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Mariano José de Larra y Sánchez de Castro

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Biografía

Larra y Sánchez de Castro, Mariano José de. Fígaro, El pobrecito hablador, El Bachiller Pérez de Munguía, Andrés Niporesas, Ramón de Arriala, etc. Madrid, 24.III.1809 – 13.II.1837. Escritor romántico.

Era hijo único del matrimonio de Mariano de Larra, médico internista, con María Dolores Sánchez de Castro, nacido a los tres años del enlace. Su padre había estudiado dos años en París, donde trabó relación amistosa con el doctor Orfila —más tarde médico de Luis XVIII y autor de un tratado muy notable sobre venenos, que el padre de Larra tradujo más tarde al castellano— y había vuelto a Madrid un año antes de su boda. En 1811, entró en el ejército francés del Centro, mandado por José Bonaparte, y siguió con su breve familia los desplazamientos militares de su unidad: Valencia, Burdeos y París. De 1813 a 1818, vivieron en Francia, y, por lo tanto, la educación primaria del joven Larra correspondió a la de los escolares franceses de su edad, hasta que su padre, sin duda por la recomendación de Orfila, consiguió volver con su familia a Madrid en el séquito del infante Francisco de Paula, como médico. Al infante cabe, pues, atribuir la admisión en el ámbito fernandino de una familia afrancesada y la del ingreso de Mariano José en el colegio de San Antonio Abad, ya que los escolapios madrileños fueron los preceptores de la familia del infante. Los escolapios, cuya enseñanza era famosa en materia de Humanidades y Lengua, acogían a niños de seis a doce años en un amplio internado de unos setecientos escolares. Aquí recibió sus primeras letras españolas el futuro Fígaro, y aquí coincidió, hasta 1822, con Bretón de los Herreros, luego testigo de su boda. Uno de sus biógrafos más fiables, Cayetano Cortés, afirma, quizá con cierta hipérbole, que a los nueve años apenas sí sabía hablar español.

En los últimos meses del famoso Trienio (1823), Mariano —el padre— cesó como médico del infante, con lo que trasladó su actividad y a su familia a Corella (Navarra), y a partir de 1824 se completó la formación de su hijo en el Colegio Imperial madrileño, regentado por los jesuitas, en la Real Sociedad Económica Matritense y, luego, coincidiendo con un nuevo destino paterno en Aranda de Duero, en la Universidad de Valladolid, si bien conviene precisar que lo que recibió en ésta entre junio y noviembre de 1825 no implicó ningún acceso a estudios superiores, ya que el Plan Quintana (1813) otorgaba a las universidades de provincias la función de impartir enseñanzas de rango universitario a estudiantes de la que hoy se llama enseñanza media o secundaria, y que conducían al título muy pronto denominado bachiller en Filosofía, imprescindible para el ingreso en los colegios de Medicina, que debe de haber sido el inicial propósito familiar. Los estudios aprobados en Valladolid fueron Lógica y Ontología, Metafísica, Aritmética, Álgebra, Geometría, Griego y Botánica.

Hasta marzo de 1827 —es decir, hasta un año antes de su primera actividad periodística—, el joven Larra vivió con su padre en la calle de Santa Isabel de Madrid. De este momento es una carta de su madre, anunciando un viaje a Madrid “para sujetar al torito”.

Sin duda se refería su madre a los distintos signos de emancipación que, por impaciencia, rebeldía, autosuficiencia o simple responsabilidad, se hacían cada vez más patentes: probablemente amoríos (se casó en 1829 con Pepita Wetoret), búsqueda de empleos (la primera solicitud de ingreso en los Voluntarios Realistas es de 1826, y consiguió el ingreso en marzo de 1827, previo empleo burocrático en la Inspección de los mismos; parece haber disfrutado de su primera, aunque fugaz colocación en la Junta Reservada de Estado).

Fue la etapa que, en carta a sus padres, desde Londres, definió en 1835 como milagrosa: “Y como estoy viviendo de milagro desde el año 26”.

