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Salustiano Olózaga Almandoz

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Biografía

Olózaga Almandoz, Salustiano. Oyón (Álava), 8.VI.1805 – Enghien (París), 26.IX.1873. Estadista y diplomático.

La familia paterna de Salustiano Olózaga era de ascendencia guipuzcoana —tierra de hidalguía universal— y contaba con medios económicos suficientes como para hacer frente al costoso procedimiento de probanza de nobleza y para proporcionar a su progenitor, Celestino Olózaga Sáenz de Navarrides, los estudios superiores de Medicina. Pues bien, el desarrollo de esta profesión paterna determinó la ubicación de los domicilios familiares de Salustiano Olózaga. Así, a finales de 1806, con apenas cinco meses, él y su madre, Clara Almandoz Lasagui, tuvieron que trasladarse a Arnedo (La Rioja), donde su padre había obtenido la plaza de médico titular. Aquí, en Arnedo, nacieron el resto de los hermanos y fue donde, en el Convento de los padres franciscanos, Salustiano realizó sus primeros estudios. Éstos se vieron complementados, entre 1815 y 1819, en el Seminario de Logroño y en la Universidad de Zaragoza con el inicio del aprendizaje simultáneo de los estudios mayores de Filosofía y los menores de Leyes.

El traslado a Madrid a finales de 1819, donde en el Hospital General su padre había logrado una plaza de médico de número, sería crucial para la vida de Olózaga, como decisivos fueron los acontecimientos revolucionarios inmediatos, que significaron el restablecimiento de la Constitución de 1812. Durante el Trienio Liberal, entonces inaugurado, Olózaga continuó con su formación académica en el Convento-Colegio de Doña María de Aragón y procedió a su adoctrinamiento ideológico. Así, con el beneplácito de su padre, hombre ilustrado y liberal avanzado, asistió a las sesiones de las Cortes y frecuentó las tertulias de la Fontana, de la Sociedad Landaburiana o del café Lorencini, además de la Cátedra de Constitución establecida en los Estudios de San Isidro. De aquí emanó en Olózaga una profunda y apasionada convicción liberal y antiabsolutista, que se tradujo en su incorporación a principios de 1823 a la milicia nacional de la capital y, ostentando ya el grado de sargento de brigada, en la defensa de la legalidad constitucional, acompañando a las Cortes en su retirada a Sevilla y Cádiz frente a la invasión del Ejército francés, aliado de las fuerzas reaccionarias españolas.

Triunfantes éstas y recuperándose con ello el absolutismo, Olózaga, tras permanecer un tiempo oculto en las provincias de Málaga y Granada, retornó a Madrid. Durante una primera etapa llevó una vida de recogimiento y estudio, que le permitió en 1826 graduarse como bachiller en Leyes por la Universidad de Valladolid y ser recibido como abogado por su Chancillería, para acto seguido ejercer la profesión en la capital. Pues bien, siendo para Olózaga el progreso político un componente esencial de la abogacía, a principios de 1831 participó en la conspiración liberal urdida desde el exterior por Torrijos y en el interior por Marco-Artú, siendo vocal de la junta central de Madrid presidida por éste. Descubierta la trama, a mediados de marzo fue arrestado y conducido a la cárcel de la Villa. Con todo, dada la suerte deparada a alguno de los otros conjurados apresados, la evasión de Salustiano Olózaga, lograda a finales de mayo con la ayuda desde fuera de su hermano José, significó su salvación del patíbulo.

