Ramírez de Saavedra y Rodríguez de Baquedano, Ángel. Duque de Rivas (III), marqués de Andía y de Villasinda. Córdoba, 10.III.1791 – Madrid, 22.VI.1865. Poeta, dramaturgo y diplomático.
Segundo hijo del entonces marqués de Rivas Saavedra, Juan Martín de Saavedra y Ramírez, Pérez y Saavedra, grande de España (desde 1793, duque de Rivas) y María Dominga Ramírez de Baquedano y Quiñones, marquesa de Andía y Villasinda, inició sus estudios con clérigos franceses refugiados en España después de la Revolución Francesa. En 1800, habiendo ya recibido el hábito de Santiago, dejó la ciudad natal para trasladarse a Madrid, a causa de una epidemia de fiebre amarilla. En la capital, tras la muerte del padre en 1802, ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid (1803), ya con el título de capitán agregado al Regimiento de Caballería del Infante. Allí, en un ambiente de conservadurismo cristiano (era la época en que el antiguo régimen, bajo Carlos IV y Godoy, se oponía tenazmente a la divulgación de las ideas revolucionarias en España), estudió humanidades (latín, francés, historia sagrada, literatura), matemáticas, esgrima, música, equitación, es decir, todo lo que le preparaba para la carrera de oficial de caballería, que emprendió en Zamora en 1806.
Poco más tarde, por influencia de su madre, pasó al Cuerpo de Guardias de la Real Persona y pudo darse cuenta directamente de las maniobras de Godoy y del príncipe Fernando con Napoleón que tanto descrédito echaron sobre la corona y que precedieron a la invasión francesa de 1808. En las escaramuzas y batallas sucesivas, Rivas se batió valerosamente al lado de su hermano, el duque, siendo gravemente herido en la batalla de Antígola, cerca de Ocaña. A principios de 1810, todavía convaleciente en Córdoba, recibió noticias de la invasión francesa de Andalucía y decidió marcharse a Cádiz. Allí, en la atmósfera altamente politizada de la ciudad se radicalizaron sus ideas políticas y se convirtió al liberalismo. Mientras tanto, más o menos restablecido de salud, prosiguió su carrera de oficial, siendo ascendido varias veces, de modo que al final de la guerra pudo retirarse a Sevilla con el grado y sueldo de coronel (1814). Permaneció en Sevilla, dedicándose a la vida literaria, hasta finales de 1819, cuando solicitó permiso para trasladarse a Córdoba y poder así vivir con su hermano mayor. Fueron tiempos de gran tensión política en los que surgieron dos bandos irreconciliables, liberales y conservadores, con discursos fogosos, conspiraciones y sublevaciones por parte de los primeros y una tenaz adhesión al trono y al altar por parte de los segundos. Finalmente, en 1820 la sublevación de Riego y la aceptación de la Constitución de 1812 por parte del rey Fernando VII, muy en contra de sus propias convicciones, llevaron a Rivas a las Cortes (1821) como diputado de Córdoba. Se alineó con su amigo Alcalá Galiano, militando en las filas del liberalismo exaltado, atacando en sus discursos a los realistas, al clero y a los conspiradores reaccionarios que en 1823, con la ayuda del ejército francés, triunfaron sobre los constitucionalistas.
Dada su actuación en las Cortes, donde aprobó la suspensión de la soberanía de Fernando VII ante la negativa de éste a trasladarse a Cádiz, Rivas no tuvo más remedio que huir de las persecuciones de sus enemigos políticos, y tras varias peripecias encontró refugio en Gibraltar. Fue el principio de un exilio que duró más de diez años.
En aquel momento, y por lo que se refiere a la evolución literaria de Rivas, se advierte una tendencia en cierto sector de la crítica a hacer retroceder el romanticismo de Rivas a los principios de su carrera. Pero no se suelen definir las características del romanticismo temprano que se atribuyen al joven escritor. Tampoco se hace hincapié en la singular ambigüedad que subyace en el romanticismo que éste abrazó. Desde muy joven, Rivas dio muestras de ser un excelente poeta y además un buen pintor. Le gustaba frecuentar a otros escritores, y en sus años de soldado palaciego en Madrid entabló relaciones con Capmany, Arriaza y Gallego.
