Martos y Balbi, Cristino. Granada, 13.IX.1830 – Madrid, 17.I.1893. Político y orador.
De extracción altoburguesa, apenas ingresado en la Universidad de Madrid, tras los estudios cursados en Granada y Toledo, mostró una resuelta vocación política, que le llevó en 1849 a formar parte del núcleo fundador del Partido Demócrata. Tras adscribirse a su fracción más extremosa, no tardó en decantarse por posiciones más moderadas, en las que militaría ya en adelante, dentro de una existencia pública caracterizada por un tacticismo acentuado y una tendencia inembridable por cambios y mudanzas, producto en buena parte de su incontenible pasión de mando. Actor sobresaliente de la revolución de 1854, en cuyos inicios representó un papel considerable pese a la reluctancia del general O’Donnell al protagonismo de “los civiles”, sería uno de los prohombres de la nueva situación, según lo revela el que, apenas licenciado en Derecho (1852), fuese nombrado fiscal del Tribunal Supremo. Galdós trazó de mano maestra su perfil de aquellos días: “Hablé con Cristino Martos, que en todas las funciones de la palabra es orador [...] El sentimiento revolucionario se desborda en él con todas las formas gramaticales más graves y rítmicas. Lleva en sí el espíritu girondino: su verbosidad sentenciosa resulta noble y clásica, y por esto mismo no es de los que conmueven a la plebe. Yo le digo que, hablando siempre en nombre del pueblo, resulta el más aristocrático de los tribunos” (B. Pérez Galdós, 1970: 900). Partidario a ultranza de estrechar la alianza con los progresistas en las Cortes del bienio esparterista, su abierta defensa del régimen monárquico le distanció ya para siempre de los sectores más ardorosos de su partido, declarados enemigos de la institución. Tal creencia —eje vertebrador de su trayectoria pública— no se inspiraba en ninguna connotación dinástica, conforme lo testimoniaría, entre otros ejemplos, su manifiesto empeño en agosto de 1854 por encausar criminalmente a la antigua reina gobernadora María Cristina, protegida en dicha tesitura por el mismo Espartero.
Acomodado a la etapa unionista, Martos se tallaría, en el lustro 1858-1863, un acrisolado prestigio como abogado forense, basado no sólo en sus conocimientos en la materia, sino también en la posesión de una oratoria deslumbradora, sólo equiparable en grandilocuencia y registros con las de un íntimo amigo y correligionario, Emilio Castelar, situado durante mucho tiempo en trincheras ideológicamente más avanzadas. Ambos, sin embargo, participaron con gran entusiasmo en la preparación del fracasado pronunciamiento del cuartel de San Gil, durante el último gabinete presidido por el general O’Donnell. Acogido a refugio diplomático, la condena a muerte que recayera sobre él y otros seis demócratas a instancias del postrer ministerio de Narváez, sucesor de aquél, le obligó a exiliarse en Francia y, ulteriormente, en Portugal. Muy unido al general Prim, circunstancias azarosas le impidieron rubricar los Pactos de Ostende y Bruselas, pero no colaborar de modo muy intenso con el militar catalán en los pródromos de la Revolución de Septiembre. Miembro, a raíz del triunfo de la “Gloriosa”, de la Junta Revolucionaria Interina constituida en Madrid —3 de octubre de 1868, 5 de octubre de 1868—, no quiso, empero, por razones tácticas, formar parte del primer gabinete de Prim, regentando la Diputación madrileña, en tanto que su camarada Nicolás Rivero, astro de mayor refulgencia en el panorama demócrata y con el que mantenía una soterrada rivalidad desde los comienzos de la carrera política de ambos, se ponía al frente del Ayuntamiento, institución decisiva en aquellos instantes.
Elegido como diputado por Ocaña (Toledo) en las Constituyentes de 1869, fue uno de sus inspiradores y defensores más conspicuos. Su influencia en el seno de la Comisión del proyecto de la polémica Carta Magna determinó que, con el incondicional respaldo de Prim y Serrano, encauzara en muchos momentos la controvertida tramitación de su texto, en completa oposición, en numerosos puntos, con los círculos más amplios y aplaudidos de su mismo Partido Demócrata, cuyas tradicionales pugnas internas se peraltarían ahora. En buena medida, las dotes y fama oratorias de Martos permitirían a la mencionada comisión sacar adelante su texto, combatido a un lado y otro, en un duelo dialéctico célebre en los anales del parlamentarismo hispano y seguido con inusitado interés por una opinión pública movilizada políticamente como nunca hasta entonces.