Tras esta fuga, y después de un intrincado periplo, en agosto arribó a la costa atlántica francesa, iniciándose su primer exilio. Teniendo admirablemente preparado el terreno, con los contactos que previamente había cultivado en la embajada francesa de Madrid, Olózaga fue reconocido como refugiado político, satisfaciéndole un subsidio mensual de 100 francos. Esos tratos, además, le sirvieron para que en París, en cuyo barrio latino se instaló, la clase dirigente le abriera sus salones, labrándose preciadas relaciones de suma utilidad para su futuro como embajador. También lo fueron las amistades dispensadas por otros exiliados españoles, particularmente las del círculo de la casa del liberal Juan Antonio Melón. Pero Olózaga no limitó a esto su estancia en la capital del Sena, también la dedicó al estudio y al conocimiento del sistema político y judicial francés, cuyo liberalismo doctrinario imperante influiría en su pensamiento. Con todo, más le afectaría el positivismo benthamiano dominante en Gran Bretaña, a cuya capital se trasladó desde París durante algún tiempo.

El tímido aperturismo que acompañó a los sucesos de La Granja, posibilitó que en febrero de1833 Olózaga regresara a España, pero su permanencia no se consolidó hasta el fallecimiento en septiembre de Fernando VII. Aquí, en la capital de Reino, muy pronto cosechó los frutos de las anteriores relaciones. Así, en el tiempo del Estatuto Real estrenado a continuación, a la par que ejercía la abogacía, por recomendación del conde de Toreno fue nombrado en junio de 1834 vocal y secretario de la comisión encargada de revisar el Código de Comercio. Esto en modo alguno le adscribe a la doctrina conservadora de ese texto político. Al contrario, Olózaga abogaba por el avance en el régimen representativo; eso sí, sin violencia. De ahí que, desde su posición de capitán de granaderos de la milicia urbana de Madrid, rechazara e intentara atajar la matanza de frailes perpetrada en julio del año mencionado, y fuera al frente de la marcha que ese instituto protagonizó en agosto de 1835, solicitando un cambio político liberal.

Logrado éste con el ascenso al ejecutivo de Mendizábal, la carrera pública de Olózaga recibió un impulso singular, al ser nombrado a finales de noviembre gobernador civil de Madrid. Desde aquí satisfizo plenamente las miras de aquél: aceleró la exclaustración y expropiación de edificios religiosos, base para que la capital se convirtiera en la punta de lanza del proceso desamortizador; mejoró la organización y armamento de la milicia; persiguió a los carlistas y difundió el ideario liberal. En este sentido, al igual que hiciera su antecesor en el cargo en el Ayuntamiento de la capital y en la comisión de armamento y defensa, Olózaga logró que el progresismo dominara en la Diputación Provincial, elegida e instalada en enero de 1836, y en la representación por Madrid en el Estamento de procuradores, en cuyos comicios celebrados en febrero él mismo resultó elegido, además de por Logroño.

Optando por Madrid, descolló como procurador cuando, de inmediato a la caída en mayo del gabinete de Mendizábal, a la que acompañó su dimisión del anterior cargo, encabezó la oposición de la mayoría progresista del Estamento al ejecutivo moderado de Istúriz, sucesor del precedente, que alcanzó su cénit con la aprobación de un voto de censura. Como es sabido, la concesión a este gobierno por parte de la Regente del decreto de disolución, acabó abriendo un nuevo desarrollo revolucionario que, auspiciado por los liberales avanzados que se veían desplazados, concluyó en agosto con el restablecimiento provisional de la Constitución de Cádiz. En este proceso Olózaga, cuando menos, participó en su tramo final como miembro de la comisión de armamento y defensa de Madrid, instalada en septiembre.

La situación entonces inaugurada ya le reconoce como uno de los líderes del progresismo. Lo señala su designación en el último mes como presidente de la junta de enajenación de edificios y efectos de los conventos suprimidos de la capital y como fiscal togado del Tribunal Supremo de Guerra y Marina. Y, sobre todo, lo indica, una vez conseguido por Logroño un escaño en las Cortes Constituyentes, su elección en octubre como miembro y secretario de la comisión de reforma constitucional. En la misma su protagonismo fue decisivo para la conversión del progresismo en un “liberalismo respetable” mediante el abandono de parte del ideario radical “doceañista” y la asunción de principios del doctrinarismo moderado. Así, la aceptación de la práctica política de la soberanía compartida y el bicameralismo —en cuya afirmación tuvo una notable participación Olózaga— fue básica para la creación de la auténtica legalidad común que representaba la Constitución de junio de 1837. Un carácter transaccional que también se transmitió a la reforma electoral de julio, cuyo proyecto elaboró la misma comisión y en cuyo debate las intervenciones de Olózaga estuvieron orientadas a desligar el principio de la soberanía nacional del derecho electoral, residenciándolo exclusivamente en los propietarios.

