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Diego Hurtado de Mendoza y Luna

Biografía

Mendoza y Luna, Diego Hurtado de. Duque del Infantado (III), marqués de Santillana (IV). Arenas de San Pedro (Ávila), 11.III.1461 – Guadalajara, 30.VIII.1531. Caballero del Toisón de Oro y Grande de España.

Hijo primogénito de Íñigo López de Mendoza, II duque del Infantado, y de María de Luna y Pimentel, la infancia y adolescencia de Diego Hurtado discurrió entre Arenas de San Pedro, señorío de su madre, el castillo de Manzanares el Real y Guadalajara, donde los Mendoza llevaban residiendo desde el siglo XIV. Su padre encargó su formación al caballero Alonso de la Serna Bracamonte, servidor de confianza de la casa y persona de alta reputación, que le educó en los valores identitarios de los Mendoza según los había encarnado su bisabuelo el I marqués de Santillana, arquetipo del ideal caballeresco equilibrado entre las letras y las armas. Recibió el condado de Saldaña en 1479, título reservado al heredero del Infantado, cuando su padre accedió al ducal. Con apenas veinte años participó activamente en la Guerra de Granada al frente de huestes reclutadas en los señoríos familiares y caballeros de Guadalajara o bajo el mando de su tío el adelantado de Cazorla. Intervino, al menos, en las tomas de Loja, Illora, Moclín, Montefrío y Colomera, así como en los duros combates tenidos en la vega granadina. Durante las interrupciones de la Guerra de Granada, el conde de Saldaña regresaba a Guadalajara, a las casas de su preceptor Serna Bracamonte, en lugar de acompañar a su padre y al resto de la familia en el castillo de Manzanares mientras se desarrollaban las obras del nuevo palacio ducal. Esta circunstancia ha llevado a sospechar cierto distanciamiento entre padre e hijo, como además lo evidenciaría el hecho de que, ya andada la veintena, aún no se hubiese concertado su matrimonio. En cualquier caso, el II duque del Infantado negoció a principios de la década de 1490 el casamiento de Diego Hurtado con María Pimentel, hija de los condes de Benavente. La boda se celebró en Guadalajara en 1492, tras la conquista de Granada, y la joven pareja permaneció en la ciudad alcarreña en la casa del viejo ayo. Ni siquiera pasaron al palacio una vez que el II Infantado se trasladó a él, lo que sigue revelando una relación no fácil entre padre e hijo.

En 1500, a la muerte del II duque del Infantado, heredó sus títulos y mayorazgos, y sólo entonces se mudó al flamante palacio sito en la parroquia de Santiago.

Su madre, la duquesa viuda, se cambió a su vez a las casas que habían sido del cardenal Mendoza en la plazuela de Santa María la Mayor. Ya en la jefatura del linaje y poseedor de un inmenso patrimonio señorial, a pesar de las desavenencias que le separaron de su padre, el III duque siguió las líneas maestras de la política que aquél había adoptado. Reforzó el papel representativo del palacio ducal y se rodeó de una corte aún mayor que la de tiempos pasados, una apuesta clara por consolidar la posición predominante de los Infantado en Guadalajara y, consecuentemente, mantener una cierta distancia con la corte y el poder de la Corona. De ahí también que el duque aprovechase las visitas de miembros de la Familia Real para destacar, con la brillantez de su recepción, su imagen de gran señor, como sucedió en 1502 con motivo de la entrada en Guadalajara de la princesa Juana y su marido Felipe de Borgoña. La visita tenía carga política porque los príncipes habían viajado desde Flandes para que Juana fuera jurada heredera por las Cortes de Castilla. Con intención de recabar el apoyo de la aristocracia del reino para una sucesión al trono que se adivinaba delicada, Isabel la Católica había escrito previamente al duque solicitándole que acogiese en su palacio a los príncipes y ello dio oportunidad al Mendoza de pronunciarse políticamente exhibiendo su hospitalidad. En 1504, la muerte de la reina Isabel abrió un período de inestabilidad, dado que la nueva soberana Juana I se encontraba entonces en el extranjero y además estaba atenazada por la enfermedad mental. De hecho, el control del reino se iba a disputar de manera abierta entre el rey consorte Felipe y Fernando el Católico, por el momento regente en nombre de su hija, una pugna en la que la inestabilidad dinástica volvía a poner en el centro de la escena política a los linajes aristocráticos y, claro es, el de los Mendoza entre ellos. La mayor parte de los Grandes castellanos se acercaron a Felipe de Borgoña, por animadversión hacia Fernando el Católico y porque pensaban que el flamenco sería más asequible a sus pretensiones de participar en el gobierno. El III duque del Infantado no estuvo entre los que más se señalaron contra la regencia de Fernando, pero sí se movió para buscar alianzas con otras casas utilizando el viejo medio de las concordias de ayuda mutua, como la firmada con el duque de Medinaceli en 1505.

