Carvajal-Vargas y Manrique de Lara, José Miguel de. Duque de San Carlos (II). Lima (Perú), 8.V.1771 – París (Francia), 17.VII.1828. Militar y diplomático.
La genealogía de los duques de San Carlos se ha planteado casi siempre de forma bastante equívoca, sin dejar claro cuál era la numeración que le correspondía a cada uno de sus titulares. Por esa razón, han de aclararse los motivos por los que el título de duque de San Carlos le llegó a él y no a otro. Según los especialistas en la materia, el I duque de San Carlos fue Fermín Francisco de Carvajal-Vargas y Alarcón, poseedor de una buena cantidad de títulos nobiliarios, a quien el rey Carlos IV nombró duque de San Carlos y Grande de España por Reales Cédulas de 2 de abril de 1784 y 21 de abril de 1792. Este caballero casó con Joaquina Ana de Brun y Carvajal, y fueron los progenitores de Mariano, su primogénito, que, sólo por serlo, ya tenía el título de I conde del Puerto, título que en adelante ostentarían los primogénitos de los duques de San Carlos, hasta llegar a heredar el ducado, momento en que el título condal pasaba a su respectivo primogénito; también fueron los padres de Diego, caballero de la Orden de Santiago, y de Luis Fermín que fue general en jefe del Ejército español durante la guerra de Rosellón y I conde de la Unión por sus méritos de guerra. El título de duque de San Carlos le habría correspondido al primero de sus hijos, Mariano, pero éste falleció antes de que muriera su padre, por lo que debió de pasar a alguno de sus hermanos, pero Diego falleció soltero y Luis sin sucesión, de modo que el título pasó al primer hijo de Mariano que heredó por línea directa el título de su abuelo y fue, por tanto, II duque de San Carlos.
José Miguel de Carvajal-Vargas y Manrique de Lara era hijo de Mariano Joaquín de Carvajal-Vargas y Brun, a quien pertenecían los títulos de V conde de Castillejo y VII conde del Puerto, caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, mariscal de campo de los Reales Ejércitos, académico de Mérito de las Reales Academias Españolas de la Historia y de la de San Fernando, Gentilhombre de Cámara de Su Majestad, con ejercicio, quien no heredó el ducado de San Carlos por fallecer (el 23 de abril de 1796) todavía en vida de su padre. Se había casado con Ana Eusebia Manrique de Lara y Carrillo de Albornoz, con la que tuvo un hijo, cuyo nombre completo era José Miguel de Carvajal-Vargas y Manrique de Lara, el personaje aquí biografiado. El II duque de San Carlos es un personaje que no ha sido estudiado como individuo, sino como alguien adscrito a una familia importante de la nobleza. Por esa razón resulta complicado aislar su vida personal de la multitud de títulos heredados y de las relaciones aristocráticas establecidas con sus congéneres. Esa razón es suficiente para que se intente hacer un relato de su propia vida, tratando de aislar su personaje del entorno familiar más cercano, aunque no de su papel personal en la Historia de la nación.
La llegada a España del II duque de San Carlos coincidió con una etapa histórica marcada por la transición del Antiguo Régimen a la etapa liberal, todo ello encuadrado en un período de Guerra de Independencia y de revolución liberal. Sin saberlo él, la situación política que se vivía en España estaba desarrollándose de forma muy convulsa. Antes de entrar en la política utilizó todas las influencias que le proporcionaba su amplio currículum nobiliario y comenzó a medrar en el Ejército, institución en la que consiguió ascender de forma muy rápida, pasando por buena parte de los puestos que se podían ocupar en el escalafón militar. En esa carrera profesional como militar recorrió, desde muy joven, un largo camino, pasando por ser coronel en 1793, brigadier en 1794, mariscal en 1795 y teniente general en 1802.
