Lersundi Ormaechea, Francisco. Valencia, 28.I.1817 – Bayona (Francia), 12.XI.1874. Militar, político y ministro.
Nacido en una familia de la nobleza hidalga de amplia ejecutoria militar, su padre intervino en varias de las campañas carlotercistas y, como coronel de Infantería, en la del Rosellón, muriendo como brigadier.
Pese a tal tradición, se inclinó por seguir la carrera de Derecho en la Universidad de Oñate, que abandonó, sin embargo, una vez desatada la Primera Guerra Carlista para alistarse en el bando cristino. Subteniente del batallón de Voluntarios de Guipúzcoa en 1835, subteniente de Infantería en 1836, teniente al final del mismo año, acabaría la contienda con el grado de teniente coronel e integrado plenamente en el Partido Moderado en su vertiente más radical. Muy adicto a la persona de la Reina Gobernadora, se exilió a Francia a raíz del fracasado intento antiesparterista de octubre de 1841, descollando como uno de los integrantes más conspicuos de la Unión Militar Española, constituida bajo la jefatura del general Narváez para provocar el derrocamiento de la Regencia del duque de la Victoria. Protagonista destacado en la represión desplegada por El Espadón de Loja en contra del movimiento revolucionario desencadenado en Madrid en mayo de 1848 como eco del fenómeno del mismo signo europeo, sería ascendido por aquél a mariscal de campo. Al año siguiente, formó parte de la famosa expedición militar enviada a los Estados Pontificios, comandada por su amigo y correligionario ideológico Fernando Fernández de Córdoba, marqués de Mendigorría. Retornado a España y cada vez más introducido en el círculo íntimo de la Reina madre, ocupó un escaño en la Cámara Baja como diputado por Vergara durante el bienio 1851-1852, después de haber sido jefe político de Madrid. Acusado en los medios políticos y periodísticos de obscuras relaciones con el mefítico entourage de la antigua Reina Gobernadora y malquisto por gran parte de sus colegas que le imputaban de arribismo sin escrúpulos, su elevación al Ministerio de la Guerra por Bravo Murillo el 6 de febrero de 1851, en sustitución del general conde de Mirasol reluctante cara a la deriva antinarvaísta que creía vislumbrar en la presidencia del gabinete, estuvo a punto de provocar una crisis en toda regla en el establishment isabelino. Los inspectores generales de las diferentes armas, todos ellos tenientes generales, se consideraron ofendidos ante un ministro que era sólo mariscal de campo y aun ello de data bien reciente (1848). “Por no agredir a las altas prerrogativas de la Corona”, la elite castrense acabó por aceptar al considerado intruso, bien que por muy poco tiempo, ya que a finales de marzo de 1851, O’Donnell se vio constreñido a dimitir, decisión del propio Consejo de Ministros, después de haber dirigido un escrito estimado irrespetuoso por el titular de la cartera de la Guerra.
Remontado el lamentable episodio, proyectó Lersundi una ambiciosa reorganización del Ejército que, enlazada con la que aplicase con patente éxito el marqués de Zambrano en el ocaso del reinado fernandino, diera respuesta a la modernización de la maquinaria militar española urgida desde el término de la contienda carlista. Empero, una nueva disputa con un prestigioso miembro de la cúpula castrense, el capitán general de Madrid, Juan de la Pezuela, concluyó abruptamente con sus intenciones reformistas, al abandonar sus responsabilidades ministeriales para asumir justamente las de capitán general de Madrid en enero de 1852. Su elevación al empleo de teniente general producida ahora se debió, en opinión de algunos cronistas de la época, a la sedicente intención de Bravo Murillo de imitar al príncipe-presidente Napoleón en su golpe de estado de 2 de diciembre de 1851, disponiendo en el puesto clave para el triunfo de la empresa a un hombre de su entera confianza.
Al margen de la verdad de tal suposición —muy extendida, ciertamente, por aquellas fechas—, el único dato contrastado es la fidelidad guardada por su general predilecto a Bravo Murillo hasta las postrimerías de su mandato, envuelto en una auténtica fronda del núcleo dirigente del Ejército. Lealtad tanto más valorable cuanto que la propia reina María Cristina y su entourage retiraron su apoyo al gobernante extremeño, enjuiciado desmañado en la negociación de su reforma constitucional. Muestra, sin embargo, de que Lersundi seguía siendo, pese a todo, pieza esencial de los planes tejidos en el Palacio de las Rejas —residencia de la madre de Isabel II, mentora absoluta de Isabel II en la fase terminal de la década moderada—, es su designación como presidente del Consejo de Ministros, en el penúltimo de los gabinetes de dicho período. Durante cinco meses (del 14 de abril al 19 de septiembre de 1853) ocuparía en efecto tal cargo simultaneado con el desempeño de la cartera de la Guerra y, a título interino, también con la de Estado; ésta tan sólo a partir del 21 de junio. Su principal meta —la desactivación parlamentaria del frondismo de los altos cuadros castrenses atrincherados en sus senadurías— estuvo lejos de cumplirse. En los inicios mismos de la legislatura, el candidato gubernamental para presidir la Alta Cámara fue derrotado por la opción representada por Martínez de la Rosa y, sin demasiada habilidad del lado ministerial, las flamantes Cortes quedaron disueltas al día siguiente del revés del gabinete, con lo que su ya reducida capacidad de maniobra quedó de facto desaparecida por entero.
