Fernández de Córdoba y Valcárcel, Fernando. Marqués de Mendigorría (II). Buenos Aires (Argentina), 2.IX.1809 – Madrid, 30.X.1883. Militar, político y escritor.
Era el menor de los ocho hijos que tuvo el matrimonio entre José Fernández de Córdoba y María de la Paz Varcárcel O’Conrri Jácome y Esquivel, miembros los dos de ilustres familias militares de Cádiz. Su abuelo paterno había sido teniente general de la Real Armada en tiempos de Carlos III, y su padre, capitán de fragata, estaba encargado de la lucha contra el contrabando en las aguas del Río de la Plata, lo que explica que Fernando naciera en Argentina. No de menos categoría era la familia de su madre, en la que su abuelo, Adrián Valcárcel, había llegado a ser general de la Armada.
Fernando quedó muy pronto huérfano de padre; su progenitor perdió la vida en Potosí mientras combatía una de las muchas revueltas criollas que estallaban en esos años en América. Viuda y con ocho hijos, la madre prefirió volver a España con su prole, donde la familia pudo vivir con cierto desahogo gracias a una pensión concedida por las Cortes de Cádiz.
Fernando se formó y educó en las mejores academias de Cádiz, hasta que un nuevo traslado familiar le condujo a Madrid en 1820. En la Corte despuntó muy pronto su hermano Luis, un prometedor militar de ideas absolutistas, hasta el punto de ser uno de los instigadores del fallido golpe de julio de 1822 y de enrolarse más tarde en las filas del duque de Angulema.
El adolescente Fernando, muy influido por su hermano, simpatizó igualmente con el absolutismo político, aunque se decía disgustado por la conducta y el afán vengativo de los realistas.
Con el deseo de imitar a su admirado hermano, Fernando Fernández de Córdoba ingresó en 1824 en la Guardia Real, formando parte del aristocrático cuerpo de Caballería. En esa institución estudió Matemáticas, Geografía e Historia y todo lo relacionado con el arte militar. No tenía duda alguna de que el Ejército era su vocación. “Mi satisfacción —escribió mucho más tarde— era suma; la guerra, con sus trabajos, penalidades y peligros, ha sido siempre para los jóvenes una verdadera fiesta.” En 1825 ascendió a teniente de la Guardia Real, cuando apenas tenía dieciséis años, lo que no pocos interpretaron como una prueba más de la arbitrariedad que reinaba en ese cuerpo.
A pesar de sus antecedentes realistas, a la muerte de Fernando VII, los hermanos Luis y Fernando Fernández de Córdoba comprendieron que la legitimidad dinástica correspondía a la infanta Isabel y no al pretendiente Carlos María Isidro. En particular, Luis fue uno de los más destacados generales del ejército isabelino durante la Primera Guerra Carlista, y dirigió el Ejército del Norte entre 1835 y 1836. Como teniente general ganó la batalla de Mendigorría. Como reconocimiento a sus méritos fue concedida la merced nobiliaria de marqués, con dicha denominación, a favor de su madre, por Real Despacho de 18 de julio de 1846, cancelando el previo de vizconde de Arlabán.
El título fue concedido libre de lanzas y medias annatas perpetuamente. Isabel II quiso, con este título, honrar la memoria de Luis Fernández de Córdoba concediéndoselo a su madre, para que pasase, cuando ella muriese, a su hijo Fernando, entonces mariscal de campo. Su triunfo en Mendigorría le hizo merecedor del marquesado de ese lugar, título que, a su muerte, Fernando heredó.
Fernando Fernández de Córdoba participó igualmente en algunas campañas de la guerra carlista, a las órdenes siempre de su hermano el general; demostró su valor y obtuvo el grado de coronel. En lo político supo abandonar el lastre de su pasado realista para abrazar el liberalismo en su versión moderada.
Enemigo del principio de soberanía nacional, triunfante en España con el golpe de La Granja y la Constitución de 1837, comenzó a frecuentar los círculos moderados, aunque no ingresó en ese partido hasta 1841; en dichas reuniones, sin embargo, conoció a políticos de la talla de Narváez, Sartorius, Borrego o González Bravo, y forjó una estrecha amistad con el influyente José de Salamanca, futuro marqués. Aparte del Ejército y de la política, este galán alto, joven y apuesto fue asiduo de los mejores salones y bailes de Madrid; como también era común entre la juventud distinguida, empleó sus otros ratos libres en la lectura de las mejores plumas románticas, como Larra, Hartzenbusch o el duque de Rivas.
