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Enrique de Guzmán

Biografía

Guzmán, Enrique de. Conde de Olivares (II). Madrid, 1.III.1540 – 26.III.1607. Embajador, virrey y consejero.

Nació Enrique de Guzmán en una noble familia que tuvo activa participación en la conquista de Andalucía, y que recibió importantes dominios territoriales y títulos nobiliarios. Sin embargo, entre sus antepasados también contaba con notorios conversos.

Era hijo de Pedro de Guzmán, el cuarto hijo varón de Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, y de Francisca de Ribera Niño, acaudalada hija del secretario aragonés de origen converso Lope de Conchillos.

En su condición de segundón, y tras reclamar infructuosamente la sucesión en el ducado de Medina Sidonia a sus hermanos mayores, don Pedro buscó fortuna en el servicio real. Las necesidades políticas y militares de la Monarquía eran una vía fundamental para conseguir la medranza social y patrimonial.

Así, colaboró en el aplastamiento de la revuelta comunera.

Posteriormente se integró en el séquito del Emperador, a quien acompañó en sus viajes por Alemania, Italia y Flandes, con el cargo de gentilhombre de boca de la Casa de Borgoña. En premio a sus servicios, el Emperador le otorgó el título de conde de Olivares el 12 de octubre de 1535, al regreso de la victoriosa campaña de Túnez. En su prosperidad tuvo indudable importancia el matrimonio de don Pedro con Francisca de Ribera, en 1539, viuda del conde de Fuensalida, y que aportó una dote de 14.000.000 de maravedís. Durante toda su vida Pedro de Guzmán procuró acrecentar su estado señorial con adquisiciones en tierras situadas en la provincia de Sevilla, como demostraría el mayorazgo que fundó en 1563: la villa de Olivares, con sus derechos y rentas señoriales y su producto agrícola, censos y rentas de las villas de Castilleja de la Cuesta, Castilleja de Guzmán y Heliche, la heredad de Miraflores en las afueras de Sevilla, donde también tenía casas y huertos. Rentaba 60.000 ducados al año, y además contaba con rentas y censos en Sevilla, y juros que proporcionaban 4.000 ducados anuales. El I conde de Olivares disfrutó asimismo de diversas dignidades en la Orden de Calatrava, el cargo de alcaide de los alcázares y atarazanas de Sevilla desde junio de 1552, y recibió nombramiento de contador mayor de cuentas en 1559. Falleció el 14 de julio de 1569.

El primogénito, Enrique de Guzmán, había nacido en 1540. Dadas las ocupaciones de su progenitor, pronto comenzó su aprendizaje cortesano. Entre 1548 y 1551 formó parte del séquito que acompañó al príncipe Felipe en su “felicísimo” viaje por Italia, Alemania y Países Bajos, ya que su padre había entrado a desempeñar el cargo de mayordomo de la Casa borgoñona del heredero, creada precisamente antes de su partida. De nuevo en el verano de 1554 partió junto al príncipe, cuando se emprendió camino hacia la boda en Inglaterra. De aquí pasó a Flandes, donde Felipe II fue entronizado entre octubre de 1555 y enero de 1556. Al año siguiente, buscando fama y servicios propios don Enrique participó en la batalla de San Quintín, donde recibió una herida en una pierna que sin duda marcaría su orgullo militar. Posteriormente, realizó tareas en la embajada que se encaminó a Francia con ocasión de la boda de Felipe II con Isabel de Valois. Aunque participó en los principales eventos cortesanos de la primera década del reinado, todavía su carrera estaba frenada por su juventud y por la sombra de su padre. No fue esta circunstancia óbice para que participara en la academia cortesana reunida en Madrid por el duque de Alba. Por otra parte, don Enrique en 1561 se había convertido en caballero de Calatrava y, en esta década, su padre se aseguró de que heredaría muchas de sus ocupaciones obteniendo de Felipe II las licencias y permisos necesarios.

