Ayuda

Íñigo López de Mendoza y Pimentel

Biografía

Mendoza y Pimentel, Íñigo López de. Duque del Infantado (IV), marqués de Santillana (V). Guadalajara, 9.XII.1493 – 17.IX.1565. Caballero del Toisón de Oro y Grande de España.

Hijo del conde de Saldaña y futuro duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, y de María Pimentel, hija de los condes de Benavente. A los siete años de edad, al convertirse su padre en tercer poseedor del título ducal, Íñigo López, a su vez, pasó a ostentar el condado de Saldaña, reservado al primogénito de la familia. De su formación de caballero y heredero de la casa ducal se encargó el hidalgo de Talavera, Francisco Duque de Guzmán, que se dedicó a imbuir al niño los valores que formaban las señas de identidad de su linaje. De ahí que su ayo insistiera en la figura del antepasado I marqués de Santillana, también de nombre Íñigo López, verdadero arquetipo de noble para la aristocracia del momento y que, para sus descendientes, se había convertido en un referente indiscutible. El marqués era un epítome de virtudes nobiliarias, equilibrio entre la entrega a las armas y el amor a las letras, como se ponía de manifiesto tanto en su biblioteca como en su armería, incorporadas al mayorazgo familiar, y cuidadas con esmero. La devoción a la memoria de Santillana fue una constante en la trayectoria de Íñigo López, que mostró una particular afición a los libros muy superior a la de otros duques de su casa. Los escenarios de su infancia y adolescencia son los magníficos salones del palacio ducal de Guadalajara, construido por su abuelo y que fue una de las más brillantes expresiones del poder de la aristocracia en la Castilla de su tiempo.

En el contexto de las intrigas políticas de los inciertos años de las regencias tras la muerte de Isabel la Católica, se concertó su matrimonio con Isabel de Aragón, hija del infante Enrique de Aragón, duque de Segorbe, y de Guiomar de Castro y Portugal. Al tratarse de una sobrina del rey Fernando, la novia permitía a los Mendoza incorporar a su sangre la de la dinastía de los Trastámara, una importante baza en la compleja situación del reino. La boda se celebró por poderes en Guadalajara en 1514 y en enero del año siguiente el propio Monarca aragonés y su segunda mujer, Germana de Foix, acudieron al palacio ducal arriacense para entregar a la novia. A cambio de las deferencias que el Soberano tenía con los Mendoza, el III duque del Infantado había enviado un contingente de tropas para la conquista de Navarra en 1512.

Su ingreso en la escena política se produjo en la conflictiva coyuntura del estallido de la Guerra de las Comunidades de Castilla, cuando las ciudades castellanas se levantaron contra Carlos I y los flamencos de su Corte, un acontecimiento que la aristocracia vio con complacencia. Compartían las reivindicaciones comuneras contra la injerencia de los flamencos en los asuntos del reino y, además, esperaban beneficiarse del debilitamiento de la autoridad del Rey. El III duque del Infantado exhibió ante la revuelta la misma ambigüedad que los otros señores, aunque los sucesos iban a implicarle a él y a su familia de manera decisiva, dado que la casa ducal había ligado sus destinos a la ciudad de Guadalajara. Como en otros lugares, en la capital arriacense cundió la cólera cuando se supo que los procuradores de las Cortes de Santiago de Compostela-La Coruña habían accedido a otorgar un servicio extraordinario para financiar la candidatura imperial de Carlos. Se elevaron voces de resistencia armada, clamando castigo contra los traidores.

Hubo disturbios, asaltos a las casas de las autoridades municipales y de los procuradores, que eran todos servidores o clientes de la casa ducal. Para comprometer más aún a los Infantado en la rebelión, algunos de los líderes de la comunidad local eran destacados colaboradores del III duque, como el doctor Francisco Medina. En junio de 1520, una multitud se hizo con el control de la fortaleza y depuso al alcaide nombrado por el duque. Después la masa irrumpió en el palacio y se presentó ante el duque Diego Hurtado, a la sazón convaleciente en cama por un virulento ataque de gota. Querían que el señor protegiese a los comuneros intercediendo por sus peticiones ante el Rey, que castigase a los cargos municipales considerados indignos por haber colaborado con el abuso cometido en las Cortes y, por fin, solicitaban su permiso para que Íñigo López asumiese la jefatura de la comunidad.