Tras la inesperada muerte de su hermano Luis en 1840, el nuevo marqués de Mendigorría no disimuló su odio hacia el nuevo regente, el general Espartero, ante sus ojos culpable de que su fallecido hermano hubiera vivido relegado en Lisboa los últimos años de su vida. Se relacionó al joven marqués con una tentativa para derribar el regente en 1841, y aunque negó su implicación en los hechos, consideró más prudente huir de España por la frontera portuguesa. Durante 1842 vivió a caballo entre Londres y París, participando de forma muy activa en las reuniones moderadas del exilio.
Volvió a España en 1843, coincidiendo con la caída de Espartero que tanto deseaba. Como premio a su lealtad al Partido Moderado, Narváez le confió la delicada misión de limpiar el Ejército regular de unidades progresistas, que se habían hecho fuertes en Murcia y Cartagena, y también fue el encargado de desarmar la Milicia Nacional, que se quería sustituir por la nueva Guardia Civil. Por estas acciones, ejecutadas con firmeza y culminadas con éxito, el marqués recibió la Medalla de San Fernando y el grado de general, recién cumplidos los treinta y cinco años. Sin solución de continuidad fue nombrado gobernador militar de Madrid, encargo no menos delicado por ser la capital un continuo escenario de motines contra los moderados. Un nuevo ascenso le llevó a la capitanía general de Madrid, cargo que pudo simultanear con la Dirección general de Infantería, para la que fue nombrado por primera vez en julio de 1847. Este último puesto, que Mendigorría desempeñó el resto de sus días con cierta regularidad, fue quizá el que mayores satisfacciones le dio, porque le permitió reformar y organizar los batallones de cazadores y otros cuerpos de Infantería sumamente anticuados.
Llamado todavía a más altos empeños, entre agosto y noviembre de 1847 fue ministro de Guerra en los gabinetes de García Goyena y de Narváez. Esta primera aventura ministerial no pudo, sin embargo, terminar peor, pues su antiguo amigo y jefe lo destituyó de un día para otro, alarmado por un bulo que situaba al ministro al frente de una rebelión contra el presidente. Pronto se supo que los rumores eran falsos y, aunque Narváez no dio marcha atrás en la destitución, compensó al marqués con la Cruz de Carlos III y un puesto vitalicio en el Senado. Tras un nuevo paso por la Dirección de Infantería fue nombrado en 1848 capitán general de Cataluña y general en jefe del Ejército del principado, con la misión ahora de aplastar a las fuerzas residuales del carlismo (aún activas durante la llamada “guerra de Matiners”) y a las juntas revolucionarias que auspiciaban los progresistas y los incipientes grupos demócratas.
Su siguiente misión le llevó a Italia en 1849, como general en jefe del cuerpo expedicionario que el Gobierno español envió a Roma, en colaboración con otros países europeos, como Francia, Gran Bretaña, Piamonte, Austria o Nápoles. Se trataba de garantizar la estabilidad territorial de los Estados temporales del Papa, amenazados por la actividad sediciosa de revolucionarios y patriotas italianos. La elección de Fernández de Córdoba tuvo mucho que ver con su prestigio entre los círculos más conservadores de la familia liberal, aunque tampoco pasó inadvertido que el general era descendiente directo del Gran Capitán, victorioso en las campañas italianas tres siglos antes.
La expedición española, formada por cinco mil soldados, zarpó de Barcelona el 23 de mayo de 1849 bajo la protección del estandarte de Lepanto. La de Italia fue, sin embargo, por parte de España, una campaña mal organizada y sin objetivos claros, a caballo entre la acción diplomática y la intervención militar, muy condicionada además por Francia, la potencia hegemónica en la Europa continental en aquellos momentos.
Si a esto se añade que España no quería dañar su imagen ante los círculos liberales italianos, se comprende mejor que las tropas del general Fernández de Córdoba se limitaran a tomar posiciones en las comarcas situadas al sur de Roma, sin intervenir directamente en las operaciones militares. Parece, en cualquier caso, que el objetivo último de esta expedición era devolver a España al primer plano de la escena europea y frenar en lo posible las tentaciones hegemónicas de París, lo que evidentemente no se logró. De toda esta aventura, el marqués dejó testimonio escrito en su obra La revolución de Roma y la expedición española a Italia en 1849, que no vio la luz hasta 1882.
