Acuña y Zúñiga, Hernando de. Valladolid, 1518 – Granada, c. 1580. Poeta petrarquista y militar al servicio de Carlos V y Felipe II.
Don Hernando era el quinto hijo de los siete que tuvieron Pedro de Acuña el Cabezudo y Leonor de Zúñiga. Los linajes de ambos progenitores eran en extremo ilustres. Como sugiere el apellido, los Acuña eran de origen portugués. Un antepasado de nuestro poeta, el rico-hombre Lope Vázquez de Acuña, se había trasladado a Castilla en tiempo de Juan I, obteniendo a su servicio importantes mercedes, entre ellas el señorío de Buendía. En cuanto a la madre del poeta, Leonor de Zúñiga, se dirá que tenía entre sus antepasados al mismo rey Pedro el Cruel. Pedro y Leonor contrajeron matrimonio en 1503, residiendo en Valladolid. De entre los hermanos del poeta, el mayor, Pedro, se entregó al servicio de las armas, al igual que luego haría Hernando. El segundo hijo, Diego, fue caballero de Calatrava y destacado cortesano, a la vez que autor de las escandalosas Coplas del Provincial segundo.
Poco se sabe de Acuña con anterioridad a septiembre de 1536, fecha que marca su incorporación a los ejércitos imperiales. Pocos meses antes de su llegada a Italia habíanse roto nuevamente hostilidades con los franceses, iniciándose la guerra del Piamonte. La llegada del poeta al escenario bélico coincide con la retirada del emperador de Marsella. Acuña entra bajo las órdenes del capitán general y gobernador de Milán, Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto, pues a su servicio se encontraba como capitán de infantería su hermano Pedro. Ambos hermanos tomarán parte en diversas acciones militares, como la defensa de Moncalieri (1537), donde Pedro encuentra heroicamente la muerte. En compensación a este infortunio, Acuña recibirá el mando de la compañía de su hermano. En 1542 es nombrado gobernador del castillo de Cherasco. Reanudadas al año siguiente las hostilidades con los franceses, cae prisionero en la batalla de Ceresola (1544) y permanece durante cuatro meses en la cárcel de Narbona, viéndose finalmente obligado a pagar su propio rescate con la sola ayuda de doscientos ducados que le dio el marqués del Vasto. Una vez recobrada la libertad, rehace su compañía y, siempre al servicio del citado marqués, recibe el cargo de gobernador de la ciudad de Cherasco, puesto que ocupará hasta 1546, año en que muere el marqués y fin de su estancia en tierras italianas.
Durante este último servicio cuentan como méritos suyos el haber logrado mantener fiel la guarnición bajo su mando cuando se amotinaron todos los presidios del Piamonte por las pagas atrasadas, así como el avituallamiento del castillo de Barge, sitiado por los franceses.
En estos años de estancia en Italia, especialmente durante el período de relativa tranquilidad militar que sigue a la Tregua de Niza (1538), Acuña podrá seguir de cerca las corrientes literarias italianas, e iniciar quizás —si no lo había hecho antes— su trato con las musas. Aunque Garcilaso muere a poco de llegar Acuña a tierras italianas, es casi seguro que se conocieron personalmente, siendo muy posible que el joven poeta leyera algún manuscrito del toledano, que tanto influirá luego en su poesía. Por otra parte, Alfonso de Ávalos, su patrón, manifestaba un notable interés por las letras, no desdeñando componer sus propios poemas. Su Corte de Milán era visitada por poetas italianos que exaltaban sus inquietudes culturales.
Acuña, que frecuentaba dicha Corte, no podía dejar de sentirse estimulado en sus inclinaciones literarias, y allí debió de adquirir por fuerza un amplio conocimiento de los poetas italianos del momento.