Tan comprometida petición tenía varias explicaciones, pues con ello los comuneros reforzarían su legitimidad, además de garantizarse cierta seguridad en el futuro colocándose bajo la protección de los Mendoza.

Queda conocer cuál era el verdadero grado de compromiso comunero del joven conde de Saldaña, cuestión poco clara a tenor del desarrollo de los acontecimientos.

En cualquier caso, es conocido que otros herederos de casas nobiliarias y jóvenes aristócratas estuvieron en las filas de los revoltosos, aunque sólo en los primeros pasos del movimiento, para luego retornar a la obediencia regia. El duque y su hijo se encontraban entre la espada y la pared en su propia casa, con su autoridad puesta en entredicho y su seguridad personal amenazada. Únicamente esta circunstancia, según las crónicas de la casa, justificó que el duque se aviniese a mediar ante Carlos I y que el conde de Saldaña aceptase la capitanía de los comuneros. Pero no todos los amotinados de Guadalajara eran partidarios de tener un Mendoza a su frente, pues algunos querían aprovechar la rebelión para, de paso, sacudirse el control que la casa ducal ejercía sobre el gobierno de la ciudad. El ala más radical de la revuelta nunca reconoció la adhesión de Íñigo López y, es más, dirigió un memorial al Rey en el que se denunciaba los abusos de los Mendoza y su agobiante control de los asuntos municipales. En medio de esta confusión, la ciudad pasó jornadas abandonada al caos. Pero antes de que terminara el mes de junio, el duque fue capaz de restablecer el orden y de empezar a maniobrar por sí mismo contra el grupo de comuneros radicales.

Recuperó el control de la fortaleza, detuvo a los más conspicuos revoltosos, ordenó la ejecución del comunero radical Pedro de Coca y otros líderes, desterró a algunos y logró que la comunidad abandonase la población, aunque no se rindiera. En cuanto a su hijo Íñigo López, decidió alejarlo de Guadalajara y le ordenó trasladarse a Alcocer, sin que quede claro si en calidad de confinamiento o para protegerlo apartándole del escenario de la lucha. No se dispone de más noticia del conde de Saldaña durante la fase final de la guerra comunera, pues no se le menciona entre las tropas ducales que estuvieron en la toma de Tordesillas ni en la batalla final de Villalar, cuando por fin su padre optó por alinearse con claridad en el bando realista, como sucedió con los demás señores de vasallos castellanos.

Restablecida la quietud de Guadalajara, el ascendiente de la casa ducal sobre la ciudad se vio robustecido, al tiempo que se ofrecía la ocasión de exhibir el poder del linaje durante la breve estancia en su palacio de Francisco I de Francia, camino de su confinamiento en Madrid después de la batalla de Pavía (1527). Fue entonces cuando reapareció en la vida pública Íñigo López y si había habido disgusto de Carlos I por el comportamiento del joven en los tiempos turbulentos de las Comunidades, el Monarca consideraba olvidado el incidente, porque, pocos años después, solicitó del duque del Infantado que su hijo le acompañase en la comitiva que se dirigía a Bolonia con motivo de la coronación imperial. Al frente de un nutrido grupo de caballeros Mendoza, el conde de Saldaña ocupó una posición de honor entre la nobleza española durante la jornada italiana del Emperador y las solemnes ceremonias boloñesas.

Al regreso del viaje empeoraron las relaciones entre padre e hijo. La razón se debió a que Diego Hurtado, viudo desde 1518, se enamoró de una criada llamada María Maldonado, quizá de origen hidalgo, a la que empezó a dar tratamiento de duquesa. A ello se opusieron los hijos y sobre todo el primogénito. La ruptura completa se produjo en enero de 1531, cuando el viejo duque otorgó ante escribano carta de arras y dote para la que se iba a convertir en su segunda esposa.

Aunque el matrimonio no llegó a consumarse por la débil salud del novio, María Maldonado habitó en el palacio como señora de la casa con el tratamiento de excelencia. Este hecho provocó que los hijos, con el conde de Saldaña a la cabeza, dejaran de hablarse con su padre, que murió en agosto de ese mismo año. Incluso meses después del fallecimiento de Diego Hurtado, la Maldonado seguía haciéndose llamar duquesa, hasta que se trasladó a Valladolid donde contrajo matrimonio con el regidor Francisco de Santisteban.

