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Zacarías González Velázquez Tolosa de Aviñón

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Biografía

González Velázquez Tolosa de Aviñón, Zacarías. Madrid, 5.XI.1763 – 31.I.1834. Pintor.

Hijo del pintor Antonio González Velázquez, y de Manuela Tolosa de Aviñón, con la que el primero se había casado en segundas nupcias, nació Zacarías en el domicilio de sus padres, situado en la madrileña calle del Lobo.

Dados los antecedentes familiares, no en vano, y aparte de su padre, en esos momentos director de Pintura en la Academia de San Fernando, su abuelo, Pablo González Velázquez, había destacado en el campo de la escultura, no es de extrañar que pronto mostrara Zacarías sus aptitudes artísticas. Incluso, una de sus hermanas, María, se casó con el pintor Maella, familiarizándose, así, ya desde niño, con todo lo relacionado con las artes plásticas. En 1877, con apenas catorce años, entró como discípulo en la Academia de San Fernando y obtuvo al año siguiente un primer premio por sus dibujos sobre Aníbal y el Gran Capitán.

Sus dotes para el diseño, fomentadas, sin duda, por las enseñanzas directas de su padre, no tardaron en dotarle de una impecable técnica que, por ejemplo, resulta notable en sus estudios de desnudos. Asimiló, además, las maneras de diversos maestros bien representados por sus trabajos en la Corte, desde el barroco exuberante de Lucas Jordán al neoclasicismo de Mengs, sin olvidar, por supuesto, el obligado estudio de las obras de Rafael. Todos contribuyeron a definir su personal estilo, culminando su etapa académica con un Primer Premio en la clase de Pintura con su Alegoría del nacimiento del infante Carlos Eusebio.

Superada esta etapa de formación, desde 1782 realizó esporádicos trabajos antes de ayudar, en 1785, a Maella en la elaboración de una serie de diez cartones para tapices denominada Pescadores napolitanos, encargo de la Casa Real, donde el joven artista, aunque supeditado a la dirección de su cuñado, mostró ya sus dotes como paisajista. No pudo culminar, en todo caso, la serie al ser nombrados Francisco Bayeu y Goya como únicos pintores de cartones en 1886. A continuación, recibió buenas críticas por sus Desposorios místicos de santa Catalina y realizó doce Escenas de la vida de san Francisco para el claustro de San Francisco el Grande.

Dotado ya de reconocido prestigio, su capacidad de trabajo le ayudó a atender los numerosos encargos de particulares y, sobre todo, de parroquias, conventos y oratorios. Es, precisamente, en estas obras devocionales donde la huella pictórica de Maella, plena, a su vez, de efluvios murillescos, es más evidente en la obra de González Velázquez; valgan como ejemplo sus diversas Inmaculadas, composiciones donde la delicada y sinuosa figura de la Virgen o su corte de querubines rivalizan con la suavidad cromática que domina en la composición.

Su trayectoria como muralista comenzó hacia 1789 con la decoración al temple de la bóveda de la capilla-casa de San Isidro, apoteosis donde la emotiva imagen del santo destaca ante un luminoso y dorado fondo.

Aceptado, a continuación, como miembro de mérito por la Academia de San Fernando, presentó en sus locales un Jesús crucificado, con carnaciones similares al esmalte, y la Magdalena penitente. Su excelente situación económica le permitió, además, contraer matrimonio con Juana Fernández Ginés en 1792, pasando la pareja a vivir en la calle del Olmo, donde nacieron sus primeros hijos. Ese mismo año, a propuesta de su amigo, el arquitecto Juan de Villanueva, le encargaron la decoración de la cúpula y pechinas del Real Oratorio del Caballero de Gracia, con escenas bíblicas del Antiguo Testamento, todas alusivas al sacramento de la Eucaristía.

Desde abril de 1793 inició en la Academia su labor docente como profesor ayudante en la Sala de Principios, no tardando en mostrar, con sus maneras tranquilas y reposadas pero siempre lleno de entusiasmo, sus aptitudes en esta tarea. Al año siguiente solicitó, casi en paralelo, plaza de pintor para la Real Fábrica de Tapices y el puesto de teniente de Pintura en la Academia, sin resultados positivos en ambos casos.

No obstante, su talento artístico y su excelente bagaje cultural, así como su carácter grato y franco, le granjearon la amistad de destacadas personalidades, desde el citado Juan de Villanueva hasta Godoy o el propio Carlos IV, quien siempre demostró gran estima por sus trabajos. Respecto al valido, en ese mismo 1794 elaboró el retrato de Pedro Godoy, uno de sus antepasados.

