Fernández-Espartero Álvarez de Toro, Joaquín Baldomero. Príncipe de Vergara (I). Granátula de Calatrava (Ciudad Real), 27.II.1793 – Logroño (La Rioja), 8.I.1879. Militar y político.
El último de los nueve hijos del matrimonio formado por Antonio Fernández Espartero y Josefa Álvarez nació en Granátula de Calatrava, que por entonces era una pequeña población de unos tres mil habitantes dependiente de Almagro, en cuya Universidad, regida por los dominicos, estudió. De origen humilde y rural, vivió en un ambiente artesanal, pues su padre ejercía el oficio de carretero. Sus fieles milicianos nacionales, en la biografía que le dedicaron en 1844, destacaban entre sus virtudes la honradez, probidad y ciudadanía. “La patria en peligro” fue el grito de guerra ante la invasión francesa de 1808 al que Espartero, como otros muchos, respondió ingresando en las milicias y participando ya en la batalla de Ocaña. Es por entonces cuando comienza a firmar como Baldomero Espartero, olvidando su nombre de Joaquín Baldomero Fernández Álvarez.
En 1810 ingresa en la Academia Militar de Ingenieros, recién instalada en la Isla de León (Cádiz), de donde salió al año siguiente con el grado de teniente.
Pero su verdadera escuela fueron las guerras en que participó, la de la Independencia, la de América y la Carlista.
En la guerra americana se integró en 1815 en la expedición de Morillo y tomó parte en las campañas venezolanas, lo que le marcó como ayacucho, aunque no participó en la batalla de Ayacucho, la gran victoria de Sucre, símbolo de la liquidación de los virreinatos españoles en América del Sur.
En 1826 vuelve a España, a Pamplona. Se casa en 1827 con Jacinta Sicilia (1811-1878), hija única de un rico propietario y comerciante de Logroño, donde, en 1828, se halla destinado. En enero de 1834 es nombrado comandante general de Vizcaya y el 16 de septiembre de 1836, jefe supremo del Ejército del Norte (virrey de Navarra). Por tres veces es nombrado en 1837 ministro de Guerra y una presidente del Ministerio de la Regencia, pero en ninguna de las cuatro toma posesión. Capitán general en 1838, su brillante participación en la Guerra Carlista culmina el 31 de agosto de 1839 con el denominado “Abrazo de Vergara” con Maroto, que pone fin a una guerra de siete años. La Reina le concede por ello el título de duque de la Victoria (I).
El frente carlista de Levante, capitaneado por Cabrera, fue también reducido, éxito por el que recibió el título de duque de Morella (I) y el Toisón de Oro (se le nombró caballero el 3 de junio de 1840 y fue investido el 28 de agosto siguiente). Ya en la Presidencia del Consejo de Ministros (del 16 de septiembre de 1840 al 20 de mayo de 1841), Espartero, que gozaba de una extraordinaria popularidad, era para muchos el “salvador de España”. Se había convertido en el adalid del liberalismo progresista. Con él comenzaba un fenómeno nuevo: el acercamiento a la política de algunos militares llamados a desempeñar papeles políticos fundamentales gracias a su prestigio, ganado en el campo de batalla.
Tras la decisión de doña María Cristina de “renunciar a la regencia del reino por interés de la nación” (12 de octubre de 1840), la solución de las Cortes fue una nueva regencia única. Realizada la votación pertinente, Espartero logró 179 votos, frente a los 103 de Agustín Argüelles. Ésta fue la Revolución de 1840, a la que los progresistas denominaron “La Gloriosa”, que llevó al poder por aclamación a Espartero.
Fernando Garrido la valoraba así: “La revolución de septiembre era para los iniciadores el vaivén oscilatorio que venía a poner en equilibrio la balanza fuertemente inclinada hacia las reales prerrogativas que se llevaban de corrida los derechos populares. Era el deseo de orden y moralidad [...] Era el orgullo herido de algunos, la ambición no satisfecha en otros, para el pueblo era una revolución de su derecho y su autonomía, la reintegración del ser en la plenitud de su existencia” (F. Garrido, 1854).
