Alfaro, Ignacio de. Alfaro (La Rioja), p. m. s. xvi – Colegio de san Bernardo o del Destierro (Salamanca), c. 1589. Monje cisterciense (OCist.) de Moreruela, de vida santa.
Aunque se ignoran todos los datos personales sobre este monje cisterciense de Moreruela (Zamora), se conoce, sin embargo, el desarrollo de su vida santa, que dejó profunda huella tanto en el monasterio como en la comarca que le circunda. Se trata de un estudiante riojano que en la primera mitad del siglo xvi se hallaba estudiando en la Universidad de Alcalá de Henares, y era tan morigerado en sus costumbres, tan penitente y ejemplar en todos sus actos, que resultaba un espejo de virtud en el que sus compañeros podían mirarse, aun cuando muchos de sus actos más eran para admirar que para imitar, como eran dormir en el suelo y contentarse las cuaresmas con comer sólo pan y agua.
Se veía de lejos que no era para el mundo, sino que necesitaba un ambiente adecuado para progresar en los caminos de Dios, y lo encontró en el monasterio de Moreruela, no sé si por iniciativa propia o bien porque le hablaron de la fama de santidad que tenían los monjes de aquel monasterio. Cuentan que Bernardino Pimentel, nuncio de Adriano VI en España y primer marqués de Tábara, había oído decir a sus padres y abuelos que “la Iglesia y claustro de Moreruela estaban empedrados con cabezas y huesos de santos”.
Fuera él o fuera cualquier otro que le informara, lo cierto es que dio en clavo; Moreruela tenía fama de ser escuela de perfección encumbrada, cuyos cimientos los fueron puestos por el abad Pedro, discípulo de san Bernardo, enviado por el santo en 1132 a hacer el primer experimento de vida cisterciense en España.
Siendo tan manifiesta la fama de santidad de que gozaba ya en el mundo, nada extraña que trasplantado en la tierra fértil de la vida consagrada, “este ángel de pureza se elevase en poco tiempo a un grado eminente de santidad. Una vez en el monasterio fue tan devoto, tan recogido, tan callado, tan compuesto, tan vergonzoso y tan puntual en no salir de lo que le señalaban, que el maestro de novicios a veces se encogía de hombros en su presencia, pareciéndole que le había enviado Dios al monasterio con particular providencia para que sirviese de modelo a todos”. Le encantaban los oficios más humildes y bajos de la casa, como era el barrer y lavar la ropa y cuidar de la limpieza de los enfermos. En todos esos y otros quehaceres por el estilo, se le veía aprovecharse para la vida espiritual, que continuaba su espíritu embebido en las cosas más santas.
Viendo los superiores aquella afición a los oficios más despreciables de la casa, así que profesó le encargaron la enfermería. Tal nombramiento no pudo ser más acepto a su corazón enamorado de Dios. Dice su biógrafo que este mandato fue para él “voz angélica en sus orejas”, y efectivamente, así lo parecía, dada la puntualidad con que acudía a remediar todas las necesidades, venerando a Cristo en los enfermos.
Añaden que “Ignacio les servía de rodillas, siempre que el ministerio prestado fuera compatible con tan penosa postura”. Y no se contentaba con atender a los monjes enfermos, pidió y obtuvo del abad poder ejercer esos mismos caritativos oficios con los obreros y empleados del monasterio. Su delicadeza y esmero en servirles fue tan grande que, al fin, quebradas sus fuerzas, cayó él mismo enfermo.
En esta entrega generosa continuó Ignacio mientras pudo durante unos años, pero el desgaste físico le llevó a tener que someterse a los mismos cuidados que él venía prestando con tanto esmero. Conociendo que se aproximaba su fin, intensificó su oración que, por ser ayudada de pureza y virginidad interior de que estaba adornada su alma, era fervorosísima. Tenía entre sus brazos un devoto crucifijo al cual decía delicadísimos requiebros y ternuras, y estando así rezando, quedó, al parecer difunto en presencia de toda la comunidad.
Al cabo de una hora el que todos creían muerto, apartó con sus manos el lienzo que le cubría el rostro y con lindísima voz comenzó a cantar la antífona Regina Coeli laetare Aleluya. “Ante tal espectáculo inenarrable que cundió rápidamente por la casa, acudieron todos los monjes, los cuales, suspensos ante el prodigio, no acertaban a separar la vista de él que, completamente transfigurado, despedía de su rostro una claridad celestial”. Todos estaban pendientes de sus labios, sobre todo a partir del momento en que comenzó a hablar de la aparición celestial que sucedió durante ese tiempo que permaneció como muerto, hasta el punto de que comunicó que la Madre de Dios y algunos santos acompañándola se le habían aparecido. Nadie se dio cuenta de lo que pasó, pero sí pudieron percibir todos la fragancia inenarrable que inundó la celda del enfermo y las señales prodigiosas que acompañaron a su envidiable tránsito. Todo este resumen de los hechos está calcado enteramente en el testimonio del principal historiador del monasterio, fray Atanasio Lobera, que consignó los hechos bien por haberlos presenciado, bien recibidos de los monjes que asistieron a aquella muerte envidiable.
Bibl.: A. Lobera, Historia de las Grandezas de la muy antigua e insigne Iglesia de León [...] con la del Glorioso San Atilano, Obispo de Zamora, Valladolid, por Diego Fernández de Córdova, 1596, ts. XXIII-XXIV, fols. 107-112; C. Enriquez, Fascículus Sanctorum Ordinis Cisterciensis, Bruxellae, apud Ioannem Pfpermanum [...], 1623, libro II, distinción 34, col. II; A. de Heredia, Vidas de santos bienaventurados y personas venerables de la Sagrada Religión de N.P.S. Benito, t. I, Madrid, por Melchor Álvarez, 1683, pág. 86; E. Martín, los Bernardos Españoles, Palencia, Gráficas Aguado, 1953, págs. 40-42; S. Lessen, Hagiologium Cisterciense, pro manuscrito mecanografiado, t. II, Monasterio de Tilburg, Holanda, 1951, pág. 26; M. de la Granja Alonso, Estudio histórico [...] del Real Monasterio de Moreruela, Zamora, Instituto de Estudios Zamoranos “Florián Ocampo”, 1990, págs. 129-130.
Damián Yáñez Neira, OCSO