Al fin, en 1569 falleció don Pedro, y su hijo se convirtió en II conde de Olivares. Además de su mayorazgo, heredó numerosos nombramientos y mercedes, entre los que sobresalían la alcaidía de los reales alcázares y atarazanas de Sevilla, la encomienda de Piedrabuena en la Orden de Calatrava, y el título de contador mayor de cuentas. Este título acostumbraba a ser ocupado por nobles, que lo recibían como una merced para que gozaran de la quitación, ayudas de costa y aranceles. Pero los titulares delegaban el ejercicio del cargo en los lugartenientes, cuya designación hasta 1554 les había correspondido, pero después de esta fecha fue asumida por Felipe II. Parece que, por su parte, el II conde de Olivares no se entrometió demasiado en asuntos contables, que dejó en manos del teniente Antonio de Eguino, y prefirió percibir su quitación de 235.000 maravedís al año, además de otros derechos, por cuya merma debido a las ordenanzas de 1569 sí que juzgó pertinente quejarse.

Desde luego, partiendo de un modesto núcleo de bienes Pedro de Guzmán se había preocupado de forjar y acrecentar su linaje. Y su hijo Enrique atendió con cuidado y aprecio la herencia recibida. Según parece, al poco de recibir el mayorazgo partió a visitar sus estados, en los que probablemente se encontró durante la rebelión morisca de las Alpujarras. A finales de 1571 había recibido un privilegio de juro de 2.300.000 maravedís al año, situado sobre las alcabalas de Lora, Setefila, y otros lugares de Sevilla, Jaén, y Castellar de Santisteban. Un par de años después se aprestaba a adquirir las alcabalas de cinco villas de la ribera del Guadalquivir (Lora y Setefilla, Alcolea, Cantillana, Brenes y Villaverde), que contaban con 2.921 vecinos. En total, tras descontar el juro anteriormente citado, la compra supuso un desembolso de poco más de 64.000.000 de maravedís de un precio total de 79.420.500 maravedís, una elevada cifra que en parte obtuvieron reclamando deudas, hipotecando a censo las rentas de sus estados, enajenando el heredamiento de Miraflores, y vendiendo la redención de determinados tributos. En todas estas y otras operaciones don Enrique contó con el apoyo de su madre, la condesa viuda, que falleció en julio de 1574.

A finales de 1578 comenzó el proceso por el que el patrimonio del II conde se engrosó con la compra del señorío de la villa y término de Albaida, que hasta entonces había pertenecido al Cabildo catedralicio de Sevilla. Concluida el 15 de julio de 1580, no se trató de una adquisición excesivamente onerosa, pues apenas contaba con doscientos cuarenta y un vecinos, y su precio no llegó a los 4.000.000 de maravedís. Pero tenía la virtud de ser limítrofe a Olivares, con lo que se ampliaba el territorio dominical. Posteriormente don Enrique procedió a comprar algunas rentas que en esa jurisdicción se había reservado el Cabildo de Sevilla.

Al tiempo que se preocupaba por mejorar y aumentar sus estados señoriales el II conde pensó en la continuidad de su linaje. Aunque emprendió tratos para contraer matrimonio con la sevillana Isabel de Zúñiga, en 1579 casó con María Pimentel de Fonseca, hija del conde de Monterrey. Este matrimonio le proporcionó una dote de 60.000 ducados y relaciones familiares con una importante familia de la nobleza castellana. Para terminar de adquirir seguridad, entre 1580 y 1582 Enrique saldó las deudas que todavía mantenía con la Hacienda Real, por importe de 50.510.871 maravedís pendientes de las diversas adquisiciones que había realizado.

Mientras Felipe II permanecía en Portugal, probablemente por recomendación del cardenal Granvela, en 1581 Enrique de Guzmán fue enviado como embajador a Roma. Su experiencia en este terreno, avalada por su formación, se había acrecentado en 1570, cuando acudió a la Corte del rey de Francia en una embajada extraordinaria para felicitarle por sus desposorios con la archiduquesa Isabel. En 1581, tal y como opinaba el embajador del emperador en la Corte de Felipe II, Hans Khevenhüller, tenía ya el conde de Olivares fama como “señor de mucha prudencia y experiencia y aficionadísimo a toda la cassa y familia de Austria”. Hizo su entrada en Roma el 6 de junio de 1582, donde hasta 1591 desempeñó una misión muy dura, en un puesto que revelaba la gran confianza que se depositaba en Olivares, pues las relaciones con el Pontífice eran fundamentales para el desarrollo de los objetivos políticos de Felipe II. De la Santa Sede dependía, para comenzar, la concesión de las Tres Gracias (subsidio, cruzada y excusado), que tan importante caudal aportaban a la lucha que el rey Felipe encabezada en defensa del catolicismo.

