José Bonaparte. Corte, Córcega (Francia), 7.I.1768 – Florencia (Italia), 28.VII.1844. Rey de España.
Hermano mayor de Napoleón Bonaparte, estudió Leyes en Pisa (Italia) y se hizo abogado. En 1789, se sumó a la Revolución que estalló en Francia, siendo elegido diputado por Ajaccio en 1792. En 1794, se le nombró proveedor del Ejército en Marsella; allí casó con Julia Clary, hija de un riquísimo jabonero. Merced a su hermano que iniciaba por aquellos años su carrera militar y política, en 1796, José fue comisionado para desempeñar importantes misiones en Parma y Roma. Fue diputado en el Consejo de los Quinientos, el órgano legislativo inferior en la época del Directorio; contribuyó a la preparación del golpe de Estado dado por su hermano el 9 de noviembre de 1799.
Después, intervino como diplomático, firmando tratados con Estados Unidos, Austria, Gran Bretaña y el Vaticano. Al convertirse Napoleón en emperador (1804), José fue nombrado elector imperial con derecho a heredar la Corona en el caso de que su hermano muriera sin sucesión. Se le adjudicó el trono de Nápoles, el 30 de marzo de 1806, en donde gobernó, rodeándose de ministros competentes —muchos de ellos napolitanos— y llevando a cabo transformaciones en la Administración, el Ejército, la enseñanza, las órdenes religiosas, suprimiendo los derechos feudales e introduciendo el Código Civil.
Muchos españoles atribuían al ministro Godoy la crisis que conocía España a principios del siglo. El 19 de marzo de 1808, en Aranjuez, una conspiración obligó a Carlos IV a abdicar la Corona en su hijo, el príncipe de Asturias, que se convirtió entonces en el rey Fernando VII, pero Carlos IV se arrepintió enseguida y, pocos días después, le envió a Napoleón una carta en la que declaraba que, si había renunciado a la Corona en favor de su hijo, fue “por la fuerza de las circunstancias” y confiaba en Napoleón para que decidiera el futuro de la dinastía y de España; en sus palabras, “acudía a ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo” y prometía conformarse “con todo lo que este mismo grande hombre quisiera disponer”. Ello equivalía a hacer de Napoleón el árbitro de la situación.
Así lo entendió éste, quien invitó a la familia real —al padre y al hijo— a reunirse con él en Bayona. En la pequeña ciudad francesa, se desarrollaron entonces unas escenas lamentables: el padre y el hijo se insultaron mutuamente. Napoleón exigió primero que Fernando renunciara al trono de España, luego que Carlos IV abdicara, esta vez en favor del emperador de Francia, quien se comprometió a dar a España un príncipe que garantizara la independencia del reino y emprendiera la modernización de sus instituciones. A continuación Napoleón procedió a designar a un rey —su propio hermano José Bonaparte— y a otorgar, o mejor dicho, a imponer una constitución —o estatuto— a España.
Para ello, se convocó en Bayona una asamblea compuesta por representantes del clero, de la nobleza y del tercer estado; de los ciento cincuenta previstos sólo sesenta y cinco estuvieron realmente presentes. Presidía la asamblea Miguel José de Azanza, futuro ministro de José Bonaparte. El Estatuto quedó aprobado el 6 de julio. Al día siguiente, la Asamblea aceptó a José Bonaparte como rey de España y de las Indias y éste, a su vez, prestó juramento ante ella.
Aunque se tratara de una carta impuesta por Napoleón, la Constitución de Bayona contenía disposiciones que rompían con el pasado; era el primer esbozo de un gobierno representativo en España. Los primeros artículos proclamaban la religión católica como dominante y única en España, sin tolerancia de ningún otro culto, la sucesión al trono en la familia de Napoleón y la alianza perpetua entre Francia y España. Luego se definían las nuevas instituciones: el Rey seguía siendo el centro del sistema, pero es cierto que el Estatuto incorporaba una serie de principios nuevos que se apartaban de las normas vigentes en una Monarquía de tipo tradicional; se contemplaba la formación de tres cuerpos: un Senado, un Consejo de Estado y unas Cortes con una cámara única, dividida en tres estamentos —clero, nobleza y pueblo—.
