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Cirilo Alameda y Brea

Biografía

Alameda y Brea, Cirilo. Torrejón de Velasco (Madrid), 9.VII.1781 – Madrid, 1.VII.1872. Franciscano (OFM), general de la Orden, arzobispo y cardenal.

Nació en el seno de una familia de labradores acomodados y estudió Latín y Filosofía en Madrid. A los quince años tomó el hábito en el convento de San Francisco, donde profesó al año siguiente. Después de pasar por varios conventos, siguió la carrera de Teología, en la que hizo grandes progresos.

Al iniciarse la Guerra de la Independencia se refugió en Cádiz, donde comenzó a destacar como predicador. Destinado al Colegio franciscano de misiones de Mosquegua (Perú), se quedó en Montevideo y allí se convirtió en consejero político del gobernador de las provincias del Plata, general Gaspar Vigodet, y con él preparó eficazmente el matrimonio de Fernando VII y Carlos Isidro de Borbón con las princesas portuguesas Isabel y Francisca de Braganza.

Fernando VII, para recompensar el celo con que Alameda había desempeñado las diversas comisiones que le habían sido confiadas, le nombró comisario honorario del Consejo de la Inquisición (1816) y suplicó al papa Pío VII que en el capítulo general de la Orden de San Francisco para la elección de su general se dignase nombrarle para este empleo, “mediante tocar el turno a España”. El Papa escuchó la súplica real y el 28 de noviembre de 1817 confirió el puesto de general al padre Alameda para los seis años siguientes. Llegado el breve de nombramiento a Madrid, después de obtener el pase del Consejo, se remitió al interesado, que tomó posesión de su oficio, y al día siguiente “se cubrió de Grande de España, según la antigua costumbre”. La primera preocupación de Alameda fue restablecer la disciplina religiosa en los conventos, haciendo la visita canónica de las diferentes provincias franciscanas de España. Poco felices fueron los tiempos en que correspondió al nuevo general ejercer su cargo, pues no se habían cerrado las heridas de la guerra cuando las medidas legislativas del Trienio Constitucional amenazaron de nuevo a los regulares.

Al terminar el sexenio de su generalato, el Papa nombró a Juan Tecca de Capistrano ministro general y a Alameda vicario general de España, con lo cual siguió gobernando a los franciscanos españoles por otro sexenio, en virtud de la bula Inter graviores (1804), con los mismos poderes e independencia del ministro general que cuando él ocupaba este oficio en el sexenio anterior. Para restaurar la disciplina religiosa, muy relajada, suplicó y obtuvo del Papa un breve, con facultades extraordinarias de comisario, visitador y reformador apostólico para restablecer la disciplina religiosa en los conventos de su jurisdicción. Al mismo tiempo, se preocupó de revitalizar los estudios, “haciendo que fuesen éstos en armonía con el plan general que se había dado en 1824 a todas las universidades del reino”.

La brillante carrera de Alameda experimentó un giro decisivo en 1830. En el cambio influyeron las nuevas orientaciones de la política eclesiástica, a la que él había dado una apreciable contribución, tanto en la vertiente eclesiástica como en la política. Todos le reconocían un puesto de honor entre las figuras señeras de aquella época tan inestable y confusa, que lo había conseguido no sólo por su indiscutible capacidad y habilidad, sino también por los apoyos con que había contado en las Cortes de Madrid y Roma.

La marcha del nuncio Giustiniani (1827), defensor intrépido e intransigente de la política absolutista, y el nombramiento de Tiberi para ocupar la nunciatura desagradaron a los representantes más genuinos del absolutismo, cada día más favorables a don Carlos como futuro sucesor del trono. Desde su llegada a Madrid, el nuevo nuncio se dio cuenta de la actividad política desarrollada por Alameda en los ambientes cortesanos. Pues, al ser uno de los miembros más influyentes del Consejo de Estado, al que pertenecía desde 1826, y decidido defensor de la candidatura de don Carlos, gozaba del apoyo incondicional de personajes de tanto prestigio en la Corte como el obispo de León, Abarca, y el embajador de Cerdeña, el conde Solaro; mientras que el nuncio era más propenso a la política más abierta propugnada por otros consejeros.