La victoria rotunda de los moderados en la primera aplicación en octubre de la nueva ley electoral, no apartó al político progresista del Congreso, ya que siguió contando con el respaldo de los electores riojanos. Con todo, tras formar parte de la comisión encargada de la redacción del reglamento de la cámara, vigente desde febrero de 1838, sí hubo un alejamiento de la vida pública, primero, buscado, con la licencia concedida en junio, que le permitió viajar a Alemania, y, después, obligado, al verse separado en marzo de 1839 del destino de fiscal del Tribunal Supremo de Guerra y Marina.

Formando parte de la comisión central del Partido Progresista, Olózaga tuvo una importante participación en el éxito electoral de esta fuerza en los comicios de agosto del último año, en los que él fue elegido por tres distritos, optando por el ya tradicional de Logroño. A pesar de esta mayoría, el Gobierno moderado de Pérez de Castro se mantuvo en el poder, encontrando en la pacificación de las provincias del norte y en el debate sobre los Fueros vascos su tabla de salvación. Pues bien, en la discusión de esta cuestión la intervención del patricio riojano fue determinante, no sólo porque liderara la oposición al proyecto de confirmación foral sin restricción alguna planteado por los moderados, sino porque logró que se llegara a un compromiso con la inclusión de la cláusula de subordinación de los Fueros a la unidad constitucional. Esta transacción, plasmada en la ley de 25 de octubre, entonces tuvo su escenificación en el abrazo entre el ministro de la Guerra y Salustiano Olózaga. Coetáneamente se produjo un abrazo más personal, el de su matrimonio con Felisa Camarasa Jayme, hija de Francisco Camarasa, abogado de los Reales Consejos y del Colegio de Madrid.

1840, el año del nacimiento de su primera hija María Elisa, fue el del retorno de los progresistas al pronunciamiento. Lo anunció la adecuación de las Cortes a ese ejecutivo con las controvertidas elecciones de enero, en las que el político riojano, entonces alcalde de Madrid, logró acta de diputado por ésta y Sevilla, optando por la última. Lo confirmó la batería de proyectos de ley que, modificando el sistema de poder, anulaban al Partido Progresista como fuerza política. Entre ellos se encontraba el municipal que, convirtiendo a los ayuntamientos en simples órganos consultivos, recuperaba para el ejecutivo el nombramiento de los alcaldes. Pues bien, en el debate de este proyecto Olózaga encauzó la oposición al mismo de los progresistas tanto en la estrategia como en la argumentación de inconstitucionalidad que la centró. Finalmente, la sanción regia de esta ley desencadenó durante el verano el proceso revolucionario, que provocó, de una parte, la renuncia de María Cristina a la regencia y el exilio a París, y, de otra, el ascenso de Espartero.

Salustiano Olózaga, que en las anteriores Cortes había otorgado a la fuerza política en la que militaba el nombre de progresista en sustitución del de exaltada, utilizado denigratoriamente por los moderados para remarcar su radicalismo, se opuso a esa movilización y se retiró con su familia al País Vasco. Sin embargo, no manifestó reparo alguno cuando en octubre se le repuso en el cargo de fiscal del Tribunal Superior citado, ni cuando al mes siguiente se le nombró embajador en la capital francesa. Eso sí, fue agradecido. Así, elegido en febrero de 1841 diputado a Cortes por Logroño, auspició la opción a la regencia única en la persona de Espartero. Triunfante ésta, además, en París se enfrentó enérgicamente a las acciones conspiratorias de María Cristina y de los exiliados moderados, respaldadas por la Monarquía orleanista. Una notable contribución al fracaso del alzamiento conservador de octubre, reconocida con la concesión al mes siguiente de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, que no aceptó por ser incompatible con el cargo de diputado.

