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San Juan de Ávila

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Biografía

Juan de Ávila, San. Apóstol de Andalucía. Almodóvar del Campo (Ciudad Real), 6.I.1500 – Montilla (Córdoba), 10.V.1569. Eminente predicador y promotor de la Reforma Católica en España.

“Sus padres eran de los más honrados y ricos de este lugar, y, lo que más es, temerosos de Dios”. Se crió, pues, en un ambiente muy familiar y cristiano.

El nombre de Juan de Ávila está unido a su obra más significativa, la célebre Audi, filia, que es libro de magisterio interior. Precede a la Filotea, obra, en cierto sentido, análoga a la de otro santo, Francisco de Sales, y a toda una gama de libros religiosos que imprimieron profundidad y sinceridad a la formación espiritual católica, desde el Concilio de Trento hasta nuestros días. También en esto es maestro singular.

En 1513 fue a estudiar Derecho a la Universidad de Salamanca, de donde regresó a los cuatro años —abandonando, como él mismo dijo, las “negras leyes”— para llevar vida retirada en su casa. Estudió Artes y Teología en la Universidad de Alcalá (1520- 1526), donde tuvo por maestro al dominico Domingo de Soto y trabó íntima amistad con Pedro Guerrero, futuro padre del Concilio de Trento y arzobispo de Granada, y tan afín al espíritu y a los trabajos del maestro Ávila. Era entonces Alcalá un hervidero de ideas erasmistas, de las que Juan de Ávila pudo haberse impregnado durante los años en que allí estuvo estudiando. Erasmo, que no había aceptado la cátedra que le ofreciera Cisneros para su Universidad recién establecida, ejerció en ella un amplio magisterio a través de sus escritos. Precisamente, cuando Juan de Ávila cursó en ella los estudios teológicos, dieron a luz las prensas complutenses buena parte de la producción erasmiana. Erasmo era considerado como el maestro del humanismo cristiano, artífice de una espiritualidad interior, el profeta de una nueva “paz cristiana”, heraldo de la auténtica reforma por la que clamaban desde hacía tiempo, también en España, todos los innovadores; y dotado, para colmo, de atractivos, de un caudal nunca visto de erudición clásica, con un estilo maravillosamente moderno, al que no faltaba el saborcillo picante de la crítica del rutinarismo religioso. Alguna de estas ideas eramistas se veían reflejadas en la obra predilecta de san Juan de Ávila, el Audi, filia.

Ordenado sacerdote en 1526, vendió su hacienda y se ofreció como misionero para el Nuevo Mundo. Fue para ello a Sevilla, donde “vivió en unas casillas con un padre sacerdote”, dedicándose a la predicación y a dar testimonio de su vida sacerdotal. No pudo pasar a América y, por consejo del arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique, empezó a ejercer su ministerio por el sur de España; de aquí que en adelante le llamaban el “Apóstol de Andalucía”.

Se dedicó a la predicación por diversas ciudades, organizando misiones populares, dirigiendo espiritualmente a muchas personas, visitando los hospitales, cárceles y escuelas, formando grupo con otros sacerdotes en una vida de estudio, oración y pobreza. Por este tiempo predicó y vivió principalmente en Écija.

En 1531 lo denunciaron, por doctrina sospechosa, a la Inquisición de Sevilla. La vigilancia inquisitorial, alerta ante el peligro de la infiltración luterana, amparó la ocasión. Se abría el proceso informativo. Los acusadores se ratificaron, y otras acusaciones llegaron de Alcalá de Guadaira. Los inquisidores decretaron la detención del predicador y los oficiales del Santo Oficio lo llevaron preso a Sevilla. A finales de 1532, Juan de Ávila respondió hábilmente a los cargos que se le hacían. Por otro lado, la vida que llevó en la cárcel y la prudencia y ortodoxia con que respondió a dichos cargos convencieron pronto a los inquisidores de que no había razón para condenarlo. Muchas acusaciones procedían de envidias y no es menor prueba el que los testigos que declararon a su favor fueran más numerosos que los que lo hicieron en contra. No puso Ávila mucho empeño en defenderse de las acusaciones; más dedicó su tiempo a esbozar su obra escrita principal, el Audi, filia (tratado sobre la perfección cristiana) y una introducción y traducción de la Imitación de Cristo. Según su biógrafo y discípulo fray Luis de Granada, aprendió el “Misterio de Cristo” en la cárcel “en pocos días más que en todos los años de su estudio”. El 16 de junio de 1533, vistos los autos, los inquisidores absolvieron al acusado, que salió del juicio sin nota ni mancha alguna. Como aquéllos le mandaran predicar un día de fiesta en la iglesia de San Salvador de Sevilla, anotó también fray Luis que, “en apareciendo en el púlpito, comenzaron a sonar las trompetas, con gran aplauso y consolación de la ciudad”. En 1535 marchó a Córdoba, invitado por el obispo fray Juan Álvarez de Toledo, y allí se incardinó.