Íñigo López, ya IV duque del Infantado, se negó a entregarle las joyas, los tapices y otros objetos que habían sido señalados como dote por el difunto, lo que generó un pleito en 1536. Al año siguiente la Chancillería reconoció al IV duque la posesión de los bienes, pero le obligó a entregar a Maldonado una cantidad de dinero equivalente al valor de la dote.

Ciertamente, el cambio de jefatura en la casa implicó una serie de novedades, que con el tiempo tendrían hondas repercusiones en la posición de los Infantado en Guadalajara. Una de las primeras medidas de Íñigo López consistió en acometer una profunda renovación de la nómina de servidores, movido por la equívoca posición que algunos de ellos habían tenido en 1528, cuando un grupo de regidores de la ciudad —en teoría clientes ducales— pidieron y lograron de Carlos V que enviara un juez de residencia a Guadalajara para inspeccionar la administración municipal y suspender los oficios en posesión de los Infantado.

Al año siguiente el Emperador restituyó la jurisdicción sin formar cargos, pero el caso es que se había producido una defección en las filas de la clientela ducal y ello pesó en el ánimo de Íñigo López para decidirse a una drástica renovación de su personal.

Como resultado de esta purga, muchos miembros de la nobleza urbana salieron de la órbita del Infantado y fueron sustituidos por individuos traídos de los señoríos familiares. La operación dejó sin protección y sin fuentes de ingresos a familias arriacenses que tradicionalmente habían estado bajo la protección de los Mendoza. En su caída se vieron también asediados por el sector de regidores contrarios a la familia ducal, que pusieron en tela de juicio la hidalguía de muchos de estos linajes ante los tribunales. Esta ofensiva legal evidenciaba la existencia de una oposición fuerte en el seno del gobierno municipal, capaz de plantar cara a los Mendoza y su gente, que contaba con conexiones en la corte. Enfrente, el IV duque trataba de recomponer su tejido de influencias en el ayuntamiento. Sin embargo, durante los años siguientes, su posición política siguió intacta, y respaldada, al menos en apariencia, por el Monarca, que concedió a Íñigo López el Collar del Toisón en el Capítulo de Tournai y agradeció vivamente su contribución a la campaña de Túnez de 1535.

Pero en 1538 Infantado desempeñó un destacado papel en las Cortes de Toledo, cuando los grandes plantaron cara a las pretensiones de Carlos I de que contribuyeran con dinero fijado en la sesión de Cortes, lo cual consideraban contrario a sus privilegios estamentales, por estimar que tal manera de tributar era propia de pecheros. Hubo además un incidente violento entre Íñigo López de Mendoza y un alguacil de corte que puso en entredicho la autoridad de Carlos I. Ante el bloqueo de la negociación con el Rey, los grandes abandonaron abruptamente Toledo y nunca más volvieron a ser convocados a las Cortes de Castilla. Al mismo tiempo, la situación política en Guadalajara se vio influida por la quiebra técnica de la hacienda municipal. En las angustias financieras de la ciudad también tuvo que ver el aumento de la presión fiscal aprobada en 1538 y que se agravó por la negativa nobiliaria de pagar sisas. Entonces se abrió otra oportunidad para quienes querían minar la posición de los Mendoza, que solicitaron de nuevo al Consejo de Castilla el envío de un juez de residencia que auditase los libros de hacienda municipales, las listas de exentos —responsabilidad del alcalde de padrones, oficio en poder de Infantado— y la actuación de los cargos afectos a la casa ducal. El juez comisionado, el licenciado Briviesca de Muñatones, volvió a suspender la jurisdicción ejercida por los clientes de Mendoza y actuó como corregidor de la ciudad con carácter extraordinario. La situación para el duque era más grave de lo que parecía, como lo demostrarían los acontecimientos posteriores.