Sin duda, uno de estos verdaderos milagros fue la autorización, en plena década calomardina, para publicar El Duende satírico del día (1828), cuando la economía y la censura impedían esta iniciativa a hombres más curtidos y conocidos, mientras Larra era un muchacho de diecinueve años, recién salido del colegio y cuyo aval lo componían una mediocre poesía áulica y una oscura actividad burocrática. Pero el “milagro” obedecía, sin duda, a una poderosa mano protectora: la del comisario de Cruzada, Manuel Fernández Varela, a quien Larra dedicó un romance, ferrolano influyente que acababa de recibir el Toisón de Oro, luego propuesto como confesor de María Cristina (1829) y candidato a consejero de Estado (1830).

El ingreso en los Voluntarios Realistas y los elogios reales (“excelso monarca, nuestro buen gobierno, rey justo, hombre grande”, etc.) tienen una fácil explicación en la edad de Larra y en sus circunstancias. En la obra de este momento, no cabe advertir resquicios críticos subyacentes que anuden con el adalid del liberalismo que vino después. En 1826 y 1827 no existían más que tres posibles posiciones políticas: la oposición liberal, el realismo moderado y el realismo apostólico. Para un hijo de afrancesado que quería vivir y crecer en su país, no cabía otra posición que la segunda. Fue la que abrazó el jovencísimo Larra, la que le permitió disfrutar del favor de protectores bien situados en la Corte fernandina, como el comisario de Cruzada, y a los que elogió. La ruptura, sin embargo, vino muy pronto, facilitada por la salud precaria del Rey y por los desacuerdos crecientes con Calomarde de alguno de sus protectores: el 30 de abril de 1833, cinco meses antes de la muerte del Rey, Larra reflejó con clarividencia el tránsito a una nueva etapa general e individual; comenzó a romper —dice— los juguetes de su adolescencia literaria y política, su moderantismo y su formación clásico-cristiana de escolapios y jesuitas: “Me acosté una noche autor de folletos y de comedias ajenas y amanecí periodista”; un periodista político al que la insurrección carlista arrastró a una máxima crispación satírica. Obsérvese el alcance autobiográfico y la penetración analítica de esa transición en los siguientes párrafos: “Cuando se halla un país en aquel crítico momento en que se acerca a una transición, y en que, saliendo de las tinieblas, comienza a brillar a sus ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el bien, empero ya conoce el mal, de donde pretende salir para probar cualquier otra cosa que no sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que a una joven bella que sale de la adolescencia; no conoce todavía el amor ni sus goces; su corazón, sin embargo, o la naturaleza, por mejor decir, le empieza a revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y cuyo germen y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los desconoce todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior en que vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismos juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia”.

El duende satírico murió tras la aparición de su quinto fascículo en 1828. Pero sus primeros éxitos periodísticos debieron de haber ampliado la nómina de sus relaciones personales y afirmado su independencia individual. En 1829, se casó con Pepita Wetoret, previa solicitud en verso para que el duque de Frías apadrinase la boda. Tenía veinte años. Uno de sus artículos de costumbres se tituló “El casarse pronto y mal” (1832). En 1830 conoció —quizá en la tertulia de Frías, o bien en el despacho del famoso jurisconsulto Cambronero, donde trabajó de pasante su buen amigo el poeta Juan Bautista Alonso— a Dolores Armijo, esposa del teniente de Caballería vallisoletano José María Cambronero, hijo del citado abogado, matrimonio celebrado el mismo año que el suyo. Los Cambronero no tuvieron descendencia; la de Larra comenzó en 1831 con Luis Mariano, precisamente al mismo tiempo que su padre iniciaba los amores con la Armijo.