Se encargó de la formación del clero creando dos centros de estudio, explicaba al pueblo la Escritura, y desde Córdoba organizó las célebres misiones de Andalucía (con Extremadura, parte de La Mancha y Sierra Morena). Recorrió en su predicación y apostolado las principales ciudades andaluzas. Convirtió en Granada a Juan Cidad (san Juan de Dios), quien fue dirigido espiritual suyo. Asimismo, influyó en el cambio de vida del marqués de Lombay, duque de Gandía (san Francisco de Borja).

Mientras tanto, el número de sus discípulos crecía con la conquista de elementos valiosos y con ellos se dispuso a llevar a cabo uno de sus principales objetivos, que era el de fundar colegios para la educación de la juventud y seminarios o convictorios para clérigos.

Consta la fundación de quince de esos colegios, sin contar los convictorios sacerdotales. De estas fundaciones, tres eran colegios mayores o Universidades (Baeza, Jerez, Córdoba). La fundación más célebre fue la de la Universidad de Baeza, cuyos clérigos, con fama de santidad y ciencia, llegaron a casi toda España. Sus principales colaboradores en este centro fueron Diego Pérez de Valdivia (después profesor de Escritura de la Universidad de Barcelona y célebre escritor espiritual) y Bernardino de Carleval. La línea de formación que se seguía en estos colegios era la que él mismo dejó explicada en los Memoriales que escribió y mandó al Concilio de Trento.

Fueron años de incesantes correrías apostólicas: de Granada a Córdoba, de Zafra a Baeza, de Baeza a Montilla, otra vez a Granada y a Córdoba. Aquí hubo un momento en que parece que iba a cuajar, al fin, la fundación de “una congregación de sacerdotes operarios y santos”; fue el momento en que llegó a tener juntos “más de veinte compañeros en el Alcázar viejo, para principio de una religión que quería fundar”.

Este centro misional, creado en Córdoba, retuvo al maestro Ávila en esta ciudad, como su sede habitual, por espacio de unos ocho o nueve años, sin que tal permanencia se deba considerar como una residencia inmóvil. Solo o acompañado de sus discípulos, predicó con gran fruto, tanto en la ciudad como en los alrededores; se adelantó por la serranía cordobesa, por Fuenteovejuna, y llegó en una ocasión hasta los límites del Campo de Calatrava y arzobispado de Toledo, a la vista de Almadén. Subió hasta la ermita de Nuestra Señora del Castillo, desde donde se divisan allá lejos Sierra Nevada, el puerto del Pico, Guadalupe, etc.

Confesó allí a muchas personas que le habían seguido desde los lugares donde había predicado. Deseó llegarse a Almadén, para hablar a aquella muchedumbre de forzados de todas partes que allí trabajaban en las minas y en los hornos. Vio algunos azogados, y se quejó de que no hubiera hospital para atenderlos. A este propósito, escribió el conocido Daniel Rops en el volumen que dedicó a La Reforma: “Tuvo como centro (la Reforma en España) a un sorprendente personaje, Juan de Ávila, autor del admirable Audi, filia, y apóstol de palabra infatigable. En las ciudades y hasta en las más pobres aldeas de Andalucía, él y sus compañeros, antecesores de nuestras misiones rurales y obreras, se entregaron sin medida, mostrando en todas partes sus sotanas raídas, sus rostros macerados de ojos ardientes, avergonzando a los cristianos por la dureza de los ricos y aun a los prelados por sus debilidades, y conduciendo en su zurrón de cazador de Cristo piezas logradas, tales como Luis de Granada, Juan de Dios y Francisco de Borja; levantando en Sierra Morena las iglesias que vemos todavía hoy verdaderos precursores que anuncian, unos quince años antes, los primeros ensayos de San Ignacio de Loyola y sus compañeros”.