Un año después colaboró, junto a Goya y Camarón, en la decoración del nuevo oratorio de la Santa Cueva de Cádiz con Las Bodas de Caná, lienzo donde los ademanes de las figuras y la dulzura de sus rostros vuelven a recordar la influencia ejercida por Maella en gran parte de su producción religiosa. No obstante, en la Asunción de la Virgen, obra de gran tamaño realizada para la catedral de Valladolid, el maestro parece olvidar el luminoso mundo rococó para, a través de una tonalidad general más opaca, aunque siempre equilibrada, mostrarse más cercano a Mengs, compatibilizando durante algunos años las influencias de ambos pintores.

En 1797 volvió a solicitar, de nuevo sin éxito, el puesto de teniente de Pintura en la Academia, aunque, en compensación a este contratiempo en su tan ansiada promoción docente, un año después recibió el primer encargo del Rey, iniciándose, así, una relación patrono-artista que duró, sin interrupción, casi diez años. De esta forma, mostró sus dotes como muralista al pintar, de nuevo junto a Maella, la bóveda del salón de María Luisa en la Casa del Labrador, en el Real Sitio de Aranjuez, mientras que en 1799, ya en solitario, el Monarca le encargó la decoración de la “Sala de la Yeguada”, otra pieza del palacete. Aquí, y aparte del techo, donde representó una alegoría de La Luna y Endimión, cubrió las paredes con amplios paneles horizontales donde mostró diversas faenas agrícolas en los terrenos de palacio o una escena con Carlos IV presenciando la caza del jabalí, obra donde, seguramente influido por los panoramas con figuras propios de Houasse, mezcló costumbrismo y paisaje.

Fueron momentos de gran actividad profesional para el maestro, pues procuró compatibilizar su actividad docente con los encargos cortesanos o de particulares.

En 1800 volvió a la Casa del Labrador para trabajar intensamente en la denominada “Pieza de entrada”. Con una escena central protagonizada por Apolo y las Musas, donde los personajes tienden hacia una actitud de reposo muy habitual en sus murales, en los laterales, con el Rapto de Ganímedes y Boreas y Oreítia, evitó también todo escorzo violento, resultando un conjunto donde rostros y celajes parecen inmersos en una atmósfera plenamente rococó.

Acto seguido, siempre en la Casa del Labrador, trabajó en el denominado “Retrete de Fernando VII”, obra donde el desahogo espacial visible en el techo, ocupado por la alegoría de El carro del Tiempo, alterna junto a una compleja y refinada decoración lateral a base de cortinas, emparrados o cestos con flores que rodean a niños con animales, atlantes o lunetos con alegorías. Pronto reconoció Carlos IV los méritos artísticos de estos trabajos, pues al solicitar el maestro, en 1801, el puesto de pintor de Cámara, la petición fue rápidamente aceptada por el Rey. Mientras, continuó su prolífica tarea en el mencionado palacete al diseñar la escalera de servicio con una arquitectura fingida, donde diversos personajes, apoyados en barandillas entre columnas, ofrecen un conjunto espontáneo y verista.

Aún volvería a la Casa del Labrador para realizar, entre 1805 y 1806, la decoración de la bóveda de medio cañón de la denominada galería de estatuas, encargo que aumentó su crédito como muralista. Obligado en este caso a trabajar en espacios delimitados por encuadres geométricos, el maestro realizó las Alegorías de la Cuatro Estaciones y la Agricultura a través de solemnes féminas en reposada pose o de figuras flotando entre celajes de diversa entonación, presente aún el eco de Maella en la dulzura de los rostros.

En 1807 obtuvo, por fin, la plaza de teniente director de Pintura en la Academia, mientras su actividad pictórica en Aranjuez, intensa en cuanto a la compleja concepción simbólica de sus alegorías y su posterior proyección plástica, iba tocando a su fin. No obstante, fueron los convulsos sucesos de 1808, con la marcha de la Familia Real a Bayona, los que rompieron definitivamente su relación con el Monarca, iniciándose para el maestro una serie de años difíciles ante la falta del patronazgo real y la escasez de encargos de particulares.

Afectado, además, por la muerte de su esposa en 1809, al no sobreponerse al parto de su noveno hijo, y la casi simultánea de su amigo Juan de Villanueva, enriqueció su carrera con producciones de su propia invención, iniciando en 1812 una serie de catorce Escenas de la Historia del Quijote, donde sorprende por su agilidad narrativa y la nerviosa y alargada factura de los personajes. Destaca también su intervención en la parroquia de Consuegra (Toledo), con un San Ramón Nonato adorando el Santísimo Sacramento, obra de gran aparato, frente a la contención mostrada en su anterior producción religiosa.

Por esta época realizó un Autorretrato muy similar, por la sobria vestimenta o el austero fondo, a otro elaborado en 1802, aunque el rostro, modelado con su habitual técnica, transmite ahora una serenidad no exenta de tristeza. En este campo, ahora más presente en su paleta, destacan también la anónima Dama con abanico o las efigies de Pedro Hermoso o Manuela Tolosa.