Desde mayo sus relaciones con Espartero se habían enfriado por la elección de Antonio González para presidir el primer ejecutivo de la Regencia en detrimento de él. Este distanciamiento, alimentado con las extralimitaciones de este gobierno arropadas por el Regente, se trocó en enfrentamiento, cuya expresión fue el apoyo del grupo de los progresistas legales, que junto a Cortina lideraba, al voto de censura que en mayo de 1842 derribó a ese gabinete. A pesar de ello y de su rechazo a formar el gobierno subsiguiente, Olózaga se mantuvo en su destino en la capital del Sena y, además, llevó adelante una misión diplomática comercial en Bélgica y Holanda, que debió de resultar satisfactoria, ya que se trajo consigo el Gran Cordón de la Orden de Leopoldo de Bélgica.

El persistente autoritarismo y militarismo de Espartero no sólo incrementó la oposición en las filas progresistas, sino que las aglutinó y acercó a los moderados. Así se produjo tras las elecciones de marzo de 1843 y, sobre todo, después de que el Regente obligara a dimitir al Gobierno de Joaquín María López. Fue entonces cuando Olózaga, diputado como siempre por Logroño, tras renunciar a sus cargos de fiscal y embajador, pronunció su elocuente ¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina! Este célebre discurso coaligó a las fuerzas antiesparteristas y fue la señal para el inicio de una movilización revolucionaria que, quedándose él de nuevo fuera de ella, pondría fin a la regencia de ese caudillo militar.

La caída de éste significó el cénit de la carrera política de Olózaga. La acumulación de cargos y condecoraciones constituyen su primera expresión: en julio, reposición en el destino de embajador y en el de magistrado del Tribunal Supremo; en agosto, ayo y tutor de la Reina; tras aceptar este mes la Cruz de la Orden de Carlos III, en septiembre vino la de caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro; y, en octubre, la presidencia del Congreso, respaldada con su acta de diputado por La Rioja. La segunda expresión, en calidad ya de líder indiscutible del progresismo, su elevación el 20 de noviembre, recién declarada mayor de edad Isabel II, a la presidencia del Consejo de Ministros.

Sin embargo, pocas veces un ascenso político fue tan efímero. La formación de un ejecutivo monocolor progresista, la pretensión de reorganizar eficazmente a este partido y la revitalización de sus soportes, ayuntamientos y milicia nacional, enfrentaron a Olózaga con los moderados, que, rompiendo la coalición, eligieron a Pidal presidente del Congreso. Ante esta situación el 28 de noviembre solicitó y obtuvo de la Reina el decreto de disolución. Pero no pudo hacer uso de él. Los dirigentes moderados actuaron rápidamente y fabricaron un escándalo: Olózaga había obtenido la firma de ese decreto forzando violentamente la voluntad real. La exoneración inmediata del cargo, el día 29, fue la lógica consecuencia a la declaración oficial que avalaba los hechos.

No obstante, el presidente depuesto no se arredró. Contando con el respaldo del Partido Progresista, acudió al Congreso a defender su honor, y a denunciar las intrigas palaciegas y la existencia de un plan reaccionario para acabar con el régimen parlamentario. Obtuvo una victoria moral, pero fue pírrica frente al inicio de un dominio moderado que duraría diez años y frente a la acusación de “abuso de confianza, desacato y coacción contra la augusta persona de S.M”.