Por ciudades, pues, pueblos y aldeas fue ejerciendo el ministerio de la predicación que, con el de la pluma, fue el principal y más importante de los ministerios que ejerció en su vida. Predicaba a toda clase de personas y aprovechaba el fruto de sus sermones para la dirección espiritual. Preparaba siempre la predicación con oración y estudio. De gran contenido paulino y con expresiones profundas, muy asequibles y asimilables, los temas principales eran: el misterio de Cristo, Eucaristía, Espíritu Santo, la Virgen María y tiempo litúrgico. Formó en torno a sí una verdadera escuela de predicadores y misioneros.

En san Juan de Ávila se encuentra una síntesis sapiencial de la doctrina de la Iglesia y de toda la labor teológica hasta su época (Escritura, padres de la Iglesia, liturgia, magisterio, autores espirituales...), con una gran apertura al futuro y con unas cualidades de actualidad todavía para nuestra época. Se puede decir, sin exageración, que conociendo a Juan de Ávila, se conoce la doctrina eclesial por entero hasta el siglo XVI, con grandes y profundas indicaciones doctrinales para una labor teológica de futuro, así como para una vivencia de la fe en sus tiempos y en los tiempos actuales.

En efecto, la doctrina del santo maestro abarca todos los campos del saber eclesial, y aún gran parte de materias humanísticas. En todos los campos teológicos, por ejemplo, presentó una doctrina sólida, amplia, fundamentada en la revelación y en toda la historia.

Donde podría encontrarse su especialidad sería sobre todo en el campo de la predicación (de todos los puntos del mensaje cristiano), en la doctrina espiritual y en la doctrina sobre el sacerdocio. Sus puntos de vista teológicos no pertenecen con exclusividad a una escuela particular, sino que se pueden colocar en la esfera de la sabiduría cristiana que supera toda escuela y sintetiza lo mejor de ellas. Tratándose de un sacerdote diocesano (patrono de los sacerdotes diocesanos españoles), en caso de llegar a ser declarado doctor de la Iglesia, sería el primer sacerdote diocesano que consiguiera tal título, y esto en unos momentos en que la Iglesia necesita tener a la mano, con facilidad, seguridad y profundidad, la doctrina sobre el sacerdocio.

En Juan de Ávila se notaba una cuidada formación tanto en los aspectos humanos e intelectuales como en los espirituales y pastorales. Era gran conocedor de la Sagrada Escritura, que continuamente citaba de memoria, de los padres de la Iglesia, de los teólogos escolásticos y de los autores de su tiempo. Estudió y difundió la doctrina de Trento para salir al paso de las opiniones de los reformadores, de las que estaba al tanto. Pero la fuente principal de su ciencia era la oración y contemplación del misterio de Cristo. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde encendía su ardiente corazón. El magisterio personal de san Juan de Ávila por la palabra hablada se encerró dentro de los límites de la España de su tiempo; pero su magisterio por la pluma trascendió los linderos de la nación española, y de su siglo, difundiéndose por todo el mundo y por los siglos venideros a través de sus escritos.

Predicador incansable y director de almas incomparable, el Apóstol de Andalucía fue también fecundísimo escritor de obras ascéticas y místicas. Una edición moderna de las Obras completas de san Juan de Ávila, por L. Sala y F. Martín Hernández, fue hecha en seis volúmenes en la Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid, 1970-1971), que ahora se acaba de reeditar, en cuatro extensos volúmenes y con nuevas aportaciones, en la misma Editorial (Madrid, BAC, 2000-2003). Se sabe que otras muchas páginas rellenó el maestro Ávila, pero sólo las que se conservan constituyen un fondo riquísimo y de un valor inapreciable.