También tendría ocasión de leer en estos años, aparte de Petrarca, ediciones recientes de Sannazaro, Bembo y otros autores italianos contemporáneos, así como de conocer personalmente a Alamanni. A este período italiano corresponden los poemas más antiguos que se conservan del autor, aquellos donde se narran los amores de Silvano con Silvia y de Damón con Galatea (diario poético, al modo del Canzoniere de Petrarca, de sus primeros amores; correspondiéndose probablemente Galatea con María de Aragón, esposa del marqués del Vasto). También pertenecen a esta etapa los poemas dedicados al citado marqués —tanto en vida como en muerte—, y otros varios entre los que se pueden destacar los sonetos escritos “en prisión de franceses”.
En 1546 recibe Acuña un aviso de Carlos V para que lo siguiera, junto con su compañía, en la acción que planeaba contra las tropas protestantes, reforzadas tras la liga de Smalkalda. A mediados de agosto llegaría Acuña a Landshut, cuartel general del Emperador, iniciándose una campaña en la que pronto dará muestras de su talento militar, como en la batalla de Ingolstadt, donde recibe la importante misión de custodiar la trinchera imperial, labor por la cual fue públicamente felicitado por el mismo Carlos V.
Una vez acabada la campaña, de unos seis meses de duración, le fue encomendada la tarea de recuperar diversos lugares que el duque de Sajonia había tomado, empresa que realizó satisfactoriamente. El golpe definitivo a la liga de Smalkalda se produjo en abril de 1547, en Mühlberg, donde fueron hechos prisioneros los principales príncipes alemanes, entre ellos el duque de Sajonia. Acuña, que tenía ya más que ganada la confianza del Monarca, fue encargado de custodiar a tan importante prisionero, viéndose obligado a seguir al Emperador, junto con su cautivo, durante casi cuatro años. Es posiblemente con ocasión de esta gran victoria (si no fue tras la de Lepanto, como creen algunos), cuando Acuña compone el célebre soneto Al Rey Nuestro Señor (con su tan citado verso: “un monarca, un imperio, y una espada”), magnífica formulación lírica del ideal imperial, aspiración providencialista a una monarquía universal católica. En mayo de 1552 cambian las tornas, viéndose obligado Carlos V a huir apresuradamente de Innsbruck ante un repentino cerco protestante. Acuña, que ha quedado atrás con unos cuantos hombres, libera al duque de Sajonia, recoge la Casa y recámara de la Corte, y luego avanza en retaguardia destruyendo los pasos y puertos desde los que podía amenazar el enemigo. La huida del Monarca supuso la pérdida de todas las ventajas adquiridas con anterioridad y el comienzo del declive en la política imperial. La posterior acción sobre Metz (1552), en la que también participa nuestro poeta con su sola persona, no conseguirá quebrantar la resistencia francesa. Levantado el sitio, Carlos V se retira a los Países Bajos (1553), dedicándose a cuestiones familiares y sucesorias que culminarán con su abdicación en enero de 1556. Antes de llegar a Metz, Acuña había recibido de manos de su rey —como premio a tantos desvelos, y anticipo de otras recompensas posteriores de mayor enjundia— la tenencia de Alcántara.
La etapa alemana de Acuña supone el progresivo fin de las poesías amorosas de ambientación bucólica.
Vendrán ahora los poemas en los que a un pasado feliz se opone un presente desgraciado, como aquellos en los que lamenta la ausencia de Galatea, ahora en la lejana Italia. Habría que situar también en esta etapa el reducido conjunto de poemas de tipo cancioneril y métrica castellana escritos por Acuña bajo la influencia de la Corte imperial, así como algunos sonetos dedicatorios. Es por estos años además cuando el Emperador confía a Acuña la puesta en verso de su traducción al castellano de la obra del poeta borgoñón Olivier de la Marche, Le Chevalier Délibéré, lectura predilecta del Monarca. En este gesto se ha de ver una prueba de afecto hacia un militar muy cercano a su persona y que tan bien cumplía con las misiones más difíciles. Se pueden situar también en este período algunas de las poesías de contenido religioso o filosófico que, a tono con el carácter moral y alegórico de El caballero determinado, acentúan la nota pesimista y desengañada.