Tras la llegada de los reyes Juana y Felipe a Castilla, Infantado se alineó claramente en su círculo, a pesar de los intentos de Fernando el Católico por acercarse a su casa y las demás familias altonobiliarias. Felipe de Habsburgo prometió diversas mercedes a Diego Hurtado en recompensa por su apoyo, pero su reinado acabó abruptamente, pues a los pocos meses murió en Burgos. Entonces la alta nobleza que le había respaldado se dividió en busca de soluciones y en razón de intereses particulares. En esta incierta coyuntura, el duque maniobró con el mismo pragmatismo que había orientado la política de sus antepasados en anteriores situaciones de confusión en torno al poder así que mantuvo comunicación con el entorno flamenco del príncipe niño Carlos sin dejar, al mismo tiempo, de mostrarse receptivo a los requerimientos de Fernando el Católico, gobernador del reino. Puede decirse que, desde 1511, Infantado estaba en plena armonía con el monarca aragonés, que le confirmó diversos privilegios jurisdiccionales y mercedes sobre la rentas de Guadalajara, así como aprobó el matrimonio entre su primogénito, conde de Saldaña, con Isabel de Aragón, hija del infante Enrique de Aragón, duque de Segorbe, y de Guiomar de Castro y Portugal.

La novia, sobrina del rey Fernando, permitía a los Mendoza mezclar su sangre con la real, una baza importante en la compleja situación del reino. La boda se celebró por poderes en Guadalajara en 1514 y en enero del año siguiente el propio monarca aragonés y su segunda mujer, Germana de Foix, acudieron a la ciudad alcarreña para entregar a la novia. A cambio, Diego Hurtado envió un contingente de tropas para la conquista de Navarra en 1512.

En 1516, la muerte de Fernando el Católico cambió por enésima vez la correlación de fuerzas en Castilla, ahora bajo la regencia del cardenal Cisneros. Los grandes se mostraron, desde el primer momento, reacios a la política del franciscano, y por reacción contra ella, estrecharon sus lazos con la corte flamenca de Carlos, que parecía representar un futuro más propicio a los intereses nobiliarios. Diego Hurtado de Mendoza se destacó entre los contrarios a Cisneros y, junto con el almirante de Castilla y el conde de Benavente, encabezó la facción que deseaba una más decisiva intervención de la corte flamenca en los asuntos del reino.

La distancia política entre el III Infantado y Francisco Jiménez de Cisneros se vio aumentada por una querella señorial antigua, que venía desde los tiempos en que el franciscano había sucedido al cardenal Mendoza en el Arzobispado de Toledo. En este contexto, Cisneros no dudó en intervenir en el pleito que enfrentaba a la casa del Infantado con la de sus parientes condes de Coruña por la villa de Beleña, casando a una sobrina suya con el heredero de Coruña y prestando a éste su apoyo en la disputa. Diego Hurtado de Mendoza se señalaba cada vez más en la oposición al cardenal regente, y por ello participó activamente en las diversas conversaciones y confederaciones entre grandes que amenazaban con provocar una guerra civil.

Este proceso de cohesión de una alianza nobiliaria anticisneriana culminó en mayo de 1517, cuando una amplia liga de señores, entre quienes se encontraban el almirante, el condestable e Infantado, cuajó en Villafrades y amenazó de forma abierta la autoridad de Cisneros. En este delicado momento estaba próximo a llegar a Castilla Carlos de Habsburgo, mientras el cardenal se encontraba enfermo y algunas ciudades, como Valladolid, se aprestaban para enfrentarse a las tropas de la liga de grandes. Ninguno de los bandos se atrevió a abrir hostilidades, aunque la tensión era enorme.