El 1 de noviembre de 1869 Prim lo incorporó a su gabinete como ministro de Estado. En su primera experiencia en el poder ejecutivo daría pruebas de sutileza y frialdad en un clima internacional crecientemente tensionado en vísperas de sucesos de carácter crucial para el futuro de Europa y el mundo. Especial eco halló su célebre respuesta —en forma de despachos a las embajadas de Viena, Roma y Múnich de 19 de noviembre de 1869— a la circular del príncipe de Hohenlohe en torno a atajar del lado de los gobiernos una eventual injerencia en sus asuntos y aspiraciones de dominio sobre los Estados por parte de un Papado cuya infalibilidad iba a proponerse en el inminente Concilio Vaticano I. España no se inmiscuiría en nada de las deliberaciones y conclusiones de la Asamblea conciliar, al tiempo que, de igual modo, no toleraría ni aceptaría en manera alguna otorgar su aval a determinaciones pontificias que implicaran menoscabo de la naturaleza liberal del régimen establecido en Madrid o atentasen a cualesquiera disposiciones y principios de su identidad político-social. Pese a su declarada galofilia, Italia ocupó un lugar preferencial en sus negocios y tareas públicos. Y así, convertido en decidido adalid de la solución saboyana a la vacancia del trono español, diseñó un retrato-robot del candidato ideal, al que sólo faltaba añadir el nombre: “[...] un príncipe, ni tan inmediatamente unido a Casas reinantes que sus eventuales derechos pudieran despertar recelos en pueblos amantes de la independencia, ni tan íntimamente ligado con familias destronadas que sus naturales lazos de sangre e intereses pudieran infundir sospechas a ningún poder constituido, ni tan desprovisto, por otra parte, de relaciones y vínculos con potencias amigas, que su adopción no pudiera ofrecer a España el beneficio de alianzas provechosas para los propios intereses sin perjuicio de los extraños”. A falta del ya firmemente autodescartado Fernando de Coburgo, sólo los duques de Aosta y Génova, hijos de Víctor Manuel II, ídolo de los progresistas europeos, reunían tales características...
A la vista de ello y de su incondicional adhesión a la “monarquía democrática” de Amadeo de Saboya, volvió a responsabilizarse de los asuntos extranjeros con la llegada de aquél al trono, en el Gobierno constituido por el general Serrano el 4 de enero de 1871. En el semestre de duración de un gabinete muy dividido a causa esencialmente de la rivalidad entre su presidente y Ruiz Zorrilla —uno y otro despreciados en su fuero interno por un Martos de insuperable autoestima y siempre muy prevalido de su superioridad sobre el resto de sus conmilitones y colegas—, uno de los episodios de mayor impacto de su actuación fue su ardida defensa —postrimerías de la primavera de 1870— de la concesión del estatuto de refugiados políticos a los “Communards” parisinos, refugiados en España tras su derrota ante las tropas de Thiers y su gobierno de “Salvación nacional”, en tanto que su compañero ministerial, Práxedes Mateo Sagasta, pretendía perseguirlos como meros delincuentes. No obstante los afanosos esfuerzos realizados por Ruiz Zorrilla por incorporarlo al segundo gobierno de la Monarquía de Amadeo en la misma cartera ocupada en la ocasión precedente, la resistencia de Martos se descubrió invencible.
Empero, casi un año después de abandonarla, volvió a encargarse de ella en el último gabinete —13 de junio de 1872— de la etapa amadeísta, rectorándola hasta la implantación de la Primera República —11 de febrero de 1873—, ratificando sus dotes de clarividencia y habilidad, de manera muy singular, al aquistarse la benevolencia de Bismarck de Alianza de los Tres Emperadores ante una segunda edición, del lado de la Francia del macmahonismo, de la expedición de 1823 frente a una España convertida otra vez en foco de inestabilidad y turbulencia. Si remecida fue su penúltima gestión ministerial en el plano interno, a causa primordialmente de las continuas querellas de un escindido Partido Demócrata, no lo sería menos la andadura de Martos en el nuevo régimen, con lances y episodios accidentados y enigmáticos. Entre los primeros, descolló su definitivo rompimiento con su detestado correligionario Nicolás María Rivero, ruptura provocada en el nacimiento mismo de la República por un enfrentamiento verbal, que supuso el reemplazamiento, a la cabeza de la Asamblea Nacional, de Rivero por Martos. Entre los segundos, su alianza conspiratoria con el general Serrano para provocar un viraje conservador del sistema —famosa jornada del 23 de abril de 1873—, después de otra tentativa similar protagonizada casi en exclusiva por Martos a finales de marzo anterior, aprovechándose del vacío de poder producido por la momentánea dimisión de Figueras de la presidencia del poder ejecutivo. Exiliado en Francia a raíz de la frustrada tentativa, conspiró contra el régimen republicano hasta su presidencia por Castelar, período en el que retornaría a España, para seguir tejiendo la red de su vuelta al poder... En efecto, el Ministerio de Gracia y Justicia, que ya pilotara a título interino durante la Monarquía amadeísta, fue el último que dirigiese Martos: tras el golpe de Estado del general Pavía, Serrano le encargó tal cometido por espacio de varios meses —de enero a mayo de 1874—, sin que su responsabilidad ahora se evidenciase en nada relevante.