Iniciándose entonces en el patricio progresista un sentimiento antidinástico, no esperó al desarrollo del proceso, y a mediados de diciembre inició su segundo exilio, que le llevó en primer término, vía Lisboa, a Londres. Al concluir 1844, ya con su familia, se instaló en París, donde pudo comprobar cómo un año después seguía el acosamiento, ya que, nacido entonces su hijo Salustiano, se le impidió inscribirle en el registro de la embajada española. En idéntica situación se encontró a finales de 1846, porque, antes de llegar a Madrid para ocupar el escaño en el Congreso que le habían conferido los electores del distrito de Arnedo, fue detenido y trasladado de nuevo a la frontera francesa. Aquí, en Bayona, fue donde en abril de 1847, tras el ascenso al poder de los moderados puritanos, recibió la noticia de su rehabilitación y el archivo definitivo de la causa.

La tranquilidad duró muy poco. Al tiempo del fallecimiento de su esposa, en febrero de 1848 en París se inició un nuevo ciclo revolucionario, que inmediatamente se extendió por Europa. Para impedir su contagio a España el Gobierno de Narváez solicitó a las Cortes la habilitación para, llegado el caso, suspender las garantías constitucionales. En el debate parlamentario sobre la situación, Olózaga no pudo ser más claro, al considerar que, en lugar de optar por la represión, que a su entender había ocasionado en la vecina Francia la caída de la Monarquía de Luis Felipe de Orleans, se debía apostar por la reforma, ofertando a su Partido para llevarla a cabo. Esta intervención parece que estuvo muy presente en ese ejecutivo que entonces obtuvo la autorización, porque cuando a finales de marzo hizo uso de ella, tras el estallido en Madrid de un motín revolucionario, el líder progresista, acusado de ser uno de sus principales instigadores, fue detenido. Conocido su destino, las islas Marianas, rememorando al otro rocambolesco lance anterior, logró huir y embarcarse a Londres, donde se mantuvo hasta que la amnistía promulgada a finales de 1849 permitió su regreso.

En los postreros años de la Década Moderada la figura de Olózaga brillaba con menos fulgor. A las dificultades para salir elegido por su tradicional distrito de Arnedo, que le obligaron a tener que optar por otros de Aragón, se sumó su escasa presencia en el Congreso. Sólo es digna de destacar la proposición que presentó en diciembre de 1852 juzgando negativamente la contrarreforma política de Bravo Murillo.

Con el retorno de los progresistas al poder, tras la Vicalvarada y la Revolución de julio de 1854, Olózaga recuperó antiguas posiciones. Así de nuevo tuvo que compatibilizar el cargo de embajador en París, para el que fue nombrado en agosto, con el de diputado a Cortes por Logroño, para el que fue elegido en noviembre. Más aún cuando fue miembro de la comisión encargada de redactar y proponer la nueva Constitución, en la que su influencia fue notoria en el establecimiento del Senado popular y, sobre todo, en la afirmación del principio de la soberanía nacional. Y es que durante este bienio el político riojano se radicalizó, convirtiéndose en dirigente de los llamados progresistas puros, más cercanos a los demócratas que al progresismo templado dominante bajo la égida de Espartero-O’Donnell.

Pues bien, a partir de entonces se mantuvo en esa ubicación ideológica. Por supuesto, cuando en el verano de 1856, con el fin del entendimiento entre esos dos generales, se abrió una nueva etapa de hegemonía moderada, le supuso el desplazamiento de los anteriores cargos. Pero también, cuando en el verano de 1858 se inició el dominio de la Unión Liberal. Así, a pesar de que bajo ella recuperara en agosto la representación en las Cortes —esta vez por el distrito madrileño de Barquillo— y a pesar de que un sector de los progresistas, los resellados, se vincularan a la misma, para Olózaga era una suerte de moderantismo reciclado. De ahí que en su famoso discurso de diciembre de 1861, al calor de la sublevación de Loja y el fantasma del socialismo, planteara el recambio de la Unión Liberal por el Partido Progresista, ya que a su juicio era el único que podía introducir las reformas demandadas por la opinión pública.