De regreso a España, Fernández de Córdoba volvió a desempeñar su sempiterna Dirección general de Infantería, que compatibilizó ahora con la Capitanía General de Castilla la Nueva. Alejado en apariencia de la política activa, se identificó con el sector más aperturista de su partido, defensor del estado de derecho frente a las tentaciones totalitarias de líderes como Narváez o Bravo Murillo. En 1852 amenazó incluso a Bravo Murillo con emplear la fuerza militar, si éste promulgaba su proyecto constitucional de clara naturaleza dictatorial. Esta amenaza le valió su cese como capitán general, pero él no se arredró y promovió un manifiesto electoral contra Bravo Murillo, que firmaron no pocos moderados.
Dimitido Bravo Murillo, Fernández de Córdoba recuperó su Capitanía general y su entrañable Dirección de Infantería. Comprendió entonces que la continuidad de la Monarquía isabelina dependía de la capacidad de la Reina para integrar a las familias liberales, que a su juicio necesitaba la pacífica alternancia en el poder entre progresistas y moderados. Isabel II no tomó en serio estas advertencias, pero no mucho después, en julio de 1854, tuvo que ofrecer la presidencia del Gobierno al marqués de Mendigorría, para que éste negociara una salida pacífica a la llamada “Vicalvarada”. Fernández de Córdoba, que pasaba por ser uno de los moderados más abiertos, aceptó el encargo por fidelidad a la Corona e inició las gestiones para formar un amplio gobierno de coalición liberal.
Como muestra de su buena fe, promulgó algunas medidas liberalizadoras, como la ampliación de la libertad de imprenta, la rebaja de impuestos o la convocatoria de nuevas elecciones a Cortes. El esfuerzo fue del todo vano y Córdoba, al verse incapaz de frenar la rebelión, renunció a la presidencia el 19 de julio, tan sólo tres días después de haber tomado posesión. Mayor amargura debió de producirle aún que su sucesor en la presidencia del Gobierno fuera el general Espartero, a quien, como se sabe, detestaba.
Muy afectado por este fracaso, Fernández de Córdoba prefirió abandonar España por un tiempo. Primero en Bayona, luego en Bélgica, Austria y Alemania, dedicó el tiempo a ampliar sus ya vastos conocimientos militares. En Berlín tuvo ocasión de estudiar de cerca la estructura y organización del Ejército prusiano, considerado el mejor del mundo. De nuevo en España en 1857, Fernández de Córdoba —marqués de Mendigorría desde el 15 de noviembre de 1858 al haber fallecido su madre, la primera marquesa, el 17 de diciembre de 1856— se distanció de la reina Isabel cuando supo que ella en persona vetaba su enésimo nombramiento como director de Infantería.
Interpretó este hecho como un deshonor y, aunque no se retiró del todo de la política, vivió los años siguientes algo apartado en Andalucía, sin aprobar del todo la política conciliatoria de la Unión Liberal, que a su juicio cerraba el paso a una verdadera alternancia entre moderados y progresistas y hacía crecer la causa republicana.
Desilusionado con la Reina, aceptó en 1860 una oferta de su viejo amigo José Salamanca (ahora marqués de ese nombre) para presidir una de sus empresas más prometedoras, la compañía constructora y concesionaria de los caminos de hierro romanos, con sede en la Ciudad Eterna. Esta compañía había obtenido del Papa un permiso para vender y poner en explotación vías férreas en los Estados Pontificios, proyecto financiado en parte por capitalistas de París.
La obligación del marqués era consolidar unas buenas relaciones con los círculos vaticanos, que aún veían en él la estampa del liberador español de la campaña de 1849. Mendigorría vivió desahogadamente en Roma entre 1860 y 1864, gracias al generoso sueldo que le daba Salamanca, 24.000 duros anuales. Allí trabó una estrecha amistad con el anciano pontífice Pío IX, con quien se veía casi a diario. Todo acabó cuando la empresa de Salamanca se vino a pique y algunos de sus promotores fueron a la cárcel, aunque Fernández de Córdoba no se vio envuelto en el escándalo. No obstante, el marqués siguió ligado en España al negocio de los ferrocarriles, como consejero que fue de la compañía concesionaria de la línea Zaragoza-Pamplona- Barcelona.