En el orden político, la muerte del Rey en septiembre de 1833 vino a ratificar lo que en el orden privado había intuido, descrito y vivido: una aceleración progresiva de radicalismo, que le llevó a romper “aquellos mismos sencillos juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia”. Las pedantuelas exhibiciones latinas del Duende se convirtieron en la sátira anticlerical de “Nadie pase sin hablar al portero” o en la inmisericorde acidez de “La planta nueva o el faccioso”, y, en general, la literatura beligerante contra los carlistas, en la que desaparecieron las citas de Horacio y Virgilio, así como las referencias a la moderación y al buen gusto, para dejar paso a imágenes vulgarizantes y caracterizaciones seudocientíficas, que tendían al desprestigio político y militar del pretendiente y de sus partidarios.

Larra hizo que Andrés Niporesas escribiera a Fígaro: “En el año 34 empezábamos ya a ser todos liberales”.

En realidad, bastantes meses antes ya exhibía Larra esta su nueva condición de fervoroso converso, o, como él mismo acuñó, de “liberal de nueva cría”, frente a emigrados y excarcelados que pretendían una representación política, inaccesible a quienes habían disfrutado de privilegios bajo Calomarde o habían pertenecido a los Voluntarios Realistas, como era su caso. Más de un testimonio da fe de que su “conversión” resultaba sospechosa de oportunismo a más de un observador. Pero el proceso siguió su marcha: en marzo de 1834 ingresó en la Milicia Urbana, siguiendo una entusiasta afluencia liberal (Espronceda, Ventura de la Vega, Salustiano Olózaga, Gil y Zárate, Pérez Villaamil) y se complementó con su colaboración periodística sobre los dos primeros jefes de gobierno de los liberales: Martínez de la Rosa y Mendizábal. Al primero, tan elogiado en sus inicios por simultanear con éxito la creación literaria con la dirección política, le censuró pronto su miedo a la anarquía, su nepotismo, su connivencia militar con los enemigos, su negligencia ante los conspiradores y su parsimonia para acabar con la guerra del Norte, su improvisación, hasta sus frivolidades (como el uniforme aprobado para los miembros del Estamento de Próceres). Larra exigía, además, “colores más fuertes y decididos, puros y sin mezcla”. El Estatuto Real le parecía una trampa, que mantenía los antiguos privilegios reales y no respetaba la soberanía popular. En 1835, bajo Toreno, desenmascaró ya su radicalismo al afirmar que la gran crisis que vivía el país se debía a que “se ha creído que se podía edificar sin destruir antes”. Por lo demás, el año 1834 había constituido el de mayor actividad creadora y plenitud humana: publicó la novela El doncel de don Enrique el Doliente y representó el drama Macías, tradujo y representó comedias de Scribe (Julia, Siempre), reseñó obras de Moratín, Martínez de la Rosa, Bretón y representaciones de ópera italiana, colaboró en La Revista española, El Correo de las Damas y El Observador, tuvo dos hijos (Luis Mariano ya contaba tres años y Adela, dos) y aguardaba un tercero (Baldomera) que no conoció hasta el año siguiente, a la vuelta de París, y de cuya paternidad afectaría dudar siempre. En este año de 1834 rompió con Pepita —a la que en sus cartas aludía siempre como “mi difunta”— y con la Revista.

Entre el 5 de abril y principios de diciembre de 1835 transcurrió una larga ausencia de Madrid, originada aparentemente por el deseo de cobrar en Bruselas una deuda sustanciosa (11.000 francos) a su padre, pero aprovechada para acercarse en Extremadura a su amante y vivir luego en París una experiencia que llegó a concebir en algún momento como definitiva.