La muerte de Cisneros y, sobre todo, la llegada de Carlos I cambiaron una vez más el panorama político. Para Infantado, tocaba ahora consolidar la relación cordial que había ido cultivando con el joven Rey y su círculo flamenco, estrechamiento de lazos que convenía igualmente al Soberano, necesitado de concitar apoyos a su recién estrenado trono. En este contexto debe entenderse la concesión de collares de caballeros del Toisón de Oro, otorgados por el Rey en calidad de gran maestre de la Orden, a los duques de Alba, Escalona, Frías, Béjar, Nájera, Cardona, San Marco e Infantado, el almirante y el marqués de Astorga, una distinción que daba relieve internacional a lo más granado de la aristocracia española y, al mismo tiempo, establecía lazos personales de tipo caballeresco entre Carlos y sus nobles. Otro gesto simbólico fue el reconocimiento del título de grande a los cabezas de catorce linajes de Castilla y Aragón, entre los que naturalmente se encontraba el III duque del Infantado, como principal señor de los Mendoza, una distinción sobre el resto de nobles y titulados que situaba a un puñado de ellos en un escalón muy cercano a la figura regia, por encima del resto de la aristocracia señorial.

Sin embargo, como los acontecimientos demostraron pocos años después, los gestos de Carlos poco sirvieron para lograr una plena sintonía con los linajes castellanos.

Aunque el Rey confirmó muchos de los privilegios, rentas y títulos de Diego Hurtado, éste no tardó en chocar con los nobles flamencos del séquito carolino, que habían entrado en competencia con los castellanos por el acceso a mercedes, cargos y honores.

El foco de su irritación fue el señor de Chièvres, uno de los principales consejeros del Rey, en quien Infantado centraba su frustración ante el comportamiento de Carlos.

Fueron las ciudades castellanas, no la aristocracia, las que completaron el camino hasta la ruptura. En 1519, éstas se alzaron contra los flamencos del gobierno y una política fiscal y de nombramientos que consideraban contraria a los intereses del reino. El estallido de la Guerra de las Comunidades fue acogido por los señores como una magnífica oportunidad de rentabilizar su posición. Por un lado, compartían las reivindicaciones comuneras contra la excesiva influencia de los flamencos y, por otra parte, esperaban beneficiarse del debilitamiento de la autoridad del Rey. Diego Hurtado de Mendoza exhibió ante el inicio de la revuelta la misma ambigüedad que los otros señores, aunque los sucesos iban a implicarle a él y a su familia de manera decisiva, dado que la casa ducal había ligado sus destinos a la ciudad de Guadalajara.