Sin embargo, lo que más directamente enfrentó a ambos personajes fue su actitud frente a las órdenes religiosas y el régimen de la alternativa que establecía la bula Inter graviores en su gobierno. El enfrentamiento estalló en 1830, fecha en que Alameda terminaba su mandato. La Santa Sede nombró presidente del capítulo general de los franciscanos al nuncio Tiberi, a cuyo nombramiento se opuso violentamente un grupo de religiosos de las dos familias franciscanas, capitaneadas por Alameda y Cantalapiedra.

El nuncio los acusó ante la Santa Sede, sobre todo al primero, porque con sus intrigas aspiraba a ser reelegido, aunque había muchos que se oponían. “El padre Cirilo —dice el nuncio— es muy hábil, presume del título de reformador apostólico, pero nadie ha visto el breve; en todo caso no reforma in melius, sino que con frecuencia deroga la regla del santísimo fundador.” Tiberi se opuso a su intento de reelección y consiguió que el gobierno, ante el cual habían apelado los opositores, confirmara su nombramiento de presidente del capítulo general, evitando la reelección de Alameda.

El nuncio había logrado alejarlo de la dirección de la Orden e impedir que propagase con independencia sus ideas político-religiosos, pero Alameda tenía todavía mucho poder. Siguió defendiendo sus ideas con energía y en el Consejo de Estado se opuso al nuevo matrimonio del Rey, prefiriendo al infante Carlos como sucesor en el trono de su hermano, pero le faltó prudencia diplomática al propagarlo a los cuatro vientos, ahora que no gozaba del apoyo oficial del Estado y de la Iglesia. Y sus émulos se aprovecharon para descalificarlo ante el Rey, refiriéndole las críticas que rebasaban el orden político y penetraban en lo privado y personal. El Monarca dio crédito a los acusadores y, a finales de septiembre, le obligó a salir de la Corte y le confinó en el convento franciscano de Cádiz, bajo la vigilancia del gobernador de la plaza y la responsabilidad del superior conventual. Alameda no se opuso al destierro, pero tampoco se resignó a cumplirlo tan privadamente que todos le creyeran culpable y desde Córdoba manifestó su voluntad de permanecer en aquella ciudad y no trasladarse a Cádiz, y así lo hizo.

Poco después moría el arzobispo de Santiago de Cuba y el Rey presentó para ocupar la vacante al padre Cirilo Alameda, al que pocos meses antes había desterrado de la Corte, interpretada entonces como un destierro político para alejarle definitivamente de la Corte. El 30 de septiembre de 1831 era preconizado por Roma y, recibidas las bulas, se trasladó a Sevilla, donde el 12 de marzo de 1832 fue consagrado obispo. Poco después partió para Cádiz y el 6 de mayo se embarcó para Cuba, donde llegó a fines de junio.

Sin renunciar a sus ideas político-religiosas, el primer año se ciñó a su misión pastoral, pero al morir Fernando VII las reformas liberales del Gobierno de Madrid comenzaron a llegar a Cuba y el arzobispo se convirtió pronto en un problema para los defensores de las reformas, máxime después que el capitán general, Miguel Tacón, proclamara la Constitución de Cádiz que debía observarse en toda la isla (28 de septiembre de 1836). Las amenazas contra el prelado, contrario a la nueva orientación política, se agravaron, y comenzó a circular el rumor de su pronto encarcelamiento.

