todo el mundo sabe quán siervo de Dios y quán buen theólogo fue”.
Principió su cursus honorum, merced a su brillante formación teológica, como delegado regio durante los diez meses que duró el Concilio Provincial compostelano de Salamanca en 1565, uno de tantos sínodos impulsados por el cardenal Espinosa tras la clausura de Trento. Reconocida su labor en aquella ocasión, fue nombrado, dos años después, asistente de Sevilla, cargo en el que permaneció por espacio de dos años y medio. Allí mantuvo una intensa relación con el maestro Juan de Ávila, quien le llegó a remitir una suerte de tratado de gobierno cristiano que le recomendaba una estricta vigilancia de la confesión y comunión de los vasallos a su cargo.
Tras su paso por Sevilla, y pese a los rumores que apuntaban a su posible elección como virrey de Perú o incluso de Cataluña, finalmente, en 1570 se le designó embajador ante la Corte cesárea. El cardenal Diego de Espinosa aseguró poco después que su nombramiento obedeció al propósito de reforzar el entorno hispano de la emperatriz María de Austria. Siete largos años permaneció como representante de Felipe II en el Sacro Imperio. En este tiempo se benefició de las encomiendas de Mora (1570) y de Villahermosa (1572) de la Orden de Santiago. Coincidiendo con la muerte del emperador Maximiliano II, se acometió su relevo al frente de la legación española, para la que fue designado Juan de Borja, segundo hijo de san Francisco de Borja. Regresó a Castilla entonces, ya como I marqués de Almazán, por merced de 22 de febrero de 1576, quedando vinculado al llamado partido papista, liderado por el secretario Antonio Pérez. Pese a que en 1577 había accedido al Consejo de Estado y a que se llegó a barajar su nombre como futuro embajador en Roma, en sustitución de Juan de Zúñiga, o incluso como ayo del entonces príncipe heredero Diego, sus afinidades políticas con el fracasado proyecto de Pérez, caído en desgracia en 1578, conllevaron su alejamiento de la Corte.
Frustrados los rumores que hablaban de él para cubrir el virreinato de Perú, le fueron concedidos los cargos de capitán general de Guipúzcoa el 12 de enero de 1579 y de virrey de Navarra el 6 de febrero, aun cuando ambos puestos iban separados. Su marcha se dilató varios meses por su negativa a abandonar la Corte. Finalmente, y tras la concesión de la encomienda de Beas, a finales de junio, se encaminó hacia Pamplona. Continuó porfiando por abandonar aquel destino, rogando en 1581 al secretario Mateo Vázquez que le fuera concedida la presidencia del Consejo de Indias o la caballeriza mayor del Rey. Pese a que su nombre volvió nuevamente a barajarse para otros oficios, como la presidencia del Consejo de Órdenes en 1585, su fortuna no cambió hasta la jornada real a Aragón de 1591. Su acercamiento político a Diego Fernández de Cabrera, conde de Chinchón, miembro destacado de la Junta de Noche y privado del Rey, le supuso su reincorporación a los Consejos de Estado y Guerra. El 25 de mayo de 1588 se le recompensaron sus servicios con la presidencia del Consejo de Órdenes. Su gobierno no fue, sin embargo, pacífico, enfrentándose a los sectores cortesanos contrarios a la constitución de la célebre Junta. Además, sus diferencias con el consejero Francisco de Albornoz sobre diferentes asuntos, y en especial los relativos al pleito de Palma y la polémica cuestión de la limpieza de sangre del marqués de Moya y de su esposa, familiares del conde de Chinchón, su patrón, dieron lugar a sonoros conflictos jurisdiccionales. Estos hechos evidenciaron la incapacidad de Almazán para dirigir el Consejo con la diligencia y la autoridad necesarias.
Felipe II ordenó la creación de una junta, integrada por Mateo Vázquez, el arzobispo de México, el consejero de la Cámara Juan Gómez y el confesor real fray Diego de Chaves, que juzgase la actuación del presidente y del licenciado Albornoz. Sus conclusiones conllevaron el cese de Albornoz y su promoción como consejero de Castilla, toda una declaración política que dejaba en evidencia la conducta del marqués.
Éste, totalmente desautorizado y humillado, falleció en Madrid el 18 de diciembre de 1591.
Fuentes y bibl.: Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, Testamento de Francisco Hurtado de Mendoza, Pamplona, 25 de agosto de 1583, n.º 1608.
M. B. Salón, Oración panegírica, es a saber exortación y consolatoria de la muerte de […] doña Isabel de Velasco y de Mendoza, Marquesa de Carazena, señora de Pinto, y Virreina de Valencia, Valencia, 1616, págs. 187-188; L. de Carvajal y Mendoza, Epistolario y poesías, Madrid, Atlas, 1965 (col. Biblioteca de Autores Españoles, vol. 179); E. Postigo Castellanos, “Caballeros del Rey Católico. Diseño de una nobleza confesional”, en Hispania, 189 (1995), págs. 169-204; J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales, Felipe II (1527-1598). La configuración de la Monarquía Hispana, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1998, págs. 401-403; J. Martínez Millán, “La emperatriz María y las pugnas cortesanas en tiempos de Felipe II”, en E. Belenguer Cebriá (coord.), Felipe II y el Mediterráneo (actas del Congreso Internacional, Barcelona, 23-27 de noviembre de 1998), Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999, págs. 143-162; F. Bouza Álvarez, “Docto y devoto. La biblioteca del Marqués de Almazán y Conde de Monteagudo (Madrid, 1591)”, en F. Edelmayer, A. Kohler y J. C. Rueda Fernández, Die Epoche Philipps II (1556-1598). La época de Felipe II (1556-1598), vol. V, München, Verlag für Geschichte und Politik Wien R. Oldenbourg Verlag München, 1999, págs. 247-310.
Santiago Martínez Hernández