Gutiérrez de la Concha Masón Irigoyen de la Quintana, Manuel. Marqués del Duero (I). Córdoba de Tucumán (Argentina), 3.IV.1808 – Monte Muru (Navarra), 27.VI.1874. Militar.
Hijo de Juan Gutiérrez de la Concha, brigadier de la Real Armada, y de Petrona Irigoyen de la Quintana, una noble dama de origen vasco. Su infanciase vería truncada desde el momento en que el alzamiento nacional contra la invasión napoleónica tuvo su prolongación en los territorios de Ultramar, a partir de 1810. En Montevideo se formó la Junta del Río de la Plata, que destituyó al virrey Liniers. En mayo de aquel año, el Cabildo abierto en Buenos Aires decide crear una junta gubernativa provisional, integrada por partidarios de la independencia. En los primeros enfrentamientos entre peninsulares y criollos muere en el patíbulo el brigadier Juan Gutiérrez de la Concha. La viuda regresó a España en 1814 con sus tres hijos: Manuel, Juan, que estudió derecho y sería un prestigioso magistrado, y José, el menor, que llegaría a ser marqués de La Habana, y que tuvo una brillante carrera militar y política.
Cuando sólo contaba doce años, el 18 de julio de 1820, Manuel Gutiérrez de la Concha comenzó su carrera militar ingresando, como cadete, en el antiguo Primer Regimiento de Reales Guardias de Infantería Española. En 1825 era ya alférez y un año después alcanzaba el grado de teniente. En enero de 1833 pasó a ser ayudante de la Guardia Real y, en julio del mismo año, se le otorgaba el grado de teniente coronel de Infantería. Meses más tarde empezaba la Guerra Carlista. Abiertas las hostilidades se incorporó, voluntariamente, al Ejército del Norte, e inició su peripecia bélica en la acción de Durango. En 1834, año en el que se le nombró capitán del 4.º regimiento de la Guardia Real de Infantería, participó en más de una decena de combates, resultando herido en los de Alsasua y Zúñiga. Durante 1835 continuó en campaña destacando en los enfrentamientos ocurridos en Arbizu, el puente de Arquijas, Larraga, el puerto de Artaza y otros, obteniendo el grado de coronel de Infantería.
En términos parecidos se encontraba Manuel Gutiérrez de la Concha a lo largo de 1836. En ese año se batió contra los carlistas en Galarreta y Arlabán y fue destinado al Regimiento de Infantería de Mallorca donde, con el empleo de comandante de esta arma, se le confió el mando de uno de sus batallones.
Su valiente comportamiento le valdría el empleo de teniente coronel mayor, después de la toma de Hernani y de Urnieta, en mayo de 1837; pasando, tras la acción de Andoain, al Regimiento de Borbón, entre junio y septiembre de aquel año, para operar en tierras valencianas, interviniendo en la lucha alrededor de Chiva.
Vuelto al Ejército del Norte, concretamente al Regimiento de Castilla, se distinguió, de modo extraordinario, en Belascoain, en enero de 1838, alcanzando el empleo de coronel de Infantería. Se le encomendó entonces el mando de una brigada, al frente de la cual prosiguió la lucha contra los partidarios de don Carlos, en varios puntos de Navarra. A principios de 1839 fue ascendido a brigadier y hasta septiembre del mismo año continuó peleando en numerosos lugares de la citada provincia, siempre a las órdenes de Diego de León, resultando herido, una vez más, en la acción de Cirauqui, por lo que se le concedió la Cruz de Comendador de Isabel la Católica.