Viajó por Extremadura con su amigo Campoalange, mientras sus hijos quedaban en Navalcarnero al cuidado de su abuelo. Entre el 9 y el 27 de abril residió en Badajoz, pero a pesar de relacionarse con Alfonso Carrero, tío de Dolores, parece que los amantes no llegaron a verse. Disgustado, salió para Portugal, donde residió veinte días; de Lisboa pasó a Londres, donde vivió tres días, y de Londres saltó al continente. Sus impresiones de Portugal fueron negativas; muy positivas, sin embargo, las de Londres. Consiguió que el deudor de su padre le adelantase 600 francos, que nunca llegaron a España. En París, aparte de vida social, convivió estrechamente con Frías, su padrino de boda, entonces embajador de España, y colaboró con el barón Taylor, que le pagó 2.000 francos por su contribución a una guía, Voyage pittoresque. Frías, por cierto, tardó ocho años en dar cuenta a la Administración de una suma importante, invertida en estos momentos en un asunto misterioso, lo mismo que Larra no giró a sus padres, a pesar de reiteradas promesas, ni un franco. Algún biógrafo sugiere que ambas deudas estaban relacionadas con una frustrada iniciativa periodística; una carta de Domingo Sarmiento, escrita durante su corta estancia en Madrid, registra una pasión desconocida de Larra: el juego. Sea lo que fuere, a principios de diciembre estaba de vuelta en Madrid, confortablemente instalado en Caballero de Gracia, esquina a Clavel, y lleno de esperanza.

Durante su ausencia, en septiembre, había subido al poder Mendizábal. Quizá las esperanzas del escritor tuvieran bastante que ver con las promesas del nuevo jefe de Gobierno: afirmación de los derechos individuales, Cortes para revisar el Estatuto Real, libertad de prensa, rápido final para la guerra civil, representación nacional. La creación de las diputaciones provinciales pareció confirmar esa esperanza. En “Fígaro de vuelta” (enero de 1836), Larra reconocía este cambio.

Pero todo parece comenzar a torcerse con la discusión parlamentaria de la ley que corregirá el Estatuto, que equivaldría nada menos que a la verdadera realización de los cambios esperados en España con el triunfo liberal: la ejecución de la “soberanía nacional”, con el consiguiente recorte de las atribuciones de la Corona.

La disolución de las Cortes puso en evidencia la confusión y la paradoja de que las nuevas Cortes habrían de elegirse por las leyes que se querían sustituir.

La inseguridad y la codicia de Mendizábal le hicieron acaparar en su persona siete actas de diputado, mientras dejó sin ella a presidentes anteriores, como Martínez de la Rosa y Toreno. Esta manipulación, además de ser enemiga a la ampliación del derecho a voto, provocó el rechazo sarcástico de Larra, como reflejan “Buenas noches” y “Dios nos asista”. En el breve trecho de dos años, pasó de la crítica al moderantismo de Martínez de la Rosa mediante una perspectiva exaltada al “no es esto, no es esto”, provocado por los exaltados y expresado desde la perspectiva de un democratismo radical, criptorrevolucionario, sansimoniano y prerrepublicano, de probable importación parisina. En el orden privado, asomaban inequívocas muestras de tentación por la “cosa pública” —reconoció que los periódicos llevaban al poder, juró que no quisiera ser ministro, reclamó la justa participación de los jóvenes en asuntos públicos— y se esforzó por restablecer las interrumpidas relaciones con Dolores, a la sazón separada de su marido y custodiada por sus tíos en Ávila, donde Alfonso Carrero era intendente de la Delegación de Hacienda. La situación política se complicaba: Istúriz reemplazó a Mendizábal el 15 de mayo, ocurrió la disolución de las Cortes y el anuncio de otras, revisoras del famoso Estatuto, para el 24 de mayo. La candidatura de Larra, precisamente por Ávila, se hizo pública el 18 de junio, si bien sus amigos se movilizaron desde el día anterior: Larra mismo escribió al gobernador y éste recibió una recomendación a su favor firmada por Alejandro Oliván, subsecretario de Gobernación.