Como en otras urbes, en la capital alcarreña cundió la cólera al retornar sus procuradores de las Cortes de Santiago de Compostela-La Coruña y conocerse la concesión de un servicio extraordinario para financiar la candidatura imperial de Carlos I. Numerosas voces llamaron a la resistencia armada, la multitud depuso a los oficiales municipales y de justicia y atacó las casas de éstos y de los procuradores que habían claudicado ante el abuso. Téngase en cuenta que el gobierno local estaba, directa o indirectamente, en manos del duque y, por tanto, su autoridad no podía quedar al margen de los acontecimientos que iban a desembocar en la formación de la comunidad de Guadalajara. Más significativo aún es que algunos de los líderes de los revoltosos, como el doctor Medina, marcharan después al palacio ducal para solicitar a Diego Hurtado, inmovilizado en el lecho presa de uno de sus frecuentes ataques de gota, que castigase a los procuradores por haber traicionado el mandato del concejo. Pero no acabaron ahí las expectativas que los Mendoza habían creado entre la población guadalajareña, pues los comuneros pidieron al conde de Saldaña, Íñigo López, heredero del Infantado, que asumiese la jefatura de la comunidad. Esta comprometida petición tenía varias vertientes, pues con ello los comuneros pretendían reforzar la legitimidad de su movimiento, además de garantizarse cierta seguridad en el futuro colocándose bajo la protección de señores poderosos, pero por otro lado, el sector más moderado aspiraba a contener la rabia de los más virulentos. Ciertamente, no todos los amotinados querían a un Mendoza a su frente, algunos querían aprovechar la rebelión para, de paso, sacudirse el control que la casa ducal ejercía sobre el gobierno de la ciudad. Así pues, Diego Hurtado se encontraba en una situación comprometida, con su autoridad puesta en entredicho al haber sido atacados oficiales nombrados por él, como eran los procuradores o el alcaide de la fortaleza, acuciado ante las exigencias de unos comuneros que habían irrumpido en su palacio y, por fin, obligado a negociar con unos líderes que también eran hombres de su servicio. Si se hace caso a algunos cronistas, su propia seguridad y la de la familia estuvo amenazada, y sólo eso justificó que el duque se comprometiese a acudir ante el Rey para que aceptase las demandas comuneras y que el conde de Saldaña obtuviese el consentimiento de su padre para actuar de capitán de los comuneros. Para agravar más las cosas, el ala de la comunidad contraria a los Mendoza dirigió un memorial al Rey en el que se denunciaba los abusos de la casa ducal y la agobiante red de clientes suyos que controlaban en su beneficio los asuntos públicos. En medio de esta confusión, Guadalajara pasó jornadas abandonada al caos, y sólo se restableció la tranquilidad cuando el III duque se comprometió a interceder por la causa comunera y el conde de Saldaña empezó a ejercer su cargo en la junta local. Mientras tanto, las noticias que se recibían en la corte sobre Guadalajara y la posición de los Infantado eran también contradictorias, incluso inclinaban a pensar en la connivencia del duque y su hijo con la revuelta, como se sospechaba de otras familias nobles. Así lo consideraba el cardenal Adriano de Utrecht, gobernador de Castilla, que acusaba a los señores de estar detrás de las Comunidades —otros jóvenes miembros de la aristocracia, en la primera hora de la rebelión, se adhirieron a ella, aunque posteriormente se pasaran al bando del Rey— y en el caso de los Mendoza, el hecho de que algunos destacados cabecillas de la revuelta llevasen ese apellido, contribuyó a crear esta opinión.

En cualquier caso, una vez restablecido el orden en Guadalajara, Infantado pudo empezar a maniobrar por sí mismo contra el grupo de comuneros radicales.

Recuperó el control de la fortaleza a finales de junio de 1520, ordenó la ejecución del comunero radical Pedro de Coca y otros líderes, desterró a algunos, alejó a su hijo el conde de Saldaña de la ciudad confinándole en Alcocer y por fin logró que la comunidad abandonase la población, aunque no se rindiera. Los comuneros de Guadalajara continuaron controlando el campo arriacense pero no volvieron a entrar en la ciudad, en donde fueron repuestos en sus cargos los servidores fieles a la casa ducal, lo cual permite considerar la existencia de una negociación que aseguró a Diego Hurtado mantener el control de Guadalajara y de sus señoríos a cambio de permitir las actividades comuneras en el resto de la provincia. En los meses siguientes del verano y el otoño de 1520, el movimiento fue derivando hacia el ámbito rural y adquirió un perfil antiseñorial que lo hizo peligroso para los intereses de la aristocracia. En concreto, los dominios del Infantado afectados por la onda fueron el marquesado de Santillana, Liébana y otros señoríos situados en el norte de Castilla y Cantabria, lo que exigió la intervención ducal para restablecer el orden. No obstante, su concentración patrimonial más fuerte, situada en las actuales provincias de Madrid y Guadalajara, quedó libre de disturbios, en buena medida porque el duque supo dialogar con las diversas comunidades para salvaguardar la quietud de sus pueblos.

En último término, este nuevo sesgo subversivo adquirido por la revuelta acabó por decidir a los más indecisos de los grandes a decantarse a favor del Rey y poner sus tropas a su servicio. Infantado se encontró entre los últimos que así lo hicieron, pues no llegó a enviar tropas hasta poco antes de la toma de Tordesillas, para la que autorizó el reclutamiento de soldados en sus señoríos y costeó de su bolsillo ochenta lanzas.