En 1553 Acuña se encontraba en Amberes, probablemente con motivo de la primera edición de El caballero determinado, cuando es requerido desde Bruselas por el Emperador para encargarle la importante misión de apaciguar la sublevación de las tropas africanas. La ciudad de África (Turris Annibalis) había sido arrebatada al corsario Dragut por el almirante Andrea Doria en 1550. Debido al retraso en el cobro de las pagas y a diversas irregularidades la guarnición se había amotinado, expulsando al alcaide y demás oficiales. Juan de Vega, el virrey de Sicilia, no había podido arreglar la situación, por lo que había escrito al Emperador pidiéndole una persona de confianza con poderes para terciar en el asunto, pues la plaza, de gran valor estratégico, podía caer en manos enemigas.
Según las instrucciones del Emperador, Acuña debía atender todas las exigencias de los amotinados: perdonarles la sublevación, prometerles el pago de los atrasos e investigar las irregularidades denunciadas.
A cambio, la guarnición debía permanecer en su puesto, por razones de seguridad, hasta agosto o septiembre, momento en que sería demolida la fortaleza, quedando hasta entonces bajo el mando de Acuña. Apaciguada la rebelión, Acuña hizo gestiones para ceder la plaza a la orden de San Juan de Malta, pero la propuesta fue rechazada por gravosa y se impuso finalmente el derribo. Cumplida su misión, aún permanecerá Acuña junto a Juan de Vega revisando las fortificaciones sicilianas contra la armada turca. Luego regresa a Bruselas para dar cuenta de todo al Emperador. A la luz de esta empresa africana se adivina en Acuña la figura de hombre diplomático y buen mediador, cualidades de las que ya había dado muestra durante su gobierno de Cherasco. Tras la abdicación de Carlos V continuará Acuña prestando importantes servicios, como en la batalla de San Quintín (1557), donde —carente de recursos para mantener su propia compañía— participa con su sola persona. Al año siguiente, habiendo sitiado los franceses la plaza inglesa de Calais, Felipe II le encomienda la peligrosa misión de acudir a la ciudad para inspeccionar sus defensas. Acuña no pudo entrar en Calais, que ya estaba perdida, por lo que se dirigió a Gravelinas, que corría igual riesgo, y desde allí informó al Rey del estado de las fortificaciones, tema en el que era considerado ya un especialista.
Es probable que Acuña regresara a España con el séquito de Felipe II, llegando a Valladolid en el otoño de 1559. Al año siguiente contraería matrimonio con una joven prima hermana suya, Juana de Zúñiga, a la que habría conocido ese mismo año. Matrimonio de conveniencia, si se atiende al parentesco, a la diferencia de edad y a la falta de conocimiento previo entre los esposos; pero quizás dichoso, al menos hasta el punto de merecer unas sentidas y extensas “Quejas de ausencia enviadas a su mujer”, escritas por Acuña durante el desempeño de alguna misión que lo alejaba de su hogar. Fue sin duda en estos primeros años de su vuelta a España cuando debió Acuña redactar su Memorial, documento de gran importancia para conocer los aspectos más públicos de su trayectoria biográfica. En él se recogerían todos sus servicios militares y diplomáticos, haciéndose especial hincapié en los apuros y perjuicios económicos padecidos en su cumplimiento, y que hasta el momento, y a pesar de todas las promesas, aún no habían sido justamente retribuidos. Documento encaminado, pues, a la obtención de alguna recompensa, cargo o ventaja que hiciese más llevadera su situación económica y social. Por lo que se sabe, dicho Memorial no le reportó ningún resultado positivo: la petición quizás no logró abrirse paso en esa selva burocrática, cada vez más inextricable, que configuraba la organización del imperio bajo Felipe II.