Gracias a su importancia en el entorno nobiliario de la Corte, consiguió ser gentilhombre de Cámara del futuro Fernando VII, cuando éste sólo era príncipe de Asturias, así como su ayo, junto a su preceptor, el canónigo Juan Escoiquiz. La amistad entre los dos hizo que estuviera muy unido a las dificultades por la que pasó el futuro rey, pues colaboró con él en la elaboración de una de las páginas más negras de la historia de España. El heredero del trono de España conspiraba para hacerse con el poder. No tenía ningún inconveniente en acabar con Godoy, el valido que disfrutaba de la confianza de su padre, el rey Carlos IV, y que más le alejaba del trono y, por ello, maquinó toda una estratagema que fue descubierta finalmente. Godoy era uno de los individuos más odiados de la época, pues en todos los estratos sociales se le veía con mucha desconfianza. Reunía varios elementos para ser rechazado: era el favorito del Rey, era un advenedizo, un sujeto impío e impúdico y un ser rechazado incluso por el pueblo, pues había prohibido las corridas de toros. El deseo de acabar con el príncipe de la Paz, título que ostentaba Godoy por un nombramiento real para premiar su trabajo en la consecución de la Paz de Basilea, era constante, y el príncipe de Asturias tenía gran interés en hacer desaparecer a ese personaje molesto. El duque de San Carlos no tuvo ningún inconveniente en acompañar al futuro rey en sus actividades contra Godoy, hasta tal punto que le animó, junto al duque del Infantado y su preceptor, el canónigo Escoiquiz, a maquinar una conspiración contra su propio padre, el rey Carlos IV, y contra Godoy. La ocasión se produjo cuando Fernando VII, que se había casado en 1802 con María Antonia de Nápoles, enviudó en 1806, con veintitrés años, y eso propició que fuera necesario buscarle una nueva esposa. La camarilla de Fernando VII quiso restarle oportunidades a Godoy, que era el encargado de las relaciones con Napoleón, y decidió solicitarle, de forma secreta, a espaldas del propio Godoy, una esposa de su familia.
Parece que el espionaje de Godoy descubrió esa trama y éste decidió ponerle una trampa a esa camarilla del príncipe de Asturias. El 27 de octubre de 1807 se encontró en la mesa del Rey un anónimo en el que se acusaba a su hijo de tramar su derrocamiento y de planear el envenenamiento de la reina María Luisa.
Este episodio vergonzoso obligó al Monarca a ordenar el registro de las habitaciones de su hijo, donde se encontró la correspondencia secreta con Napoleón, y fue el propio Monarca el encargado de informar a la población de la conjura urdida por su hijo. Se produjo el arresto del futuro Fernando VII, que suplicó el perdón a su padre, denunciando al tiempo a sus cómplices. El recuerdo histórico de este suceso es conocido como el Proceso de El Escorial, juicio celebrado entre octubre de 1807 y enero de 1808, en el que se pidió la pena de muerte para el canónigo Escoiquiz, el duque del Infantado y el duque de San Carlos, aunque la presión popular logró su absolución.
Además de la actitud popular, en el juicio celebrado fueron declarados inocentes por el Consejo de Castilla, una institución claramente de Antiguo Régimen.
En aquellos días, el duque de San Carlos era uno de los personajes menos amables, por su colaboración con Fernando VII en la traición a su familia y a su propio país.
Su permanente apoyo al príncipe de Asturias hizo que se viera implicado de nuevo en otro de los acontecimientos más desagradables de la época, el Motín de Aranjuez, ocurrido muy poco después del proceso comentado. En esta ocasión, todos aquéllos que habían cuestionado la presencia de Godoy, se unieron para acabar con él. El colectivo era muy amplio: los miembros de la nobleza se quejaban de un individuo que estaba dirigiendo el país con malas intenciones; los pudientes protestaban del reparto de cargas económicas sin respetar privilegios ni apellidos, lo que suponía más exigencias fiscales sobre ellos para liberar de esa carga a los más humildes; la Iglesia tampoco podía aceptarle porque había intentado alterar sus privilegios económicos; por último, el pueblo pensaba que era un desaprensivo que había abusado de la buena voluntad de un anciano, con la pretensión, además, de quitarle el trono a su legítimo heredero.
En un principio se creyó que Godoy había huido con destino a Andalucía al advertir los primeros movimientos en la noche del 17 de marzo de 1808. Sin embargo, fue descubierto en la mañana del día 19 en su propia casa. Se había encerrado en una buhardilla, ocultándose entre varios rollos de alfombras y esteras. El mismo príncipe de Asturias tuvo que tranquilizar al pueblo y Godoy pasó a ser custodiado en el cuartel de la Guardia de Corps, para evitar que el pueblo se ensañase con él. Desaparecido Godoy de la escena, Carlos IV no pudo mantenerse en el trono y abdicó a favor de su hijo. Paralelamente, las tropas francesas habían entrado ya en España, no para cumplir los acuerdos tomados por Napoleón y el rey de España, el 27 de octubre de 1807 en Fontainebleau; es decir, el paso de las tropas francesas por territorio español para invadir Portugal, país que se había negado a acatar la orden de bloqueo internacional contra Napoleón y proceder luego a la división del país en tres partes, de las cuales una sería para España. Napoleón no tenía ninguna intención de cumplir el Tratado, sino que perseguía otros objetivos más beneficiosos para él: los de entrar en España y ocuparla tan pronto como fuera posible. Pondría en práctica una convención aneja al tratado de Fontainebleau que se había redactado de forma secreta para determinar la suerte futura de Portugal, en la que se permitía la entrada de un número de tropas francesas muy superior al señalado inicialmente, que debían ser alimentadas y mantenidas por España, aunque serían dirigidas por el general comandante de las tropas francesas, pasando también a Francia las contribuciones que impondrían en las tierras portuguesas ocupadas. La Guerra de Independencia empezaba a estar servida.