De sus obras se hicieron anteriormente no menos de catorce ediciones generales españolas. En otras lenguas, tres. De obras distintas son también numerosas las ediciones que se han hecho, ya en la lengua originaria, ya en versiones a distintos idiomas; pero sobre todo del Epistolario. Nada menos que nueve españolas y veintitrés extranjeras se han contado.

La simple enumeración de estas obras, que hoy se conservan, hace concebir una idea grandiosa del maestro, del apóstol; crece este concepto, teniendo en cuenta sus numerosas ediciones y versiones a otras lenguas, junto con la calidad de los escritos. De entre ellos sobresalen las Cartas, que debieron de ser millares, a juzgar por alusiones que se hacen en los procesos de beatificación y en otros documentos y cartas hoy desaparecidas; la correspondencia epistolar fue, sin duda, una de las principales y más eficaces ocupaciones del maestro Ávila. Cuenta su amanuense el padre Juan de Villarás que, “con frecuencia, estando comiendo, llegaban cartas y consultas de diversas partes, y, en acabando de comer, sin más estudio ni más premeditación, sino sólo ex abundantia cordis, le mandaba escribir y forjaba estas cartas, que impresas ahora asombran al mundo”. Fray Luis de Granada, su admirador, escribe: “Espanta más la facilidad y presteza con que estas cartas se escribían, porque, con ser ellas tales y tan acomodadas, era tan fácil en escribirlas que, sin borrar ni enmendar nada, porque no le daban sus ocupaciones, como salían de la primera mano las enviaba”.

Pondera el mismo padre Granada la rara virtud y especial gracia del maestro en adaptarse tan bien a todas las necesidades de las almas: “Consuela los tristes, anima los flacos, despierta los tibios, esfuerza los pusilánimes, socorre a los tentados, llora a los caídos, humilla a los que de sí presumen. Y es cosa de notar ver cómo descubre las artes y celadas del enemigo, qué avisos da contra él, qué señales para conocer los hombres su aprovechamiento o desfallecimiento, ¡Cómo abate las fuerzas de la naturaleza! ¡Cómo levanta las de la gracia! ¡Con qué palabras declara la vanidad del mundo y la malicia del pecado y los peligros de nuestra vida! ¡Cuán copioso es en exhortarnos a la confianza en la providencia paternal de Dios y en los méritos y sangre de Cristo! Concluyendo, pues, esta materia digo que cualquier hombre prudente que leyera estas cartas [...], luego entenderá que el dedo de Dios está aquí”.

Sus cartas eran de una maravillosa variedad y de una gracia deliciosa. Consultor nato de varios prelados, como Pedro Guerrero, arzobispo de Granada, y del patriarca san Juan de Ribera y de santo Tomás de Villanueva, ambos arzobispos de Valencia, no faltan cartas a prelados, a fundadores de órdenes religiosas, como san Ignacio y san Juan de Dios; a sacerdotes, religiosos, monjas, señores de título, señoras, doncellas...

Gran empeño tenía santa Teresa en que el Apóstol de Andalucía leyera el libro de su Vida; que de hacerlo, quedaría tranquila. Juan de Ávila le escribió dos cartas, en las cuales le dio a conocer la veracidad y solidez de su doctrina. Aunque enemigo de entremeterse en negocios seculares —su epistolario es espiritual—, no falta alguna carta que pertenece al buen gobierno de la república cristiana, como la que menciona el mismo padre Granada, escrita al asistente de Sevilla, “en la cual le da tantos avisos y documentos para buen gobierno della, como si toda la vida hubiese gastado en negocios de república”.

Junto a las cartas, los Sermones. El sermonario del maestro Ávila abarca toda clase de temas: sermones de tiempo y de los santos, dogmáticos y morales, pláticas a sacerdotes y a monjas..., pero había materias que trataba con especial cariño, y fiestas en que no dejaba de predicar por enfermo que estuviera, a no ser que la enfermedad le rindiese por completo. “Cuando venía alguna fiesta grande, particularmente del Santísimo Sacramento o de Nuestra Señora —escribe el padre Granada—, luego se levantaba de la cama [...] y predicaba de ordinario ocho sermones, uno en cada día de la Octava del Santísimo Sacramento, y esto con tan buena disposición corporal, que parecía del todo sano”.