La última etapa vital de Acuña aparece asociada a Granada, ciudad donde debía encontrarse ya en 1569, y donde le sorprendería la muerte once años más tarde litigando por el condado de Buendía. Los principales testimonios de su estancia en dicha ciudad andaluza son, aparte del citado pleito, una Orden de partir a Perpignan, de marzo de 1570, así como una petición para un puesto vacante en el juzgado de los ejecutores de Sevilla, probablemente de 1571. Por la primera nos enteramos de que pocas fechas antes Acuña había sido reclamado a la Corte, pero ahora, en la carta presente, se le ordenaba que se dirigiese lo más rápidamente posible a Perpiñán, donde se debía encontrar con el duque de Francavilla, y donde recibiría instrucciones. Nada se sabe del cumplimiento de esta misión. Igualmente probatorio de su estancia en Granada, al menos en los últimos años, sería su testamento, otorgado en dicha ciudad. Todo esto no demuestra, desde luego, que Acuña permaneciese allí ininterrumpidamente durante tan largo período.
El pleito por el condado de Buendía le obligaría a largas estancias en la ciudad de Granada, pero probablemente las alternaría con otras en su tierra natal de Valladolid. Que el poeta frecuentara los ambientes literarios de estas dos ciudades, o que siguiera cultivando la poesía son hechos que, a pesar de la falta de pruebas irrefutables, se debe dar por ciertos. Algunos de sus poemas mitológicos más extensos, como “La fábula de Narciso”, “La contienda de Áyax Telamonio y de Ulises”, o la “Carta de Dido a Eneas”, pertenecerían a este último período, donde continúa la nota moralizante y desengañada que ya apuntaba en su etapa alemana. Quizás por estos años iniciara también Acuña su traducción del Orlando innamorato de Boiardo, que quedó inconclusa y fue publicada póstumamente junto con sus restantes composiciones líricas. A la hora de la muerte Acuña nombrará testamentarios tanto en Granada como en Valladolid, dejando como heredera universal a su mujer. El cuerpo de Hernando fue trasladado a Valladolid, seguramente a instancias de Juana, y enterrado en el convento de la Santísima Trinidad Calzada, según se deduce del testamento de la viuda.
Tras la muerte de Acuña, su viuda aún vivió bastantes años. Probablemente moriría en Madrid en 1605, pues en dicho lugar y con fecha de veintiuno de enero hace testamento. Desde 1591, año en que publica la edición póstuma de su marido, Varias poesías, con una Carta dedicatoria al Príncipe Don Felipe N. S., intentará Juana alcanzar la recompensa denegada a su marido en vida. Con fecha de 10 de diciembre de 1592 abrirá en Madrid, ciudad en la que vivía por aquel entonces para seguir más de cerca el pleito, un informe probatorio de los servicios de su marido. La probanza presentada por la viuda incluirá declaraciones de varios testigos, coincidentes todos en reconocer los buenos servicios de Acuña, y lo muy gravosas que resultaron para su hacienda determinadas acciones, especialmente la de África. Estas declaraciones, sin embargo, no serán suficientes para convencer al fiscal, cuya última resolución será denegar cualquier tipo de compensación económica.
Obras de ~: El caballero determinado, traducido de lengua francesa en castellana por don Hernando de Acuña, Amberes, I. Steelsio, 1553 (Amberes, 1555, 1591; Salamanca, 1560, 1573; Barcelona, 1565; Madrid, 1590); Adición al Caballero determinado, compuesta por el mismo autor, Madrid, P. Madrigal, 1590 (El cavallero determinado, ed. de Baranda, Infantes y Huidobro, Toledo, Antonio Pareja, 2000); Varias poesías, Madrid, P. Madrigal, 1591 (Madrid, Sancha, 1804); Varias poesías de Hernando de Acuña, ed. de E. Catena de Vindel, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1954; Hernando de Acuña. Varias poesías, ed. de A. Vilanova, Barcelona, Selecciones Bibliófilas, 1954; Poesías de Hernando de Acuña, ed. de L. Rubio González, Valladolid, Institución Cultural Simancas, 1981; Hernando de Acuña. Varias poesías, ed. de L. F. Díaz Larios, Madrid, Cátedra, 1982.
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Manuel Fernández Labrada