Es sobre todo en las figuras femeninas donde el personaje cobra vida a través de una intensa mirada que parece buscar el diálogo con el espectador, mientras su depurado dibujo se recrea, como en la última citada, en las joyas o en el elegante vestido donde no faltan las sutiles transparencias.

Con la vuelta a España de Fernando VII en 1814, el maestro, que como pintor de Cámara no había realizado obra alguna para José I, quedó exento de la depuración realizada entre los empleados de la Casa Real contra los colaboracionistas con los franceses.

Así, con motivo del cumpleaños del nuevo Rey realizó, en el citado año, una Alegoría de Apolo, Talía y Melpómene para el telón del teatro de la Cruz, o retrató al Monarca entre regio mobiliario y otros símbolos de poder, sin idealizar precisamente su figura.

Asimismo, tras el matrimonio de Fernando VII con Isabel de Braganza, González Velázquez reanudó en 1816 su labor de muralista al decorar, en el Palacio Real, la sobrepuerta del tocador de la Reina con la alegoría de la Unión de Granada con Castilla. A continuación pintó, en el palacete conocido como Casino de la Reina, diversas alegorías y el techo de la capilla, trabajos que, a través de los correspondientes bocetos, muestran su evolución en este campo a través de escorzos cada vez más atrevidos y renovada brillantez de colorido.

En lo que respecta al retrato, el maestro, padre él mismo de numerosa prole, se mostró agudo intérprete del mundo infantil con su Niña con sombrero o la efigie de su sobrina, Manuela González Velázquez al piano, obra plasmada con una sensibilidad que la convierte, para gran parte de la crítica, en una de las figuras de muchacha más interesantes del siglo XIX español.

Por otro lado, Carlos María Isidro, nombrado por su hermano jefe principal de la Academia, intervino expresamente ante el Rey en 1818 para que el ya veterano profesor fuera nombrado director de Pintura en dicha institución, cargo que le fue concedido.

En 1823, con casi sesenta años, se autorretrató por cuarta vez, recuperando, dos años después, su labor de fresquista con un techo para el palacio de El Pardo donde, bajo la dirección de Vicente López como primer pintor de Cámara, mostró la Alegoría de la España victoriosa entre el Furor y la Discordia.

En cuanto a su faceta como retratista, que el maestro, pese a su avanzada edad, parecía renovar con nuevos hallazgos, puede citarse en primer lugar la efigie de la niña Matilde Cobos, obra de 1832 donde, pese a la complejidad del vestido y su amplio tocado, supo captar el candor infantil a través de la tímida sonrisa o los expresivos ojos de la joven modelo. Acto seguido inició los retratos de sus hijas Juliana y Mariana, telas que, pese a ser seguramente sus últimas producciones, muestran visible armonía entre la suavidad de las carnaciones y la serenidad de unos semblantes de nuevo animados por la intensidad en la mirada, enmarcando las figuras con amplias mantillas de blanco y transparente encaje.

Tras la muerte de Fernando VII en 1833 y el inicio de la regencia de su tercera esposa, María Cristina, hasta la mayoría de edad de Isabel II, parece que la amistad de González Velázquez hacia el príncipe Carlos, quien ya había manifestado públicamente sus deseos de acceder al trono, perjudicó su imagen entre los estamentos oficiales. Con la satisfacción, no obstante, de seguir los éxitos académicos de su hijo Gabino, o ver a Vicente, otro de sus vástagos, convertido en flamante arquitecto, falleció el maestro en 1834 en su domicilio de la calle del Olmo.

 

Obras de ~: Alegoría del nacimiento del Infante Carlos Eusebio, 1781; Retrato de Vicente Mariani, 1787; Doce escenas de La vida de San Francisco, c. 1787; Apoteosis de San Isidro, capilla- casa de San Isidro, Madrid, 1789; Jesús crucificado, c. 1790; Las bodas de Caná, 1795; Asunción de la Virgen, 1795; Apolo y las Musas, Casita del Labrador, Aranjuez (Madrid), 1800; El carro del Tiempo, Casita del Labrador, Aranjuez (Madrid), 1801; Autorretrato, 1802; Alegoría de las Cuatro Estaciones y la Agricultura, Casita del Labrador, Aranjuez (Madrid), 1806; Autorretrato, c. 1812; Escenas de la Historia del Quijote, c. 1812; Retrato de Fernando VII, c. 1814; Alegoría de la Unión de Granada con Castilla, Palacio Real, Madrid, c. 1816; Tobías y el Ángel, 1820; Manuela González Velázquez al piano, c. 1821; Autorretrato, 1823; Alegoría de España victoriosa entre el Furor y la Discordia, Palacio de El Pardo, Madrid, 1825; Retrato de Isabel Cobos, 1832; Retrato de Juliana González Velázquez, c. 1833; Retrato de Mariana González Velázquez, 1833.

 

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Ángel Castro Martín

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