Mientras la posición del Infantado en Guadalajara estaba debilitándose, Íñigo López consiguió un éxito notable en el seno de su propio linaje al negociar el matrimonio de su primogénito Diego Hurtado con María de Mendoza y Fonseca, hermana y heredera de Mencía, II marquesa del Cenete, que no había tenido descendencia de sus matrimonios con Enrique de Nassau y Fernando de Nápoles, duque de Calabria. La boda, celebrada en 1534, representaba para el futuro la adición al patrimonio ducal de los títulos y señoríos de esta rama lateral de la estirpe fundada por el cardenal Mendoza, compuesta por el marquesado del Cenete en Granada, la villa y tierra de Jadraque y el castillo del Cid en Guadalajara y las baronías de Alberique y Ayora en Valencia. En las capitulaciones se acordó que el primogénito del futuro matrimonio se titularía primero marqués del Cenete y luego duque del Infantado, en señal de deferencia.

La década de 1540 se inició con una serie de síntomas de la quiebra de la hegemonía ducal sobre Guadalajara.

Caballeros e hidalgos locales comenzaron a reunirse en una asamblea nobiliaria, mientras que los regidores de la oposición lograron que, de nuevo, en 1543, el Consejo de Castilla enviase a un corregidor con instrucciones para poner en marcha una profunda reforma del régimen del gobierno. La lucha se centró en la composición del regimiento y en el nombramiento de los diputados en Cortes, parcelas hasta ese momento en las que la casa ducal disfrutaba de amplia influencia. Y en ambos frentes, la postura de la Corona fue en detrimento de los intereses del Infantado, pues el Consejo de Castilla promovió un aumento de las plazas de regidor, con la consiguiente pérdida de la mayoría de las plazas ducales, y depositó en este órgano colegiado la prerrogativa de nombrar a los procuradores en Cortes, En 1546 fueron refrendadas por provisión real unas nuevas ordenanzas municipales que ponían el acento en las atribuciones del corregidor y en las competencias del regimiento, mientras que desaparecía la mayor parte de los mecanismos de influencia en la vida local que habían disfrutado los Mendoza y, además, la baja nobleza local sufría el alejamiento de los centros de decisión, preterida frente al ascenso de un heterogéneo grupo oligárquico, respaldado por la Corte. En la década siguiente la inestabilidad presidió la vida de Guadalajara, con actos de violencia y encarcelamientos que acabaron sólo cuando Felipe II, en 1557, entregó el señorío de la ciudad a su tía Leonor. Esta decisión anulaba tanto la autonomía de la oligarquía local como cualquier derecho jurisdiccional del IV duque del Infantado sobre el gobierno municipal, señal de que el nuevo Soberano quería dar una solución definitiva a la inestabilidad arriacense. En cualquier caso, quien más sufrió por el cambio fue Íñigo López de Mendoza, porque Felipe II le ordenó que cediera su palacio a la infanta Leonor. Se retiró el duque a las casas que habían pertenecido en el pasado al cardenal Mendoza, tras encajar este duro golpe a su prestigio. Aunque esta etapa duró menos de un año, dado que la infanta murió en octubre de 1558 y su hija María, reina de Hungría, entró en religión, el duque consideró tan grave la afrenta infringida por el Rey que no volvió a pisar su propio palacio.

La recomposición de las relaciones entre la Corona y el Infantado tuvo lugar, en parte, con motivo de la concertación del matrimonio de Felipe II e Isabel de Valois tras la firma de la Paz de Cateau-Cambrésis (1559), ocasión seguramente favorecida por la influencia que en esos momentos ejercían en la Corte algunos miembros del linaje Mendoza en torno al ahora poderoso Ruy Gómez de Silva. Íñigo López, en calidad de cabeza de la estirpe, asumió el honor de recibir a la hija de Enrique II en Roncesvalles y acompañarla hasta Guadalajara, donde se produciría el encuentro de los nuevos esposos. En su séquito figuraban su hijo, el conde de Saldaña y marqués del Cenete por matrimonio, su nieto Íñigo —futuro V duque—, el conde de Tendilla, el marqués de Montesclaros, el marqués de Cañete, el arzobispo de Burgos, el marqués de Almazán, el conde de Coruña, el conde de Priego, el señor de Yunquera y otros muchos caballeros Mendoza, acompañados de clientes y criados. La jornada de Roncesvalles de 1559-1560 permitió restablecer parte de la reputación perdida, lo mismo que las fiestas preparadas en Guadalajara para celebrar allí el encuentro de Felipe II con la Reina.

El mismo año 1560, el duque sufrió el duro revés de la muerte de su heredero, Diego Hurtado (1520-1560), marqués del Cenete, por una caída del caballo cuando participaba en las justas celebradas en Toledo con motivo de la jura del heredero, el príncipe Carlos.