En 1864, tras rechazar una oferta del rey de Nápoles para dirigir el decrépito ejército de aquel reino, decidió regresar a España, reclamado esta ocasión por Narváez, con quien se había reconciliado poco antes.
Su viejo amigo le encomendó la Dirección general de Artillería y enseguida la cartera de Guerra, que el marqués desempeñará siete meses entre 1864 y 1865.
Sintiendo debilitada su salud, dimitió del ministerio en marzo de 1865 y se retiró un tiempo a tomar los baños. Más recuperado, a finales de año, O’Donnell le promovió a la Dirección general del Estado Mayor, un puesto modesto, pero bien ajustado a sus conocimientos técnicos. Nombrado más tarde capitán general de Cuba, la reina Isabel se negó a firmar el decreto, lo que supuso su distanciamiento definitivo de la Soberana.
Opositor ahora al régimen isabelino, se le mandó desterrado a Soria, pero él consideró más oportuno traspasar de nuevo la frontera y establecerse en el sur de Francia en julio de 1868. Desde su retiro en Bagnères de Bigorre atendió a un emisario del general Prim, que le propuso formar parte en la proyectada revolución contra la Reina; aunque no quiso implicarse directamente en los preparativos del golpe, aceptó en cambio entrar en España por Irún cuando la revolución hubiese triunfado, y desde allí garantizar “el orden y los intereses permanentes de aquellas provincias [las vascas]”.
Triunfante en efecto la “Gloriosa”, este curtido superviviente de la política fue nombrado director del Estado Mayor y de la Infantería. Senador electo por la provincia de Soria entre 1871 y 1873, fue ministro de Guerra durante el reinado de Amadeo de Saboya, en dos gabinetes presididos por Ruiz Zorrilla, y además efectuó algunas breves sustituciones en las carteras de Estado y Ultramar. Precisamente era Mendigorría cuando estalló la llamada “crisis de los artilleros”, una vidriosa cuestión de promociones militares que el Gobierno pretendió resolver destituyendo a los oficiales rebeldes y, al no conseguirlo, disolviendo el entero cuerpo de Artillería. Lo grave del caso es que Amadeo de Saboya utilizó este enfrentamiento como pretexto para renunciar a la Corona española. La ductilidad y capacidad de adaptación del general Fernández de Córdoba se volvieron a poner en evidencia cuando aceptó (por octava vez en su vida) la cartera de Guerra en el primer Gobierno de la Primera República, presidido por Figueras.
Fue éste su último cargo político. En 1873 se retiró definitivamente de la política, entregándose en adelante en cuerpo y alma a la escritura y al estudio de la Historia. Sin ataduras políticas, redactó en la soledad de su despacho la que fue su más importante obra póstuma, Mis memorias íntimas, un libro imprescindible para conocer la vida política, social y militar del reinado de Isabel II. Una apoplejía le paralizó la mitad del cuerpo en los últimos años de su vida. Falleció en Madrid en 1883.
Obras de ~: Memoria del Teniente General Fernández de Córdoba sobre los sucesos políticos ocurridos en Madrid en los días 17, 18 y 19 de julio de 1854, Madrid, Rivadeneyra, 1855; Consideraciones sobre la Organización del Ejercito Español en su relación con el presupuesto, Madrid, Rivadeneyra, 1858; Táctica de guerrilla, redactada por una junta de jefes de Infantería, bajo la presidencia y dirección del Excmo. Sr. Teniente General D. Fernando Fernández de Córdoba, Madrid, Imprenta de Labajos, 1870; Instrucción reglamentaria para el conocimiento, manejo, conservación, cargas y fuegos del fusil y carabina Berdan, conocido con el nombre de Modelo de 1867, Madrid, Imprenta de Alcántara, 1870; Contestación a las observaciones del marqués del Duero sobre la táctica de guerrilla, Madrid, Tipografía de Labajos, 1874; La revolución de Roma y la expedición española a Italia en 1849 (acompañado de un plano levantado por el Depósito de la Guerra), Madrid, Imprenta de Manuel G. Hernández, 1882; Mis memorias íntimas, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1886- 1889, 3 vols. (ed. y est. prelim. de M. Artola, Madrid, Atlas, 1966, Biblioteca de Autores Españoles, 192-193; pról. de H. O’Donnell y Duque de Estrada, Madrid, Velecío Editores, 2007, 2 vols.).
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Carlos Rodríguez López-Brea