¿Qué había pasado, pues, entre el 22 de mayo y la presentación de su candidatura? Fundamentalmente, dos cosas: la participación de Larra en un “plan combinado” para derribar a Mendizábal con anuencia de Palacio —del que fueron instrumento los folletos contra Mendizábal de Espronceda, Cayetano Cortés, Vega y el propio Fígaro con su “Dios nos asista”— y la intervención de Andrés Borrego, director de su periódico, El Español, para que acomodase a la nueva situación sus colaboraciones, regida por ministros amigos, como Rivas o Alcalá Galiano. Nació así un diputado cunero, al que apoyaron en Ávila Alfonso Carrero, su viejo amigo Acilú (por quien supo, por cierto, del refugio abulense de Dolores), el gobernador de la provincia, etc.

Larra consiguió su diputación en segunda vuelta, el 6 de agosto, pero la perdió seis días después por los sucesos de La Granja: el 23 publicó la Gaceta el Real Decreto que anulaba la anterior convocatoria de Cortes y convocaba otras nuevas para el 24 de octubre. Es decir, la maniobra política situó a Larra en pocos días frente a los amigos de ayer. Comenzó su fatal, irreversible desmoralización, a la que alude Eugenio de Ochoa en una carta a Campoalange: sería ocasión de compadecerle —escribe— si se tratase de un hombre vulgar, pero su “fatal talento” ha contribuido a la crisis política que entonces se vive y los vencedores le miran con malos ojos. Especular con su conducta parlamentaria, en caso de haber llegado a posesionarse del acta, parece ocioso; lo firme es que la facción de Istúriz, como señala Cayetano Cortés —amigo de Larra y su primer biógrafo fiable—, era de signo moderado, ya que defendía la reforma por medios legales, respaldaba a la Corona frente a la desconfianza progresista de sus promesas y consideraba al carlismo como una seria amenaza a la libertad.

Los meses que siguieron a este fracaso aparecen caracterizados insuperablemente por el propio escritor: “a oscuras”. El satírico era objeto y sujeto masoquista de la sátira (“El Día de difuntos de 1836”, “La Nochebuena de 1836”); identificaba, además, el caos ambiente con su propia situación personal (agobio económico, calumnias, fracaso político, hogar roto). Buscó refugio en Dolores, una hermosa valenciana, dos años más joven, sin descendencia, separada de su marido desde 1834, cuando, por cierto, se rumorearon por Madrid hablillas sobre “acontecimientos de inmoralidad novelesca entre el matrimonio Larra y el matrimonio Cambronero”, como escribió un testigo muy veraz, Luis Sanclemente, a su hermano, el marqués de Montesa. La separación de los Cambronero llevó a éste, entonces destinado en la Secretaría de Guerra, a solicitar la Secretaría de la Capitanía General de Manila.

Cuando Larra, el fatídico 13 de febrero, se disponía con ilusión a recibir en su casa de Santa Clara la visita de Dolores, ésta concurrió con una cuñada, artífice probable de una reconciliación matrimonial de los Cambronero que presuponía el viaje de Dolores a Manila.

Terminada la entrevista, y mientras las dos señoras se alejaban de su casa, sonó el disparo del suicida.

Adelita, de cinco años, y que había permanecido con un criado al fondo de la casa, fue la primera en ver en el suelo a su padre, con un tiro en la sien. El banderillero Mirandita, que pasaba por la calle, corrió al “Parnasillo” con la mala nueva. Eran las ocho de la tarde de un lunes frío y nublado. El rumor de que el barco que transportaba a Dolores hacia Manila naufragó en el cabo de Buena Esperanza parece un piadoso manto de olvido para la amante; otra versión la hace compañera de viaje de tres desterrados a Manila de la Junta Carlista de Córdoba y del general Camba, que embarcaron en Cádiz en la fragata Nueva San Fernando, la cual avistó Manila el 24 de agosto sin mayor tropiezo.

Cambronero murió en Manila tres años después; de la amante de Larra se pierde el rastro desde el 13 de febrero. Huérfana de madre desde los doce años y a cargo de sus tíos por la vida obligadamente nómada de su padre, un coronel que volvió a casarse pronto, Dolores era una desventurada señora de sólo veinticinco años cuando el suicidio de Fígaro.