Terminada la contienda en Vascongadas y Navarra, en virtud del “abrazo de Vergara”, unas semanas después, el 25 de septiembre de 1839, reinaba ya la paz en aquellos territorios. El Ejército del Norte se trasladó, pues, a Levante donde, sobre todo, en algunas zonas de Aragón, Valencia, parte de Castilla la Nueva y Cataluña, seguía desarrollándose la guerra con gran intensidad. Reunidas todas las fuerzas isabelinas bajo la jefatura de Espartero se acometió la postrera fase de aquella cruel lucha fratricida. Manuel Gutiérrez de la Concha aparecía entre los actores destacados de un drama cuyo primer acto tocaba a su fin. Pero aún durante unos meses su carrera militar continuaría a un ritmo fulgurante. En atención a los méritos contraídos en la ocupación del fuerte de Segura y la toma del Castillo de Castellote fue promovido a mariscal de campo, el 8 de abril de 1840, nombrándosele comandante general de las provincias de Guadalajara, Cuenca y Albacete. En junio derrotó estrepitosamente, en Olmedilla, a las tropas carlistas mandadas por Balmaseda y Palacios, por lo cual le fue concedida otra de las varias cruces de San Fernando que ganaría a lo largo de su vida militar. Se enfilaba el tramo postrero de aquella larga guerra y los últimos reductos del carlismo iban circunscribiéndose casi exclusivamente a Cataluña. Allí fue enviado Manuel Gutiérrez de la Concha al frente de la 3.ª división del 1.er Cuerpo de Ejército. Después de batirse hasta el límite, los carlistas, al mando de Cabrera, pasaron a Francia abrumados por la superioridad de las tropas liberales, a principios de julio de 1840.
Sin embargo, la discordia política continuaría ahora en las filas de los vencedores, amenazando con nuevos enfrentamientos. Cuando en octubre de 1840 Espartero desplazó de la regencia a la Reina Madre, María Cristina de Nápoles, solicitó Gutiérrez de la Concha licencia en el Ejército. En diciembre otorgaba capitulaciones matrimoniales, en Bilbao, con la que sería su esposa, María Francisca de Gasca y Tovar, marquesa de Revilla y Aguilares y condesa de Canceladay Lences, natural de Barcelona. Instalado en Madrid mientras continuaba disfrutando del referido permiso, no tardaría en sumarse a la conspiración contra el duque de la Victoria. Así acabó tomando parte, con Diego de León, Cheste y otros, en el fallido intento de asalto al Palacio Real, el 7 de octubre de 1841, y, en consecuencia, se vio obligado a exiliarse. Hasta finales de mayo de 1843 permanecería en Italia, en las proximidades de Florencia, dedicado, entre otras cosas, al estudio de las tácticas militares.
Regresó a España para sumarse al movimiento contra el duque de la Victoria y sería encargado del mando del Ejército de Operaciones de Andalucía. Derrocado Espartero, Manuel Gutiérrez de la Concha fue ascendido a teniente general, por el gobierno de Joaquín María López, y nombrado inspector general de Infantería.
Paralelamente desempeñó, con carácter interino, el cargo de comandante general de Aragón.
A partir de ahí comenzó su carrera política obteniendo acta para el Congreso de los Diputados, por la circunscripción de Cádiz, en las elecciones de septiembre de 1843. En consecuencia, dos meses más tarde, tomó posesión de su asiento en la Cámara baja dimitiendo de la Inspección de Infantería y quedando en situación de cuartel, en Madrid, desde comienzos del año siguiente. Ya con Narváez en el poder volvería a presentar su candidatura para congresista, en los comicios de septiembre de 1844, siendo elegido, en esta ocasión, diputado por Valladolid. Su larga trayectoria pública transcurriría dentro del partido moderado, al cual confesaría andando el tiempo, “pertenezco, he pertenecido y perteneceré siempre [...]”.
En enero de 1845 fue nombrado capitán general de Cataluña y jefe del Ejército de aquella región. En este destino permaneció hasta que, al amparo de los artículos 14 y 15 de la Constitución aprobada en mayo de ese año, fue nombrado senador vitalicio por Real Decreto de 15 de agosto de 1845. Nuevamente en situación de cuartel, en Madrid, atendería, preferentemente, durante casi año y medio, de manera ininterrumpida, a sus obligaciones parlamentarias. En sus alocuciones en el Senado abogó más de una vez por la tolerancia y la concordia entre los distintos partidos.