El joven Rey emprendió viaje para entrevistarse con Napoleón y atravesó la frontera francesa el 20 de abril de 1808. En Bayona quedaron aislados los miembros de la Familia Real y, el 6 de mayo de 1808, Napoleón consiguió que Fernando VII devolviera la Corona a su padre, Carlos IV, para que éste se la traspasara a él mismo, quien ya se la había entregado a su hermano mayor, José Napoleón. Después de las Abdicaciones de Bayona, Fernando VII, su hermano Carlos, su tío Antonio y el duque de San Carlos iniciaron el exilio en 1808, en el dorado cautiverio del castillo de Valençay, un lugar donde seguramente se sintieron muy cómodos porque era uno de los monumentos más bellos del renacimiento francés, que dejaría un buen recuerdo a los prisioneros. En ese paradisíaco escenario, el duque de San Carlos participó, como plenipotenciario de Fernando VII, en la firma de un tratado con Napoleón que permitiría que el Rey quedara en libertad.
El conocido como Tratado de Valençay fue muy cuestionado por los liberales españoles que auguraban resultados funestos para España, aunque muy válidos para Napoleón, pues de ese modo se libraba de la guerra en España y podía dedicarse a impedir la entrada en territorio francés del ejército de Wellington. El emperador francés dio poderes plenos a su consejero de Estado, el conde de Laforest, para que negociara una paz duradera. El texto del tratado de Valençay, en su parte inicial, reflejaba la personalidad del biografiado y su íntima relación con el monarca español.
Se decía allí textualmente: “[P]lenipotencia de S. M. el Sr. D. Fernando VII al duque de San Carlos. Duque de S. Carlos mi primo: Deseando que cesen las hostilidades y concurrir al establecimiento de una paz solida y duradera entre la España y la Francia, y habiendonos hecho proposiciones de paz el Emperador de la Francia, Rey de Italia, por la entera confianza que tengo de vuestra fidelidad, os doy pleno y absoluto poder y encargo especial para que en nuestro nombre trateis, concluyais y firmeis con el plenipotenciario nombrado para este efecto por S. M. L. y R. el Emperador de los Franceses, Rey de Italia, tales tratados, artículos, convenciones u otros actos que juzguen convenientes, prometiendo de cumplir y ejecutar puntualmente todo lo que vos como plenipotenciario prometais y firmeis en virtud de este poder, y de hacer expedir las ratificaciones en buena forma, a fin de que sean cangeadas en el término en que se conviniese. En Valençay a 4 de Diciembre de 1813 = Fernando = Al duque de S. Carlos = Es copia conforme = Josef Luyando”.
En el tratado de paz y amistad firmado entre los representantes de ambos tronos se reconocía a Fernando VII y a sus sucesores como reyes de España y de las Indias, se admitía la integridad del territorio español, tal y como existía antes de la guerra actual y se conseguía también que las provincias y plazas tomadas por el ejército francés en la ocupación fueran devueltas a España. El duque de San Carlos ejerció plenos poderes para firmar ese texto el 11 de diciembre de 1813, gracias al cual la Familia Real quedaría en libertad y se obligaba a Fernando VII a darles a sus padres una pensión anual de treinta millones de reales. A comienzos de 1814, después de firmado, el duque de San Carlos envió a España el tratado, para pedir a la Regencia que confirmara el acuerdo hecho con Napoleón y que examinara la situación política del país; la Regencia respondió recordando un decreto de las Cortes que declaraba nulo todo compromiso del Monarca mientras estuviera cautivo, pues no se admitiría firmar una paz por separado. En ese momento pudo percibir el duque de San Carlos la existencia de un partido dispuesto a apoyar el restablecimiento del absolutismo y el regreso de Fernando VII del destierro, por lo que se ocupó de que fuera posible. En marzo de 1814, Fernando VII entró en España por Gerona, para dirigirse a Valencia y, desde allí, a Madrid. Su estancia en Valencia fue mucho más larga de lo previsto y allí se pudo comprobar que el golpe de Estado del que hablan muchos autores, ni siquiera era necesario, pues la multitud entusiasta demostró que la población quería reformas, pero sin romper con la tradición. Por fin, con el apoyo del general Elío y de un grupo de políticos reaccionarios, partidarios de la vuelta al antiguo régimen, decidió hacer caso de las peticiones de los firmantes del Manifiesto de los Persas. El grupo de 69 diputados a Cortes fue así denominado por una cita erudita al principio de su escrito, pero lo que pedían era anular la obra de la Constitución de Cádiz y el establecimiento de una Monarquía moderada, con Cortes legítimamente convocadas y no improvisadas como habían sido las de Cádiz. A instancias suyas, dictó un decreto, el 4 de mayo de 1814, por el que se derogaba la Constitución de Cádiz y toda la obra legislativa de los revolucionarios y se restauraba el absolutismo. Con ese decreto se anulaban prácticamente seis años de la historia de España, que no era lo que pedían “los persas”.