Pero avisado de que todo estaba dispuesto para detenerle y enviarle prisionero a España, nombró dos gobernadores para que encargaran del gobierno de la diócesis y el 2 de enero de 1837 abandonó su palacio y se refugió en un bergantín inglés, surto en el puerto, que se hizo a la vela en dirección a Jamaica. Desde aquí escribió al papa Gregorio XVI para informarle de las circunstancias que le habían obligado a salir del arzobispado y su deseo de trasladarse a Francia para ponerse al servicio del pretendiente don Carlos. El Papa lamenta que haya tenido que dejar la diócesis, pero no dice nada acerca del permiso solicitado para viajar a la Corte de don Carlos. Cuando la noticia de su fuga llegó a Madrid, el Gobierno le declaró extrañado de los reinos de España y le privó de las temporalidades, ordenando al capitán general de Cuba que obligara al cabildo a nombrar nuevos gobernadores eclesiásticos. Mientras tanto, Alameda se había trasladado a Inglaterra, desde donde volvió a escribir al Papa sobre la triste situación en que se encontraba la Iglesia cubana, y envió un mensaje al cabildo de Santiago reivindicando los derechos de único y legítimo pastor, y condenando a quienes habían entregado el gobierno de la Iglesia “a usurpadores e intrusos”. Al mismo tiempo hizo saber a don Carlos el deseo de incorporarse a su cuartel general, y a mediados de marzo de 1838 le invitó a trasladarse a Oñate a formar parte de su Consejo de Estado. Poco después viajó a España, pero un problema con la policía francesa retrasó el encuentro con don Carlos y sus consejeros hasta principios de septiembre. Las primeras impresiones le decepcionaron por los enfrentamientos entre intransigentes y transaccionistas, pero con su prestigio y habilidad se ganó el apoyo de varios líderes carlistas y cifraron en su influencia ante don Carlos las esperanzas de un pronto desenlace de la contienda o, por lo menos, el logro de algunas ventajas para la tambaleante causa legitimista. Pero los acontecimientos se precipitarony las esperanzas quedaron fallidas. Primero los clamorosos fusilamientos de Estella y después el abrazo de Vergara (30 de agosto de 1839). Alameda, culpable o inocente, asistió impotente al inevitable desenlace de la aventura carlista en la que años antes había puesto su ilusión por considerarla como un legítimo y obligado servicio a la Iglesia y a España.

A los pocos días del abrazo de Vergara, Alameda atravesó la frontera camino de su tercer destierro. Se instaló en Montpellier e informó al Papa del último capítulo de su dolorosa odisea, renovando su profesión de fe religiosa y política: “Habiendo estado siempre preparado para defender la sagrada religión y los sagrados derechos del piadosísimo Carlos V, nada he omitido que estuviera de mi parte en defensa de los derechos de entrambas majestades: la divina y la regia”.

Su precario estado de salud se resentía del clima de la ciudad y a finales de 1840 se trasladó al convento franciscano de Chiavari (Génova), donde permaneció alejado de la actividad política, después de aconsejar a don Carlos que renunciara a sus derechos y reconocer a Isabel II. En 1843 se trasladó a Roma y en 1848 volvió a Madrid, donde se encontraba cuando recibió la noticia de su promoción al arzobispado de Burgos.

Vacante la mitra de Burgos, el 9 de febrero de 1849 la reina Isabel II presentó al padre Alameda (que seguía siendo arzobispo de Santiago de Cuba) para ocuparla, dejando la de Santiago de Cuba. Preconizado por Pío IX el 20 de abril, el 1 de agosto tomó posesión por poderes y el 16 hizo su entrada en la sede.

A los pocos días de entrar en su iglesia hizo pública una carta pastoral trazando las líneas generales de su programa pastoral, que se centró en la formación del clero y en el fomento de la vida religiosa y de la actividad asistencial. Ese mismo año fue nombrado senador vitalicio por Real Decreto de 6 de octubre.

Fue fundador y académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Creada la Academia por el Real Decreto de 9 de septiembre de 1867, la Corona nombró a propuesta del Gobierno y por una sola vez la mitad de sus individuos, entre ellos a Cirilo Alameda y Brea. En la junta celebrada por estos académicos los días 26 y 28 de septiembre se eligió a la otra mitad. Completada así la primera promoción de académicos, el 19 de diciembre de 1858 se celebró la sesión inaugural. Por este motivo, estos primeros académicos no tuvieron que pronunciar discurso de ingreso. En su promoción al arzobispado de Toledo (9 de marzo de 1857) fue decisivo el voto de la Reina y de su consorte, que propuso a fray Cirilo por indicación de sor Patrocinio, la famosa “monja de las llagas”, recordándole que aunque había sido durante una parte de la guerra civil consejero de don Carlos, luego había abrazado su causa y fue nombrado arzobispo de Burgos. Preconizado por Roma el 3 de agosto, en que el nombramiento real fue confirmado por el Papa en el consistorio celebrado el citado día, al año siguiente ascendía el último peldaño de su brillante carrera, al ser creado cardenal en el consistorio del 13 de marzo de 1858.

