Borbón y Borbón, Carlos María Isidro de. Conde de Molina. Aranjuez (Madrid), 29.III.1788 – Trieste (Italia), 10.III.1855. Primer pretendiente carlista a la Corona de España.
Segundo de los hijos varones de Carlos IV y de María Luisa de Parma. Al igual que sus hermanos, don Carlos recibió una esmerada educación en la que junto al Latín, el Español, el francés, la Geografía, la Historia —según los libros de Mariana—, el dibujo —bajo la dirección de Carnicero— y la religión se incluyeron nociones militares, aspecto este último que corrió a cargo del general de Artillería Vicente Maturana. En 1808 su biblioteca personal constaba de unos mil quinientos volúmenes, correspondientes a 333 obras, de las que 94 eran de religión, 59 de literatura, 36 de ciencias, 35 de geografía y 23 de historia y arte.
A pesar de la excelente relación que siempre mantuvo con su hermano mayor, don Carlos no tuvo ninguna participación conocida en las maquinaciones contra Godoy. Tampoco parece que el Príncipe de la Paz tuviese contra él especial animadversión, pues en una de las variadas propuestas que hizo a Napoleón a lo largo de 1806 se contemplaba entregar a don Carlos una de las cuatro partes en que se proponía dividir Portugal. En cualquier caso, tras el motín de Aranjuez don Carlos se alineó incondicionalmente con su hermano, y el 24 de marzo de 1808 le acompañó en su entrada triunfal en Madrid. Poco después, compartía con él un episodio mucho menos agradable: el viaje a Francia para entrevistarse con Napoleón y las abdicaciones de Bayona, en virtud de las cuales no sólo Carlos IV, sino también Fernando VII y el infante Carlos renunciaron a sus derechos a la Corona de España a favor de Napoleón. Se ignora qué fundamento puedan tener las afirmaciones de algunos historiadores de que don Carlos se negó a firmar la renuncia, pues lo cierto es que se publicó en su día el documento firmado por él y el infante Antonio. Dado que posteriormente juró también sin mayores problemas la Constitución de 1812 al iniciarse el Trienio Liberal es de suponer que fueran cuales fueran sus convicciones personales en las cuestiones políticas estaba dispuesto a hacer lo que le ordenase su hermano.
Confinado con Fernando VII en el castillo de Valençay, don Carlos no tardó en formar una nueva biblioteca, de cuyos 126 títulos realizó un índice para ponerlos a disposición de su hermano. Al igual que en la biblioteca formada con anterioridad a 1808, las obras predominantes eran las de temática religiosa y literaria, conviviendo entre estas últimas las de los autores franceses, españoles y latinos. Por fin, tras cerca de seis años de cautiverio, y debido a las derrotas experimentadas por las tropas francesas en todos los frentes, el 24 de marzo de 1814 Fernando VII pudo cruzar nuevamente los Pirineos, y unos días más tarde hizo lo propio don Carlos, que había quedado como rehén en Perpignan. El 13 de mayo, después de que Fernando hubiese publicado sus famosos decretos de Valencia, en virtud de los cuales se abolía la obra de las Cortes de Cádiz, los prisioneros de Valençay efectuaban su entrada triunfal en Madrid.
Hombre de plena confianza de su hermano, don Carlos no sólo fue nombrado coronel de la brigada de Carabineros, gran prior de la Orden de San Juan de Jerusalén y hermano mayor de la Maestranza de Ronda, sino que además dirigía la vida política cuando Fernando VII tomaba los baños de Sacedón, si bien consultaba de inmediato todas sus disposiciones con el Monarca. Tuvo un papel importante en el seno del Consejo de Estado, aunque debe incidirse en que de todas sus actuaciones políticas informaba puntualmente a su hermano, y que invariablemente seguía las indicaciones que le diera el Monarca, coincidiesen o no con sus propias orientaciones. Dentro de este organismo se declaró partidario de una amnistía limitada para liberales y afrancesados —más proclive a los últimos que a los primeros— y del programa de Hacienda presentado por Martín de Garay. Asimismo, fueron constantes su oposición a cuantas medidas pudieran suponer una desamortización de los bienes de la Iglesia, las órdenes militares o los ayuntamientos, y su interés por las medidas destinadas a restablecer el control de España sobre sus posesiones americanas.