Fue la última vez que lo propuso. La llamada en marzo de 1863 de los moderados al ejecutivo tras el agotamiento de la Unión Liberal, vino a confirmar el hecho secular, el progresismo no contaba para la Corona como partido de gobierno. Esto, unido a la farsa de los comicios, impelieron a Olózaga y a su Partido a optar en septiembre por el retraimiento electoral. Además de auspiciar la reorganización del Partido, convirtiendo los comités electorales en permanentes y jerárquicamente enlazados, el dirigente progresista contribuyó como pocos a hacer irreversible esa decisión. A él se debieron las famosas frases de los “obstáculos tradicionales” o del “todo o nada” que, pronunciadas en 1864 en las famosas reuniones de los progresistas de los Campos Elíseos y del Circo Price en Madrid, le dieron el primer contenido revolucionario. Y él también tuvo mucho ver en el acercamiento a los demócratas en marzo de 1865 que, aparte de actualizar ideológicamente al Partido Progresista, le llevó al antidinastismo y a la insurrección. Con todo, no debe olvidarse que, concretada en agosto de 1866 esa unidad de acción en el llamado pacto de Ostende, Olózaga fue uno de los que puso más empeño en sumar al mismo a la Unión Liberal. Algo que se logró en marzo de 1868.

En la nueva etapa abierta, tras el triunfo de la Revolución que, protagonizada por esas fuerzas en septiembre, puso fin a la Monarquía isabelina, se siguió contando con Olózaga de la misma forma que en 1854. Así, en noviembre se le volvió a encargar la embajada de París y, elegido en enero de 1869 diputado por la circunscripción de Logroño, igualmente se le designó en marzo miembro de la comisión constituyente, si bien esta vez le acompañó la presidencia. Lógicamente, ya mermado de facultades, su influencia fue menor en la articulación de la nueva Constitución demoliberal, que instituía una Monarquía parlamentaria.

En junio, nada más aprobarse este texto político, Olózaga retornó a la legación española en París. La cuestión de la elección de Monarca ocupó gran parte de su actividad, más aún teniendo presente que Napoleón III se convirtió en uno de los elementos dirimentes de las distintas candidaturas. Con relación a la de Leopoldo de Hohenzollern, que acabó generando el conflicto franco-prusiano, parece que la labor desarrollada por el representante español no fue del todo acertada. De todas maneras, hasta octubre de 1870, una vez desaparecido el Segundo Imperio y establecida la Tercera República, no presentó la dimisión, argumentando la incompatibilidad del cargo con el ejercicio de diputado a Cortes, para el que los riojanos le habían elegido ocho meses antes.

Aceptada la renuncia e instituida en enero de 1871 la Monarquía de Amadeo de Saboya, Olózaga se convirtió en uno de los notables más allegados. Desde esta posición, primero, entre febrero y abril estuvo de nuevo al frente de la embajada en la capital francesa y, después, habiendo obtenido por La Rioja las actas de senador y de diputado, y tras optar por esta última, en abril asumió la presidencia del Congreso. En la misma se mantuvo hasta el nuevo reparto de cargos que acompañó a la crisis ministerial de julio.

Al mes siguiente estaba en París al frente de la legación española. Pendiendo de su pecho desde octubre el Gran Cordón de la Legión de Honor Francesa, en esta ocasión no tuvo impedimento alguno para ejercer este cargo con el de senador por Logroño, para el que fue elegido en febrero y septiembre de 1872. Los problemas surgieron en febrero del siguiente año con el fin de la Monarquía y el establecimiento de la Primera República. Olózaga, que no comulgaba con esta forma de gobierno y menos aún si no era “unitaria y conservadora”, en marzo presentó la dimisión con carácter irrevocable. Le fue admitida, cesando en el cargo a mediados de junio.

Retirado a la villa de Enghien, cerca de París, a los tres meses Salustiano Olózaga falleció. Trasladado su cadáver a Madrid, en marzo de 1874 se le tributaron los honores de capitán general. Sus restos descansaron, primero, en el cementerio de la Real Sacramental de San Nicolás de Bari y, después, cuando éste se desmanteló en 1912, en el Panteón de Hombres Ilustres de la Basílica de Atocha, donde se encuentran.