En realidad no se enfrentó contra las comunidades hasta que no estuvo seguro de su derrota y realmente así fue, pues tanto Tordesillas como la batalla final de Villalar fueron victorias de la alta nobleza que, con sus ejércitos privados, pudieron entregar a Carlos V la desarticulación de las tropas comuneras y la pacificación del reino.

Tras la definitiva victoria aristocrático-realista, en el momento de los castigos, el duque del Infantado intervino de manera decisiva con objeto de sostener su predominio en Guadalajara usando su influencia a favor de algunos comuneros destacados que eran clientes, servidores o vasallos suyos. El caso más notable es el del doctor Francisco Medina, regidor de la ciudad, uno de los líderes moderados de la revuelta que se mantuvo en la Santa Junta hasta el final. Pese a su grado de compromiso, no fue represaliado y, es más, continuó al servicio del duque en calidad de oidor en su Audiencia, órgano que resolvía las apelaciones de los vasallos del Infantado. Por otra parte, Diego Hurtado no impidió que unos quinientos vecinos de Guadalajara hechos prisioneros en Villalar fueran castigados, algunos de ellos encarcelados en el castillo de la Mota, y que otros siete fueran detenidos en Guadalajara y luego paseados por la ciudad en asno, con sogas en la garganta. En suma, tras la guerra de las Comunidades, el duque parecía haber reforzado su poder en virtud de su habilidad política. Así lo manifestaron, en 1522, los representantes de los sexmos de la Villa y Tierra de Guadalajara, que acudieron al palacio y manifestaron a Diego Hurtado su intención de someterse a su señorío, en agradecimiento por su tarea de pacificador de la ciudad y de intermediario ante el Monarca para salvar a las familias implicadas.

Años más tarde tuvo oportunidad de exhibir de nuevo su prestigio con ocasión de la estancia en Guadalajara de Francisco I, conducido hacia Madrid tras haber sido capturado en la batalla de Pavía (1527). Recibió al rey francés con magnificencia en el palacio y en su honor se celebraron varias jornadas festivas, más propias de una entrada regia que del hospedaje de un enemigo cautivo. La brillantez y generosidad del anfitrión sorprendieron a Francisco I, y llegaron a levantar críticas en la corte, por considerarse la actitud de Infantado inoportuna y excesiva. En cualquier caso, eran años en los que su completo dominio sobre Guadalajara se proyectaba sobre las relaciones de la casa ducal con la corte. De ahí también que, cuando Carlos V emprendió viaje hacia Italia para la coronación imperial, la comitiva regia pernoctara en el palacio y se incorporara a la comitiva el conde de Saldaña, ya rehabilitado de su pasado comunero. Íñigo López estuvo en Bolonia en representación de su padre, acompañado de numerosos miembros del linaje mendoncino, que ocuparon puestos destacados en las solemnes ceremonias.

Sin embargo, la base de este esplendor de la casa ducal, que consistía en la hegemonía ejercida en Guadalajara, estaba empezando a resquebrajarse.

A partir de 1525 cuajó un grupo opositor al poder mendocino, formado por regidores respaldados, de manera más o menos directa, por la corte. Fruto de su presión, en 1528 Carlos I envió a la ciudad un juez de residencia con instrucciones y poderes para inspeccionar la gestión municipal que suspendió temporalmente a todos los cargos locales, la mayor parte de ellos clientes del duque. El enviado regio, Ramírez de Arellano, revocó algunos nombramientos hechos en servidores ducales y ejerció el corregimiento más de un año, hasta que las gestiones de Diego Hurtado en la corte lograron el fin de la intervención judicial y una real cédula por la que se restablecía la situación anterior a 1528.

Los últimos años de su vida estuvieron dominados por el enfrentamiento que surgió con su heredero el conde de Saldaña. La razón se debió a que Diego Hurtado, viudo desde 1518, se enamoró de una criada llamada María Maldonado, quizá de origen hidalgo, a la que trataba como duquesa con la consiguiente oposición del resto de la familia. En enero de 1531, el duque otorgó ante escribano carta de arras y dote para la que se iba a convertir en su segunda esposa.