En 1816 tuvieron lugar las nupcias de Fernando VII y el infante Carlos con sus sobrinas Isabel —fallecida en 1818— y María Francisca de Braganza, hijas del rey de Portugal, Juan VI, y de la infanta española Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII. Tres fueron los hijos de este matrimonio: Carlos Luis (31 de enero de 1818), Juan Carlos María Isidro (15 de mayo de 1822) y Fernando María José (19 de octubre de 1824).
Tras el levantamiento de Riego y las posteriores sublevaciones de diversas guarniciones militares, don Carlos fue nombrado presidente de una Junta Reformadora de los Negocios Públicos (3 de marzo de 1820) que no tuvo ocasión de desplegar su actividad, pues aunque en la sesión del Consejo de Estado celebrada el 6 de marzo don Carlos se mostró contrario a que se reimplantase la Constitución de 1812 —“el Trono de S.M. vacilará y con él el Altar”—, Fernando VII, presionado por las circunstancias, juró de inmediato la Constitución y ordenó a su hermano hacer lo propio. No se sabe si Fernando pensó inicialmente en mantenerse leal al nuevo régimen y fueron medidas como la supresión de las órdenes religiosas las que le llevaron a trabajar contra él, o si su aceptación nunca fue sincera. Lo cierto, como puede verse en la Relación de Marcó del Pont, o en la hoja de servicios del general Casasola, es que desde antes de que concluyese 1820 se formó con su consentimiento una Junta Suprema encargada de coordinar las actividades absolutistas, y que su palacio fue el lugar donde muchos oficiales se presentaban a recibir órdenes y unirse a las partidas realistas que con el paso del tiempo fueron alzándose. Aunque es indudable que don Carlos colaboró en dicha política cuanto estuvo en su mano, en agosto de 1820 evitó un enfrentamiento de consecuencias incalculables entre el Rey de un lado y las Cortes y el Ministerio dirigido por Argüelles de otro, pues consiguió convencer a su hermano de que aceptase la dimisión presentada por el marqués de las Amarillas antes de que se pidiese su cese por el Congreso, dimisión que Fernando se había negado inicialmente a aceptar, llegando incluso a insultar duramente a sus ministros.
No consta que don Carlos tuviese nada que ver con los preparativos de la jornada del 7 de julio de 1822, ante la que permanecieron pasivos los batallones de la Guardia que se habían quedado en el Palacio Real, pero jugó un papel activo a la hora de proteger a varios de los oficiales que habían participado en ella, a quienes escondió en sus habitaciones. Entre los allí acogidos parece que estuvo el principal de sus organizadores, Luis Fernández de Córdoba, que omite cuidadosamente cualquier referencia al efecto en su Memoria justificativa.
Al producirse la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis, don Carlos acompañó a su hermano primero a Sevilla, y luego a Cádiz. Ante la imposibilidad de continuar la resistencia, el 1 de octubre de 1823 los liberales permitieron que la Familia Real se uniese a las fuerzas sitiadoras en el Puerto de Santa María. Al parecer, tanto la tercera mujer de Fernando VII, como la de don Carlos y su hermana María Teresa, princesa de Beira, se pusieron de acuerdo en la ropa que debían llevar para unirse a quienes consideraban sus libertadores, pero no informaron de sus propósitos a Luisa Carlota de Borbón, esposa del infante Francisco de Paula, que quedó así en situación desairada, lo que probablemente no fue el principio de sus disensiones con las hermanas portuguesas, pero sí un elemento que contribuyó a enturbiarlas aún más.
Tras la restauración del absolutismo don Carlos mostró hacia los liberales la misma animadversión de la que había hecho gala con anterioridad, y en la reunión del Consejo de Estado del 28 de diciembre de 1823 se mostró contrario a que se les concediese una amplia amnistía, tal y como solicitaba el Gobierno francés, pues consideraba que el descontento de los realistas podría dar lugar a que se tomasen la justicia por su mano “y haya muertes y asesinatos, y V.M. se vea precisado, aunque con el mayor dolor, a perseguir a sus más fieles vasallos, y a proteger a sus más encarnizados enemigos”, quienes además no agradecerían la protección otorgada, pues “lo creerán de justicia y más bien resulta de su manejo, que de bondad de V.M.”. Anticipó así el Infante muchos de los sucesos que habrían de ocurrir en la última década del reinado.
Dado su evidente deseo de mantener en cuanto fuese posible el Antiguo Régimen, nada tiene de extraño que el infante Carlos defendiese el mantenimiento de los fueros vasconavarros en cuantas ocasiones se planteó esta cuestión en el Consejo de Estado.