No por ello amenguaron las presiones de Fernando Muñoz, duque de Riánsares, y su socio el marqués de Salamanca para que, desde el poder ejecutivo, se continuase con la práctica de las concesiones por decreto del tendido de las líneas del ferrocarril, que el gabinete, aún carente de respaldo parlamentario y hostilizado por la prensa, no suspendió, impulsando así la incorporación al progresismo de algunos de los sectores del Partido Moderado. El escándalo provocado por el descubrimiento de actividades concusionarias en el suministro de carbón para el apostadero de Manila, en las que estaba implicado el mismo ministro de Marina, Antonio Dorcal, acrecentó la atmósfera de tabidez que, a los ojos de la opinión pública, envolvía al gabinete, forzó, por último, su dimisión. En su menguado haber constaban algunas medidas en pro de la reforma castrense, de alcance menor pero un punto simbólico y esperanzador en el ramo de la Intendencia y de la condición legal de los suboficiales, fracasando no obstante en su pretensión de alzaprimar la autoridad de los ministros de la Guerra y en el intento de unificar el sistema de ascensos.
Apartado del poder durante el bienio esparterista, regresaría a él con el retorno del moderantismo una vez concluida la etapa progresista. Ministro en el Gobierno de Narváez del otoño de 1856, el largo período de la Unión Liberal habría, sin embargo, de implicar para Lersundi una dilatada fase de ostracismo, habida cuenta de su feroz antagonismo con O’Donnell. Terminado el Gobierno del duque de Tetuán, la ninfa Egeria del general Narváez y su colaborador más estrecho, Lorenzo Arrázola, volvería a encomendarle, a instancias de aquél, la cartera de la Guerra en su corto gabinete de comienzos de 1864, año en el que conseguiría materializar uno de sus anhelos más perseguidos: la Inspección General de Infantería. Depuesto de ella por el Gobierno de O’Donnell, otra vez Narváez volvería a mostrarse como su indeficiente valedor al otorgarle la Capitanía General de Cuba. Su primera estadía en la isla caribeña, en 1866, fue breve: desde junio a octubre, pero regresó a ella en diciembre del año siguiente para permanecer al frente de su mando hasta los inicios de 1869, haciendo oídos sordos a los cantos de sirena del pretendiente carlista para que, en su nombre, establecer un virreinato en las Antillas o, como deseaba desde Pau la derrocada Isabel II, mantenerlas bajo su titularidad. Partidario en un principio de la esclavitud, derivó luego hacia posiciones algo más reluctantes a su mundo ideológico y a los intereses de la sarocracia, a los que procuró favorecer con la inaplicación, en uso de sus poderes excepcionales, del famoso decreto de 29 de septiembre dado por el gobierno provisional de la Septembrina, estableciendo la “libertad de vientres”, por el que en adelante nadie ya nacería esclavo aunque lo fueran sus progenitores.
Cogido de sorpresa ante “el grito de Yara” (10 de octubre de 1868) e incluso subestimando en sus orígenes las consecuencias del movimiento independentista encabezado por el abogado y rico propietario Carlos Manuel de Céspedes, adoptó más tarde enérgicas medidas para aplastarlo. Consciente de la insuficiencia de las tropas regulares —unos siete mil de los veintiocho mil que formal y teóricamente constituían la fuerza destinada por Madrid en la Gran Antilla—, acudió al alistamiento de un Cuerpo de Voluntarios que en un tiempo record llegó a reclutar más de treinta y cinco mil hombres, equipados y armados por los sectores contrarios a la independencia.