Hoy se puede admirar la copia y solidez de su doctrina, aquellas expresiones tan felices, tan vivas, y que son como proverbios; y saborear los dulces efectos de devoción, que brotan de las páginas de sus tratados del Santísimo Sacramento, del Espíritu Santo, de Nuestra Señora... ¿Qué sería gustarlos de la misma boca del predicador? ¡Cuántos predicadores de todo el mundo han venido a sacar agua de doctrina y afecto de corazón de estas fuentes saludables! Se puede recordar lo que de sí mismo escribió san Antonio María Claret en el siglo XIX: “He tenido mucho afán en leer autores predicables, singularmente de materia de misiones. He leído a S. Juan Crisóstomo, S. Ligorio... y el V. Juan de Ávila. De éste he leído y he anotado que predicaba con tanta claridad, que lo entendían todos y nunca se cansaban de oírle, siendo así que sus sermones duraban a veces dos horas, y era tanta la afluencia y multitud de especies que le ocurrían, que le era dificultoso ocupar menos tiempo.

Cualquiera puede comprobar hoy la abundancia y la solidez de doctrina de este predicador evangélico, leyendo los sermones que de él se han impreso. El insigne escritor Marcelino Menéndez Pelayo, en su conocida Historia de los Heterodoxos Españoles, refiriéndose a los tiempos del padre Ávila, se expresó de esta manera: “¿Qué había de lograr el protestantismo [...], cuando recorrían los campos y ciudades misioneros como el Venerable Apóstol de Andalucía Juan de Ávila, orador de los más vehementes, inflamados y persuasivos que ha visto el mundo?”.

Pero existe un testigo mayor de toda excepción, su discípulo el venerable fray Luis de Granada: el amor de Dios “le hacía predicar con tan grande espíritu y fervor, que movía grandemente los corazones de los oyentes; porque las palabras, que salían como saetas encendidas del corazón que ardía, hacían también arder los corazones en los otros”.

Célebre es aquel texto de este insigne escritor ascético: “Un día oíle yo encarecer en un sermón la maldad de los que, por un deleite bestial, no dudaban en ofender a Nuestro Señor, alegando para esto aquel lugar de Hieremías: obstupescite coeli super hoc, etcétera.

Y en verdad, cierto, que dijo esto con tan grande espanto y espíritu, que me parecía que hacía temblar las paredes de la iglesia” Pero no solamente ponía corazón y fuego en sus sermones, sino que, “como persona de letras e ingenio, llevaba el sermón muy enhilado”.

Cierto que no manejaba muchos libros: “Estudiaba los sermones que predicaba, de rodillas puesto en oración” Él mismo confesó a fray Luis de Granada “que en el tiempo que predicaba, cercado de tantos negocios, tenía cada día dos horas de oración por la mañana, y otras dos en la noche”. “Predicar —decía el mismo maestro Ávila— no es estar razonando una hora con Dios, sino que venga el otro hecho un demonio y salga hecho un ángel”.

Y una cosa que agranda el mérito de tan excelso predicador es que formó escuela en el arte de predicar, de la que salieron conocidos oradores sagrados. El más eminente predicador que tuvo la Compañía de Jesús en España durante el siglo XVI fue el padre Juan Ramírez.

“Amaestrado en la predicación, antes de entrar en la Compañía, por el Maestro Juan de Ávila, comenzó muy luego a conseguir en Granada notabilísimos triunfos”.

Su fama de “maestro” se iba acrecentando, pues, cada día más, y parecía natural, Ávila fundaba un instituto de clérigos regulares, una orden de sacerdotes apostólicos. Pero la humildad del “Apóstol”, los achaques de salud que cada día se le recrecían, la generosidad con que iba entregando, uno a uno, sus mejores discípulos a otras órdenes religiosas, especialmente a la Compañía de Jesús, hicieron irrealizable el proyecto.