El entierro constituyó una manifestación literariopolítica: “Se trataba —escribe Zorrilla en sus Recuerdos (1882)— del primer suicida a quien la revolución abría las puertas del campo santo”, y se organizó “como primera protesta a las viejas preocupaciones que venía a derrocar la revolución”. Desde ese mismo día, surgen y se prolongan hasta nuestros días dos versiones sobre el origen del suicidio: murió por amor —Larra, mártir de la pasión romántica— y murió por España —Larra, mártir del nacionalismo—. Encabezan la primera, Alberto Lista, Mariano Roca de Togores o Jacinto de Salas y Quiroga, con un colofón apasionado en la biografía de Carmen de Burgos (1919); la segunda, con nutrido seguimiento, la inició el conde de las Navas, la suscribió un artículo reiteradamente reproducido de Juan Goytisolo (1960) y se prolonga hasta Buero Vallejo (1977), al menos. Antonio Machado sigue esta última corriente: en 1937 asegura que el suicidio fue su definitivo artículo de costumbres y que Fígaro le recuerda a un personaje de Dostoiewski que se suicida al saber que Rusia no volvería a ser nunca más un gran pueblo.

 

Obras de ~: Obras completas de Fígaro (Don Mariano José de Larra), Madrid, Imprenta de Yenes, 1843, 4 vols.; Obras de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. y est. prelim. de C. Seco Serrano, Madrid, Atlas, 1960, 4 vols. (I. Artículos; II. Artículos y Poesía; III. Novela y Teatro; IV. Teatro, Epistolario, Apéndices); Textos teatrales inéditos, ed. y est. prelim. de L. Romero Tobar, Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, 1991; Obras completas ed., introd. y notas de J. Estruch Tobella, Madrid, Cátedra, 2009, 2 vols. (I. Artículos; II. Novela; Poesía; Teatro; Varia).

 