Su postura al respecto contribuyó a que se ganase el afecto de las autoridades locales, que vieron en él a un aliado, y que pronto tuvieron ocasión de devolverle los favores prestados.
En julio de 1826, don Carlos fue consultado por su hermano sobre una posible apertura del régimen a los liberales en la línea planteada por Mata Echevarría siguiendo los dictados de Espoz y Mina. Su parecer fue contrario, pues para el Infante el único medio de hacer frente a los males de España era “buscar el Reino de Dios y su justicia, volver para la causa de Dios con todo tu poder, que es bien grande en el Señor, puesto que tú reinas por Dios, y después arreglar todas las cosas a este mismo fin, de su mayor honra y gloria, deseando agradarle y, temiendo ofenderle en un todo”. Aunque haciendo especial hincapié en el afecto que sentía por el Rey y en que jamás había alentado la menor disensión partidista, don Carlos no dudó en recordar a su hermano que “ya hace más de un año y medio que te he dicho que el camino que llevabas, contemplando a los malos y poniéndote en sus manos, al mismo tiempo, que había un propensión en perseguir a los buenos, fieles vasallos, llegaría el día en que te vieses ligado de pies y manos, y no tuvieses más remedio que sucumbir a la ley que te quisieren imponer y si los buenos te quisieren defender, te vieres en un dura presión y en la injusticia mayor de tenerlos que perseguir de mano armada. Tú ya crees que es llegado el caso de la primera parte. Yo no lo creo, porque todavía hay remedio, pero si das este paso, acaso se cumplirá mi segunda parte”.
Cuando Fernando VII desechó estos planes, los liberales replicaron con la publicación del Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, texto que aparentemente era obra de absolutistas exaltados, en el que se criticaba la política del Monarca y se concluía la necesidad de proclamar Rey a don Carlos. Se trataba de una política ya ensayada con anterioridad, y en la que harían hincapié en los años sucesivos, destinada a romper los fuertes lazos afectivos existentes entre ambos hermanos y aumentar las disensiones en las filas realistas, disensiones que estallaron abiertamente en la revuelta de los agraviados catalanes, en cuyas proclamas llegó a mencionarse al Infante, que es evidente que no tuvo nada que ver con su sublevación. En cualquier caso, en enero de 1828 Fernando VII dispuso que en adelante los Infantes y sus familias comieran en sus cuartos y no con el Rey, rompiendo así una costumbre que se remontaba a 1814.
En mayo de 1829, se produjo el óbito de la tercera mujer de Fernando VII, encontrando así cuantos no eran proclives a las posturas políticas de don Carlos una nueva ocasión para desplazarle de la sucesión a la Corona. Propiciada por Luisa Carlota, la candidatura que acabó imponiéndose fue la de su hermana, María Cristina de Nápoles, cuyos esponsales se celebraron antes de que finalizase el año. No tardó en quedar embarazada la nueva Reina, y antes de que se produjese el nacimiento de la primera de sus hijas, la futura Isabel II, Fernando VII hizo publicar la Real Pragmática Sanción en fuerza de ley decretada por el señor Rey don Carlos IV a petición de las Cortes del año 1789 para la observancia perpetua de la ley 2.ª, título 15, partida 2.ª, que establece la sucesión regular en la Corona de España. Esta medida suponía la abrogación del autoacordado de 1713, en virtud del cual don Carlos reinaría en España, como Carlos (V), si su hermano no tenía ningún hijo varón. No consta que el Infante protestara entonces de una medida que, tal como se adoptó, era dudosamente legal, pero tal vez consideró que no era necesario hacerlo, pues si Fernando VII tenía hijos varones la cuestión se resolvería por sí sola.
Como han puesto de manifiesto las investigaciones de Moral Roncal, don Carlos fue un destacado protector de las artes y las letras, desempeñando un activo papel en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando —de la que fue consiliario y académico de honor y de mérito—, apadrinando la labor de diversos pintores e interesándose por la labor de las universidades, así como por las obras educativas de la Compañía de Jesús. Su biblioteca contaba con doce mil volúmenes en vísperas de la muerte de su hermano. Confiscada al iniciarse la Primera Guerra Carlista, constituyó el núcleo fundacional de la biblioteca del Senado.