Cuando el II conde llegó a Roma se encontraba en el solio pontificio Gregorio XIII, a quien el embajador se granjeó coadyuvando en sus planes de cruzada antiturca y ofreciéndole tropas contra el bandolerismo.

Pero, tras su muerte el 10 de abril de 1585, resultó elegido Sixto V, cuya aversión y antipatía con Felipe II se manifestó en diversas ocasiones. Superando adversidades, y con varias entrevistas en las que el tono de voz se elevó por ambas partes, el II conde de Olivares negoció laboriosa y al fin baldíamente el apoyo de Sixto V a la empresa de Inglaterra, y dirigió las arduas negociaciones que pretendieron convencerle a que se comprometiera a sostener la Liga Católica y a respaldar la intervención de Felipe II en Francia. El 27 de agosto de 1590 falleció Sixto V y, en poco más de un año, se celebraron en Roma cuatro cónclaves y fueron elegidos cuatro pontífices. En estas actividades se entrometió todo lo que pudo Olivares, siguiendo las recomendaciones de Felipe II. Pero, casi al tiempo que era elegido Clemente VIII, el embajador cambió de destino.

El esfuerzo de Enrique de Guzmán dejó constancia de sus dotes diplomáticas y militares. En general, las embajadas eran misiones de distinción y confianza, pero que reportaban más gastos que ingresos. Con todo, no parece que esta estancia supusiera mermas ni tampoco incrementos del patrimonio nobiliario del conde, que al partir había recibido una asignación de 55.000 ducados al año. Durante estos años contó con la colaboración de su esposa en la administración de sus bienes. La condesa doña María, que en su niñez había sido curada de una enfermedad por Teresa de Ávila, fue una destacada devota y compradora de reliquias, que en Roma abundaban, además de benefactora de pobres y prostitutas. Por otra parte, se encargó con solvencia de las cuentas de la casa, por delegación de su esposo. El gobierno de sus estados se hacía mediante gobernadores, mayordomos y alcaldes que se regían por las ordenanzas dictadas por el I conde, que en bastantes aspectos fueron modificados por Enrique. La condesa murió años después, en Palermo, en 1594. El tercer fruto varón de este matrimonio fue Gaspar de Guzmán, nacido en Roma en 1587, después célebre conde-duque de Olivares.

Otra consecuencia de la estancia en Roma fue la creación de la capilla con capellán mayor y doce capellanes menores de Santa María la Mayor o de la Nieves, después convertida en patrona de Olivares, que había sido venerada por el conde en la iglesia homónima de la Ciudad Eterna. Muchas de las reliquias adquiridas en Roma por la condesa con licencia pontifical fueron llevadas a la iglesia parroquial de Olivares.

En el otoño de 1591 Felipe II decidía enviar a Enrique de Guzmán a Sicilia, con título de virrey, en sustitución de Diego Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste. A decir de Khevenhüller, el nombramiento se debía a “su industria, inteligencia y buenos servicios que auía hecho a la corona de España”, con incremento de salario y con una ayuda de costa de 20.000 ducados para el viaje y una encomienda para su hijo mayor. El cargo era complicado. Era tan difícil para el virrey satisfacer las exigencias de la Corte como complacer a los sicilianos. La situación que encontró en la isla no era precisamente sosegada. En 1591 se padeció una terrible escasez, atribuida por el pueblo a la incompetencia del gobierno y de los poderosos.

Así, cuando el anterior virrey abandonó la isla, la multitud se congregó en el puerto para proferirle insultos y vituperios. Por el contrario, Olivares llegó a Palermo e hizo su entrada como virrey bajo un gran arco de triunfo. De él se esperaba desde luego virtud y honor. En su actuación, que se prolongó hasta 1595, a decir de Koenigsberger, el II conde de Olivares fue “seco, práctico y de poca imaginación”, mostró ser uno de los más eficientes virreyes de Sicilia.