Bibl.: C. Cortes, “Vida de don Mariano José de Larra, conocido vulgarmente bajo el pseudónimo de Fígaro”, en M. J. de Larra, Obras Completas de Fígaro, op. cit., t. IV, 1843, págs. VXXXIV; Azorín (J. Martínez Ruiz), Rivas y Larra, razón social del Romanticismo en España, Madrid, Renacimiento, 1916; Colombine (C. de Burgos), Fígaro (Revelaciones “Ella”. Descubierta, Epistolario inédito), epílogo de R. Gómez de la Serna, Madrid, 1919; F. C. Tarr, “Larra’s Duende satírico del día”, en Modern Philology, XXVI (1928), págs. 31-45; C. Barja, Libros y autores modernos: siglos xviii y xix, Los Ángeles, California, Campbell’s Book Store, 1933 (ed. rev. y completada); K. H. Vanderford, “Macías in Legend and Literature”, en Modern Philology, XXXI (1933), págs. 35-63; I. Sánchez Estevan, Mariano José de Larra (Fígaro). Ensayo biográfico redactado en presencia de numerosos antecedentes desconocidos y acompañado de un catálogo completo de sus obras, Madrid, Imprenta Hernando, 1934; J. R. Lomba y Pedraja, Mariano José de Larra. Cuatro estudios que le abordan o le bordean, Madrid, Tipografía de Archivos, 1936; F. C. Tarr, “Reconstruction of a decisive period in Larra’s Life”, en Hispanic Review, V (1937), págs. 1-24; A. Rumeau, “Larra, poéte. Fragments inédites. Exquisse d’un répertoire chronologique”, en Bulletin Hispanique, L (1948) y LIII (1951), págs. 510-529 y págs. 115-130, respect.; M. Baquero Goyanes, “Perspectivismo y crítica en Cadalso, Larra y Mesonero Romanos”, en Clavileño, V, n.º 30 (1954), págs. 1-12; C. Mantilla, “Tres cartas inéditas de 1837: A los 120 años de la muerte de Larra”, en Ínsula, n.º 123, XII (1957), pág. 3; J. Marichal, “La melancolía del liberal español: de Larra a Unamuno”, en La Torre, IX (1961), págs. 199-210; VV. AA., Ínsula, n.os 188-189 (julio de 1962); F. Caravaca, “Notas sobre las fuentes literarias del costumbrismo de Larra”, en Revista Hispánica Moderna, XXIX (1963), págs. 1-22; VV. AA., “Número Extraordinario en Homenaje a Larra”, en Revista de Occidente, n.º 50 (mayo de 1967); D. I. Mateo del Peral, “Fígaro, periodista político en la España del Ochocientos”, en Tercer Programa, XII (1969), págs. 43-61; E. Konitzer, Larra und der Costumbrismo, Meisenheim am Glan, Anton Hain, 1970; C. Alonso, “Larra y Espronceda: dos liberales impacientes”, en Literatura y Poder: España, 1834-1868, Madrid, Alberto Corazón, 1971; P. L. Ullman, Mariano José de Larra and Spanish Political Rhetoric, Madison, The University of Wisconsin Press, 1971; A. Risco, “Las ideas lingüísticas de Larra”, en Boletín de la Real Academia Española, LII (1972), págs. 467-501; R. Reyes Cano, “Los recursos satíricos de Quevedo en la obra costumbrista de Larra”, en Prohemio, III (1972 ), págs. 495- 512; D. T. Gies, “Larra and Mendizábal: A Writer’s Response to Governement”, en Cithara, XII (1973), págs. 74-90; E. Correa Calderón, “Larra, crítico de teatro”, en Revista de Ideas Estéticas, XXXII (1974), págs. 191-212; P. Ilie, “Larra’s Nightmare”, en Revista Hispánica Moderna, XXXVIII (1974-1975), págs. 153-166; G. C. Martín, Hacia una revisión crítica de la biografía de Larra (Nuevos Documentos), Porto Alegre, PUCEMMA, 1975; J. L. Aranguren, “Larra”, en Estudios literarios, Madrid, Gredos, 1976, págs. 151-176; S. Kirpatrick, Larra: el laberinto inextricable de un romántico liberal, Madrid, Gredos, 1977; L. Lorenzo Rivero, Larra: lengua y estilo, Madrid, Planeta, 1977; R. Benítez (ed.), Mariano José de Larra, Madrid, Taurus, 1979 (col. Persiles, 110. Serie El escritor y la crítica); A. J. Aregger, Heine und Larra. Wirkungsgeschichte eines deutschen Schriftstellers in Spanien, Zurich, Verlag Reihe, 1981; J. Marín de Burgos, Dos suicidas: Larra y Ganivet: estudio psicológico, Madrid, Universidad Complutense, 1981; J. L. Varela, Larra y España, Madrid, Espasa Calpe, 1983; E. Penas Varela, Macías y Larra. Tratamiento de un tema en el drama y en la novela, Santiago de Compostela, Universidad, Servicio de Publicaciones e Intercambio Científico, 1992; L. Romero Tobar, El viaje europeo de Larra, Madrid, Ayuntamiento, 1992; I. Vallejo, “Larra y su relación con el teatro anterior”, en N. Salvador Miguel (ed.), Letras de la España Contemporánea (Homenaje a José Luis Varela), Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, págs. 361-371; L. Romero Tovar, “Larra y los seudónimos transmigratorios”, y E. Rull, “Fuentes y construcción artística en Un reo de muerte de Larra”, en J. C. de Torres Martínez y C. García Antón (coords.), Estudios de Literatura Española de los siglos xix y xx. Homenaje a Juan María Díez Taboada, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1998, págs. 259-365 y págs. 366-380, respect.; J. Miranda de Larra, “Mariano José de Larra, primer socio del Ateneo”, en VV. AA., Ateneístas ilustres, vol. II, Madrid, Ateneo de Madrid, 2007, págs. 391-398; J. Miranda de Larra, Larra: biografía de un hombre desesperado, Madrid, Aguilar, 2009.

 

José Luis Varela Iglesias

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