Al mismo Ávila parece que le pasó por la mente entrar él mismo en la recién fundada Compañía. Se cruzaron cartas entre san Ignacio y el maestro. Aquél se había dado cuenta del valor personal de éste y había reparado en lo semejante de las empresas que ambos tenían entre manos. Convenía, pues, inclinarle a que entrase en la Compañía, porque “traería tras sí mucha cosa el Ávila”. Pero el maestro no se decidió: tenía muchos años y muchas enfermedades, aunque siguió respondiendo con generosidad, con discípulos y con ofertas. El 6 de diciembre de 1552 escribió san Francisco de Borja a san Ignacio: “Como verá V. P. por una carta nuevamente recibida del P. Mtro. Ávila, por la cual se entiende que, estando muy enfermo, quiere dejar por heredera a la Compañía de sus discípulos en los colegios, y así, por el fruto que se espera, escribe al P. Provincial que, ‘si no puede ir en persona, envíe (otra) tan calificada cuanto el negocio requiere’”.

Ya muy enfermo, Ávila se retiró a Montilla (Córdoba) hacia el año 1554 y allí permaneció hasta su muerte (1569), viviendo pobremente. La marquesa de Priego lo hubiese querido alojar en su palacio, pero Ávila se negó. En la calle de la Paz, n.º 8, propiedad de la marquesa, se instaló, al fin, acompañado de su fiel discípulo el padre Juan de Villarás. “Un pequeño zaguán y una habitación de no grandes dimensiones ocupan la planta baja; y en el piso superior, al que da acceso una estrecha y rústica escalera, tres modestísimas habitaciones de techo no muy alto y de rústico pavimento”.

Aparte de una intensa vida interior, Juan de Ávila siguió, en cuanto le daban de sí las fuerzas, trabajando en sus tareas apostólicas. Visitó con mucha frecuencia, para predicar y confesar, el monasterio de Santa Clara. Escribió cartas de dirección espiritual. Recibió consultas, noticias. Revisó la edición definitiva del Audi, filia, escribió el Tratado del sacerdocio, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores, además de numerosos sermones. Y, sobre todo, llevó las riendas de sus colegios y de su escuela sacerdotal. Especialmente por el epistolario se relacionaron con él en demanda de consejo: santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Borja, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ribera, fray Luis de Granada y otros. A él se referían comúnmente con el apelativo de “Maestro Ávila”.

San Juan de Ávila, a semejanza de san Pablo, al que se propuso seguir como modelo, fue con toda verdad un apóstol, o como se ha escrito de él, “una clara imagen de la predicación evangélica” y al mismo tiempo “una copia fiel del Santo Apóstol”. En la línea del Concilio de Trento, al que mandó sus memorables Tratados de Reforma, puso todo su empeño en la reforma de las costumbres clericales, estableciendo colegios, parecidos en alguna manera a los seminarios, y haciendo que los sacerdotes, como soldados preparados para todo, saliesen bien preparados en toda ciencia y virtud.

Fue amigo de todos y padre en Cristo de muchos hombres de toda condición, nobles y humildes, sacerdotes y seglares; y maestro, a la vez, de santos, tales como san Juan de Dios, Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Ignacio de Loyola, Juan de Ribera, Tomás de Villanueva, Teresa de Jesús, quien al enterarse de su muerte, dijo, afligida, que la Iglesia “había perdido una gran columna”.

El magisterio de Juan de Ávila no terminó con su vida. Sus abundantes escritos han influido notablemente en la historia de la espiritualidad y de la renovación eclesial. En la Biblioteca de Autores Cristianos sus obras conocidas ocupan varios volúmenes.

Se enumeran no menos de catorce ediciones y tres en otras lenguas en distintas épocas. De obras por separado son numerosas las ediciones y versiones a distintos idiomas. De su Epistolario hay al menos veinticinco ediciones extranjeras. El tratado Audi, filia es un clásico de la espiritualidad. Se tradujo muy pronto al italiano, francés, alemán e inglés. Su influencia en el Concilio de Trento ha sido puesta de manifiesto por los especialistas. No pudo asistir a él a causa de sus enfermedades; pero allí se dejó sentir el eco de su doctrina. El papa Pablo VI pudo decir en la homilía de canonización que “el Concilio de Trento adoptó decisiones que él había preconizado mucho tiempo antes”. El Maestro Ávila pertenece a ese grupo de verdaderos reformadores que intentaron e iluminaron la renovación de la Iglesia en aquellos tiempos recios del siglo XVI.