Las Cortes no tenían poder legislativo; su misión se limitaba a fiscalizar los actos del gobierno. Se proclamaba además la abolición de los privilegios y del tormento; las libertades individuales, incluida la libertad de prensa, se veían garantizadas.
En estas condiciones, se comprende la postura de los que decidieron acatar el régimen de José Bonaparte, los afrancesados. Como señala Miguel Artola, éstos fueron, fundamentalmente, los ilustrados del tiempo de Carlos III que volvían a ocupar puestos de primera fila, con las excepciones egregias de Floridablanca y Jovellanos.
Ello se evidencia perfectamente en Cabarrús: perseguido o soterrado bajo el despotismo de Godoy, fue nombrado ministro de Hacienda por José Bonaparte y aceptó el cargo, dispuesto a seguir con las mismas ideas y proyectos presentados y en parte realizados bajo Carlos III; en 1808, Cabarrús se sacaba de la cartera el fruto de unas largas meditaciones desde antes aún de llegar al Ministerio. Parecido fue el caso del canónigo Llorente, nombrado director de los bienes nacionales; nada más llegar a Bayona donde había sido llamado para formar parte de la Junta de Notables, no ocultó el entusiasmo que sentía por José Bonaparte en el que veía una posibilidad única de establecer los cambios sociales, políticos y religiosos que España demandaba, ya que los Borbones carecían de voluntad para implantarlos, y a ellos se debía fundamentalmente la responsabilidad de aquel marasmo. Otros destacados representantes de la Ilustración entraron también a formar parte de la administración del nuevo régimen: Mariano Luis de Urquijo como ministro, el poeta Meléndez Valdés como consejero de Estado, José Marchena como director (entonces se decía redactor) de la Gaceta y archivero mayor del Ministerio del Interior (hoy de la Gobernación), Moratín, etc.
Otros ilustrados, en cambio, manifestaron su repulsión por el nuevo régimen que venía impuesto por una potencia extranjera, que se acompañaba de una ocupación militar y que iba a desencadenar una guerra civil. Jovellanos es muy representativo de éstos, los futuros liberales de Cádiz. El 7 de julio de 1808, cuando se formó el primer gobierno de José I, Jovellanos fue nombrado ministro del Interior; para rechazar el cargo alegó problemas personales de salud, pero, después de Bailén, ya no ocultó sus sentimientos: le envió a Cabarrús una carta de ruptura; el 17 de septiembre, aceptó ser delegado de su provincia —Asturias— en la Junta Central que se estaba formando en Madrid.
Aprobado el Estatuto de Bayona, José I se dirigió a Madrid, pero, a los pocos días de instalarse en el Palacio Real, el 30 de julio de 1808, tuvo que salir precipitadamente hacia el norte de la Península, al enterarse de la derrota francesa de Bailén, ocurrida el 22 de julio.
Napoleón tuvo que tomar personalmente el mando de un gran ejército e invadir España. Entró en Vitoria el 5 de noviembre de 1808; el 29 del mismo mes, deshizo las defensas que soldados españoles tenían puestas en Somosierra, abriéndose así paso hacia Madrid; el 2 de diciembre, estaba en Chamartín y, poco después, José Bonaparte volvía a ocupar el Palacio Real de Madrid. Después de aquella fecha, la situación pareció evolucionar de modo más satisfactorio.