En septiembre de 1832, durante su veraneo en La Granja, la salud de Fernando VII empeoró de forma repentina hasta el punto de que su muerte pareció inminente. La presión de los embajadores de las potencias absolutistas y los fuertes apoyos con que don Carlos contaba en el Ejército y la opinión pública hicieron que el Gobierno tratase de pactar con el Infante, a quien se llegó a ofrecer la corregencia si aceptaba la sucesión femenina, a lo que se negó de manera rotunda pese a los denodados esfuerzos por convencerlo del conde de la Alcudia. Ante el temor de una guerra civil de resultado incierto, María Cristina accedió a que su marido derogase la pragmática sanción de 1830, lo que suponía el triunfo de don Carlos. No obstante, la decisión de que estos actos no fueran dados a conocer hasta después de la muerte del Rey, y la inesperada recuperación del Monarca, hicieron que todo quedara sin efecto. El 1 de octubre se constituía un nuevo Ministerio, encabezado por Zea Bermúdez, cuyo principal objetivo no era otro que garantizar la sucesión de Isabel II, para lo cual se procedió a separar de sus puestos a cuantos funcionarios civiles y militares podían ser sospechosos de simpatizar con don Carlos. Las prisas del Gobierno, que en dos semanas destituyó a seis capitanes generales, no tuvieron mayores consecuencias por la firme decisión del Infante de no permitir ningún movimiento a su favor en vida de su hermano.
Aunque en los meses anteriores la vida en la Corte ya no resultaba fácil, tras los sucesos de La Granja la situación no podía ser más tensa. Como narra el embajador portugués “es tal el recelo que se ha creado entre esta Real Familia, unos con respecto a otros, que en cada Cuarto de los Señores hay la mayor vigilancia tanto de día como de noche, cerrándose y atrancándose las puertas como si recelasen un asalto del enemigo, y el más pequeño acaso durante la noche es tenido por un atentado a su vida”. Las intrigas a favor de uno y otro bando estaban a la orden del día, y sin duda en ellas tenían un importante papel la mujer y la cuñada de don Carlos, hasta el punto que Fernando VII utilizó su influencia en Lisboa para conseguir que don Miguel llamara a su lado a la princesa de Beira. Para sorpresa de todos, don Carlos pidió acompañarla, y el 16 de marzo de 1833, don Carlos y su familia abandonaron Madrid camino de Portugal. Allí fue requerido el 23 de abril para jurar a Isabel como princesa de Asturias, a lo que se negó en una carta tan explícita como afectuosa hacia su hermano. Este mismo tono se mantuvo en la correspondencia mantenida a partir de entonces, en que Fernando VII insistía en que don Carlos debía abandonar Portugal con destino a los Estados Pontificios, y éste ponía todos los impedimentos imaginables para no cumplir sus órdenes.
En ese año de 1833 fue separado de la insigne Orden del Toisón de Oro, a la que pertenecía desde el 1 de abril de 1788, a los pocos días de nacer, investido por su padre el Rey el 3 de enero de 1799, siendo su padrino su hermano el príncipe de Asturias.
Al tener noticia de la muerte de Fernando VII, acaecida el 29 de septiembre de 1833, don Carlos publicó el manifiesto de Abrantes, en el que reivindicaba sus derechos al trono. Aunque su propósito inicial fue penetrar en España para unirse a sus partidarios, la presencia del Ejército de observación en la frontera le impidió cumplir su designio. No pasó mucho tiempo antes de que las tropas españolas, primero de manera informal, y luego amparadas por el Tratado de la Cuádruple Alianza, cruzasen la frontera con el propósito de hacerlo prisionero. Sin embargo, y aunque la causa de don Miguel ya estaba definitivamente perdida, una hábil gestión del barón de los Valles y del obispo de León impidió que don Carlos cayese en manos de sus perseguidores, pues se consiguió que fuese evacuado por la flota británica y trasladado a Inglaterra, donde desembarcó a mediados de junio. Quince días más tarde, fingiendo que una enfermedad le obligaba a permanecer aislado, don Carlos y el barón de los Valles, debidamente disfrazados, emprendieron un nuevo periplo que, a través de Francia, les llevó a reunirse con sus partidarios de las provincias vasconavarras el 9 de julio de 1834.
El momento no podía ser más delicado, pues coincidía con la llegada al norte del Ejército que al mando del general Rodil había participado en la guerra civil portuguesa, pero la presencia de su Soberano, por más que para Martínez de la Rosa fuera tan sólo “un faccioso más”, restableció el ánimo de sus seguidores en tan crítico momento. Es más, Zumalacárregui le utilizó como señuelo, y mientras buena parte de las tropas cristinas marchaban en su persecución por los más ásperos senderos, el general carlista pudo hacer frente más desahogadamente al resto de las tropas de la Reina. Poco más tarde, el 4 de septiembre de 1834, fallecía en Inglaterra María Francisca de Braganza. Tres días más tarde, don Carlos confirmaba los fueros de Vizcaya so el árbol de Guernica.