Dejaba el intrincado pasado político que se ha visto y también una considerable fortuna. Así, siguiendo a G. Gómez Urdáñez, Olózaga comenzó a consolidar una importante posición económica en los años 1843 y 1844, mediante la adquisición de bienes desamortizados en La Rioja. Siendo uno de los mayores compradores de la provincia, el primer año invirtió 1.320.292 reales y en el siguiente realizó el negocio más importante, la compra del Monasterio franciscano de Nuestra Señora de Vico en Arnedo, tasado en 3.771.305 reales. Este viejo monasterio, bajo la gestión de Salustiano hijo, se transformó en una moderna residencia burguesa y en una gran explotación agraria. Para dar salida a sus productos, particularmente a los vinícolas, en 1857 Olózaga se implicó en la empresa ferroviaria de la red Tudela-Bilbao, siendo uno de los vocales de la Comisión Riojana al respecto establecida. A ello deben sumarse distintas inversiones financieras que, cuando menos, las realizadas en Francia a su muerte superaban los 320.000 francos.

Pero no todo fueron ganancias, Olózaga también tuvo pérdidas patrimoniales. Así, en 1844, nada más iniciarse su segundo exilio, se incendió su casa de Madrid de la calle Florín, llevándose consigo la copiosa y escogida biblioteca, que tantos esfuerzos le había costado reunir. Y es que las inquietudes intelectuales y la preocupación por difundir la educación formaron una parte importante de la vida de Salustiano Olózaga. Así, tras la muerte de Fernando VII, se vinculó a la Sociedad Económica Matritense, para la que redactó un informe sobre las ordenanzas de la Hermandad de Ciegos y de la que en los años 1835-1836 fue vicecensor, a la par que formaba parte de la junta directiva del Colegio de Sordo-Mudos, dependiente de ella. También, en tiempo de las Regencias, fue vocal del comité de la Sociedad para la mejora de las prisiones y del sistema penal.

Por otro lado, además de ser miembro fundador del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, en los años 1836-1837 fue su presidente y en 1860 dictó una conferencia sobre Las libertades públicas. En 1853 ingresó en la Real Academia de la Historia con un discurso sobre Las causas que produjeron la pérdida de la libertad en el reino de Aragón. En la Matritense de Jurisprudencia y Legislación lo hizo en 1859 con un discurso sobre La influencia del ejercicio de la abogacía en la política; al año siguiente pronunció otro sobre Los límites de la sucesión intestada y, cuando en 1863 alcanzó la presidencia, sobre El arte de la oratoria. Siendo académico también de la de Ciencias Morales y Políticas, dictó una conferencia sobre Los esfuerzos de la Imprenta española para eludir la legislación que la había regido desde los Reyes Católicos hasta fines del siglo XVIII y en 1864 realizó para la misma un informe sobre La beneficencia en Inglaterra y España. En este mismo año salió a luz un libro que recopilaba los anteriores textos y los principales artículos publicados en la revista La América. Crónica hispano-americana (“Recuerdos de la historia política del presente siglo, el 1.º de enero de 1820”; “Torrijos y Flores Calderón”; “El Empecinado”; “Un ahorcado en tiempo de Fernando VII por sus opiniones religiosas”; “El portazgo”; “Episodio del viaje del cura de Aldea”), de la que desde 1857 era colaborador. Finalmente, en 1871 se convirtió en académico de número de la Real Academia Española con un discurso sobre Las dificultades del idioma castellano.

 

Obras de ~: Estudios sobre Elocuencia, Política, Jurisprudencia, Historia y Moral, Madrid, Imprenta de J. Peña. 1864.