Militarmente eficaces y disciplinados, con el paso del tiempo se convirtieron en ocasiones en torcedor de los planes de las autoridades, a las que más de una vez se impusieron hasta forzar su dimisión por estimarlas débiles y poco enérgicas ante un fenómeno que sólo admitía, en su sentir, una política de puro y simple exterminio. Desde luego, no se contó Lersundi entre dichos jefes, ya que su oposición a cualquier medida de diálogo o apertura quedó bien patente al rechazar desabridamente el 24 de octubre cualquier medida en tal sentido, conforme le solicitaban, en onda con el nuevo clima político e ideológico de la Península, parte muy cualificada de la sociedad habanera. El pretexto esgrimido por el capitán general era la exigencia de concentrar todos los afanes en el descepamiento de la sublevación, a la que, en efecto, asestó un golpe mortal al establecer una rigurosa vigilancia naval de la zona del Oriente, donde el levantamiento estaba aún confinado, bloqueo para el que no vaciló en acudir —a veces, mediante requisa— a embarcaciones particulares. Al mismo tiempo, las unidades enviadas desde La Habana comandadas por el general Balmaceda entraba el 16 de enero de 1869 en Bayazo, capital en la que hasta entonces se ubicaba la capital de los “insurrectos”. Al resignar el mando pocos días después Lersundi, el alzamiento había quedado reducido a una lucha de guerrillas, en las que aquéllos no controlaban ningún núcleo urbano.
Probablemente la fama alcanzada en la exitosa campaña cubana y, sobre todo, la afección y confianza reveladas hacia él por Isabel II, harían que la reina destronada pusiera en el verano de 1869 particular empeño hacia una restauración de la dinastía que Lersundi consideraba en la intimidad empresa muy poco madura aún. Venciendo un tanto su renitencia a través de personajes tales como Gutiérrez de la Vega, la Soberana le encomendaba la dirección del comité que tenía por misión allegar los medios económicos, militares y políticos con los que hacer posible la vuelta a España de la Reina. Desde un principio, insistiría, no obstante, Lersundi en el carácter político que ante todo debiera revestir la operación: “La causa de V. M.
y de su augusta dinastía —escribía en 15 de julio de 1869— será tanto más fácil y más fuerte cuanto más se levante sobre la esfera de los partidos políticos”. De ahí, por consiguiente, que arruinado ulteriormente tal proyecto por imposición del nuevo jefe de la oposición isabelina, Cánovas del Castillo, no opusiera obstáculo alguno en esta nueva senda. Abandonada con todo parcialmente en las postrimerías del reinado de Amadeo I y del Gobierno de Serrano en 1874, cuando se reactivaron, a instigación de algunos de sus compañeros de generalato —Dulce, Caballero de Rodas, Balmaceda...—, los planes de conspiración militar.
Por ella transitaba al sobrevenirle la muerte en la raya de Francia a la espera de acontecimientos decisivos.
Senador vitalicio desde 1853, estaba en posesión de todas las grandes cruces de la época.
Fuentes y bibl.: Archivo del Senado, exps. personales, HIS-0246-05; Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 28 n.º 21, 31 n.º 4.
F. Vargas Machuca, Vida política, militar y pública del Excmo. Sr. Don Francisco Lersundi, actual ministro de la Guerra, Madrid, Imprenta de El libro de la Verdad, 1851; F. Fernández de Córdoba, marqués de Mendigorría, Mis memorias íntimas, Madrid, Atlas, 1962, 2 vols. (Biblioteca de Autores Españoles); J. L. Comellas García-Llera, La década moderada, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1970; H. Thomas, Cuba. La lucha por la libertad. 1762-1970, Barcelona, Grijalbo, 1973; E. Cristiansen, Los orígenes del poder militar en España. 1808-1854, Madrid, Ediciones Aguilar, 1974; J. R. Alonso, Historia política del ejército español, Madrid, Editora Nacional, 1974; J. M.ª Jover, Política, diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo xix, Madrid, Ediciones Turner, 1976; S. G. Payne, Ejército y sociedad en la España liberal (1808- 1936), Madrid, Akal Editor, 1977; J. Pabón, Narváez y su época, Madrid, Espasa Calpe, 1983; C. Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984; M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 1990 (2.ª ed.); L. Navarro García, La independencia de Cuba, Madrid, Colecciones Mapfre, 1992; J. Rubio, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del “desastre” de 1898, Madrid, Biblioteca Diplomática Española, 1995; L. Navarro García, Las guerra de España en Cuba, Madrid, Ediciones Encuentro, 1998; J. M. Cuenca Toribio y S. Miranda García, El poder y sus hombres. ¿Por quiénes hemos sido gobernados los españoles? (1705-1998), Madrid, Editorial Actas, 1998, págs. 614-617; G. Rueda Hernanz, Isabel II, Madrid, Arlanza Ediciones, 2001; I. Burdiel, Isabel II. No se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.
José Manuel Cuenca Toribio