Después de un postrer exilio en Francia, en el que con Serrano y Ruiz Zorrilla urdiera sin convicción nuevos y efímeros proyectos conspiratorios, se aclimató sin mayores dificultades, atraído por Sagasta, a la Restauración canovista —diputado por Toledo en la legislatura de 1879—, hasta llegar incluso a presidir el Congreso, durante el “quinquenio glorioso” (1886). Con todo, sin embargo, mal avenido con un Sagasta al que estimaba muy por debajo de su figura, un lance de controvertida naturaleza, entrañó la resignación de tan elevada función y, con ella, su total y definitivo apartamiento de la vida pública, a la que consagrara sus mayores energías como político de raza e imantado por entero por su ejercicio.
Los talentos exhibidos en el foro como jurista de alto coturno en posesión de un verbo inigualable por su caudal, precisión y sobriedad, justificarían tanto su vicedecanato del Colegio de Abogados de Madrid como, sobre todo, su presidencia de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación para la que fue elegido el 30 de mayo de 1878. Asimismo, fue elegido académico de la Real Academia Española para el Sillón “C”, en sustitución de Antonio Benavides, pero no pudo tomar posesión al morir repentinamente el 17 de enero de 1893, aunque ya tenía preparado su discurso: Algunas observaciones sobre el concepto en nuestros grandes dramaturgos del derecho, la justicia y sus ministros.
Obras de ~: La revolución de julio en 1854, Madrid, Imprenta del Colegio de Sordomudos y de Ciegos, 1854; Discurso pronunciado por ~ en las [...] Cortes [...] en defensa del proyecto de ley de matrimonio civil, Madrid, Imprenta El Imparcial, 1870; con E. Castelar, Las reformas en Ultramar: discursos pronunciados en la sesión celebrada por el Congreso de los Diputados, el día 21 de diciembre de 1872, Madrid, Secretaría de la Sociedad Abolicionista Española, 1872; Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. D. ~ presidente de la Academia Matritense de Jurisprudencia y Legislación en la sesión inaugural del curso de 1878 a 79 celebrada el 30 de noviembre de 1878 [Tema: El Derecho considerado...], Madrid, Imprenta del Ministerio de Gracia y Justicia, 1878; Dictamen sobre la Exposición dirigida á las Cortes por el Marqués de Campo ofreciendo ejecutar sin subvención del Estado el servicio de correos marítimos entre la Península, las islas de Cuba, Puerto Rico, Golfo de Méjico y mar de las Antillas, Madrid, 1882; con T. M. Mosquera, Dictamen sobre la exposición dirigida a las Cortes por el Marques de Campo ofreciendo ejecutar sin subvención del estado el servicio de correos marítimos entre la Península, la Isla de Cuba y Puerto Rico, Madrid, F. Maroto, 1882; “Prólogo”, en J. de la Gándara, Anexión y guerra de Santo Domingo, Madrid, Imprenta de “El Correo Militar”, 1884; Discurso leído por el [...] Sr. D. ~ [...] 1888 en el Ateneo [...] de Madrid con motivo de la apertura de sus cátedras, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1888.
Fuentes y bibl.: Archivo del Congreso de los Diputados, Serie documentación electoral, 61 n.º 26, 64 n.º 6, 65 n.º 12, 68 n.º 11, 72 n.º 8, 72 n.º 9, 86 n.º 9, 92 n.º 8, 96 n.º 19, 104 n.º 6, 105 n.º 47.
A. Eiras Roel, El Partido Demócrata español (1849-1868), Madrid, Rialp, 1961; C. A. M. Hennessy, La República Federal en España. Pi i Margall y el movimiento republicano federal. 1868-74, Madrid, Aguilar, 1966; J. Salom Costa, España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas (1871-1881), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1967; J. Martín Tejedor, “España y el Concilio Vaticano I”, en Hispania Sacra, 20 (1967), págs. 99- 175; M. Fernández Almagro, Historia política de la España contemporánea. 1. 1868-1885, Madrid, Alianza Editorial, 1969; V. G. Kiernan, La revolución de 1854 en España, Madrid, Aguilar, 1970; B. P érez Galdós, La Revolución de Julio. Episodios Nacionales, en sus Obras Completas, intr. y ed. de F. C. Sáinz de Robles, Madrid, Aguilar, 1970; J. Pabón, España y la Cuestión romana, Madrid, Editorial Moneda y Crédito, 1972; J. M. Cuenca Toribio, Aproximación a la historia de la Iglesia española contemporánea, Madrid, Ediciones Rialp, 1979; M. Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 1990 (2.ª ed.); A. Z amora Vicente, Historia de la Real Academia Española, Madrid, Espasa Calpe, 1999; J. M. Cuenca Toribio, La oratoria parlamentaria española. Una antología, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 2002.
José Manuel Cuenca Toribio