Uno de sus primeros actos como arzobispo de Toledo fue la administración del bautismo al hijo de Isabel II, el futuro Alfonso XII, que se celebró el 8 de diciembre en la capilla del Palacio Real de Madrid, haciendo de padrino, en representación de Pío IX, su nuncio en España monseñor Barili.

Dos líneas de conducta presiden la actuación de Alameda como primado: su adhesión al trono y su fidelidad al Romano Pontífice, según reflejan las cartas pastorales y circulares. Su adhesión a la Reina no era simple cuestión de agradecimiento personal ni una actitud de táctica política, sino que respondía al convencimiento de que, descartado don Carlos por la fuerza de los hechos, la reina Isabel encarnaba la institución monárquica y su perdurabilidad. No traicionaba sus ideas anteriores, simplemente aplicaba el posibilismo y realismo político a la política del momento.

Con razón un curial romano hizo este juicio de su personalidad: “se presentó con un comportamiento propio de un hombre de Estado y de un excelente religioso”. Supo utilizar para la Iglesia la única baza que podía jugar ante los vaivenes de los diferentes gobiernos, el asidero y el favor de una Reina devota hasta la superstición.

La otra dimensión del Primado estuvo constituida por la devoción al Papa. Eran los años de la “cuestión romana”, y en Alameda encontró el Romano Pontífice el mejor defensor de los derechos pontificios, y un impulsor de la ayuda económica a favor del Papado, tanto en forma de “empréstito pontificio” como del llamado “dinero de san Pedro”. El fervor romanista que inculcó al clero se tradujo en múltiples manifestaciones en defensa del poder temporal de la Iglesia, como “firme apoyo para el mantenimiento de su independencia y libertad”.

Pero si éstos fueron los criterios generales de su política, su actuación en la diócesis estuvo mediatizada por la edad y, a través de pastorales y edictos, se limitó a exigir el cumplimiento de las sinodales y las costumbres del arzobispado. Su actuación como primado parece reflejar una automarginación de todo protagonismo, secundando las iniciativas que partían de los obispos y mostrándose ante Roma como primus inter pares. Su muerte se produjo en plena conmoción revolucionaria (1872) y el boletín eclesiástico dedicó un número extraordinario para revindicar su fama, tan vilipendiada por la maledicencia de sus enemigos.

Las cartas pastorales, edictos y circulares de su pontificado toledano se publicaron en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo.

Predicador de S. M., comisario honorario del Consejo de la Inquisición (1816), superior general de la Orden franciscana (1817-1824), Grande de España de primera clase (1818); reformador y visitador apostólico, vicario general de los franciscanos españoles (1824-1830), consejero de Estado (1826), arzobispo de Santiago de Cuba (1831-1849), miembro del Consejo de Estado del pretendiente don Carlos (1838), prelado doméstico de S. S. y asistente al solio pontificio (1842), arzobispo de Burgos (1849-1857), arzobispo de Toledo (1858-1872), y cardenal (1858).

A pesar de tan brillante hoja de servicios a la Iglesia y al Estado, Alameda es uno de los personajes ilustres de la jerarquía española que espera una biografía.