Hasta marzo de 1813, la mayor porción del territorio hispánico estuvo bajo la órbita de aquel monarca “intruso” que reinaba en casi todo el norte de la Península, a excepción de Aragón y Cataluña y el reino de Navarra, en donde se mantenía un virrey, y el noroeste gallego, que escapó prácticamente siempre al dominio francés, más en amplias zonas de la meseta y el centro; en 1810, emprendió un largo viaje a Andalucía, visitando Córdoba, Sevilla, Málaga, Granada..., pero no pudo someter Cádiz.
Desde el principio, no se le ocultó a José lo difícil que iba a ser su misión en la península. A partir del 2 de mayo de 1808, él y sus colaboradores —los afrancesados— tuvieron que hacer frente a la resistencia armada del pueblo español, al ejército, a las partidas de guerrilleros y a las tropas británicas aliadas de la Regencia de Cádiz. Fue imposible convencer a los españoles de que podían confiar en el nuevo régimen para regenerar el país. Las circunstancias no se prestaban para que entrara en aplicación la Constitución de Bayona. Las Cortes previstas no llegaron nunca a reunirse, aunque se pensó en ello en abril de 1810, cuando la Junta Central decidió convocar Cortes; dos años después, en 1812, al constituirse efectivamente las Cortes de Cádiz, José intentó infructuosamente llegar a un acuerdo con ellas, ya que, en opinión de los partidarios del rey francés, ambos bandos —el de los afrancesados y el de los liberales— procuraban lo mismo: la regeneración de España por medio de unas instituciones modernas y de un gobierno representativo, pero ya era demasiado tarde para llegar a semejante entendimiento. El Consejo de Estado sí que se constituyó, en febrero de 1809, tan pronto como se hubo llevado a cabo la dominación del centro de la Península. Este organismo, que contó con la colaboración de destacadas personalidades como Llorente o Meléndez Valdés, tenía el mismo cometido que su modelo francés: estudiar y preparar cuidadosamente las decisiones del poder ejecutivo. Con el fin de acabar con la rutina, se suprimieron de un plumazo, el 19 de agosto de 1809, todos los Consejos del Antiguo Régimen: Castilla, Guerra, Indias, Hacienda, Órdenes, etc. En abril de 1810, se procedió a una reforma administrativa de singular trascendencia como fue la división de España en treinta y ocho prefecturas, ciento once subprefecturas y miles de municipios, en vez de las antiguas provincias; se trataba de corregir las irregularidades, reducir sustancialmente la multiplicidad y el desorden de las circunscripciones existentes, en su inmensa mayoría anacrónicas y desprovistas de sentido, eliminar los enclaves y la superposición de distritos heterogéneos, a fin de facilitar la acción de gobierno.
A pesar de lo que insinuaban sus adversarios, José Bonaparte no fue hostil a la religión. Los primeros artículos de la Constitución de Bayona proclamaban la religión católica como dominante y única en España, sin tolerancia de ningún otro culto. José Bonaparte siempre procuró mostrarse respetuoso con las devociones tradicionales. Solía asistir a misa, a varios oficios y a las procesiones del Corpus; llegó a seguir personalmente las estaciones del vía crucis en cuaresma, con una devoción aparente que recordaba los hábitos piadosos de Carlos IV. Lo que no admitía era que el clero se entrometiera en las cuestiones políticas. En esto no se apartaba nada de los ilustrados del siglo xviii. Lo mismo que aquellos ilustrados, José Bonaparte veía sobre todo en el clero regular una amenaza para su autoridad, ya que consideraba que los frailes estaban sometidos excesivamente a Roma, es decir, a una potencia extranjera. Así se explica el Decreto del 18 de agosto de 1809, inspirado por Juan Antonio Llorente, quien, ya el 30 de mayo de 1808, había compuesto un Reglamento para la Iglesia española en el que se leían frases como ésta: “No deben quedar en España monjes, frailes, monjas, clérigos regulares, cabildos de iglesias colegiales, parroquiales ni otro clero, en fin, que el episcopal y el parroquial [...] y este clero no ha de retener bienes algunos raíces sino sólo casa en el pueblo de la respectiva residencia”.