Del 10 de mayo de 1841 al 30 de julio de 1843 ocupa la regencia Espartero, que la prensa y los medios políticos denominaban “el Conde-Duque”; era el verdadero “espadón” progresista y del régimen liberal, el brazo armado. Se convirtió en uno de los símbolos del intervencionismo militar en el proceso político español del siglo XIX; con él, escribe Romanones, “comienza el largo período del militarismo en España”. Vivía entonces un momento de máximo reconocimiento social, gozaba de una popularidad que él dejaba fomentar mediante retratos y estampas que ocupaban lugares de honor en las casas de muchos madrileños. Era, sin lugar a dudas, un ídolo popular.
Su fallo, sin embargo, fue presentarse como brazo armado de un grupo, pues, como explica José Luis Comellas, “la alianza entre Espartero y el partido progresista era tan convencional como la antigua alianza entre María Cristina y los moderados”. Además, una cosa era ganar la guerra y otra, bien distinta, gobernar.
Así lo vio el conde de Romanones: “Espartero, en su larga experiencia de la guerra, había adquirido cabal conocimiento de los valores militares; pero al llegar al campo de la política su ignorancia acerca de los hombres civiles era completa”.
El propio Espartero hizo, años más tarde, una valoración de su obra doliéndose de no haber podido ejercer el poder personal de forma dictatorial al estilo de César o de Napoleón: “No me ilusionaba la perspectiva de la regencia en que no pensé, hasta que doña María Cristina, con sentimiento mío y de mis compañeros de gabinete en Valencia la renunció [...] yo bien presagiaba que esta magistratura en la menor edad de la reina me iba a consumir, porque bien sabía que tenía que guardar en mi conducta consideraciones a la que se sentaba en el trono que no embarazan a los dictadores [...]. Ni Alejandro, ni César, ni Cronwell, ni Napoleón, fueron regentes de una Reina niña. Obraron de su cuenta como soberanos unos y como omnipotentes otros. Yo no lo podía hacer y tenía que ajustarme a un modelo dado”.
En contra de lo que cabía esperar, la gestión de Espartero hizo surgir pronto el descontento, cuando no las revueltas. También cundió el malestar en el Ejército, por la mala situación que tuvo que atravesar.
Conspiradores fueron O’Donnell, Diego de León, Concha, Prim, etc. Los pronunciamientos surgieron por doquier: Pamplona, Bilbao, Vitoria, Zaragoza, Madrid. En la capital de la nación se pretendió dar un golpe de Estado y apoderarse de la niña Reina.
Comandaba las tropas Diego de León, conde de Belascoaín. Las tropas de Espartero paralizaron la acción y las represalias fueron tremendas. El cordobés Diego de León, general de enorme prestigio, al que se conocía como “la primera lanza de la reina”, fue fusilado el 15 de octubre de 1841, tras un consejo de guerra, sin que el regente hiciera uso del indulto.
Espartero fue sintiendo día a día el enorme vacío que se forjaba a su alrededor. A la pérdida de apoyo del Ejército se unió pronto su fracaso en Cataluña —que le había alzado al poder— a causa de las medidas librecambistas. Las revueltas surgidas se acallaron con el bombardeo de la ciudad desde la ciudadela de Montjuich: casi quinientas casas fueron destruidas. Y de Reus salió un nuevo pronunciamiento, en 1843, encabezado por Prim y Lorenzo Milans del Bosch.
En Andalucía, las revueltas habían comenzado en 1842. Guichot llama la atención sobre el hecho de que fueran las provincias del mediodía las elegidas por los contrarrevolucionarios, pues es éste, dice, “el primer ejemplo en la historia de nuestras revoluciones contemporáneas, de tomar la liberal Andalucía la iniciativa en un movimiento político de carácter reaccionario en materia de libertad constitucional”.
Las elecciones de febrero de 1843 pusieron de relieve las profundas disensiones entre los progresistas y el regente, disensiones que también se hicieron sentir en el gabinete, que duró diez días, presidido por Joaquín María López, quien diseña así la situación: “[...] apenas creado ese poder empezó a desmoronarse, pasando el pueblo que había creado el ídolo, de la idolatría al entusiasmo; del entusiasmo a la adhesión; de la adhesión al respeto; del respeto a la indiferencia; de la indiferencia al odio y del odio a lanzarle a tierras extrañas donde pudiera entregarse al olvido de sus funestos errores o al melancólico recuerdo de sus glorias pasadas”.