Quizás en su éxito tuvo que ver la defensa que hizo del procedimiento del ex-abrupto, característico del derecho siciliano, cuya utilización permitía torturar al acusado antes de informarle de las acusaciones que se le imputaban. Su uso se había convertido en habitual, aunque en principio solamente se había empleado en casos excepcionales, y el Parlamento siciliano abogó por su abolición o limitación. Sin embargo, Olivares expresó que se trataba de un pilar fundamental en el funcionamiento de la justicia, ya que si no los criminales, en lugar de confesar, comprarían testigos que les proporcionaran coartadas. De hecho, la opinión de Olivares estaba reforzada por la experiencia de la nobleza siciliana, que recurría al ex-abrupto como medio de impartir justicia a sus propios vasallos. Por otra parte, Enrique de Guzmán procuró asumir y representar convenientemente la función de virrey. De hecho, los criterios de Felipe II sobre las obligaciones de los virreyes eran bastante precisas, y especificadas en las instrucciones generales y particulares que se les entregaban al acceder al puesto por medio del Consejo de Italia. Cuidado en la selección de oficiales, precaución en la emisión de juicios y sentencias, mesura en su comportamiento y conciliador en las luchas de facciones, debían ser normas de actuación del buen virrey. A tal fin, entre la Corte y el virrey se establecía una intensa relación epistolar. De hecho, todo acto del virrey debía recibir confirmación del Consejo de Italia, por lo que en materias cruciales no se aventuraban a tomar decisiones sin órdenes precisas. La labor del II conde de Olivares como virrey debió de estar regida por estas premisas. Por otra parte, ejercer un control férreo sobre el virrey era sumamente complicado, pues en puridad no eran oficiales reales, sino personas nobles de confianza del Monarca, con quien mantenían una relación de servicio personal o caballeresco.

En la relación que Olivares elaboró sobre el gobierno de Sicilia, consideraba que el virrey encarnaba la persona real y asumía sus atribuciones bajo un principio básico de la soberanía, la protección de la justicia. Y es que, como regulador del orden, Olivares creía firmemente en el derecho a castigar.

La reputación adquirida por Guzmán al frente del virreinato siciliano le sirvió para recibir un nuevo nombramiento de Felipe II. Así, fue designado en 1595 virrey de Nápoles, en sustitución del conde de Miranda, y sirvió el cargo hasta 1599. Era el último de los nueve virreyes que Felipe II envió a Nápoles durante su reinado, todos pertenecientes a la más alta aristocracia castellana. Al final de su mandato algunos comentarios interesados dijeron que tanto él como sus secretarios se mantuvieron a costa del prestigio ganado en Sicilia, pero que no ejercitaron demasiadas iniciativas. Sin embargo, hay datos de su labor de reforma de las costumbres y la disciplina, así como de edificación de obras monumentales. En su obra, Cappacio le calificó de “prudentísimo negociador, vigilante siempre, que jamás perdió una hora de tiempo que pudiera dedicar a su cargo”, así como de “hombre serio, que no se dejaba engañar”, y que “siempre estaba con la pluma en la mano para echar cuentas de los interese públicos y la hacienda real”, para concluir que “los españoles le llamaban el gran covachuelista”. Ciertamente, el virreinato de Olivares no estuvo exento de dificultades, denunciadas en unos advertimientos por el anterior virrey. A finales de 1598 se produjeron varias quiebras de mercaderes debido a una gran cosecha de trigo que arruinó sus expectativas de especulación, así como a la orden de importar cereales dictada por el virrey. Éste, por otra parte, apoyó las actividades de crédito de mercaderes-banqueros extranjeros, contra los intereses de la nobleza napolitana. La línea de gobierno de Olivares era de decidida reafirmación del poder regio, y no tardó en agudizarse su conflicto con la nobleza.

Como los nobles protestaron en su correspondencia con el nuevo rey, Felipe III, Olivares dio muestra de su autoridad prohibiéndoles escribir a la Corte. Pero, al poco, el Rey censuró esta actitud, contraria a la representatividad de los reinos. El virrey no tardó en ser sustituido.