Por el Decreto de agosto de 1809 quedaban suprimidas y disueltas todas las órdenes regulares monacales, mendicantes y clericales en el término de quince días contados y deberían sus individuos salir de los conventos y claustros y vestir hábitos clericales seculares; todos los bienes monacales quedaban aplicados a la nación; se creaba una Dirección General de Bienes Nacionales, donde por primera vez apareció este nombre aplicado a los bienes confiscados a la Iglesia. Otro Decreto del 19 de agosto prohibió a los religiosos exclaustrados el derecho a predicar y confesar. Quedaron, asimismo, suprimidas las órdenes militares. La supresión de las órdenes religiosas dio ocasión de poner en marcha un plan ambicioso de reorganización de la enseñanza, entendido a partir del modelo francés. El 6 de septiembre de 1809 en los extinguidos colegios de los escolapios —las escuelas pías— se decidió establecer separadamente un colegio de pensionistas y una escuela gratuita. El colegio venía a ser más o menos el equivalente del liceo francés; en él se darían clases de Doctrina Cristiana, de Gramática Castellana y Latina, de Aritmética, de Álgebra, de Geometría, de Dibujo y de Geografía. Ésta era la gran novedad: los liceos o institutos-escuela; el objetivo era crear un liceo en cada prefectura.
Aquellas reformas no prosperaron; José no logró hacer triunfar el programa reformista esbozado en la denominada Constitución de Bayona. Ello se explica primero porque su reinado se desarrolló bajo el condicionante de la Guerra de la Independencia, y además porque José Bonaparte nunca dispuso de una plena soberanía. Estuvo constantemente obligado a acatar las voluntades de su hermano, el emperador Napoleón, para quien España no era más que un elemento auxiliar en un sistema complejo, cuyo objetivo era mantener y reforzar la preponderancia de Francia en Europa. En varias ocasiones, Napoleón tomó decisiones sin tener en cuenta los intereses de España, sin consultar siquiera a su hermano, puesto muchas veces ante los hechos consumados. Al llegar a Vitoria, en noviembre de 1808, arremetió contra los frailes, en los que veía unos cómplices y auxiliares de los ingleses.
En diciembre, en Chamartín, firmó una serie de decretos para destituir a los miembros del Consejo de Castilla, suprimir la Inquisición, reducir las casas monásticas a la tercera parte de sus efectivos, acabar con los derechos feudales y con las aduanas interiores, todo ello sin consultar para nada con su hermano.
José se sintió profundamente contrariado, no porque las medidas adoptadas le parecieran malas, sino porque consideraba que era él, José, como rey de España, el que debía legislar. Renunció al trono, pero tuvo que ceder a la presión de su hermano; se instaló en El Pardo y esperó a que Napoleón saliera de Madrid para regresar al Palacio Real, el 22 de enero de 1809.
El año siguiente, mientras José emprendía una visita a Andalucía, su hermano, con una total ausencia de tacto político, firmó el Decreto del 8 de febrero de 1810 por el que todo el territorio situado al norte del Ebro, o sea los distritos de Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya —es decir, las tres provincias vascongadas—, quedaba directamente sometido a Francia. En Cataluña, los generales franceses publicaron bandos redactados en francés y en catalán en los que se recordaban las glorias pasadas de la corona de Aragón, la rebelión de los Segadores, etc.; se fomentaron así los sentimientos nacionalistas de los catalanes. El 29 de mayo del mismo año, las zonas de Burgos y Valladolid quedaron asimismo separadas del gobierno de José Bonaparte y sometidas a una administración militar francesa. José protestó y envió al ministro Azanza a París para convencer a Napoleón de que convenía volver a la situación anterior. El mismo José viajó a París, en abril de 1811, pero no pudo obtener nada. Quiso entonces abdicar, pero Napoleón le convenció otra vez para que se quedase de rey y en contrapartida le nombró generalísimo de todo el ejército de España, concesión más teórica que real. Al regresar a Madrid, José rompió toda relación directa con su hermano; sólo se comunicaba con él por medio del general Berthier.