Mediado el año 1843, la regencia esparterista vivía sus últimos días. Moderados y progresistas unidos, con el respaldo armado de Narváez, Serrano, O’Donnell y Prim, eran ya los dueños de la situación.
La Junta Revolucionaria de Málaga lanzó el 23 de mayo el grito de guerra al que se unieron primero las fuerzas progresistas andaluzas y luego el resto del país. Mientras, llegó a Valencia un grupo de generales moderados que había emigrado tras la intentona de octubre de 1841. La Junta Revolucionaria de Valencia les permitió repartirse los mandos militares de las provincias insurrectas. De este modo, fue nombrado general en jefe de las tropas de Andalucía el general Manuel de la Concha.
El ejército formado por De la Concha no tuvo tiempo de enfrentarse con el gubernamental de Van-Halen, porque la decisiva acción de los moderados desde la llegada de Narváez a Valencia terminó con el simulacro de combate de Torrejón de Ardoz, el 17 de julio, y la entrada del general Narváez en Madrid, seis días más tarde. Espartero huyó a Cádiz y se embarcó el 30 de julio de aquel 1843 en el vapor Betis. El 3 de agosto zarpaba hacia Lisboa en el barco inglés Malabar que le ofreció asilo a bordo. El 17 llegaba a Lisboa y desde allí viajó en el Prometheus, de bandera británica, hasta Portsmouth, de donde se trasladó posteriormente a Londres.
Narváez, como primera medida, ordenó que Espartero fuera despojado de “todos sus títulos, grados, empleos, honores y condecoraciones”, que en 1846 le fueron devueltos. En 1849, Espartero regresó a su casa de Logroño. En El pensamiento de la Nación, que dirigía Jaime Balmes, se concretan los resultados de la Revolución de 1840 no sin ironía: “Sustituir a una regencia por otra regencia, a unos cortesanos por otros cortesanos, a unos empleados por otros empleados; los tribunos de Cádiz perdieron repentinamente su horror a los palacios y a la Corte; los hombres que más se habían señalado por sus doctrinas democráticas vistieron con orgullo la librea de la casa Real”.
Tras once años de gobierno moderado, con Narváez como brazo armado, los envites de la Revolución Francesa y europea de 1848 se traducen en España en la Revolución de 1854 en que se conjugan fuerzas diversas que demandan un cambio. Los progresistas promueven juntas revolucionarias y a la de Zaragoza acude Espartero que vive retirado en Logroño. A partir de ese momento, el mito Espartero parece renacer, sin que nadie se explique las razones, como Carlos Marx escribe en el New York Daily Tribune. El 29 de julio, los madrileños reciben con júbilo al general, aclamado por los milicianos nacionales como símbolo de la democracia y árbitro de la situación.
El gobierno Espartero-O’Donnell no tenía demasiado futuro, dada la dificultad de conjugar a progresistas y moderados, y el general manchego vio pronto que era simplemente utilizado para calmar las demandas de los progresistas, en una posición difícil de mantener entre el radicalismo de las masas y la Milicia Nacional y el moderantismo de O’Donnell, preponderante a lo largo del bienio. La situación explotó en julio de 1856 con las violentas jornadas de enfrentamiento entre O’Donnell y la Asamblea y Milicia Nacional. Espartero, cansado y desmoralizado, optó por no intervenir y volverse a Logroño, vencido y amargado, de donde no salió ya en los veinticuatro años que le quedaban de vida.