 

Bibl.: N. P. Díaz, “D. Salustiano de Olózaga”, en N. P. Díaz y F. Cárdenas (eds.), Galería de españoles célebres contemporáneos, o biografías y retratos de todos los personajes distinguidos de nuestros días en las ciencias, en la política, en las armas, en las letras y en las artes, vol. V, Madrid, Imprenta y Librería de Ignacio Boix, 1845; A. Fernández de los Ríos, 1808-1863. Olózaga. Estudio político y biográfico. Encargado por la tertulia progresista de Madrid. Discursos que pronunció en el Congreso de los Diputados el Excmo. Señor Don Salustiano Olózaga los días 11 y 12 de diciembre de 1861. Opinión que sobre ellos emitió la prensa, Madrid, Imprenta de Manuel de Rojas, 1863; G. Azcárate, “Olózaga. Origen de sus ideas y vicisitudes del partido progresista. El Parlamento desde 1840 hasta 1866”, en Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, La España del siglo xix. Colección de Conferencias históricas celebradas durante el curso de 1885-86, Madrid, Imprenta de El Liberal, 1886-1887; I. Sicilia, “Don Salustiano Olózaga y Almandoz”, en La Ilustración de Logroño, 1886 (ed. facs. Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1993, vol II, págs. 80-90 y 109-118); A. A. Tabernilla, “Salustiano de Olózaga”, en Jurisconsultos Españoles. Biografías de los ex-presidentes de la Academia y de los jurisconsultos anteriores al siglo xx inscritos en sus lápidas, t. II, Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1911, págs. 151-165; F. Soldevilla, Los hombres de la libertad. Semblanzas históricas contemporáneas, Madrid, Librería Fernando Fe, 1927, págs. 105-121; A. Matilla, Olózaga (El precoz demagogo).

Aventuras, episodios y discursos de un fanático liberal, Madrid, Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, 1933; A. Delaunet Esnaola, La Casa de Olózaga, 1500-1947, San Sebastián, Talleres Tipográficos de Don Gerardo Va Gráficas AVAM, 1947; A. y A. García Carraffa, Diccionario heráldico y genealógico de apellidos españoles y americanos, vol. LXIV, Salamanca, Imprenta Comercial Salmantina, 1949, págs. 92-100; F. Bermejo Martín, “Olózaga y Orovio o el caciquismo en el distrito riojano de Arnedo: 1846-1864”, en VV. AA., Segundo Coloquio sobre historia de La Rioja, vol. II, Logroño, Colegio Universitario de la Rioja, 1985, págs 341-353; A. Matilla Tascón, “Salustiano Olózaga, embajador. Su testamento y sus bienes en Francia”, en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, t. XXVII (1989), págs. 317-323; F. Cánovas Cervantes, “Los partidos políticos”, en J. T. Villarroya et al., La era isabelina y el sexenio democrático (1834-1874), pról. de J. M.ª Jover Zamora, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, t. XXXIV, Madrid, Espasa Calpe, 1991, págs. 371-499; G. Gómez Urdáñez, “Salustiano Olózaga. La necesidad de una biografía histórica”, en Revista de Historia Contemporánea, 13-14 (1994), págs. 239-249; “Salustiano Olózaga y la represión del liberalismo en España. Una década de clandestinidad, conspiración y exilio (1823- 1833)”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 196-1 (1999), págs. 93-112; Salustiano Olózaga Elites políticas en el liberalismo español, 1805-1843, Logroño, Universidad de la Rioja, 2000; “Progresismo y poder político en la España isabelina: el Gobierno de Olózaga a finales de 1843”, en Hispania, 235 (2000), págs. 623-672; J. Vilches, Progreso y libertad. El partido progresista en la revolución liberal española, Madrid, Alianza, 2001; B. Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004, págs. 407-408; J. A. Caballero López, J. M. Delgado Idarreta y C. Sáenz de Pipaón Ibáñez (eds.), Entre Olózaga y Sagasta: retórica, prensa y poder, Logroño-Calahorra, Instituto de Estudios Riojanos, Ayuntamiento de Calahorra, 2011 (Colección Quintiliano de Retórica y Comunicación, 14).

 

Javier Pérez Núñez

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