El 26 de enero de 1812, Napoleón dio un paso más al anexionar pura y simplemente Cataluña.
José I ha dejado mal recuerdo en España. Él pretendió pasar por un monarca delicado y amigo de las artes. Se le veía mucho en los teatros, o bien inaugurando bustos de Lope de Vega, de Calderón, de Moreto..., o planeando la realización de museos. Al mismo tiempo, procuró ganarse las simpatías del pueblo de Madrid por todos los medios a su mano, organizando fiestas, restableciendo las corridas de toros...
Todavía en los meses de enero y febrero de 1813, José aparentaba serenidad: se mostraba en los paseos públicos, en el teatro, en un baile de máscaras, disfrazado de portador del agua de París, en las corridas de toros... La verdad es que cada vez era más impopular entre los españoles, que le consideraban como el máximo representante de la opresión extranjera; se le motejaba despectivamente con el nombre de Pepe Botella, sin que hubiera motivo para ello, pues, por lo visto, José Bonaparte no tenía particular afición a la bebida.
Durante el gobierno de José, siempre predominaron los desafueros sobre cualquier acto realmente eficaz y a ello hay que añadir los desastres de la guerra, con sus aspectos despiadados. En ningún momento tuvo José autoridad sobre el ejército francés, que sólo obedecía a los jefes nombrados por el Emperador; éstos se comportaban como verdaderos sátrapas en las zonas que les tocó gobernar. Éste fue el caso del mariscal Soult en Andalucía, del mariscal Suchet, nombrado duque de la Albufera, en Valencia, y de muchos más.
En todas partes, los militares se dedicaron al saqueo sistemático: se llevaron a Francia colecciones de pinturas, algunas reservadas a Napoleón, otras a los generales franceses. En Simancas, las tropas imperiales estuvieron alojadas en el archivo; su jefe, el general Kellerman, sugirió que se enviara el archivo a Francia; sólo la imposibilidad del transporte lo detuvo, pero se hicieron envíos parciales en 1811 sin que el gobierno de José Bonaparte se enterara. A decir verdad, José y su Gobierno también participaron en el saqueo del país.
La ocupación francesa y la guerra ocasionaron muchísimos destrozos y daños de toda clase en la Península.
En todas partes, los desmanes de la soldadesca francesa y el saqueo de palacios, casas, iglesias y monumentos causaron pérdidas inestimables e irreparables.
En Burgos, por ejemplo, con motivo de su retirada, el día 13 de junio de 1813, el ejército napoleónico voló el castillo, pero todavía se pueden ver algunas reformas urbanas llevadas a cabo en aquel período, como el diseño del actual paseo del Espolón. En 1810, la presencia de José Bonaparte en Sevilla, acompañado por afrancesados distinguidos como Alberto Lista o Marchena, tuvo algunos aspectos positivos; el Rey se opuso a que la fábrica de tabacos sirviera de cuartel a las tropas; al contrario, la cuidó para organizar en ella recepciones. También se preocupó por realizar varias obras de urbanismo, remodelar el espacio urbano, trazar plazas, mejorar la higiene y la limpieza de las calles, etc. En la misma ciudad de Madrid, capital por algunos años del Rey intruso, se observan huellas de aquella época. La preocupación por despejar el panorama urbano y trazar plazas por doquier le mereció a José Bonaparte el mote de Rey Plazuelas, más simpático, desde luego, que el de Pepe Botella. A él se debe la actual plaza de Santa Ana, que ocupa el lugar de un antiguo convento de carmelitas descalzas derribado en aquella ocasión. Pero la realización más espectacular fue la creación de la plaza de Oriente. Pensando en el embellecimiento de su capital y en dar mayor prestancia al Palacio Real, José concibió y llevó a cabo el propósito de demoler varias casas situadas detrás de la Real Armería hasta la puerta de la Vega; poco después, decidió ensanchar la plazuela situada en la fachada oriental del Palacio, derribando tres manzanas de casas. Todo ello se realizó en tres o cuatro meses, a finales del año 1809. Por las mismas fechas, se suavizaron las pendientes del Campo del Moro y se amplió la calle del Arenal.