Así lo manifestaba, a comienzos de 1847, pidiendo una amplia amnistía que trajese a la patria a todos los emigrados por cuestiones ideológicas.
Para entonces la situación política en Portugal, al borde de la guerra civil, preocupaba seriamente al Gobierno español que decidió intervenir en este país, enviando un importante contingente militar, para cuyo mando se nombró a Manuel Gutiérrez de la Concha, capitán general de Castilla la Vieja y general en jefe del Cuerpo Expedicionario, el 7 de marzo de 1847.
Era aquélla una empresa en la que se necesitaba tanta energía como tacto, pues no se trataba de ninguna invasión con fines anexionistas y se corría el peligro de despertar en los portugueses una reacción antiespañola general. Concha se condujo con exquisito cuidado, pues, como diría en varias ocasiones, a nadie como a España interesaba tanto la prosperidad e independencia de Portugal. Rápidamente llegó hasta Oporto y consiguió la pacificación mediante el Tratado de Gramido el 29 de junio de 1847, reafirmando en el trono lusitano a María de la Gloria. Tan señalado éxito le valdría el título de marqués del Duero, con Grandeza de España, por Real Decreto de 5 de julio de ese año y, aunque el recién ennoblecido se resistió a ser considerado entre los grandes, Isabel II no admitió su renuncia y le confirmaría definitivamente tal distinción en Real Decreto de 30 de julio de 1848.
Por su parte, la reina portuguesa le otorgó la Gran Cruz de la Torre y de la Espada.
Pronto volverían a ser requeridos sus servicios al resucitar, de nuevo, el pleito dinástico en Cataluña. En el mes de septiembre de 1847 fue enviado al frente de aquella capitanía para sofocar, en poco tiempo, el levantamiento de las partidas carlistas combinando la acción militar y la política. Ante lo que parecía un problema casi resuelto, fue apartado del mando con el propósito de que se ocupara de la embajada de París, a la que, finalmente, renunció. Sin embargo, no tardaría en retornar al Principado, en 1848, para hacer frente a la nueva situación violenta, surgida ahora, con mayor brío, por mezclarse en ella la fobia anticastellana y la oposición al Gobierno de la Nación. Relevó en aquel destino al general Fernando Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría, al que acusó de que lo único que había hecho había sido perseguir a progresistas y republicanos, mientras Cabrera organizaba sus fuerzas sin que nadie le molestara. Conseguida la pacificación de Cataluña, el Gobierno le elevó a la categoría de capitán general de los Ejércitos nacionales en 1849. Esta vez su estancia en Barcelona sería relativamente larga, puesto que se prolongaría hasta junio de 1851 en que cesó a petición propia.
A su regreso a Madrid, sin mando militar durante los años inmediatamente posteriores, fue afianzando su papel político en la última fase de la década moderada.
Vicepresidente del Senado, a finales de la legislatura de 1850 a 1851 y cabeza de un “comité” representativo de un amplio segmento del partido moderado, se iría convirtiendo, sobre todo a partir de 1853, en un censor incómodo para los gabinetes, encabezados, sucesivamente, por Lersundi y el conde de San Luis; en especial por sus críticas a las especulaciones llevadas a cabo en el marco de los negocios ferroviarios, denunciando, de manera rotunda, alguno de los episodios promovidos por el marqués de Salamanca en este campo.
A comienzos de enero de 1854, el Gobierno tenía la sospecha de que el marqués del Duero conspiraba para derrocarlo y por ello fue desterrado a Canarias.
En cumplimiento de la orden que le alejaba de la Corte se embarcó en Cádiz para Santa Cruz de Tenerife.
Desde luego, el marqués del Duero simpatizaba, sin duda, con el movimiento que llevó a O’Donnell a iniciar la revolución de junio de 1854 y, en cuanto tuvo noticia del levantamiento contra el gabinete del conde de San Luis, abandonó Canarias con destino a Inglaterra; de aquí, a Francia y finalmente, a Barcelona, adonde llegó el 22 de julio.