Luego conoció en Cádiz a Alcalá Galiano —más tarde un íntimo amigo—, Martínez de la Rosa, el conde de Toreno, José Joaquín de Mora, y el poeta más famoso del momento, Quintana, que ejerció una fuerte influencia en sus primeras poesías patrióticas.
Pero estos amigos y conocidos pertenecían como máximo a un pre-romanticismo muy tímido. La idea de Russell Sebold de que ya existía en la España de finales del siglo XVIII y principios del XIX un romanticismo que se diferenciaba del movimiento posterior sólo por algunos detalles es muy discutible, y basta analizar las poesías tempranas de Rivas para convencerse de ello. Hasta 1830, año en que empezó a tener una experiencia directa del romanticismo francés, su poesía pasa del más convencional neoclasicismo a aquella forma “histórica”, castiza y españolizante del romanticismo que —a pesar de la importancia capital de Don Álvaro para el romanticismo más auténtico y duradero— le fue siempre más aceptable. Las primeras poesías de Rivas se dividen en dos grupos: las amatorias y las dedicadas a la guerra contra Napoleón. Las primeras, principalmente inspiradas por la misteriosa Olimpia, representan la última fase de la poesía bucólica y rococó que cabe asociar con Meléndez Valdés, tierna, delicada y lamentosa, sin verdadera pasión. El segundo grupo ofrece más interés crítico por el afán de Rivas de embellecer y dignificar la realidad de la guerra, considerada todavía insuficientemente poética en sí misma. Como en las poesías análogas de Quintana, abundan las referencias clásicas y bíblicas y los largos símiles imitados de Virgilio y Horacio. Lo esencial, en efecto, es la predilección de Rivas por el símil a expensas de la metáfora, y sobre todo la repetición de ciertos símiles poco innovadores sacados de una naturaleza percibida de un modo ultraconvencional.
El efecto perseguido es fortalecer en los lectores la confianza en su capacidad de comprender una realidad dócil y poco ambigua, todo lo contrario de lo que se propondría un romántico auténtico. El primer volumen de poesía de Rivas apareció en Cádiz, en 1814, seguido de una segunda edición aumentada en dos tomos, en 1820, que ya incluía dos tragedias, El Duque de Aquitania (1817) y Malek-Adhel (1818).
La primera tragedia de Rivas, Ataulfo (1814), que se creía perdida, fue redescubierta y publicada en 1984.
Deriva claramente de Raquel (1778) de García de la Huerta. Para comprenderla y para entender las otras tragedias de Rivas anteriores a Don Álvaro es preciso recordar que la mentalidad de la minoría intelectual durante la Ilustración —con su adhesión a la razón, la humanidad, la virtud y la moderación— fue intrínsecamente anti-trágica. La característica principal de la tragedia es cuestionar la armonía cósmica, cuya existencia los escritores del Siglo de las Luces raramente pusieron en tela de juicio. El problema de Rivas en Ataulfo parece estribar en su instintivo rechazo de la idea de que la fuerza de las pasiones humanas bastaba para subvertir el equilibrio de una sociedad concebida como obra de un Dios benevolente. Por lo tanto, falta cualquier tipo de evolución trágica en el personaje de Ataulfo. Rivas, en 1814, no niega la potencialidad trágica inherente a la condición humana; pero la equilibra con la grandeza de ánimo del individuo.