La derrota francesa del 22 de julio de 1812 en Arapiles presagiaba el final del breve reinado de José. En agosto de 1813, después de la batalla de Vitoria, José tuvo que abandonar España definitivamente. En diciembre de este mismo año, se firmaba el tratado de Valençay, por el que Napoleón reconocía a Fernando VII rey de España y, el 13 de marzo de 1814, Fernando VII partía para tomar posesión de su reino.
Al salir de España, José Bonaparte ocupó un puesto destacado en el Gobierno del Imperio francés. Después de la derrota de Waterloo (18 de junio de 1815), buscó refugio en Estados Unidos, cambiando su nombre por el de conde de Survilliers. Había logrado conservar una fortuna inmensa que le permitió comprar una finca entre Nueva York y Filadelfia. Allí edificó una elegante mansión en medio de un parque, a orillas de un río y de un lago artificial y llevó una vida de las más agradables, recibiendo amigos, dando fiestas y manteniendo varias aventuras amorosas. Aquella vida social no le impidió a José Bonaparte seguir interesándose por la política. Entre los que acudían a visitarle había varios emigrados franceses que proyectaban crear en el estado de Texas —en aquella época todavía formaba parte del Imperio español— un refugio para antiguos partidarios de Napoleón. Detrás de aquel proyecto muchos sospechaban que se disimulaba otro mucho más ambicioso: convertir a José Bonaparte en rey de México, y quizás en emperador de las Américas hispánicas. Al embajador de Fernando VII, José Onís, le preocupaban bastante las idas y venidas en casa del que fue Rey intruso de España, tanto más cuanto que coincidían con las conspiraciones de españoles e hispano-mexicanos. En julio de 1816, en efecto, se presentó en Baltimore el exguerrillero Javier Mina —sobrino de Francisco Espoz—, al frente de una expedición militar, llamada división auxiliar de la república mexicana, integrada por soldados españoles, compañeros de Mina en la Guerra de la Independencia Española, norteamericanos, ingleses, italianos y franceses, excombatientes de las guerras napoleónicas y algunos hispanoamericanos. Mina tenía el apoyo financiero de algunos ingleses —por ejemplo, el famoso lord Holland— y el respaldo de americanos ilustres como fray Servando Teresa de Mier; estaba además en relación con Bolívar. Por las mismas fechas se presentó en Filadelfia José Álvarez de Toledo, exdiputado de las Cortes de Cádiz, que pretendía haber sido nombrado general de la insurgencia mexicana en el exterior. Todos aquellos conspiradores se pusieron al habla con José Bonaparte, quien les dio una ayuda económica, pero que, por lo visto, no quiso ir más lejos y se negó a cualquier actuación de carácter político.
“Este gesto vuestro me asombra, me emociona y me enorgullece. Pero después de comprobar las excelencias de la forma republicana de Estado para los países de América, os aconsejo que adoptéis este régimen en México, como un don precioso del cielo”. Ésta parece que fue la respuesta de José Bonaparte a los que le ofrecían la Corona de México. Las dos hijas de José Bonaparte le habían acompañado y vivían con él, pero su mujer no quiso pasar a América: no soportaba los viajes en barco, pues se mareaba. Por eso se había ido a vivir a Florencia. José fue a visitarla en 1839 y se quedó con ella. Allí murió en 1844 a los setenta y seis años de edad. En 1864, reinando en Francia Napoleón III, los restos de José Bonaparte fueron trasladados a los Inválidos, junto a los de su hermano, el Emperador.
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Joseph Pérez