Debido a la ineptitud del capitán general Rocha y dado el prestigio que tenía en la Ciudad Condal, se puso al mando de las tropas, asumiendo interinamente, después de un compás de espera, la Capitanía General. Con él cobró impulso la actuación militar, acallando el tumulto y dando el cauce adecuado a las exigencias de los junteros. Años después recordaría en la Cámara Alta que pasado el conflicto se celebró una numerosa reunión en su casa, por iniciativa suya, donde se habló a favor de la Unión Liberal, mirando al trono y al país. Aún se mantendría al frente de la Capitanía de Barcelona hasta que después de reiteradas peticiones, el 10 de agosto de 1854 se le autorizaba a volver a Madrid. A poco fue nombrado presidente de la Junta Consultiva de Guerra.
Convencido, según se ha visto, de la necesidad de armonizar las diversas tendencias del liberalismo, no dudó en utilizar su influencia a favor de Espartero en las Cortes Constituyentes. Pero tampoco titubeó a la hora de apoyar al conde de Lucena contribuyendo a aplastar la revuelta de julio de 1856 en Madrid. Actuación que le valió el Toisón de Oro. Lo cierto es que, ya desde aquellas fechas, su actividad militar, en cuanto al mando directo de tropas, fue cediendo paso, de manera paulatina, a una mayor dedicación a la política y a las empresas económicas.
En efecto, a finales de 1858 fue elegido, por primera vez, presidente del Senado y, aunque al año siguiente, con motivo de la guerra de África, se le encomendó la jefatura del 1.er Ejército, no participaría directamente en campaña, manteniéndose al frente de la Junta Consultiva y de otros organismos del Ministerio de la Guerra. El marqués del Duero poseía tres de las cualidades de un buen político: inteligencia, conocimientos y prestigio. Sus intervenciones parlamentarias se centraron, principalmente, en asuntos tales como el militar, los ferrocarriles y la agricultura.
Habló con extensión y agudeza de los problemas del Ejército, de modo especial, acerca de su organización.
Un tema que trató dilatadamente y no sólo en el calor pasajero de un discurso. Nadie podría negarle sus excelentes conocimientos sobre la estructura de los ejércitos europeos, principalmente del prusiano, uno de los más modernos en aquellos días. Prestó también notable atención a la situación de las comunicaciones, tanto a las carreteras como a los ferrocarriles. En torno a estos últimos demostró tener muy buena información y, con frecuencia, se hizo eco de la falta de moralidad pública y de las oscuras maniobras para obtener ventajas del Gobierno en cuanto a algunas concesiones para construir determinados tramos.
Pero, a la par que entregaba parte de su tiempo a la política, se volcaba en sus estudios de táctica militar y, especialmente, en otra faceta en la cual demostraría idéntico tesón al expuesto en los campos de batalla: la modernización de la agricultura. En efecto, al margen de alguna participación en compañías mineras, entre las empresas económicas patrocinadas por el marqués del Duero, la más importante fue, sin duda, la puesta en marcha de la colonia de San Pedro de Alcántara, en la provincia de Málaga, dentro de los términos municipales de Marbella, Estepota y Benahabis. La colonia ocupó una extensión de 8.500 fanegas de tierra, unas 5.131,45 hectáreas, regadas por tres ríos y numerosos arroyos. Se formó por la agregación de varias fincas y cortijos, cuya compra se inició en los primeros años de la década de 1850, aunque las de mayor importancia tuvieron lugar entre 1858 y 1859. Llegó a ser la explotación más moderna e innovadora de nuestro país, a base de mejorar las condiciones de las fincas e introducir nuevas formas de cultivo, partiendo del análisis de la tierra para su mejor aprovechamiento y de la importación de Inglaterra y Francia de los últimos adelantos técnicos de cultivo. A él le cabe haber restablecido el cultivo de la caña de azúcar en la vega de Málaga y después en San Pedro de Alcántara. Allí implantó una granja-modelo y levantó también un gran trapiche o fábrica de azúcar. En menos de diez años, la población de la colonia superaba los mil habitantes. Absorbido por ocupaciones como la presidencia del Senado, que repitió en las legislaturas de 1860- 1861, 1861-1862, 1862, 1863-1864 y 1864-1865; algún breve mando militar, como la jefatura de los Ejércitos de Cataluña, Aragón y Valencia, en junio y julio de 1866; sus inquietudes agrarias y varios viajes particulares por España y Europa, transcurrió la vida del marqués del Duero durante la mayoría de los años de la década de 1860. A medida que avanzaba el reinado isabelino, el marqués de Duero, opuesto a las maniobras revolucionarias promovidas por progresistas, demócratas y republicanos, se distinguiría de manera muy señalada en la defensa del trono.