A principios de 1835, los progresos de las armas carlistas permitieron que don Carlos se estableciera un par de meses en Zúñiga. Aunque el pretendiente no interfirió en exceso en las operaciones militares, parece que fue una decisión de su Gobierno la que hizo que Zumalacárregui abandonase su plan para apoderarse de Vitoria y se dirigiese contra Bilbao, donde cayó mortalmente herido. Su sucesión hubiera podido crear un grave problema de no encontrarse don Carlos entre sus tropas, pero su presencia sirvió para que ésta se realizase sin mayores problemas, recayendo el mando en el teniente general González Moreno, que debido a su derrota en Mendigorría sería sustituido poco más tarde por el también teniente general Nazario Eguía, que pese a conseguir buenos resultados dimitió a mediados de 1836, encargándose en esa ocasión la dirección del Ejército a Bruno de Villarreal. El 15 de octubre se celebró en Durango, que se había convertido en la residencia habitual de don Carlos, una reunión presidida por él y a la que asistieron los más destacados generales y el ministro Erro, que al igual que Villarreal pensaba que debía sitiarse Bilbao, no tanto para tomarlo, como para obligar a las tropas isabelinas a acudir en su socorro y presentar batalla en los terrenos elegidos por los legitimistas. La ruptura del sitio tras la batalla de Luchana supuso la caída tanto de Villarreal como de Erro, que desde abril de 1836 había actuado como ministro universal. A partir de este momento, la figura política emergente del bando carlista será José Arias Tejeiro, que hasta febrero de 1839 irá ocupando cada vez más parcelas de poder.
En agosto de 1836, la sublevación de los sargentos de la Guardia Real en la Granja para proclamar la Constitución de 1812, y el asesinato del general Quesada, hicieron temer a María Cristina que el liberalismo extremo pudiera desbordarse, por lo que decidió entablar negociaciones con don Carlos a través de la Corte de Nápoles, negociaciones que deberían llevar al fin de la guerra mediante la renuncia de Isabel II a sus derechos y su matrimonio con el hijo mayor de don Carlos. Para que dichas intenciones se llevaran a efecto era necesario que las tropas carlistas llegasen hasta Madrid, y con ese propósito se puso en marcha en mayo de 1837 la expedición real, encabezada por el pretendiente, que tras las más variadas vicisitudes llegó a las puertas de la capital el 12 de septiembre de 1837. Pero en los meses transcurridos, la situación había evolucionado notablemente en la España liberal y María Cristina, sintiéndose más segura, no se presentó en las filas carlistas. La llegada de numerosas tropas en socorro de Madrid obligó a los carlistas a retirarse, y si bien desde el punto de vista militar la aventura no revistió excesivo coste, desde el punto de vista político fue muy diferente, pues resultaba muy duro haber llegado ante la capital del reino y ni siquiera haber tratado de asaltarla. La proclama dada por don Carlos en Arciniega puso de relieve la tensión existente en las filas legitimistas, y numerosos generales del sector moderado del carlismo fueron detenidos y encausados. Para evitar mayores fricciones, el propio don Carlos asumió directamente el mando del Ejército. También fue depuesto el general Uranga, que había quedado al frente de las Provincias mientras duró la expedición, y que a pesar de haber conseguido diversos éxitos había protagonizado un duro enfrentamiento con las autoridades forales.
A partir de este momento, la dirección efectiva del Ejército carlista del Norte recayó en los jefes de Estado Mayor, puesto que fue ejercido por Guergué hasta finales de junio de 1838, en que fue sustituido por Maroto, lo que representaba una apertura hacia el sector moderado del carlismo. Al parecer, su llamamiento fue propiciado por los cortesanos, y más específicamente por Villavicencio, el barón de los Valles y el padre Gil. La inactividad de este general y los rumores cada vez más intensos de que se proponía llegar a un acuerdo con Espartero a espaldas de su Monarca, hicieron que el Ministerio encabezado por Arias Teijeiro, que inicialmente le había apoyado, se colocará en su contra, y que diversos generales pidieran su cese. Según algunos testimonios, el 18 de octubre don Carlos se habría decidido a destituir a Maroto, pero este mismo día se produjo la llegada de la princesa de Beira, con quien había contraído segundas nupcias, y todo quedó pospuesto.