Hasta hace poco su imagen ha sido desdibujada en sus perfiles por quienes se han acordado de él. Para unos es “un personaje de arraigadas convicciones realistas, un fraile activo, político y palaciego”, que abandona su sede cubana para ponerse al servicio del pretendiente”; para otros, “una figura borrosa y enigmática tildada de haber formado parte de la masonería”; y para otros “un fraile de valía, pero intrigante en la corte y en su orden”. Quizá se acerque más a la verdad el juicio con que le describió sor Patrocinio a la Reina: “Durante mucho tiempo fue consejero de su padre, al que amaba con todo el alma. Cierto que había sido de la facción, pero era demasiado inteligente para seguir siéndolo. Es un verdadero español: conoce los gustos y costumbres del clero y el corazón del pueblo. De éste no se puede decir a V. M. que es uno de tantos imbéciles. Todos le reconocen un espíritu elevado y al mismo tiempo dulzura, pues en los tiempos que corremos se puede obtener mucho más con la dulzura de san Francisco de Sales que con los rigores de san Carlos Borromeo”.

 

Obras de ~: Oración exhortatoria que el 27 de septiembre de 1812 en la solemnidad de la publicación y jura de la Constitución política de la monarquía española, sancionada por las Cortes generales y extraordinarias de la nación en 18 de marzo del presente año, con asistencia del Señor Capitán General de las Provincias del Río de la Plata, al Exmo. Cabildo de esta ciudad, el clero secular y regular, y todos los jefes y corporaciones, pronunció en la iglesia matriz el R. P. Predicador Apostólico Fr. Cirilo Alameda, del Orden de N. P. S. Francisco [...], Montevideo, 1812; Carta pastoral que el Exmo. e Ilmo. Señor D. Fr. Cirilo de Alameda y Brea, Arzobispo de Burgos, dirige al M. V. clero y a todos los fieles de su diócesis en el ingreso a su Arzobispado, Madrid, Imprenta E. Aguado, 1849; Exposición del Arzobispo de Toledo, Fr. Cirilo de Alameda y prelados sufragáneos en las Cortes constituyentes sobre la unidad católica, La Cruz, 1868, págs. 433-439.

 

Bibl.: J. de Bulnes Solera, La fuga del P. Cirilo encubierta por el gobierno de S. M. Exposición del cabildo catedral de Santiago de Cuba, Madrid, Imprenta Boix, 1839; L. Lourine, El P. Cirilo y el general Maroto, Barcelona, Imprenta Roger, 1839; “Cirilo Alameda y Brea”, en Personajes célebres del siglo XIX, vol. VI, Madrid, 1844; A. Arce, “Cirilo Alameda y Brea, OFM (1781-1872), ministro general, arzobispo y cardenal”, en Hispania Sacra, 24 (1971), págs. 257-345; J. Martín Tejedor, “Alameda y Brea, Cirilo, OFM”, en Q. Aldea Vaquero, T. Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica de España, vol. I, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Enrique Flórez, 1972, págs. 26-28; C. A. Roca, Vida del cardenal arzobispo Cirilo de Alameda y Brea, Montevideo, Biblioteca Nacional, 1974; M. de Pobladura, “Apuntes y documentos para la biografía del cardenal franciscano Alameda y Brea (1781-1872)”, en Archivo Ibero-americano, 41 (1981), págs. 279-319; J. M. Cuenca y S. Miranda, “Los inicios del pontificado burgalés de Fray Cirilo de Alameda (1849-57)”, en Revista de Historia Contemporánea, Universidad de Sevilla, 3 (1984), págs. 151-156; J. R. Navarro García, “Trayectoria americana y actitudes políticas del carlista Fr. Cirilo Alameda y Brea. Arzobispo de Santiago de Cuba, Burgos y Toledo”, en Trienio, 9 (1987), págs. 133-163; F. Díaz de Cerio, Regesto de la correspondencia de los obispos de España en el siglo XIX con el nuncio, según el fondo de la Nunciatura de Madrid en el Archivo Vaticano (1791-1903), vol. I, Città del Vaticano, Archivo Vaticano, 1984, págs. 248-260; C. Miguelsanz Garzón, Biografía del cardenal franciscano fray Cirilo Alameda y Brea: su compromiso político y religioso en los reinados de Fernando VII y de Isabel II, Priego (Córdoba), Asociación Hispánica de Estudios Franciscanos, 2012.

 

Maximiliano Barrio Gozalo

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