Sus escritos fueron fuente de inspiración para la espiritualidad sacerdotal. Se le copia y se le cita, por ejemplo, en las obras del clásico Antonio de Molina; en las de san Francisco de Sales, Bérulle, los autores de los Píos Operarios Evangélicos, san Antonio M.ª Claret, beato Manuel Domingo y Sol... Ya en nuestro tiempo, Juan de Ávila ha sido una referencia continuada para el clero diocesano, no sólo en España, sino también en otros países, particularmente en América. “Maestro de evangelizadores” —Apóstol de Andalucía le llamaban, por la evangelización que en ella realizara—, Juan de Ávila puede servir de modelo para llevar a cabo la nueva evangelización que necesita nuestro mundo de hoy. En el campo de la catequesis es un buen modelo. Supo transmitir con seguridad el núcleo del mensaje cristiano y formar en los misterios centrales de la fe y en su implicación en la vida cristiana, provocó la adhesión a Jesucristo y llamó a la conversión. Respecto a la pastoral de la educación y de la cultura, Juan de Ávila fue un pionero.

Fundó una universidad, dos colegios mayores, once escuelas y tres convictorios para formación permanente e integral de los clérigos. Varias de estas escuelas y colegios eran para niños huérfanos y pobres.

Para dar ejemplo, él mismo encarnó en su vida la pobreza y el amor a los pobres.

La dimensión sacramental fue central en su predicación y en sus escritos; la clave de la vida cristiana y de toda la espiritualidad la hizo consistir en la vida divina y la filiación adoptiva recibida en el bautismo.

En medio de su actividad apostólica aparece siempre, como base, la oración. En ella templaba su alma para la predicación. La pastoral vocacional era igualmente otra de sus grandes realizaciones. Decía que la recta formación de los sacerdotes era la clave de la verdadera reforma de la Iglesia, sacerdotes a los que había que formar desde la niñez. Igualmente, se interesaba ardientemente por las vocaciones a la vida consagrada.

Había renunciado a prebendas y obispados (Segovia y Granada), así como al capelo cardenalicio ofrecido por Pablo III. Murió en Montilla el 10 de mayo de 1569. Santa Teresa, al enterarse de su muerte, dijo: “Lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una gran columna”. Fue beatificado por León XIII el 4 de abril de 1894. Pío XII, el 2 de julio de 1946, le declaró patrono del clero diocesano español. Pablo VI le canonizó el 31 de mayo de 1970. Precisamente en la homilía de canonización hizo resaltar del nuevo santo las siguientes características: figura y doctrina sacerdotal excelsa, modelo de predicación y dirección de almas, influencia histórica, paladín de la reforma eclesiástica. Entre las afirmaciones del Sumo Pontífice resalta la siguiente: “La figura y la doctrina de San Juan de Ávila, ha dejado, pues, en la Iglesia una impronta especial y extraordinaria que hoy es reconocida por todos. Su influencia histórica sigue siendo la de una gran Maestro o Doctor, pues tal ha sido siempre el título que acompaña a su nombre desde que, todavía en vida, se lo dieron sus contemporáneos”.

A los pocos días de su canonización, la XII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (5-11 de julio de 1970) acordó solicitar a la Santa Sede la declaración de san Juan de Ávila como doctor de la Iglesia Universal. Igualmente, en 1989 acuerda la LI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal (20-25 de noviembre de 1989) enviar preces a la Santa Sede, acompañando a la nueva Positio que se había redactado, en la que se ponía de relieve la solidez de la doctrina de san Juan de Ávila, su rica espiritualidad y su perenne actualidad.

 

Obras de ~: Traducción de la Imitación de Cristo, Sevilla, 1536; Audi, filia, Lisboa, 1556 (Toledo, 1574); Doctrina christana, Mesina, 1556; Epistolario, Madrid, 1578; Dos pláticas a sacerdotes, Córdoba, 1595; Documentos espirituales: Doctrina admirable, Madrid, 1623; Tratado del amor de Dios, Madrid, 1635; Sermones, Barcelona, 1865; Tratados de reforma y otros varios, Granada, 1941; “Comentarios a la Sagrada Escritura”, en Miscelánea Comillas 13 (1950).

 

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Francisco Martín Hernández