Así, en el intento decisivo por frenar la Revolución, el último gobierno de Isabel II, presidido por otro Gutiérrez de la Concha, el marqués de La Habana, le nombró general en jefe de los distritos de Castilla la Nueva, Castilla la Vieja y Valencia, por Reales Decretos de 19 y 21 de septiembre de 1868. Sin embargo, nada pudo impedir la derrota de Novaliches en Alcolea y el hundimiento de la Monarquía borbónica.
Triunfante el movimiento revolucionario, el marqués del Duero solicitó licencia en el Ejército y se mantuvo un tanto al margen de la vida pública, aunque fue elegido senador, por la provincia de Málaga, en 1871 y 1872. Proclamada la Primera República, en febrero de 1873, se avivó la Guerra Carlista en el Norte y en Levante. Cuando los partidarios de don Carlos pusieron sitio a Bilbao y se agravó la situación de las fuerzas gubernamentales, hubo necesidad de enviar allí refuerzos al mando del general Gutiérrez de la Concha. Nominado jefe del 3.er cuerpo del Ejército del Norte llegó a Somorrostro el 16 de abril de 1874. El general Serrano, atendiendo a sus obligaciones como presidente del Poder Ejecutivo, regresó a Madrid y cedió la jefatura de aquel ejército de “operaciones” al marqués del Duero. La capacidad de Gutiérrez de la Concha abrió pronto un gran margen a la esperanza.
Después de levantar el sitio de Bilbao el 2 de mayo de 1874, se dirigió a Estella, cuartel general de los carlistas. Su ofensiva fue frenada en Monte Muru, cerca de esta localidad, el 27 de junio, donde resulto herido, muriendo a los pocos minutos. Partidario de la restauración alfonsina, y uno de sus más firmes baluartes, con él desaparecería uno de los militares de mayor preparación intelectual del siglo xix.
Hombre de extraordinarias dimensiones humanas y políticas, era austero y sobrio, firmísimo y exigente con los soldados, cuando era preciso mantener la disciplina, pero también atendía a sus necesidades y compartía con ellos fatigas e inquietudes. Tenía energía para tomar decisiones y sostenerlas a toda costa. Pero habría que insistir en que el marqués del Duero fue por encima de cualquier consideración un general ilustrado, en el mejor y más amplio sentido de este término, que dedicó a su patria casi cincuenta y cuatro años de servicio.
Como gran estratega y estudioso de los temas militares, publicó en 1852 el Proyecto de Táctica de las Tres Armas, al que añadió un año después el Apéndice.
El Proyecto —muy elogiado por el conde general Moltke en una de sus publicaciones sobre la instrucción de guerrillas— había sido concebido como una obra más amplia, de la que hasta el momento de su muerte, había publicado la parte que se centra en la táctica de Infantería; faltaban las tácticas de Caballería y Artillería. Aunque en 1865 tenía terminada ya la de Caballería y muy avanzada la de Artillería, los vaivenes de la política habían aparcado su publicación.