De esta manera se evita desafiar la confianza existencial de los espectadores. Si, como se acepta ahora casi unánimemente, Don Álvaro ilustra una visión de la existencia como algo caótico y disparatado, la pregunta crítica es ¿se ha de postular un proceso de visión trágica que se intensifica cada vez más en las tragedias tempranas de Rivas, con el destino adverso como concepto clave, o cabe descartar estas obras como meros ejercicios? En El Duque de Aquitania Rivas abandona la fórmula utilizada en Ataulfo y recae en el melodrama moralizante, pero mientras tanto en Aliatar (1816) y más tarde en Malek-Adhel había introducido la fatalidad como fuerza dramática (hay no menos de treinta y una referencias a la crueldad del sino en Aliatar). En Malek-Adhel hay dos niveles de conflicto: uno basado en consideraciones puramente humanas y políticas, y otro que estriba en la diferencia de religión entre Malek y Matilde. Por primera vez Rivas concibe una lucha entre dos fuerzas dramáticas igualmente justificadas e incorpora importantes elementos de ironía trágica, aspectos que anuncian Don Álvaro. En el verano de 1822 Rivas compone muy rápidamente Lanuza. Más que una tragedia heroica que ensalza el sacrificio de la vida y del amor en aras de la libertad por parte de Juan de Lanuza durante el reinado de Felipe II, es un alegato político contra los conspiradores realistas que anticipaban la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis. Por eso, a pesar de su éxito momentáneo ante un público liberal, Lanuza queda un poco al margen de la producción dramática de Rivas, aunque ilustra de nuevo la mentalidad ambigua de este liberal aristocrático, entrañablemente españolista y en el fondo instintivamente conservador que ahora pregona sus ideas avanzadas. Semejante ambivalencia se advierte en sus poemas largos: El paso honroso (1812), que ensalza el famoso gesto de Suero de Quiñones (un antepasado remoto de Rivas mismo) en el puente de Órbigo, Florinda (empezado en 1824 y terminado en 1826, pero que no vio la luz hasta 1834) y El moro expósito (empezado en 1829 y publicado en 1834). Apartando la vista del triste espectáculo de la España de aquel entonces, Rivas la vuelve al pasado medieval, época que le permitía dar rienda suelta a la exaltación de los viejos valores del heroísmo y la caballerosidad. Pero en el último de estos poemas ya se advierten, como en Aliatar, indicios de una lucha entre la idea de un mundo regido por la Divina Providencia y un mundo dominado por un destino adverso al hombre; es decir, entre una metáfora existencial tranquilizadora y otra mucho más inquietante.
Tras la vuelta a España de Rivas en febrero de 1834, este curioso dualismo en su cosmovisión se revelará muy a las claras en la composición casi simultánea de dos obras claves: los Romances históricos, que se empieza a escribir en 1833, y Don Álvaro, estrenada en 1835 pero probablemente iniciada en 1833.
Desde Gibraltar, adonde llegó en compañía de Alcalá Galiano el 4 de octubre de 1823, Rivas pasó a Londres durante la primavera del año siguiente. En este momento escribió la poesía conmovedora “El desterrado”, que expresa toda la amargura de su situación y el dolor que le inspiraba el estado en que yacía su patria. En la capital inglesa vivió pobremente de lo que lograba remitirle su madre y de las escasas subvenciones que el Gobierno inglés y el alcalde de Londres concedían a los emigrados políticos. El 11 de junio de 1824 la Audiencia de Sevilla lo condenó a muerte y a la confiscación de sus bienes. En Londres conoció a otros emigrados españoles y escribió los dos primeros cantos de Florinda. Cabe presumir que allí empezó a familiarizarse con la nueva sensibilidad romántica que iba a estallar en su obra maestra diez años más tarde. Pero apenas se encuentran señales de ella en Florinda. La salud todavía delicada de Rivas no le permitió pasar el invierno en Londres, por lo que volvió a Gibraltar a principios de enero de 1825. Siguió con la composición de Florinda y se casó con María de la Encarnación de Cueto y Ortega, hermana del marqués de Valmar, Leopoldo Cueto.
Juntos emprendieron un viaje por mar a Italia en el verano de 1825, pero al llegar a Livorno les fue negado el permiso para desembarcar, debido a la presión ejercida sobre las autoridades de los Estados Papales por el Gobierno de España, tras lo cual se dirigieron a Malta, no sin serios peligros a causa del mar borrascoso.
El viaje le inspiró a Rivas una de sus poesías más célebres, “El faro de Malta” (1828). Los primeros versos, con su evocación de una tempestad en el mar, muestran cuán lejos estaba ya Rivas de los loci amoeni de la poesía de un Meléndez Valdés. Pero también está muy lejos de los truenos y relámpagos que anunciarán el suicidio de Don Álvaro. Nada más tranquilizadora en medio de la hostilidad de la naturaleza que la luz simbólica del faro. Rivas la compara primero a la antorcha de la razón en medio del furor de las pasiones y luego a la aureola de una santa imagen que promete salud y consuelo al peregrino. El poema contiene una metáfora explícita de un mundo en el que la razón y la fe se apoyan mutuamente y nos protegen de un modo eficaz contra una visión trágica de la condición humana. Mientras tanto, Rivas había entablado relaciones de amistad con el diplomático y hombre de letras inglés John Hookham Frere (1769-1846), amigo del ministro inglés de Asuntos Extranjeros Canning, y enviado inglés en Madrid entre 1802 y 1809. El nuevo amigo puso a disposición de Rivas su extensa biblioteca, en la que éste pudo ahondar en sus conocimientos de la literatura española medieval y del Siglo de Oro. Este hecho sin duda fortaleció la tendencia de Rivas, ya presente en sus poesías patrióticas y en sus dos primeros poemas largos, a alinearse con el romanticismo “histórico”, de inspiración tradicionalista.
Más adelante Rivas dedicaría El moro expósito a Frere, que probablemente le habría facilitado la lectura de la Crónica general del siglo XIII en la que aparece por primera vez la leyenda de los siete infantes de Lara, así como otras obras que tratan de lo mismo.
Se suele decir también que, bajo el influjo de Frere, Rivas adquirió algunos conocimientos de las obras de Shakespeare, Scott y Byron, una hipótesis escasamente plausible. Se desconoce hasta qué punto Rivas dominaba el inglés, a lo que se añade el hecho de que en aquella época había pocas traducciones, incluso al francés. Todo indica que Rivas evolucionaba hacia el romanticismo “actual” o “subversivo” con cierta lentitud, y sólo más tarde en Francia se dio cuenta cabal de lo que significaba.
En Malta, Rivas y su esposa permanecieron hasta marzo de 1830 y allí tuvieron tres hijos. Fue un período de relativa serenidad. Como caballero de Justicia de la Orden de San Juan, Rivas recibió una acogida generosa en la isla y parece que vivió con menos apuros que en Londres. Frecuentó la buena sociedad y se hizo amigo incluso del entonces gobernador, el general Ponsonby. En estos años terminó los últimos dos cantos de Florinda (1826), compuso la tragedia Arias Gonzalo (1827), la comedia Tanto vales cuanto tienes (1828) y, sobre todo, empezó a escribir El moro expósito. No hay obra más apta que Arias Gonzalo para ilustrar el romanticismo “histórico” que exalta los valores de fe, heroísmo y lealtad atribuidos a la España medieval, frente a las ideas “disolventes” de los románticos subversivos. La tragedia muestra que Rivas, a finales de los años veinte, se identificaba con el tipo de romanticismo que cabe asociar con Juan Nicolás Bohl de Faber, Durán y Rafael Húmara y Salamanca, entre otros, que preconizaba obras en las que el lector hallaría “cuanto es menester para llenar el corazón de piedad cristiana, satisfacer la razón con sana doctrina y divertir el entendimiento sin peligro” (Bohl), obras, como escribía Húmara, que “inspiraban a los jóvenes honor, valor y generosidad”. Huelga decir que se trata de una tragedia en la que todavía se respetan las unidades clásicas.
Tanto vales cuanto tienes es una comedia moratiniana en verso que satiriza las pretensiones sociales y la codicia de una familia de gente de medio pelo. En este punto de su evolución literaria, pues, Rivas parecía adherirse al tipo de romanticismo nacionalista y medievalizante que durante mucho tiempo, bajo el influjo sobre todo de Allison Peers, se creía que era la forma española del movimiento. Pero ya se ha mencionado que desde Aliatar, cuya importancia histórica nunca ha sido suficientemente apreciada, algo en Rivas se rebelaba contra la visión armónica y providencialista de la condición humana inherente al tradicionalismo.
El hecho de que los especialistas aún lean Aliatar o Florinda se explica principalmente por la necesidad de rastrear los orígenes de la preocupación de Rivas por el concepto de un destino adverso al hombre, contra el que éste lucha en vano. Se ha dicho con razón que Florinda está dominada por la idea del hado, que, a pesar del “justo cielo bondadoso”, abruma de desdichas a Rodrigo. Varios críticos han llamado la atención acerca de las numerosas referencias al destino existentes también en El moro expósito, que Rivas empezó a escribir en Malta durante el mes de septiembre de 1829. Terminó el poema en París, en 1833, y lo publicó allí el año siguiente con el famoso prefacio de Alcalá Galiano, que figura entre los manifiestos del romanticismo español. Se trata del poema más largo de Rivas, en doce “romances heroicos” endecasílabos que totalizan 14.288 versos. El propio Rivas lo calificó de “leyenda”, es decir, un relato histórico en verso, pero clasificarlo junto a otras leyendas románticas españolas, como por ejemplo las de Zorrilla, no hace justicia a la variedad de elementos épicos, novelescos, realistas, pintorescos, cómicos y dramáticos que contiene. Lo más interesante, desde el punto de vista de la evolución de Rivas, es sin embargo, la curiosa ambigüedad del personaje central, Mudarra, hijo bastardo de Gonzalo Gustios, señor de Lara, que al final venga la muerte de sus siete hermanastros matando al malvado Rui-Velázquez. Al principio del poema, Mudarra ostenta varias de las características del héroe romántico: su nacimiento oscuro, su marginación en la sociedad, su melancolía, su amor apasionado y, sobre todo, su misterioso destino.
Todo parece prometer una serie de episodios en los que Mudarra desempeñará el papel del hombre perseguido por un sino adverso en un poema lleno de ironía romántica que termina trágicamente. En cambio, en un momento crucial de la trama, se revela que el destino de Mudarra es personificar la justicia de Dios. Para colmo, El moro expósito termina con un anti-clímax sorprendente en el que Kerima, la amada de Mudarra, se niega a premiarlo con el matrimonio y éste, filosóficamente, se consuela y se casa con otra dama. La reinterpretación del destino terrible de Mudarra, que lo convierte en el agente del castigo divino, muestra claramente la indecisión de Rivas frente a las direcciones del romanticismo.
Tal indecisión culmina a principios de los años treinta. Queriendo encontrarse más cerca de España, Rivas y su familia se embarcaron para Marsella en marzo de 1830, y de allí pasaron a París y luego a Orleans, donde el futuro duque se ganó la vida dando clases de pintura. Después de la revolución de julio de 1830, volvieron los Rivas a París; allí daba lecciones de español y se beneficiaba de un subsidio gubernamental como en Londres. En 1832 estalló el cólera en París y los Rivas, acompañados por Alcalá Galiano, se trasladaron temporalmente a Tours, hasta que, aprovechándose de una amnistía, Rivas pudo finalmente mandar a su familia a España y unirse a ellos en enero de 1834, tras publicar El moro expósito, Florinda y otras poesías en la capital francesa. El 15 de mayo falleció el hermano mayor y Rivas asumió el título de duque, entrando a formar parte del Estamento de Próceres en las Cortes. El exliberal exaltado era ya un moderado e iba evolucionando hacia el conservadurismo.
Pero lo singular no es tanto el cambio en sus ideas políticas, cuanto el hecho de que escribiera una obra tan revolucionaria como Don Álvaro, con sus ataques más o menos abiertos a la idea de un mundo regido por la Providencia, y al mismo tiempo los primeros Romances históricos que pertenecen de lleno al romanticismo tradicionalista.
El estreno de Don Álvaro, el 22 de marzo de 1835, dejó desconcertada a la mayor parte de la crítica y del público. Los bienpensantes consideraban la obra como una “composición monstruosa”, mientras Pastor Díaz, por ejemplo, afirmó que era el único drama “verdaderamente romántico” de la época. Durante más de un siglo prevalecieron ideas sobre el teatro romántico en general, y sobre Don Álvaro en particular, basadas o en pedestres consideraciones morales o en el intento de aplicar criterios más o menos realistas a obras que se resistían a semejante enfoque. El resultado se ve claramente en la descripción de Don Álvaro por Azorín en Rivas y Larra (1916), según la cual, cuando se lee la obra maestra de Rivas, “vamos de absurdo en absurdo”. Sólo en los años setenta del siglo XX, con los trabajos de Navas Ruiz y Cardwell inspirados en una interpretación moderna del movimiento romántico, hubo un cambio de enfoque radical.
Se comprendió que en el teatro romántico se tropieza a cada paso con situaciones demasiado inverosímiles como para no ser simbólicas. En cambio, una vez que se aprecia el simbolismo básico de Don Álvaro todo encaja: la presentación del sino forma parte de un intento por expresar simbólicamente el rechazo de la cosmovisión tradicional. La dimensión religiosa de la obra, que la crítica anterior había subrayado tanto, existe en realidad para crear un contraste irónico con la visión de la vida dominada por una fatalidad injusta. Con Don Álvaro, pues, Rivas pareció capitanear durante breve tiempo a los románticos “flamígeros” o subversivos. Paradójicamente, sin embargo, en los Romances históricos (1841) Rivas equilibra la metáfora existencial de Don Álvaro con otra mucho más alentadora. Años antes Capmany había formulado el deseo de que una nueva generación de poetas pudiera crear obras “que despertasen ideas de honor, valor y patriotismo, refiriendo proezas de esforzados capitanes y soldados nuestros”. ¿Qué otra cosa es el romance “Amor, honor y valor” de Rivas? El poeta era vagamente consciente de que iba transformándose la cosmovisión de su época, y en la parte más original de su obra logró incorporar temas (sobre todo el de la fatalidad) y símbolos que aludían a tal transformación. Pero el verdadero Rivas es el del prólogo a La familia de Alvareda de Fernán Caballero (1856), en el que alaba a doña Cecilia por haber publicado una novela “en que se inculcan sanas y consoladoras creencias”.
El 2 de julio de 1834 se estrenó en Madrid Tanto vales cuanto tienes. En octubre de ese año el duque ingresó como académico honorario en la Real Academia Española y desde fines de 1839 fue presidente del Ateneo de Madrid, que empezaba a funcionar de nuevo después de haber sido clausurado en 1823. A mediados de mayo de 1836, Rivas, de muy mala gana, aceptó el cargo de ministro de Gobernación en la breve Administración de Istúriz, pero la rebelión de los sargentos de La Granja en agosto le obligó a dimitir y a exiliarse por segunda vez. Desde Portugal pasó otra vez a Gibraltar, donde permaneció hasta que, con la promulgación de la Constitución de 1837, pudo volver a España y a la vida política como senador de Cádiz. Mientras tanto, el 19 de septiembre de 1836 nació su hija Leonor. Al abdicar la reina regente en octubre de 1840, Rivas se retiró a Sevilla, donde escribió las comedias Solaces de un prisionero (1840), La morisca de Alajuar (1841), El crisol de lealtad (1842) y El parador de Bailén (1842). Terminó su producción dramática con el drama fantástico El desengaño en un sueño (1842). Son obras que poco añaden al prestigio de Rivas como dramaturgo. Sobre todo la primera refleja la involución del teatro español a finales del romanticismo; se trata de una imitación de las comedias de capa y espada típicas del Siglo de Oro, género totalmente obsoleto, aunque todavía granjeaba los aplausos de un público nostálgico de la época de la grandeza de la patria. El desengaño en un sueño, inspirado en La vida es sueño de Calderón, es una alegoría moral anacrónica en la que se predican los valores ascéticos cristianos a un público en el que ya iban triunfando los de la burguesía moderna.