Con tales credenciales se entiende que cuando volvió a España, en 1599, después del fallecimiento de Felipe II, a decir de Elliott, pudiera ser calificado como “hombre capacitado, ambicioso y tan minucioso en los detalles como su señor”. Aunque el privado de Felipe III, el duque de Lerma, no podía despreciar la opinión de personas de la experiencia de Olivares, su presencia le podía resultar incómoda. Sin embargo, podría decirse que su carrera cortesana se había frenado. En septiembre de 1602 juró el cargo de consejero de Estado, y se rumoreaba que sería enviado en embajada a la Dieta imperial. Sin embargo, Guzmán continuó acompañando a la Corte y con ella se estableció en Valladolid.

Precisamente en esta ciudad, en escritura firmada el 5 de junio de 1605, procedió a la fundación del Monte fideicomiso de la casa de Olivares, después levemente corregida en su testamento, firmado el 21 de marzo de 1607. Se trataba de una fundación benéfica con unas rentas anuales de poco más de 14.000 ducados, que tendrían que dedicarse a la capilla de Olivares y, posteriormente, a la dotación de un convento de doce monjas, y a prestar socorro financiero a cualquier miembro de la familia que lo necesitara.

Tras dictar testamento, Enrique de Guzmán murió en Madrid a causas de un “tabardillo encubierto” el 26 de marzo de 1607. El inventario de los bienes del mayorazgo que dejó contaba con una masa que montaba 788.000 ducados, con una renta anual de 38.340 ducados, sin contar con bienes muebles de indudable valor como joyas y tapices, y otros bienes de libre disposición.

Sin embargo, también tenía hipotecas sobre el mayorazgo por importe de 20.370 ducados anuales.

Mandó que le enterraran en Olivares, en la capilla que había ordenado erigir y que estaba en fase de construcción. Pero en el momento de su muerte el II conde no había logrado su principal anhelo en vida, la condición de Grande. Su hijo Gaspar habría de ser el encargado de conseguirlo.

 

Bibl.: J. A. Martínez Calderón, Epítome de la gran casa de Guzmán [...] (Biblioteca Nacional de España, mss. 2556-2558); G. Marañón, El Conde-Duque de Olivares, Madrid, 1952 (3.ª ed.); H. Koenigsberger, La práctica del imperio, Madrid, Revista de Occidente, 1975; R. Villari, La revuelta antiespañola en Nápoles. Los orígenes (1585-1647), Madrid, Alianza Universidad, 1979; A. Herrera García, El estado de Olivares, Sevilla, Diputación Provincial, 1990; J. H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares, Madrid, Editorial Crítica, 1990; C. J. Carlos Morales, “Los medios de control contable de las finanzas reales en tiempos de Felipe II: el teniente Francisco Gutiérrez de Cuéllar y la Contaduría mayor de Cuentas, 1560-1579”, en J. Martínez Millán (dir.), Felipe II (1527-1598). Europa y la Monarquía Católica, vol. II, Madrid, Parteluz, 1998, págs. 165-196; G. Parker, La Gran Estrategia de Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1998; M. Rivero Rodríguez, Felipe II y el gobierno de Italia, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1998; C. J. Hernando Sánchez, “Virrey, Corte y Monarquía. Itinerarios del poder en Nápoles bajo Felipe II”, en VV. AA., Las sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo XVI, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal Lisboa 98, 1998, págs. 343-390; “‘Estar en nuestro lugar, representando nuestra propia persona’. El gobierno virreinal en Italia y la Corona de Aragón bajo Felipe II”, en E. Belenguer Cebrià (coord.), Felipe II y el Mediterráneo, vol. III, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999, págs. 215-338; G. Galasso, “Aspectos de la historia del Reino de Nápoles bajo Felipe II”, en L. A. Ribot García (dir.), La Monarquía de Felipe II a debate, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, págs. 219-248; M. A. Ochoa Brun, Historia de la diplomacia española. La Diplomacia de Felipe II, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, Secretaría General Técnica, 2000; H. Khevenhüller, Diario de Hans Khevenhüller, embajador imperial en la corte de Felipe II, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001.

 

Carlos Javier de Carlos Morales

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