El 18 de febrero de 1839 Maroto mandó detener y fusilar sin formación de causa a los generales que se oponían a sus propósitos. Aunque en la misma tarde del 18 de febrero tuvo don Carlos noticia de estos hechos, no fue hasta el día 21, al tener noticia de que Maroto marchaba con sus tropas sobre el Cuartel Real, cuando dio un decreto en que se le declaraba traidor y trató de tomar las medidas oportunas para hacerle frente. No anduvo muy acertado don Carlos a la hora de designar a los generales que debían defenderle, pues encargó de ello a los mismos que en su día habían sido perseguidos por el partido apostólico, al que Maroto se proponía derrocar. Pero en el fondo ésta parece haber sido una cuestión accesoria, pues al final don Carlos fue convencido para que se aviniera a negociar, a lo que accedió al considerar que una batalla interna entre los legitimistas, a tan poca distancia del Ejército de Espartero, podía suponer el fin de su causa.
Desterrados todos aquellos civiles y militares cuyo alejamiento fue exigido por Maroto, don Carlos estuvo en los meses siguientes en una situación sumamente delicada, pues aunque era consciente de la poca fiabilidad de su jefe de Estado Mayor le resultaba prácticamente imposible destituirle: “Manifestado me ha Maroto sus sentimientos de respeto y decisión por mi y por mi Causa —escribió don Carlos al conde de la Alcudia un par de meses después de estos hechos—, protestando que no llevaba otro interés en cuanto hace; pero él es muy orgulloso, precipitado y atrevido, en todo se quiere meter y que se haga lo que él quiera [...] tiene alucinado y ganado a la mayor parte del Ejército y sobre todo a los jefes que le han ayudado en su temeraria empresa y siempre hay que recelar un nuevo atentado. Entre los suyos no se oye otra cosa que se va a hacer la paz y esto da que maliciar si estará de acuerdo con Espartero de quien ya ha recibido algunas proposiciones que yo no sé cuales ni como han sido. El obra y no cuenta conmigo sino para que haga lo que él quiere [...] Yo siempre espero en el favor de Dios y en su infinita misericordia”. Al final, y tras una serie de vicisitudes que no hacen al caso, las negociaciones entre Maroto y Espartero culminaron en el Convenio de Vergara, en virtud del cual el 31 de agosto de 1839 depuso las armas más de la mitad del ejército carlista. Incapaz de continuar la campaña al frente de unas tropas minadas por la desconfianza hacia sus jefes, don Carlos cruzó la frontera el 14 de septiembre.
Una vez en Francia, el Gobierno de Luis Felipe le obligó a establecerse en Bourges, donde debido a las presiones del Gobierno español le mantuvo confinado impidiéndole que se trasladara a cualquier otro país y vigilando sus actividades. El 18 de mayo de 1845, siguiendo los consejos de Gregorio XVI y de Metternich, don Carlos abdicó en el mayor de sus hijos y adoptó para sí el título de conde de Molina. La medida se debía en parte al deseo de muchos de sus seguidores de propiciar el matrimonio entre Carlos Luis e Isabel II, propuesta apoyada en las filas isabelinas por el marqués de Viluma, pero cuyo fracaso no tardó en producirse. Consecuencia directa de la abdicación fue que el Gobierno francés pensara que ya no era necesario vigilar tanto a don Carlos, a quien permitió abandonar el país para establecerse en Italia.
Favorablemente acogido por Carlos Alberto de Cerdeña, don Carlos fijó su residencia en el palacio Sallicetti de Génova, donde al igual que en Bourges se creó una pequeña Corte legitimista. Allí permaneció hasta 1848, en que el proceso revolucionario desencadenado en dicho año le obligó a trasladarse a Trieste, ocupando parte del palacio que la duquesa de Berry tenía al final de la via del Lazareto Vecchio. En los veranos solía trasladarse a tomar los baños de Baden, donde su presencia se hizo más frecuente tras el ataque de hemiplejia que sufrió en diciembre de 1849 y que le dejó parcialmente paralizado el lado izquierdo. Enfermo de gravedad desde mediados de febrero de 1855, don Carlos entregó su alma a Dios el 10 de marzo de 1855, fecha que luego fue establecida por su nieto Carlos (VII) como día de los mártires de la Tradición, y fue enterrado en la catedral de San Justo de Trieste.
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Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera