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Antoni Solà

Biografía

Solà, Antoni. Barcelona, c. 1780 – Roma (Italia), 10.VI.1861. Escultor.

Si bien la fecha de nacimiento de Antoni Solà se desconoce, a través de los documentos conservados en el archivo de la Junta de Comercio se deduce que debió de nacer hacia 1780. En 1795 era ya alumno de la Escuela Gratuita de Dibujo de Barcelona, donde destacó en la clase de escultura y ganó repetidos premios trimestrales.

En 1799 presentó un bajorrelieve, del que desconocemos el tema, y la estatua del Gladiador moribundo.

Alentado por sus profesores, en 1801 se presentó al concurso para una pensión en Roma, compitiendo con Joaquim Amadeu, del que resultó ganador. Los temas propuestos en el concurso para la categoría de escultura fueron La casta Susana, para la prueba rápida, y La sibila de Cumas conduce Eneas al lago Averno, para la prueba de pensado que los concursantes debían realizar en un plazo de seis meses.

Solà llegó a Roma la primavera de 1803 con una pensión de 12 reales diarios por cuatro años. Se matriculó rápidamente en la Scuola del Nudo, dependiente de la Academia de San Luca, en aquel entonces una de las más prestigiosas escuelas artísticas de toda Europa.

Sus adelantos fueron notables y ya en noviembre de 1804 ganó el premio semestral de escultura.

Todos los artistas que cobraban una pensión de academias o escuelas artísticas tenían la obligación de enviar regularmente pruebas de sus adelantos a las instituciones que los mantenían. En enero de 1804 Antoni Solà envió su primera obra, una copia no conservada del Genio Griego del Museo Pio-Clemenino.

Dos años después, en junio de 1806, llegó a Barcelona su bajorrelieve Ulises en la isla de Calipso (Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, Barcelona).

En marzo de 1809, la Junta tuvo que suspender los pagos de las pensiones a causa de las dificultades económicas que estaba atravesando. Mientras, por decreto del nuevo rey José I, su representante en Roma pidió juramento de fidelidad a todos los súbditos españoles que cobraban un sueldo del erario público.

Entre éstos se hallaban los artistas pensionados que se negaron a jurar y fueron encarcelados en Castel Sant’Angelo donde permanecieron por un mes.

Antoni Solà compartió este cautiverio con Antoni Cellés, Ramon Barba, José Álvarez, Manuel Michel, Damià Campeny, José Madrazo, José Aparicio y Juan Gómez. Fueron puestos en libertad gracias a Antonio Canova, quien había intercedido por ellos ante el general Miollis. Obtuvieron la libertad pero se quedaron sin pensión.

Pocas noticias se tienen de Solà durante esos años. A través del Almanach aus Rom für Künstler und freunde der Bildenden Kunst se descubre que en 1810 estaba trabajando una Psique, que sin duda vendió para sobrevivir pero de la que se ignora el paradero. Durante este período difícil, Solà contó con la ayuda de Godoy, quien, al margen de su vida y actuación política, debe recordarse como protector de los pensionados catalanes en Roma. En 1813 adquirió la villa Mattei e inmediatamente procedió a su reestructuración. De los trabajos arquitectónicos se encargó Antoni Cellés y de la decoración Cabañas y Solà. Este último realizó los tres bajorrelieves de mármol colocados en el pórtico que representaban la cosecha del trigo, la del vino y las danzas de Ceres y Baco (localización desconocida).

Su carrera en el seno de la Academia de San Luca tuvo inicio en 1816 cuando, avalado por Bertel Thorvaldsen, Francesco Massimiliano Laboureur y Carlo Albacini, fue nombrado académico de mérito. Llegó a ser presidente de esta importante institución en el trienio 1838-1840, un cargo pocas veces otorgado a un artista extranjero. En 1828, fue nombrado académico de mérito por la Real Academia de San Fernando, miembro de la Congregación de los Virtuosos al Panteón en 1834, socio honorario de la Academia Romana de Arqueología en 1838 y, más adelante, en 1846, escultor de cámara honorario. Estos nombramientos, muchos de ellos simplemente honoríficos, demuestran la consideración que Solà mereció entre los artistas de su época.

En concreto, los cargos desempeñados a lo largo de toda su vida en la academia romana le permitieron conocer bien el ambiente artístico de la ciudad y colaborar con los grandes nombres de la escultura europea.

Solà era joven cuando murió Antonio Canova (muerto en 1822), por lo que, si bien se habían conocido en la academia, la influencia del artista veneciano sobre el catalán fue menor que la de Thorvaldsen, con quien Solà entabló una duradera amistad a partir de los años en que ambos fueron elegidos consejeros de escultura de la academia. No hay duda de que Solà consiguió integrarse plenamente en el ambiente artístico y social de la Roma del siglo XIX, se sintió valorado y admirado, recibió encargos de aristócratas europeos y de la alta burguesía romana. Este “ascenso” y la triste situación con que se encontraron los artistas a su vuelta a España después de la guerra contra Francia, explican por qué Solà no volvió a nunca a Barcelona, a pesar de que la Junta de Comercio le suplicó más de una vez que se integrara en la Escuela de Dibujo como profesor de escultura.

Ahora bien, Antoni Solà no perdió nunca sus vínculos con su ciudad ni con su país natal. Apenas reestablecidas las comunicaciones entre Italia y España se apresuró a enviar, en 1817, una de sus obras más significativas, el Orestes atormentado por las furias, cuyo modelo puede encontrarse en el relieve de las Nióbides de villa Albani, que inspiró a más de uno de los artistas de su círculo, incluido Thorvaldsen.

El mismo año 1817 envió a la Corte un busto del Papa Pio VII (Museo del Prado, depósito Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo) con la intención de que fuera presentado al Rey para pedir una ayuda económica que consiguió tras mucho papeleo. Sus contactos con España no fueron sólo institucionales, sino que recibió también algunos encargos particulares.

Así, en 1818 trabajó para el duque de Alba un Meleagro (Palacio de Liria, Madrid) inspirándose en la escultura del mismo tema conservada en el Museo Pio-Clementino, y que valió a Solà la admiración general por su dominio de la anatomía.

En 1820 estaba trabajando ya en un grupo escultóreo que, en palabras suyas “perpetuará la memoria de algunas acciones heroicas de la nación en la última guerra”. Con esta obra, el grupo de Daoíz y Velarde, Solà aporta su contribución al repertorio de monumentos públicos conmemorando héroes de la guerra, que tiene otro ejemplo espléndido en Derrota de Zaragoza de Álvarez Cubero, realizado también en Roma.

Solà representó a los dos héroes en el momento que prestan juramento de defender su posición hasta la muerte. Expuesta en Madrid en 1831, el autor recibió grandes elogios especialmente por haber sabido captar el momento más noble y expresivo del episodio, y por su arte en convertir el rostro en espejo del alma.

El Daoíz y Velarde fue también la obra de Solà más admirada entre los intelectuales romanos. Grabados y descripciones se imprimieron en todos los diarios artísticos del momento (Il Tiberino, la Pallade, il Giornale Arcadico di Roma...) e incluso mereció dos folletos elogiosos de las plumas de Quirino Visconti y Salvatore Betti, quienes loaron no sólo la perfecta anatomía y la armonía de las partes, sino también el haber sabido vestir a los personajes “a la moderna” sin que por esto hubieran perdido la dignidad de las antiguas esculturas.

Años después Fernando VII, por iniciativa del duque de San Fernando, patrocinó otra escultura monumental para las calles de Madrid, el Cervantes, fundida por Hollage y Hopfgarten e instalada en 1835.

Solà representó el personaje con la mano manca sobre la espada cubierta por el ropaje, y sosteniendo un rollo de papeles en la otra mano, queriendo indicar que fue soldado y escritor. Se rechazó el pedestal proyectado por el mismo Solà y en su lugar se realizó el actual, obra de Isidro Velázquez con bajorrelieves de José Piquer que representan escenas de Don Quijote.

En Italia el Cervantes fue unánimemente elogiado por su naturalidad y su dignidad, por sus trajes modernos y su anatomía. Sin embargo, en España fueron varios los escritores que, en su época y posteriormente, consideraron la estatua “mezquino tributo a la memoria del autor”, entre ellos Espronceda y Zorrilla.

Durante su estancia en Roma, el escritor americano Tiknor pidió a Solà que le esculpiese un busto en mármol con la misma cabeza que había modelado para la estatua de Cervantes de Madrid. De regreso a Nueva York, en 1860, curó una edición del Quijote incluyendo un ensayo suyo sobre Cervantes que ilustró con el busto de Solà. La misma ilustración se ha ido imprimiendo en las ediciones sucesivas de esta obra.

Un comitente especial fue el príncipe Alessandro Torlonia, miembro de esta célebre familia de banqueros que desde finales del siglo XVIII se había ocupado de los pagos de las pensiones en Roma en nombre de la Junta de Comercio. Los Torlonia, familia humilde de comerciantes, se enriquecieron aprovechándose de las dificultades de los Estados Pontificios durante el período napoleónico y especulando con los franceses, y llegaron a ser una de las familias más potentes de la ciudad. Para olvidar sus orígenes, compraron títulos nobiliarios y restauraron o construyeron grandes residencias con el propósito de emular a la aristocracia romana. Entre sus palacios destacaba el situado en plaza Venecia, en pleno centro, que fue demolido a finales del siglo XIX para alzar el monumento a Vittorio Emanuele. En el palacio trabajaron los mejores escultores y pintores de la época, entre ellos Solà, autor de una Ceres y una Minerva (actualmente en la Galleria Nazionale di Belle Arti, Roma) que decoraban, junto a obras de Pietro Tenerani, Pietro Galli, Luigi Bienaimé, Camillo Pistrucci, Cesare Benaglia, Ercole Dante y Rinaldo Rinaldi, la sala en cuyo centro se alzaba el Hercules y Lica de Canova.

Este encargo seguramente lo recibió Solà gracias a su estrecha amistad con el pintor Tommaso Minardi, el responsable del programa iconográfico del palacio.

Según las fuentes de la época, Solà realizó una copia de la Ceres Torlonia para la duquesa de Sutherland.

Alessandro Torlonia fue, asimismo, el promotor y financiador de la construcción del nuevo altar mayor de la iglesia del Gesú en Roma. Comisionó a Solà el relieve que representa al beato Pignatelli entre la Caridad y la Esperanza, colocado en 1841 en el nuevo ábside como pendant del relieve del cardenal Bellarmino, obra de Pietro Bernini embellecida con los bajorrelieves de la Religión y la Sabiduría de Tadolini.

Otras obras de Solà son la estatua de Fernando VII (La Habana), Matanza de los Inocentes (1834, Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, Barcelona) comisionada por el infante D. Sebastián de Borbón, el grupo de Paris y Helena (1840, Academia de San Carlos, México), Caridad Romana (1846, Museo del Prado), los bustos de Carlos de Gimbernat (Seminario de Barcelona), del Duque de Rivas y de Blasco de Garay (ambos en el Museo del Prado, en depósito en el Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo).

Los escultores neoclásicos trabajaron a menudo monumentos funerarios para personajes públicos o familias bien estantes. Antoni Solà no fue una excepción y sus obras en este campo se encuentran esparcidas por diversos países. Son suyos los monumentos funerarios del duque de San Fernando (Iglesia de Boadilla del Monte), del obispo Pedro Quevedo y Quintana (Catedral de Oviedo), de Félix de Aguirre (Iglesia del Monserrato, Roma), de Pasqual Falcó Varcárcel (palacio de la familia, Milán) y de Manuela González Gutiérrez Estrada (Catedral de Mérida, Yucatán). Este último ha sido considerado el “mejor relieve romántico-neoclásico” de México.

No menos importante que su obra escultórica fueron su actividad académica y de formación de los artistas españoles que se pusieron bajo su protección a partir de 1830 cuando fue nombrado director de los pensionados en Roma. Como miembro de la Academia de San Luca participó en juntas y comisiones en las que se discutían acaloradamente asuntos artísticos de más o menos importancia. Es a través de la trascripción de las actas académicas que se puede conocer la opinión de Solà sobre la restauración de obras antiguas: su postura es tradicionalista cuando se trata del Juicio Final de Miguel Ángel —conservar; no limpiar; restaurar es modificar— pero se muestra más abierto y moderno cuando habla de restauración arquitectónica, como se deduce de las sesiones de la comisión que debía decidir sobre la reconstrucción de la Basílica de San Paolo (destruida por un incendio en 1826) y de la que formaba parte Solà.

Sus conocimientos en el ámbito de la restauración fueron decisivos para que el Gobierno español le encargara en 1833 el arrancamiento de los frescos de Carracci y escuela que ornaban la iglesia de San Giacomo degli Spagnuoli, declarada en ruina. Solà se dirigió a un experto, Pelegrino Succi, cuyo método era recomendado por las grandes figuras artísticas del momento. Posteriormente, Solà, una vez los frescos pasados a tela estuvieron en su estudio, limpió con cuidado “y sin exagerar” los más dañados. En 1842 Solà solicitó autorización para trasladarlos al palacio de la Embajada española y se iniciaron los trámites para lograr el permiso de exportación. Sin embargo, el legado español Julián de Villalba consideró que no era el momento más oportuno pues las tensas relaciones entre España y el Papado seguramente habrían llevado a una respuesta negativa. Los frescos continuaron en el palacio español hasta que en 1850 se iniciaron en gran secreto los pasos para poder exportar las obras de Carracci, y fue de nuevo Solà quien se encargó de embalarlas y enviarlas a Barcelona. Desde allí siete frescos se expidieron al Museo del Prado, mientras que los nueve restantes se quedaron en Barcelona, donde pueden admirarse en el Museu Nacional d’Art de Catalunya.

Las ideas estéticas de Solà quedan recogidas en sus discursos pronunciados en las distribuciones de premios de los años 1835 y 1837. La Academia de San Luca convocaba anualmente un concurso en las escuelas de pintura, escultura y arquitectura y el día de la premiación se organizaba una ceremonia en la que un miembro académico leía una disertación. En 1835 Solà habló sobre “Intorno al metodo che usarono gli antichi greci nel servirsi de modelli vivi per le loro belle opere di arte”, donde defiende que la Naturaleza y la Antigüedad deben ser los puntos de referencia de los artistas: hay que estudiar las ciencias que permiten conocer bien el cuerpo humano, copiar la naturaleza y si se percibe algún defecto usar los conocimientos científicos para mejorar el original, método que seguían ya los griegos cuyas obras reflejan “simetría, belleza, gracia, armonía, estilo, elegancia y gusto”. En el segundo discurso, titulado “Sull’espressione nell opere di belle arti” introduce el concepto de la “verdad”: hay que buscar la belleza tanto en las pasiones suaves como en las violentas, algo posible si se estudia la “expresión” y si se reflexiona sobre las cualidades morales del original.

Obra maestra por su expresión es, según Solà, el Laocoonte, pues el dolor que sufre su cuerpo y la grandeza de su alma están expresadas perfectamente en todas las partes del cuerpo.

Poco se conoce sobre la vida privada de Antoni Solà.

Murió en Roma el 10 de junio de 1861 y fue enterrado en la Iglesia del Monserrato. El escultor Antonio Vilches esculpió un medallón con el retrato de Solà en el monumento conmemorativo de la misma iglesia.

 

Obras de ~: Ulises en la isla de Calipso, 1806; Orestes tormentado por las furias, c. 1810; Meleagro, 1818; Daoíz y Velarde, 1822; Ceres, 1833; Minerva, 1833; La matanza de los Inocentes, 1834; Cervantes, 1835; Paris y Helena, 1840; Monúm.ento funerario de Pasqual Falcó Valcárcel, c. 1840; Monumento funerario de Manuela González Gutiérrez Estrada, c. 1840; El beato Pignatelli, 1841; La caridad romana, 1846; Blasco de Garay, 1850.

Escritos: Intorno al metodo che usarono gli antichi greci nel servirsi de’ modelli vivi per le loro belle opere d’arte. Discorso detto agli alunni dell’insigne e pontificia accademia romana di S. Luca, nella premiazione scolastica del 1835, dal Cavaliere Antonio Sola Giornale Arcadico, t. LXV, 1834-1835, págs. 289- 299; Sull’espressione nelle opere di Belle Arti. Discorso recitato all’Insigne e Pontificia Accademia romana di S. Luca nella premiazione del 1837 dal Cavaliere Antonio Sola, Giornale Arcadico, vol. LXXIV, 1838, págs. 254-267.

 

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Anna Riera Mora