Caído Espartero en 1843, la nueva coalición gubernamental de moderados y progresistas nombró a Rivas alcalde de Madrid. Tras nuevas elecciones, en las que salió senador de Córdoba y fue elegido vicepresidente de la Cámara, logró que la reina Isabel II le nombrase enviado extraordinario y plenipotenciario ante el rey de las Dos Sicilias, Fernando II. En Nápoles, adonde llegó en marzo de 1844, según Valera — que trabajaba como funcionario en la embajada—, vivió el duque tranquilamente, aunque no sin algunas aventuras amorosas, escribiendo poesías y publicando en 1847 una obra histórica, Sublevación de Nápoles, capitaneado por Masanielo, que fue reimpresa varias veces hasta 1947, seguida por Breve reseña de la historia del reino de las Dos Sicilias (1855). Sus últimas poesías dignas de mención fueron tres “leyendas”: “La azucena milagrosa”, “Maldonado” y “El aniversario”, publicadas en las Obras completas de 1854-1855. El 24 de febrero de 1847 ingresó como académico numerario de la Real Academia Española —de la que fue director desde 1862 hasta su muerte—, y el 15 de octubre de 1852 fue elegido académico numerario de la Real Academia de la Historia. Desde 1847 Rivas fue senador del Reino y desde 1848 embajador con títulos plenos. En julio de 1850, a raíz de las maniobras del rey Fernando, que casó a su hija Carolina con el conde de Montemolín, jefe de los carlistas, Rivas dejó su cargo en Nápoles y volvió a España. A pesar de su edad, en 1856 Narváez le hizo nombrar embajador en París, donde recibió la acogida amistosa del emperador Napoleón III y de la emperatriz Eugenia; pero sólo duró en su cargo algo menos de dos años, pues dimitió el 1 de julio de 1858. Un año después enfermó gravemente y desde entonces empezó un declive físico paulatino que le llevó a la muerte a las seis de la tarde del 22 de junio de 1865, en su palacio de la Concepción Jerónima. Dejó una obra que ilustra la evolución del romanticismo español quizás mejor que la de ningún otro participante del movimiento.
Obras de ~: Poesías de Don Angel de Saavedra Remírez de Baquedano, Cádiz, Imprenta Patriótica, 1814; Aliatar: tragedia en cinco actos, Sevilla, Imprenta de Caro, 1816; Poesías de Don Angel de Saavedra Remirez de Baquedano, Madrid, Imprenta de Sancha, 1820-1821, 2 vols.; Lanuza: tragedia en cinco actos, Madrid, 1822; El moro expósito, o Córdoba y Burgos en el siglo décimo, París, Librería Hispanoamericana, 1834, 2 vols. (contiene Florinda, cinco Romances históricos y otras poesías) (ed. de A. Crespo, Madrid, Clásicos Castellanos, Espasa Calpe, 1982); Don Álvaro o la fuerza del sino, Madrid, Imprenta de Tomás Jordán, 1835 (eds. de A. Sánchez, Madrid, Cátedra, 1975; R. Ruiz, Madrid, Espasa Calpe, 1975; D. Shaw, Madrid, Castalia, 1986; A. Blecua, Barcelona, Planeta, 1988, y E. Caldera, Barcelona, Crítica, 1994); Tanto vales cuanto tienes, Madrid, Repullés, 1840; La morisca de Alajuar, Madrid, Imprenta de Yenes, 1841; Romances históricos, París, Librería de D. Vicente Salvá, 1841 (ed. de S. García Castañeda, Madrid, Cátedra, 1987); Solaces de un prisionero, Madrid, Imprenta de Yenes, 1841; El desengaño en un sueño, Madrid, Repullés, 1844; El parador de Bailén, Madid, Repullés, 1844; Sublevación de Nápoles, capitaneada por Masanielo, Madrid, La Publicidad, 1848; Obras completas, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Nueva, 1854-1855, 5 vols. (incompletas); Obras completas, Barcelona, Montaner y Simón, 1884-1885, 2 vols. (incompletas); Obras completas, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1894-1904, 7 vols. (incompletas); Obras completas, Madrid, Aguilar, 1945 (faltan algunas poesías tempranas); Obras completas, Biblioteca de Autores Españoles, ts. 100-102, Madrid, Atlas, 1957, 3 vols.; Obras completas, Valladolid, Simancas, 1982, 2 vols. (reprod. facs. de la edición barcelonesa de 1884-1885); Poesías completas, ed. de D. Martínez Torrón, Sevilla, Alfar, 2012.
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Donald L. Shaw