En tal situación, el duque de San Carlos mantuvo todavía la confianza del Monarca y fue encargado de ocupar cargos que respondían, de nuevo, a la nomenclatura y funciones del Antiguo Régimen, pues fue secretario de Estado y del Despacho Universal desde el 31 de mayo al 25 noviembre de 1814, mostrando una enérgica intervención en la represión de los partidarios del constitucionalismo y en la persecución de los liberales. Bajo su mandato se restablecieron los Consejos de Estado y Real y el Consejo Superior de la Inquisición, así como todos los restantes tribunales del Santo Oficio (21 de julio de 1814). Fue enviado a misiones de confianza, como embajador de S. M., a las Cortes de San Petersburgo, París, Londres, Viena y Lisboa. También en 1814, en compensación por sus servicios, se le encargó dirigir la preciada Orden del Toisón de Oro y recibió la Gran Cruz de Carlos III.
1814 debió de ser el año de todos los reconocimientos, pues fue nombrado director perpetuo del Banco de San Carlos, académico de honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y académico supernumerario de la Real Academia Española, para ser nombrado, finalmente, director de la corporación.
Introdujo en la Academia, institución dedicada a la cultura, las luchas políticas que se vivían en la calle, expulsando de ella a los “afrancesados”, y ejerciendo una política de tintes reaccionarios, igual que había hecho desde su puesto de ministro. Ello no fue óbice para que en el tiempo de su dirección se publicaran las ediciones quinta y sexta del Diccionario, el Fuero Juzgo (1815), el Quijote (1819), El Siglo de Oro, La Grandeza Mexicana y dos ediciones de la Ortografía.
Se sabe de él que fue una de las personas más poderosas de España, por lo que instituciones como el Canal Imperial de Aragón encargaron a Goya en 1815 que realizara dos retratos de Fernando VII y del duque de San Carlos que había sido un defensor incondicional del rey, como lo demostraba su participación en el Proceso de El Escorial de 1807 y en el Motín de Aranjuez de 1808. El boceto realizado por Goya mostraba un retrato de cuerpo entero del personaje, que dejaba patente su casi nulo atractivo, debido a su escasa estatura, su fealdad y su expresión de corto de vista. Pese a esas carencias del modelo, Goya supo sacarle partido en el cuadro al presentarlo en un salón palaciego, vistiendo guerrera entorchada y calzón negro, y apoyado pretenciosamente en el bastón de mando. En esa actitud, hacía también ostentación del Toisón de Oro, de la banda de la Orden de Carlos III, del fajín rojizo y de otras insignias y condecoraciones que llamaban la atención y de esa manera la figura del duque causaba un gran impacto en el espectador.
Se casó por dos veces, la primera con María del Rosario de Silva, condesa de Fuenclara, duquesa de Aremberg, Grande de España de primera clase, de cuyo matrimonio no tuvo hijos. En 1803 se casó en segundas nupcias con María Eulalia de Queralt y Silva, nacida en 1787, hija de los condes de Santa Coloma, Grande de España y sobrina de su anterior esposa, que falleció en Madrid el 15 de junio de 1863.
De este matrimonio tuvo varios hijos, el mayor de los cuales fue el heredero de todos los títulos que poseía: José Fernando de Carvajal-Vargas y Queralt, III duque de San Carlos.
Aunque fue amigo y confidente de Fernando VII, su lealtad, apoyo y amistad no impidieron su brusca caída del Ministerio, según la costumbre de aquel monarca. Su muerte se produjo en París, después de haber abandonado sus responsabilidades políticas. el 17 de julio de 1828 fue enterrado en el cementerio del Père Lachaise, de la capital francesa.
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Ángeles Hijano Pérez