En 1878, su asistente, el brigadier Manuel Astorga, publicó la táctica de Caballería, y la de Artillería apareció el año siguiente. En cumplimiento de una Real Orden, de 22 de diciembre de 1852, el proyecto había sido sometido a examen por una comisión de cuatro tenientes generales, quienes declararon unánimemente, después de una amplísima discusión, estar conformes con todas las bases y principios establecidos en el proyecto, pidiendo que se formara una división para hacer los ensayos. El marqués del Duero publicó también los reglamentos respectivos, que fueron sometidos a minuciosos ensayos; el reglamento de guerrillas fue declarado texto oficial en 1862 y los restantes el año siguiente. Era tan perfeccionista, que tanto el texto como las láminas del proyecto fueron corregidos y aumentados en las ediciones de 1862 y 1864. El general Gutiérrez de la Concha tenía preparado, para su publicación en forma de folleto, el manuscrito Observaciones sobre la táctica de guerrillas, al que habían dado el visto bueno veinte generales, entre ellos, Espartero, Pavía, Zavala, Novaliches y Serrano Bedoya. El manuscrito era un durísimo ataque al general Fernando Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría, quien en 1870, sirviéndose de su privilegiada situación política, había establecido como texto oficial —sin cumplir las condiciones previas exigidas— un reglamento de guerrillas, cuya autoría se le atribuía, retirando como texto el del marqués del DuerA lo largo de su vida se le habían otorgado numerosas condecoraciones. La primera Cruz de San Fernando de 1.ª Clase le fue concedida por una Real Orden de 18 de junio de 1834 y la segunda de idéntica orden y clase, el mismo año por su valor en la acción de Alsasua; la tercera, también de San Fernando de 1.ª Clase, por la defensa del fuerte de Salvatierra en 1837, y así hasta nueve. En 1843 obtuvo la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, por “los servicios prestados” en el sitio de Zaragoza y pacificación de Aragón, pero al haber renunciado a ella, volvieron a concedérsela tres años después.
Además de otras ya citadas, como la Gran Cruz de Isabel la Católica; el Collar y Gran Cruz de la Orden Militar Portuguesa de la Torre y de la Espada y el Collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro, le fueron impuestas también la Gran Cruz de San Hermenegildo, la Legión de Honor... Finalmente, por los extraordinarios servicios prestados a la Corte, se le concedió la Gran Cruz de la Orden Militar de San Fernando en 1874, con pensión anual transmisible a sus hijos.
Pero no todo fueron reconocimientos y honores en relación con la figura del marqués del Duero. En vida fue atacado duramente por algunos periódicos, como La Política, La Libertad, La Iberia..., sobre todo, en una agria campaña en 1864, siendo motejado como “rey de las afueras” y “rey de los simones”. Posteriormente, el marqués de Lema le acusaría, sin demasiado rigor, de haber dilapidado el patrimonio de su esposa, con sus fallidos “proyectos agrícolas e industriales”.
Obr as de ~: Proyecto de táctica de las Tres Armas, Madrid, 1852, 2 vols. (Madrid, Ministerio de Defensa, 1898); Itinerario de la provincia de Barcelona (valles neutrales de Andorra, y provincias de Lérida, Gerona y Tarragona). Hechos en 1850 por orden del [...], Madrid, 1855; Reglamento de guerrillas, Madrid, 1859; Memoria dirigida al Excmo. Sr. Ministro de la Guerra por el Consejo de Gobierno y Administración de Fondo de Redención y Enganches del Servicio Militar, Madrid, 1860; Táctica de las tres armas: infantería, instrucción de guerrillas, Madrid, 1862; Táctica de las tres armas, La Coruña, 1864; Extracto del proyecto de táctica de las tres armas, Madrid, 1864; Método fácil y abreviado para conocer y tener a la vista las combinaciones de los toques y evoluciones de las guerrillas ed. de A. Angulo y López, Cuba, Imprenta de Espinel y Díaz, 1867; Instrucción de la división de Infantería, Madrid, 1877; Proyecto de táctica del Arma de Caballería, Madrid, 1878, 2 vols. (Madrid, Ministerio de Defensa, 1989); Discursos pronunciados en la inauguración del Ateneo del Ejército y de la Armada por el Sr. Marqués del Duero, ed. de D. Luis Vidart y D. Ignacio de Negrín; Instrucción de guerrillas, Madrid, 1883.
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Emilio de Diego García y Secundino Gutiérrez Álvarez