Aramburo, Antonio. Erla (Zaragoza), 17.I.1840 – Montevideo (Uruguay), 16.XI.1912. Tenor.
Nacido en el seno de una familia acomodada de un pequeño pueblo de las Cinco Villas, realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Cordero. Ya cumplidos los treinta, Aramburo debutó en Milán en 1871, interpretando Safo en el Teatro Carcano. Muy pronto adquirió renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Cuando en 1876 debuta en el parisino Teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado el mejor tenor de esa época, lo designa su sucesor al oírle. Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente. Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, estuvieron en el repertorio habitual de Aramburo, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.
Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba Argentina con Europa. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875 y en el Teatro Real, en la de 1881.
En el teatro madrileño triunfó con La forza del destino, pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza Celeste Aida, en la segunda representación la cantó también con una celeste media voz, de modo que tuvo que dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer, Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el do hasta el si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense.
Aramburo conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad y fascinó a los públicos más exigentes de la época. El foniatra O’Neill, que llegó a escucharle, escribió: “Fue la voz más perfecta del siglo xix; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera”. Un crítico cubano estampó: “Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido”. En la Enciclopedia Espasa se dice de él: “La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado”. Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de “fraseo sin mácula”, “expresión arrebatadora”, “hermosura increíble”, “agudos limpios y brillantes como el sol”, “temperamento apasionado”... El novelista James Joyce también enumera a Aramburo en “Los muertos”, el último cuento de Dublineses, como uno de los grandes del siglo xix.
Pero si Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional, el único que pudo competir en España con la gloria de Gayarre, su carácter imprevisible, histérico, antojadizo y arbitrario quitó mucho brillo a su carrera. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo.
Son sonados los episodios entre chuscos y descarados que protagonizó en 1879 en la Scala milanesa, en 1886 en Montevideo o en el Teatro Real (1882), donde, cantando El trovador y viendo que, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina no asistieron a la función, durante el descanso salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y ante las estatuas de los reyes en la plaza de Oriente entonó Di quella pira.
El comportamiento de Aramburo da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó en su consideración crítica. Pese a su voz incomparable y haber cosechado tantos triunfos, no suele figurar en la nómina de los más grandes tenores de la historia.
Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco y desaliñado.
Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniana, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Ésta, quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.
Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 se encuentra en Cuba, como artista-empresario, pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas, pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. En 1896, Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa.
Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907, el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia.
Volvió a Montevideo y, finalmente, se le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro, que lo conoció en América, cuenta que aun se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. Poco tiempo después murió.
Aramburo llegó a grabar un buen número de cilindros fonográficos, algunos de los cuales aún se conservan.
Bibl.: S. Ramírez, La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imprenta E. M. de la Capitanía General, 1891, págs. 368-369; J. Martín de Sagarmínaga, Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid- Acento, 1997, págs. 56-58; F. Hernández Girbal, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos xix y xx), Madrid, Lyra, 1997, págs. 54-57; V. García de la Puerta, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998; J. Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34.
Javier Barreiro