Sin embargo, se le presentó una nueva ocasión de volver al protagonismo político. La Revolución de 1868 trajo consigo un Sexenio que vivió experiencias diversas de forma de gobierno, desde una regencia hasta una monarquía o una república. Las Cortes eligieron como regente al general Serrano, duque de la Torre, que nombró jefe de Gobierno al general Prim, verdadero hombre fuerte de la situación. La principal labor del nuevo jefe de Gobierno, además de mantener el orden, consistía en encontrar un rey que se adecuara a las exigencias españolas. Entre los candidatos figuraron Antonio de Orleans, duque de Montpensier, propuesto por los unionistas y por el general Serrano; los progresistas, que soñaban con la Unión Ibérica, veían en Fernando de Coburgo, rey viudo de la reina María de Portugal, la persona idónea para lograr esa unión. También se pensó como posibles candidatos en Leopoldo de Hohenzollern, casado con María Antonia de Braganza-Coburgo, hija de Fernando de Coburgo; en don Alfonso, hijo de Isabel II, que fue vetado por Prim; en el general Serrano, que no aceptó la propuesta, y en Espartero.
¿Por qué se pensó en el general Espartero? Un opúsculo escrito en 1868 se tituló precisamente Baldomero I, Rey de España. Entre abril y mayo de 1870, Prim preguntó a Espartero formalmente, a través de Pascual Madoz, “si podría contarse con la aceptación de V. A. para Rey de España”. El general respondió: “Siempre estaré dispuesto a sacrificar mi vida por la libertad y ventura de la patria; pero un deber de conciencia me obliga a manifestar respetuosamente que no me sería posible admitir tan elevado cargo, porque mis muchos años y mi poca salud no me permitirían su buen desempeño”.
No faltaron insistencias y manifestaciones en Madrid defendiendo que sólo él podía ceñir la corona porque “los que como Espartero reinan en el corazón nacional son reyes de derecho en el alto sentido moral de constitucionalismo democrático”. Pero él, con sus setenta años, prefirió el tranquilo retiro de Logroño.
En reconocimiento a su persona el nuevo rey, Amadeo de Saboya, le concedió el título de Príncipe de Vergara con tratamiento de alteza real, título que le fue respetado por el Gobierno de la República. Y Alfonso XII, a su vuelta de las victoriosas operaciones del norte, lo visitó en Logroño. En esta visita, Espartero, desprendiéndose de su Cruz Laureada —que había recibido en 1838—, se la impuso al Rey. El llamado “Washington de España” ha dejado para nuestra historia una conocida frase, expresión por excelencia del sentido democrático: “Cúmplase la voluntad nacional”. El mejor resumen de su biografía se encuentra en la placa que le recuerda en su sencilla casa manchega de Granátula. Ésta es su leyenda: “27-11-1793. S. A. Sma. D. Baldomero Fernández- Espartero y Alvarez: Vizconde de Banderas, Conde de Luchana, Duque de la Victoria, Duque de Morelia, Grande de España; Gran Cruz: de Isabel la Católica, de San Hermenegildo, de Carlos III, de San Fernando, de la Orden del Baño, de la Torre y Espada, de la Orden de la Encina, de San Juan de Jerusalén, Toisón de Oro, Gran Cordón de la Legión de Honor. Capitán General, Ministro de la Guerra, Presidente del Gobierno, Regente del Reino, Príncipe de Vergara”. Y termina con esta frase: “Y no quiso ser rey de España (15-V-1870)”.
La leyenda marcó a este manchego como “valiente, patriota y honrado liberal”. Si ha habido un personaje popular —“general del pueblo” le denomina el conde de Romanones— en la historia española, ése ha sido Espartero. Así lo captó Carlos Marx que lo dejó escrito en 1854: “El general Espartero es popular porque procede del pueblo”. Su historia fue, según Pirala, “la más popular; ninguna se proclamó en más folletos y artículos ni produjo las manifestaciones tan numerosas como espontáneas”. Otros juicios de contemporáneos suyos no son tan positivos; Fernando de Lesseps, por ejemplo, lo retrata como ambicioso e indolente, generoso o vengativo, según las circunstancias, y recalca su condición de bravo soldado, general mediocre y lleno de vanidad.
Obras de ~: Páginas contemporáneas, pról. de E. Charo Espartero, Madrid, Julián Saavedra y Compañía, 1846; Marqués de Morella (recopil.), Epistolario militar de la primera guerra civil española: Campañas del General Espartero, Madrid, Ediciones Familiar, 1950-1952, 3 vols.
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Luis Palacios Bañuelos