Este hecho luctuoso, las derrotas políticas sufridas en Guadalajara y el abandono del palacio amargaron los últimos años del IV duque del Infantado. Retraído de cualquier actividad pública, murió en 1565. Le sucedió su nieto, también de nombre Íñigo López. Pasó al panteón de la memoria familiar con el apelativo del Duque Viejo, por haber sido el más longevo con sus setenta y dos años.

El amor por la lectura que había fraguado en su juventud le hizo aumentar de manera considerable la biblioteca del mayorazgo familiar. Mantuvo un contacto estrecho con la cercana Universidad de Alcalá de Henares a través del patronazgo del Colegio de San Ildefonso y de relaciones epistolares con profesores del centro. Se rodeó en su círculo íntimo de intelectuales y autores que le dedicaron sus libros, como el médico Antonio de Aguilera o el experto en cetrería Pedro Núñez de Avendaño. Sostuvo correspondencia con Juan de Vergara, que respondió a la curiosidad del duque por el Templo de Salomón con un tratado sobre el edificio. Entre sus amistades destaca la cultivada con el filólogo toledano Alvar Gómez de Castro, que le dedicó sus Cartas de Marco Bruto y una traducción del Enquiridión, del estoico Epicteto. El propio Íñigo López de Mendoza es autor de un Memorial de cosas notables (1564), obra escrita entre 1545 y 1554, dedicada a la educación de su malogrado heredero, en la que recogía y comentaba pasajes de la historia griega y romana y de filósofos de la Antigüedad, con intención moralizante. Como coleccionista, adquirió los tapices llamados de Arcila, soberbia serie de factura flamenca centrada en la Guerra de Troya. Tuvo trece hijos legítimos y uno fuera del matrimonio.

 

Obras de ~: Memorial de cosas notables, Guadalajara, Pedro de Robles y Francisco de Cormella, 1564.

 

Bibl.: C. Arteaga y Falguera, La casa del Infantado, cabeza de los Mendoza, Madrid, Imprenta C. Bermejo, 1940, 2 vols.; F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid, Aldus, 1942, 4 vols.; C. Mignot, “Le municipio de Guadalajara au XVème siècle. Système administratif et économique (1341-1567)”, en Anuario de Estudios Medievales, 14 (1984), págs. 581-609; H. Nader, Los Mendoza y el Renacimiento español, Guadalajara, Institución Provincial de Cultura Marqués de Santillana, 1986; M. T. Fernández Madrid, El mecenazgo de los Mendoza en Guadalajara, Guadalajara, Diputación Provincial, 1991; A. Carrasco Martínez, El régimen señorial en la Castilla Moderna: las tierras de la casa del Infantado en los siglos XVII y XVIII, Madrid, Editorial Complutense, 1991; P. L. Lorenzo Cadarso y J. L. Gómez Urdáñez, “Los enfrentamientos entre el patriciado urbano y la aristocracia señorial: Guadalajara y los duques del Infantado (ss. XV-XVII)”, en Norba, 13 (1993), págs. 127-155; P. L. Lorenzo Cadarso, Los conflictos populares en Castilla (siglos XVI-XVII), Madrid, Siglo XXI de España, 1996; P. Sánchez León, Absolutismo y comunidad. Los orígenes sociales de la guerra de los comuneros de Castilla, Madrid, Siglo XXI, 1998; A. Carrasco Martínez, “Guadalajara, corte de los Mendoza en la segunda mitad del siglo XVI”, en Felipe II y las artes, Madrid, Universidad Complutense, 2000, págs. 57-69; “Los Mendoza y lo sagrado. Piedad y símbolo religioso en la cultura nobiliaria”, en Cuadernos de Historia Moderna, 25 (2000), págs. 233-269; “Guadalajara dentro del sistema de poder de los Mendoza durante el reinado de Felipe II”, en E. Martínez Ruiz (ed.), Madrid, Felipe II y las ciudades de la Monarquía, vol. I, Madrid, Actas, 2000, págs. 309-329; A. de Ceballos y Gila (dir.), La Insigne Orden del Toisón de Oro, Madrid, Palafox & Pezuela, 2000, pág. 281.

 

Adolfo Carrasco Martínez