Aunque el matrimonio no llegó a consumarse por la débil salud del novio, María Maldonado habitó en el palacio como señora de la casa con el tratamiento de excelencia. Este incidente provocó que los hijos, encabezados por el primogénito, dejaran de hablarse con su padre hasta su muerte en agosto de ese año. Incluso meses después del fallecimiento de Diego Hurtado, la Maldonado seguía haciéndose llamar duquesa, hasta que se trasladó a Valladolid, donde contrajo matrimonio con el regidor Francisco de Santisteban. El IV duque del Infantado se negó a entregarle las joyas, los tapices y otros objetos que habían sido señalados como dote por el difunto, por lo que se vio pleito en 1536. Al año siguiente la Chancillería reconoció al IV duque la posesión de los bienes, pero le obligó a entregar a Maldonado una suma en metálico equivalente al valor de la dote.

Diego Hurtado de Mendoza pasó al panteón de la memoria familiar con el apelativo de el Grande. Tuvo catorce hijos, seis de ellos legítimos.

 

Bibl.: V. de Castañeda, La entrada del rey don Francisco de Francia en Guadalajara y hospedaje que le hizo el duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza y Luna, Madrid, 1918; C. Arteaga y Falguera, La casa del Infantado, cabeza de los Mendoza, Madrid, Imprenta C. Bermejo, 1940, 2 vols.; F. Layna Serrano, Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid, Aldus, 1942, 4 vols.; J. A. Maravall, Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna, Madrid, Revista de Occidente, 1963; J. I. Gutiérrez Nieto, Las Comunidades como movimiento antiseñorial, Barcelona, Planeta, 1973; J. Pérez, La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, Siglo XXI de España, 1977; C. Mignot, “Le municipio de Guadalajara au xvème siècle. Système administratif et économique (1341-1567)”, en Anuario de Estudios Medievales, 14 (1984), págs. 581-609; H. Nader, Los Mendoza y el Renacimiento español, Guadalajara, Institución Provincial de Cultura Marqués de Santillana, 1986; S. Haliczer, Los Comuneros de Castilla. La forja de una revolución (1475-1521), Valladolid, Servicio de Publicaciones de la Universidad, 1987; A. Carrasco Martínez, El régimen señorial en la Castilla Moderna: las tierras de la casa del Infantado en los siglos XVII y XVIII, Madrid, Editorial Complutense, 1991; P. L. Lorenzo Cadarso y J. L. Gómez Urdáñez, “Los enfrentamientos entre el patriciado urbano y la aristocracia señorial: Guadalajara y los duques del Infantado (ss. XV-XVII)”, en Norba, 13 (1993), págs. 127-155; P. L. Lorenzo Cadarso, Los conflictos populares en Castilla (siglos XVI-XVII), Madrid, Siglo XXI de España, 1996; P. Sánchez León, Absolutismo y comunidad. Los orígenes sociales de la guerra de los comuneros de Castilla, Madrid, Siglo XXI, 1998; A. Carrasco Martínez, “Guadalajara, corte de los Mendoza en la segunda mitad del siglo XVI”, en Felipe II y las artes, Madrid, Universidad Complutense, 2000, págs. 57-69; “Los Mendoza y lo sagrado. Piedad y símbolo religioso en la cultura nobiliaria”, en Cuadernos de Historia Moderna, 25 (2000), págs. 233-269; “Guadalajara dentro del sistema de poder de los Mendoza durante el reinado de Felipe II”, en E. Martínez Ruiz (ed.), Madrid, Felipe II y las ciudades de la Monarquía, vol. I, Madrid, Actas, 2000, págs. 309-329; A. de Ceballos y Gila (dir.), La Insigne Orden del Toisón de Oro, Madrid, Palafox & Pezuela, 2000, pág. 270; A. B. Sánchez Prieto, La casa de Mendoza hasta el tercer duque del Infantado (1350-1531). El ejercicio y alcance del poder señorial en la Castilla bajomedieval, Madrid, Palafox & Pezuela, 2001.

 

Adolfo Carrasco Martínez